De vuelta a la casa del ahorcado, Myriam se encuentra de nuevo con la atmósfera inmóvil de la meseta de Les Claparèdes. Todas las cosas en su sitio, indiferentes. Ese mes de enero de 1943 es como un desierto helado que le congela los huesos.
Una noche, antes de acostarse, una silueta detrás de ella la sobresalta.
—Tengo algo para usted —dice Jean Sidoine tras golpear el cristal de la ventana.
Lleva en el portaequipajes una gran caja de herramientas, de donde saca un objeto muy bien embalado. Myriam reconoce a primera vista que se trata de un aparato de TSH en baquelita de color marrón oscuro.
—Me dijo que su padre era ingeniero y que usted entendía de radios.
—Puedo hasta repararla si está rota.
—Sobre todo le voy a pedir que la escuche. ¿Conoce Fourcadure?
—¿La granja? Sé dónde está.
—Los propietarios tienen electricidad, y están de acuerdo en echarnos una mano. Vamos a poner la radio en su trastero y usted irá a oírla allí. Necesitamos que escuche las últimas noticias de la BBC, las de después de las nueve de la noche. Lo apuntará todo en un papel. Que luego depositará en el albergue de François. En la cocina hay una caja de galletas de hojalata, escondida detrás de las hierbas aromáticas. Hay que dejar los mensajes dentro.
—¿Todas las noches?
—Todas las noches.
—¿François está al corriente?
—No. Simplemente diga que pasa a dar las buenas noches, a tomarse una infusión, para hablar, porque se siente sola. Sobre todo, que no se preocupe.
—¿Cuándo empiezo?
—Esta noche. El boletín informativo es a las nueve y media en punto.
Myriam se adentra en la noche para dirigirse a Fourcadure. Cuando llega a la granja, se mete en el trastero, instala el marco antiinterferencias, mueve el botón, la radio crepita, debe pegar la oreja al aparato para entender, sobre todo cuando el viento no la deja oír bien. En la oscuridad de su escondite, apunta los boletines sin ver la hoja ni su mano; el ejercicio no es fácil.
Una vez terminada la emisión, sale del trastero, siempre sigilosamente, y va a casa de François Morenas. Treinta minutos de marcha. En plena noche. El frío le desuella la piel. Pero se siente útil, así que lo soporta bien.
Myriam entra en casa de François sin llamar y le propone que la invite a compartir una infusión. Está tiritando; François le echa sobre la espalda una manta del albergue, tan rústica que la hierba seca se queda incrustada en la lana. Desde que las prendas de lana y el algodón hidrófilo están racionados; una manta como la de François, aunque pique, es un lujo.
Myriam propone preparar ella misma las hierbas para la infusión. Y en el momento de guardarlas en el aparador, mete el papel dentro de la caja de galletas. Las primeras noches, le tiemblan las manos de miedo.
Durante la jornada se entrena a escribir con los ojos cerrados. De día en día, los mensajes se hacen más legibles. A partir de entonces, Myriam ya solo vive pendiente de eso, del informativo de la noche.
Al cabo de dos semanas, François dice a Myriam:
—Sé que escuchas la radio.
Myriam intenta disimular su turbación. François no tenía que enterarse.
Se lo ha contado todo Jean. ¿Por qué? Para proteger la honra de Myriam. Porque una noche Morenas le dijo:
«La señora Picabia viene a verme. Quiere charlar. Hablar. Todas las noches».
«Está muy sola, la pobre, sin su marido».
«¿Crees que...?».
«¿Qué?».
«¿Qué va a ser?».
«No veo a qué te refieres».
«¿Crees que espera que sea yo quien dé el primer paso?».
François dijo aquello sin mala intención, simplemente porque eso lo atormentaba. Entonces Jean se sintió culpable. Le explicó por qué iba Myriam todas las noches al albergue, infringiendo así las leyes del silencio. Para proteger el respeto que se le debe a una mujer casada.