La primera vez que entró en aquel fumadero de opio tenía quince años, y fue con Francis. Las circunstancias reunieron al padre y al hijo. Las raras veces en que los dos hombres se encontraban a solas, siempre acababan mal. Vicente intentaba complacer a su padre, pero Francis desconfiaba de su hijo, que le parecía demasiado guapo. Lo querría más, a ese niño, si fuera el hijo de Marcel, el amante de su mujer. Entonces sí, si Vicente fuera un chorro de semen de Duchamp, adoraría a ese muchacho melancólico. Pero, por desgracia, tan moreno y con esas caderas finas de torero, el chico era, sin la menor duda, español. 

Después de tener cuatro hijos con Gabriële, Francis llegó a la conclusión de que a veces los grandes genios se anulan entre sí. Para pintar era perfecto, pero para fabricar descendientes, el resultado era mediocre. 

No sabiendo qué hacer de ese niño triste, el pintor decidió aquel día obsequiarle con su primera pipa de opio. 

—Ya verás, te aclarará las ideas. 

El fumadero de Léa no lo frecuentaban ni actores ni semimundanas, no era un fumadero de moda para los happy few. No. En Chez Léa no se veían estetas, solo sombras. Al llegar, se quedaron un rato en la sala del bar, la que daba a la calle. Francis pidió que pusieran a su hijo un poco de chum churum. Léa, que aún vivía en aquella época, sirvió al adolescente un alcohol de arroz translúcido que quemaba todo el interior, de la garganta a las entrañas. A Vicente le sorprendió el dolor ácido que sintió a lo largo de las paredes intestinales. Aquello hizo reír a su padre, no con una risa burlona, sino feliz, franca. Esa hilaridad colmó al hijo de una profunda alegría, provocada por la embriaguez. Era la primera vez que su padre se reía con él, no de él. 

—¿Vamos? —preguntó Francis dejando el vaso de chum churum tras vaciarlo de un trago—. Oye, hijo mío —le dijo, dándole un golpe en el hombro—, no le cuentes nada de esto a tu madre. 

Vicente se sintió invadido por una emoción extraordinaria. Estar ahí, en ese lugar prohibido, compartir un secreto con Francis, que lo llamara «hijo mío». ¡Y ese gesto amistoso! Había visto a menudo a su padre golpear así a sus amigos. A veces, los camareros de los cafés se llevaban también esa especie de cachete. Siempre seguido de una gran risotada. Pero con él, Vicente nunca había tenido ese detalle. 

Ocho años después, al abrir la puerta de Chez Léa, Vicente se acuerda de aquella primera vez con su padre. Desde entonces había recorrido todos los fumaderos de París, de los más bonitos a los más sórdidos. Pero este guardaba el extraño encanto de la iniciación. Entretanto, Léa había muerto, y su padre se había convertido en su peor enemigo. 

 

Vicente se dirige al fondo del establecimiento, hacia la escalera que lleva al sótano. Al bajar reconoce el olor pegajoso, a cloaca y a moho, que le penetra por la garganta a medida que se hunde en la cava abovedada. 

Tras levantar una cortina gruesa como una alfombra persa, surge un auténtico imperio de cavas de piedra que se suceden como espejos reflejándose hasta el infinito. La primera vez lo dejó asombrado, hasta sentirse mal, aquel olor a opio, cálido y amargo, a materia fecal combinada con un almibarado perfume de flores. Hoy, ese olor húmedo y agudo, mezcla de excrementos y esencia de pachuli, le da seguridad. Transmite a su mente un sosiego inmediato. 

La primera vez que entró ahí, los papeles pintados en rojos orientales, los tejidos bordados e irisados que recubrían las paredes lo transportaron a Asia. 

Adoraba aquel decorado de pacotilla, patético. Por lo que era, teatral y sin valor, ilusorio y sucio. Aquí todo es falso, la pedrería de la vieja china en el bar de la entrada, el gran buda, los gorros de terciopelo de los camareros. Pero Vicente sabe que lo que se viene a buscar aquí no miente. Pone encima de la barra el dinero que acaba de darle Gabriële. La vieja china hace una señal a uno de los camareros para que se ocupe de él. 

Vicente cruza las pequeñas estancias llenas de humo donde unos seres, en penumbra, casi inanimados, parecen enfermos a punto de ver cómo echa a volar su alma. Exhalan pequeños estertores con esquirlas de paraíso en los ojos. Vicente siente que lo invade la excitación, y que su sexo reacciona. 

Tumbados en divanes pegados al suelo, hombres y mujeres están exangües. Con sus varas de bambú entre los dedos, parecen flautistas, entrelazados en una sinfonía sensual, soplando en sus finos y turgentes caramillos. Vicente los envidia, le gustaría estar ya como ellos; su cuerpo se relaja y se prepara para recibir el delicioso veneno. 

Una vez frente a la cama que le han asignado, se desabrocha las mangas de la camisa y se suelta el cinturón de cuero del pantalón para ponerse cómodo. Por fin se tumba. Un pequeño ser calvo, con los ojos desorbitados y la tez macilenta, cerosa, le lleva una bandeja lacada, de color rojo sangre, brillante como un espejo, que presenta todo lo indispensable para un fumador de opio. Vicente recuerda que la primera vez, cuando fumó, su padre le dijo: 

—Nunca más estarás triste con esto, todas las preocupaciones de la vida quedarán detrás de la puerta. 

Pero Vicente vomitó todo lo que llevaba dentro, hasta que acabó saliendo de sus entrañas un jugo aguado. Después tuvo sudores y sensación de malestar. Más tarde llegó la felicidad prometida. Con la tercera pipa. El mordisco divino. 

Al echarse en el diván, desaliñado, a gusto, Vicente busca escuchar los suspiros de placer de sus vecinos, esos estertores largos y pesados, gritos ahogados de las noches secretas y escandalosas donde los cuerpos se intercambian en la oscuridad. Pero el camarero de tez cerosa le trae una pipa demasiado clara, poco cargada, y Vicente se enfada. El camarero baja la vista antes de ir a cambiar la mala pipa por otra ya fumada. Vicente se pone nervioso, quiere sentir el humo quemándole los pulmones, retenerlo en apnea lo más posible. Cuando vuelve el camarero para tenderle finalmente el bambú bueno, Vicente cierra los ojos. Rodea la pipa con las manos, feliz como el niño que encuentra los dedos de su madre. 

Suspira por fin, invadido por el olor amarillo del opio. Las lamparitas de aceite ensucian aún más la atmósfera y le confieren una solemnidad de iglesia. Tumbado de costado, Vicente tiene ahora la pipa en la comisura de los labios y los ojos medio cerrados. Apoya la cabeza en un soporte de madera y el hada negra hace su trabajo de puta sublime. Ella lo succiona como la reina del burdel de Siam, su piel se tensa primero bajo la nuca y el pelo se le eriza como un cuero cabelludo mágico que va desde la raíz del cabello hasta sus pantorrillas. En medio de una exaltación febril, de la pesada niebla que lo envuelve, se echa la mano al pantalón y encuentra, por fin, lo que estaba buscando..., un éxtasis dorado, sueños fantasmáticos, una sensualidad de todo su ser inmóvil. 

La primera vez, François contempló risueño cómo se hinchaba de sangre el miembro de su hijo. El adolescente descubría un deseo liviano, infinito, liberado de todo sentimiento de culpabilidad, un placer pacífico, sin amargura. 

 

Vicente no necesita tocarse ni moverse; la simple caricia de su mano en su sexo henchido lo transporta hasta un lugar donde ya no hay cuerpo terrenal, solo una bondad infinita que lo une a todo lo que ama, una armonía de los cuerpos, la belleza de las carnes de las jóvenes, los pechos pesados de las mujeres maduras, la perfección de los hombres, con sus nalgas marmóreas como las de las estatuas. Sin moverse un ápice, su cuerpo se mezcla con todo lo que lo rodea gracias a una capacidad sexual centuplicada; ya no es un chaval, es un ogro como su padre, cuya inmensa verga puede satisfacer a todas y todos aquellos que la reclamen, mientras una minúscula nieve de plumas de cisne va cayendo a cámara lenta, y las mujeres se vuelven más dulces, con una voluptuosidad cremosa y rosa, y sus axilas huelen a azúcar y purpurina, él no necesita lamerlas para beberlas, su sexo flota en el aire como un pájaro de suave plumaje, él las satisface así, levitando, durante horas, en medio de un placer sin fin. 

La primera vez se le acercó un hombre para frotarse contra su cuerpo. Él buscó la mirada de su padre en algún lado, pidiéndole protección o aprobación. Pero Francis, inanimado, había olvidado a su hijo, había puesto todo su ser a las puertas de sí mismo. Entonces, Vicente se dejó hacer, atrapado por las caricias del opio, tiernas y casi castas, como un paseo sin rumbo, como un día entregado a la ociosidad, como una noche pegada a un cuerpo cálido y dormido. 

Era una sensación que podía durar horas enteras, entre el sopor y la vigilia, hasta que su madre se le apareció en sueños. 

Siempre tenía que aparecer Gabriële en sus sueños para estropeárselos. Y también su hermana Jeanine. Al verlas llegar en medio de las volutas de humo, Vicente tiene la impresión de encontrarse de repente atrapado entre dos montañas graníticas, dos enormes pechos que lo asfixian. En cuanto a su padre, el gran genio del siglo, también se presenta para machacarlo, con su pintura; frente a sus lienzos, Vicente no es más que un mísero despojo, un gusano glabro. Él es un muñeco de trapo y todos se divierten a su costa. 

Vicente se echa a reír solo, como un demente, aplasta entre los dedos a las dos pequeñas enanas heroicas. Luego le entran ganas de llorar, a causa de su hermano, el falso gemelo, ese bastardo que Francis le hizo a otra mujer al mismo tiempo que lo engendraba a él. ¿Dónde estará, ese hermano detestado? Parece que se fue en un velero. Tendría que haber huido con él, en lugar de odiarlo, se dice Vicente ahora. Con los ojos brillantes, risueños, perforando un rostro blanquecino, Vicente vuelve en sí porque es hora de una nueva pipa, se tranquiliza y le indica con un gesto al camarero ceroso que ha llegado el momento de encadenar con otra. Pide una manta para taparse las piernas, de piel de cabra, las que huelen fuerte pero dan calor. Luego se quedará ahí, sin moverse, diez años, quién sabe, siempre con la pipa entre los labios. 

Cuando despierta, Vicente no sabe qué día es. Ya no le queda dinero. Ni voluntad. El opio le ha sustraído todo motivo racional de hacer cosas. En lugar de ir a Les Forges, Vicente se esconde días enteros en su apartamento, incapaz de mover un dedo. 

Se pregunta por qué está en París. 

¿A qué ha ido? Se acuerda de que su mujer está esperándolo en algún lado. Pero su cerebro es incapaz de dar con el nombre del pueblo donde se han instalado. 

¿Cómo va a arreglárselas para reunirse con ella? 

Lo único que recuerda es que tiene que irse al Jura, a la casa familiar de su madre, para coger una cazuela y unas sábanas.