En plena noche, unos golpes en la ventana de la cocina del ahorcado despiertan a Myriam. Es Vicente, está segura. Se calza unas botas frías y se pone una chaqueta encima del camisón. Pero la silueta que ve en la oscuridad no es la de su marido. Es un hombre muy alto, ancho de hombros, y sujeta una bicicleta.
—Vengo de parte del señor Picabia —dice con el acento de la gente de esa región.
Myriam abre la puerta y le deja pasar, busca unas cerillas para la vela, pero Jean Sidoine le hace una seña para decirle que es mejor permanecer a oscuras. Se quita el sombrero y le anuncia:
—Su marido está en la cárcel, lo han detenido en Dijon. Me envía a buscarla. Nos vamos en el próximo tren. Dese prisa.
Myriam ha heredado de su madre esa capacidad de pensar rápido y con frialdad. Enumera mentalmente todas las cosas que tiene que hacer antes de marcharse: verificar las brasas, no dejar comida, ordenar la casa y escribir una nota para la señora Chabaud.
—Tenemos que tomar dos trenes y un autocar —dice Jean a Myriam—. Llegaremos a Dijon poco antes de la medianoche.
Al amanecer se dirigen silenciosamente a la estación de Saignon, en la línea de Cavaillon-Apt. En el andén desierto, Jean le da un carnet de identidad.
—Es usted mi mujer.
«Es más guapa que yo», se dice Myriam al mirar la documentación falsa.
El viaje es largo. Sucesión de autobuses, de trenes regionales, cada minuto es peligroso. Hace frío, Myriam no va bien abrigada. En Montélimar, Jean le pone por los hombros su gruesa chaqueta de lana tejida a mano.
En Valence, los recién casados contienen la respiración cuando unos uniformados alemanes pasan a hacer un control. Les entregan la documentación falsa. Jean admira la placidez de esa joven que sabe guardar la sangre fría frente al enemigo.
En el último tren que los conduce a Dijon, mientras están en el vagón, Myriam siente que ha salido del apuro. Le gustan los trenes, por la noche, cuando los vecinos dormitan y una dulce tranquilidad flota en el aire: la mente descansa, sin ninguna decisión que tomar.
Saben que está prohibido, que no deberían contarse nada, que, en los tiempos que corren, hay que callarse. Pero la noche que cubre el paisaje y esa cómoda paz del vagón vacío favorecen las confidencias entre Jean y Myriam.
—El primer tren que tomé —dice Myriam rompiendo el silencio— fue para cruzar Polonia hasta Rumanía. Una señora muy gorda, que se ocupaba del samovar, me aterrorizaba. Recuerdo perfectamente su cara...
—¿Qué iban a hacer a Rumanía?
—Coger un barco. Para ir a Palestina, donde vivimos unos años con mis padres.
—Pero ¿es usted polaca?
—¡No! La familia de mi madre lo es, pero yo nací en Moscú, en Rusia —contesta Myriam mirando por la ventana los árboles que dibujan sombras de tinta negra—. ¿Y usted?
—Yo nací en Céreste. No queda muy lejos de Buoux. A dos horas de bicicleta, si se coge la carretera de Manosque. Mi padre es artesano, carretero. Toca la corneta en la banda del pueblo. Y mi madre es pantalonera —dice dándose un golpe en los muslos para enseñar su pantalón.
—Buen trabajo —dice Myriam con una sonrisa—. ¿Y cuál es su oficio?
—Soy maestro. Por desgracia, hace tiempo que no pongo los pies en una escuela... Yo también he pasado por la cárcel. Un día, en el bar de mi pueblo, dije que no me gustaba la guerra e inmediatamente me convocó en el fuerte Saint-Nicolas, en Marsella, el juez de instrucción militar por «manifestaciones derrotistas». Estuve un año en prisión..., así que sé de lo que hablo. Puedo decirle qué necesita, sobre todo, su marido: valor. Va a enterarse de lo que es la guerra sucia, las artimañas para conseguir tabaco, el calabozo, el desprecio de los guardianes, el rapado de pelo, va a aprender a andar con zuecos de madera, la humillación de los cacheos, el tráfico de colillas, va a beber alcohol de quemar y a sufrir las vejaciones de los matones... Pero lo importante es que un día su marido saldrá.
—¿Cuándo salió usted?
—El 21 de enero de 1941. Cambié tanto en un año..., estaba tan flaco que mis padres no me reconocieron. También cambié por dentro. Ya no era pacifista, y decidí ayudar a los resistentes.
—Es usted un valiente.
—No es cuestión de valor. Hago las cosas a mi manera. Como puedo. Al pueblo, a Céreste, llegó un tipo. Se llama René. Vamos a verlo y nos dice qué hacer, nos encomienda pequeñas misiones. Hasta me encargo de la comida —dice sacando de la bolsa dos mendrugos cuidadosamente envueltos.
Myriam sonríe y come con gana junto a Jean.
—Estamos llegando —dice—. Nuestro camino se detiene aquí. La dejaré en casa de la mujer de un preso que está en la misma celda que su marido. Mañana la llevará a verlo.
Antes de separarse, Myriam da las gracias a Jean Sidoine y, cogiéndole del brazo, le dice:
—Yo también quiero encargarme de misiones.
—Muy bien. Se lo comentaré a René.