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Hay que calcular entre cuatro y cinco días de caminata antes de cruzar la frontera española por los Pirineos. La travesía cuesta al menos mil francos, pero puede subir hasta los sesenta mil. Hay pasadores que piden un adelanto y luego no acuden a la cita. También puede suceder que algunos clandestinos sean asesinados antes de llegar a su destino. Pero también hay pasadores valientes, generosos, a quienes se les puede decir: «No llevo dinero encima, le pagaré otro día, cuando pueda». Y que contestan: «Bueno, venga, no vamos a dejarle en manos de los alemanes». 

Jeanine conoce todas esas historias. El pasador que le han aconsejado es un guía de montaña que tiene experiencia, lo ha hecho ya unas treinta veces por lo menos. 

Al ver llegar a la joven, se preocupa. No solo es tan pequeña como un niño, además no va vestida ni calzada adecuadamente para la travesía. 

—No he encontrado nada mejor —dice Jeanine. 

—Luego no se queje —contesta el pasador. 

—En un principio tenía que cruzar por el País Vasco. 

—Más le habría valido. La travesía es menos peligrosa. 

—Pero desde la invasión de la zona sur, ese cruce ya no es seguro. 

—Es lo que he oído decir, sí. 

—Por eso me han dicho que fuera por el macizo del Mont Valier. Parece que los soldados alemanes no se acercan porque es demasiado peligroso. 

El pasador mira a Jeanine y le suelta, seco: 

—Guarde sus energías para la marcha. 

Jeanine no es muy habladora, pero necesitaba decir unas palabras para contener su miedo. Sabe que otros antes que ella han encontrado la muerte y no la libertad en esa travesía. Entonces pone un pie tras otro, mira hacia la frontera y se olvida de que tiene vértigo. 

A lo largo de las cornisas de nieve en polvo, sus pasos se hunden. El pasador se da cuenta de que es más fuerte de lo que parecía. Juntos cruzan ríos helados. 

—¿Y si nos rompemos una pierna? —pregunta Jeanine. 

—No voy a mentirle —contesta el pasador—. Se termina con un tiro en la cabeza. O eso, o morir de frío. 

Cuando Jeanine levanta la vista, España se ve muy cerca, basta con estirar la mano para que las yemas de los dedos rocen las crestas, donde unas luces brillan en medio de la noche. Pero cuanto más avanza, más se alejan las luces. Sabe que no tiene que desesperarse. Piensa en el filósofo Walter Benjamin, que se suicidó justo después de cruzar la frontera porque pensó que los españoles lo mandarían de vuelta. «En una situación sin salida —escribió en su última carta en francés—, no tengo otra elección que la de terminar». Y sin embargo, si no hubiera perdido la esperanza, habría salido airoso. 

Al cabo de tres días, el pasador levanta el guante y dice a Jeanine: 

—Camine en esa dirección, yo la dejo aquí. 

—¿Cómo? —pregunta Jeanine—. ¿No viene conmigo? 

—Los pasadores nunca cruzamos la frontera. Termine el camino usted sola, siga todo recto hasta que llegue a una pequeña capilla que acoge a los fugitivos. Buena suerte —le espeta antes de darse la vuelta. 

 

Jeanine se acuerda de que un día, siendo una niña, su madre le dijo una cosa que la marcó. Gabriële le hizo la lista de todas las muertes posibles. 

El fuego, 

el veneno, 

el arma blanca, 

el ahogamiento, 

la asfixia... 

«Si un día tienes que optar por una muerte, elige el frío, hija mía. Es la más dulce. No se siente nada, simplemente se queda una dormida».