Al día siguiente, Emma y Ephraïm parten de la dacha familiar; todo el mundo se dice adiós con tono cordial, prometiendo volver a verse enseguida, antes del verano.
Emma mira el paisaje desfilar tras la ventanilla del coche de punto. Se pregunta si su suegro no tendrá razón, si quizá sería más prudente instalarse en Palestina. El nombre de su marido figura en una lista. La policía puede ir a detenerlo a casa en cualquier momento.
—¿Qué lista? ¿Por qué se busca a Ephraïm? ¿Por ser judío?
—No, aún no. Ya te lo he dicho: mi abuelo es un socialista revolucionario. Después de la Revolución de Octubre, los bolcheviques empiezan a eliminar a sus antiguos compañeros de armas: persiguen a los mencheviques y a los socialistas revolucionarios.
De vuelta en Moscú, Ephraïm tiene, pues, que ocultarse. Encuentra un sitio donde refugiarse, cerca de su apartamento, para poder visitar a su mujer de vez en cuando.
Esa noche quiere lavarse antes de marchar. Para cubrir el ruido del agua en la palangana de zinc de la cocina, Emma se sienta al piano, aporreando con todas sus fuerzas las teclas de marfil. Desconfía del vecindario y de las delaciones.
De repente llaman a la puerta. Golpes secos. Autoritarios. Emma se dirige a abrir, con la mano sobre su grueso vientre.
—¿Quién es?
—Buscamos a tu marido, Emma Rabinovitch.
Emma hace esperar a los policías en el descansillo para dar tiempo a su marido a recoger todos sus enseres e instalarse en un escondite que han habilitado en el doble fondo de un armario, detrás de las mantas y las sábanas.
—No está.
—Déjanos entrar.
—Estaba bañándome, permitid que me vista.
—Dile a tu marido que salga —ordenan los policías, que empiezan a ponerse nerviosos.
—No tengo noticias suyas desde hace un mes.
—¿Sabes dónde se esconde?
—No tengo la menor idea.
—Vamos a tirar la puerta abajo y a registrar toda la casa.
—¡Adelante! ¡Y si lo encontráis, dadle noticias mías!
Emma abre la puerta y exhibe su grueso vientre ante las narices de los agentes.
—Fijaos cómo me ha dejado..., ¡en qué estado me ha abandonado!
Los policías entran en el piso. Emma se fija en la gorra de Ephraïm, que se ha quedado en el sillón grande del salón. Entonces finge un mareo. Nota cómo se aplasta la gorra bajo su peso. El corazón le late con fuerza.
—Tu abuela Myriam no es aún más que un feto, pero acaba de sentir físicamente lo que significa tener un nudo en la tripa debido al miedo. Los órganos de Emma se han encogido a su alrededor.
Cuando finaliza el registro, la mujer permanece impasible.
—¡No os acompaño, mucho me temo que rompería aguas! —dice a los policías con la frente pálida—. No os quedaría más remedio que ayudarme en el parto.
Los agentes se marchan maldiciendo a las preñadas. Al cabo de unos largos minutos de silencio, Ephraïm sale de su escondrijo y se encuentra a su mujer tumbada en la alfombra, junto a la lumbre, hecha un ovillo: le duele tanto el vientre que no puede incorporarse. Ephraïm se teme lo peor. Promete a Emma que, si el bebé sobrevive, partirán a Riga, en Letonia.
—¿Por qué Letonia?
—Porque acaba de conseguir la independencia. Y los judíos ya pueden instalarse allí sin estar sujetos a la legislación que regulaba el comercio.