Myriam sigue sin noticias de su marido. Sola, en la casa del ahorcado, sin agua ni electricidad, espera. El viento, que va llevándose los días, uno tras otro, sopla cada vez más frío.
De vez en cuando, la señora Chabaud sube a verla. La viuda es como los cangrejos: bajo el caparazón, la carne es tierna. Cuando hay tormenta, le propone que vaya al pueblo, a su casa, porque tiene menos humedad. Myriam aprovecha el agua calentada en el fuego, se pone desnuda en la pila de piedra, pegada al suelo, para lavarse de rodillas. La señora Chabaud le enseña cómo alimentar la lumbre de manera «económica»: poniendo los troncos, en vez de verticalmente, uno contra otro. «Aunque a veces tira peor», le dice.
Myriam siempre sale de su casa con un cesto de verduras y queso.
Dos días antes de Navidad, la señora Chabaud la invita a la cena de Nochebuena, con su hijo y su nuera. Y el pequeño Claude, que acaba de nacer.
—Usted y yo no nos cruzamos mucho en la iglesia, ¿verdad? Tenemos mejores cosas que hacer..., pero creo que estaría bien que fuéramos a misa del gallo. Abríguese, porque hace ese frío de las noches de diciembre.
A Myriam no le queda más remedio que aceptar. Nadie tiene que sospechar que es judía, ni siquiera la señora Chabaud. Daría que hablar en el pueblo si faltara a la misa de medianoche. ¿Habrá que respetar el ritual, leer una biblia, recitar las oraciones? Myriam no sabe cómo transcurre una Nochebuena. Le pide a François Morenas que la ayude a prepararse.
Entonces, François, el ateo, enseña a Myriam, la judía, cómo santiguarse. «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», dos dedos en la frente, dos dedos en el corazón, luego de un hombro al otro. Myriam repite el gesto varias veces.
Por la mañana va a coger acebo al valle del Aiguebrun para no llegar con las manos vacías a casa de la señora Chabaud. El macizo de Les Alpilles está todo blanco. Cree ver una señal, el retorno de su marido.
Antes de bajar al pueblo, deja una nota delante de la puerta, para Vicente. «Le pega presentarse el día de Nochebuena», se dice. Se lo imagina llegando con los brazos cargados de regalos, como un sublime rey mago.
«La llave está donde tú sabes, estoy en casa de la señora Chabaud. Reúnete conmigo allí o espérame».
Con los dedos helados, coloca la nota delante de la puerta, luego se pone en camino, repitiendo «Amén» como le ha enseñado François, pronunciando bien la «a» y «men», y no como los askenazíes, que dicen «O-mein».
La iglesia está llena y nadie se fija en Myriam durante la misa, se ha preocupado en balde. A la salida, la señora Chabaud la espera para llevarla a su casa. El cura saluda a la viuda.
—Señora Chabaud, debería venir más a menudo a visitarme. Vea —dice señalando a Myriam—, hoy ha dado ejemplo. Y ha hecho efecto...
—Señor cura, permítame que le conteste que trabajar es rezar —responde la señora Chabaud tirando del brazo de Myriam.
El cura las deja marchar sin decir nada. Sabe que la viuda se ocupa sola de la cosecha de cereales, de la recolección de la fruta y de la venta de las almendras, de los rebaños para la carne, la leche y la lana, pero también de cuidar los cuatro caballos que presta siempre a quien los necesite. No tiene tiempo para ir a la iglesia todos los domingos, pero hay más de una familia en el pueblo que vive gracias a ella.
La señora Chabaud conduce a Myriam hasta su casa, donde está puesta la mesa con tres manteles de lino de un blanco inmaculado, dispuestos uno encima de otro, como las sábanas limpias de una cama antigua, que irán deshojándose a medida que vayan pasando las horas. El mantel de en medio servirá para el almuerzo del día siguiente, una comida a base de carne únicamente. El mantel de debajo servirá para la cena del día de Navidad, que es la noche de las sobras. Mientras que el mantel de encima presenta a las miradas de los invitados lo que los provenzales llaman los trece postres de la Nochebuena.
Las ramas de olivo y el acebo, que decoran la mesa, propician la buena suerte. Las tres velas de la Santísima Trinidad están encendidas junto al trigo de santa Bárbara y a un plato de lentejas que la señora Chabaud puso a germinar el 4 de diciembre. Los brotes de las semillas han crecido como una barba verde y tiesa. Se ha roto el pan en tres trozos, para reservar la parte de Jesús, la parte de los convidados y la parte del mendigo, conservada en un armario de la despensa, envuelta en un paño. Myriam se acuerda de que su abuelo, al principio del kidush, también rompía el pan. Y que la noche del Pésaj había que guardar una copa para el profeta Elías.
Dispuestos por toda la mesa, los platos presentan los trece postres provenzales.
—Mire bien, ¡esto no lo verá más que aquí! —le dice la señora Chabaud—. Es la pompa a l’òli, a base de una harina de trigo que se bebe el aceite como un asno sediento.
Myriam olisquea el brioche perfumado con azahar, de masa tan amarilla como la mantequilla y espolvoreado con azúcar moreno.
—¡No se corta nunca con cuchillo! Trae mala suerte —explica la señora Chabaud.
—Puedes verte en la ruina el año siguiente —añade el hijo.
—Mire, Myriam, estos son nuestros pachisòis o «cuatro mendigos».
La señora Chabaud se siente feliz de poder enseñar sus tradiciones provenzales. En cuatro platos, los «mendigos» (higos, nueces, almendras y pasas) están dispuestos para simbolizar las cuatro órdenes religiosas que hicieron voto de pobreza. Los dátiles, con una O grabada en el hueso, evocan la exclamación de la Sagrada Familia cuando probó esta fruta por primera vez.
—Si no se tienen dátiles, se coge un higo seco y se le mete una nuez dentro.
—Es el turrón del pobre.
El noveno plato contiene fruta fresca de temporada, madroños y uvas. También hay ciruelas pasas de Brignoles y peras al vino tinto. Sin olvidar el verdaù, ese melón verde, el último melón del otoño, mejor cuanto más rugosa es su piel. Y luego están las rosquillas, los hojaldres, pastas con comino, con anís, galletas de leche, dulces de almendras y de piñones.
A Myriam esa mesa le recuerda las noches del Kipur en Palestina, cuando esos diez días difíciles concluían al son del shofar. Al volver de la sinagoga, unas tortitas con semillas de amapola los esperaban en la mesa, así como unos panecillos untados con queso fresco, que su abuelo Nachman acompañaba con arenques y un café con leche.
—¿Así se celebra la Navidad en París? —exclama la señora Chabaud, que ve a Myriam absorta en sus pensamientos.
—¡Ah, no! ¡Qué va! —contesta Myriam con una sonrisa.
—¡Tengo un regalo para usted! —dice la señora Chabaud al final de la cena.
Va a buscar una naranja. Y el corazón de Myriam se encoge al reconocer el papel fino que utilizaban las obreras de Migdal. Le viene a la memoria el sabor amargo de la piel que se incrustaba bajo las uñas y permanecía mucho tiempo. Recuerda el día en que su madre le anunció que toda la familia iba a mudarse a París. Las palabras tintineaban en sus oídos como hermosas promesas. París, torre Eiffel, Francia.
«Ephraïm, Emma, Jacques y Noémie. ¿Dónde estáis?», se pregunta en el camino de vuelta, como si pudiera surgir una respuesta del silencio de la noche.