Al terminar la cuaresma, la cuadrilla de los Bouffets va de pueblo en pueblo con una recua de chiquillos pegados a los talones. El jefe lleva una caña de pescar de la que cuelga una luna de papel, esa dama blanca es su diosa pálida. Delante de la iglesia de Buoux, Myriam se deja arrastrar por la ronda, que serpentea, se enrolla y se desenrolla, en medio de un ruido de pitidos y cascabeles. Los jóvenes saltan golpeando el suelo con los pies, con campanillas en los tobillos, para pedir a la Madre Tierra que se despierte. Llevan un fuelle con el que lanzan bufidos a la cara de los aldeanos, como para insultarlos, luego se alejan, claudicando, à péd couquet, a la pata coja, en una danza grotesca. Sonríen para dar miedo, con la cara cubierta de harina pegada con clara de huevo, son bufones con arrugas de ancianos. Los niños, como un montón de ratas de campo, con la cara ennegrecida con corcho quemado, van de casa en casa reclamando un huevo o harina. En medio de esa farándula, una voz susurra al oído de Myriam, sin que ella sepa de dónde viene:
—Esta noche tendrás visita.
Llegan algo antes de que amanezca. Jean Sidoine y un joven agotado, de tez macilenta.
—Hay que esconderlo en la cabaña —informa Jean—. Unos días. Ya te avisaré. Entretanto, deja los mensajes. Es importante vigilar al chaval, es muy joven, se llama Guy. Solo tiene diecisiete recién cumplidos.
—Mi hermano tiene la misma edad que tú —dice Myriam al chico—. Ven a la cocina, voy a darte algo de comer.
Myriam lo cuida, como confía en que alguien, en alguna parte, esté cuidando de Jacques. Prepara un mendrugo y un trozo de queso; a continuación le pone sobre los hombros la manta de François.
—Come un poco y entra en calor.
—¿Eres judía? —pregunta el joven, brutalmente.
—Sí —contesta Myriam, que no se esperaba esa pregunta.
—Yo también —dice él tragando el pan—. ¿Podrías darme un poco más?
Se queda mirando el pedazo de pan que queda.
—Por supuesto —contesta ella.
—Yo he nacido en Francia, ¿y tú?
—En Moscú.
—Todo esto es culpa vuestra —dice el chico mientras se fija en la botella de vino que hay encima de la mesa.
Es un regalo de la señora Chabaud que Myriam guarda para cuando vuelva Vicente. Pero entiende la mirada brillante del joven y coge la botella sin dudarlo un instante.
—Yo nací en París, mis padres nacieron en París. Todo el mundo nos quería. Antes de que vosotros, los extranjeros, vinierais a invadirnos.
—¡Ah! ¿Así ves tú las cosas? —pregunta Myriam mientras forcejea con el sacacorchos.
—Mi padre combatió en la Primera Guerra. Y también quiso alistarse en 1939, para volver a vestir el uniforme y defender a su país.
—¿No lo aceptaron en el ejército?
—Demasiado viejo —dice Guy bebiéndose de un trago el vaso de vino que le ha servido Myriam—. Mi hermano mayor, sin embargo, sí que fue a luchar y no ha vuelto.
—Lo siento —dice Myriam sirviendo de nuevo al chico—. Pero a ti ¿qué te ha pasado?
—Mi padre es médico. Un día, un paciente le previno de que teníamos que irnos. Toda la familia nos mudamos a Burdeos. Mi hermana, mis padres y yo. De Burdeos fuimos a Marsella. Mis padres consiguieron alquilar un piso, y nos quedamos unos meses así. Cuando llegaron los alemanes, mis padres decidieron que nos iríamos a Estados Unidos. Pero a última hora nos denunciaron. Los vecinos. Los alemanes nos llevaron al campo de Milles.
—¿Dónde está el campo de Milles?
—Cerca de Aix-en-Provence. Había convoyes regulares.
—¿Convoyes? ¿Qué es un convoy?
—Se mete a todo el mundo en trenes. Dirección Pitchipoi, como decís vosotros...
—¿«Vosotros»? ¿Quiénes, «vosotros»? ¿Los extranjeros? Se diría que nos odias más que a los alemanes.
—Vuestra lengua es horrible.
—Así que tus padres se fueron en un convoy a Alemania, ¿es eso? —pregunta Myriam, que guarda la calma frente a la ira del joven.
—Sí, con mi hermana. El 10 de septiembre pasado. Pero yo conseguí escapar la víspera de su partida.
—¿Cómo lo hiciste?
—Hubo un revuelo de pánico en el campo, y aproveché para huir. No sé cómo llegué hasta Venelles. Allí unos granjeros me escondieron durante tres meses. Pero la pareja no se ponía de acuerdo. Él quería que me quedara y ella no. Me dio miedo que ella acabara denunciándome. Me fui el día de Nochebuena. Estuve unos días en el bosque. Un cazador me encontró dormido y me acogió. Cerca de Meyrargues. El tipo vivía solo, era muy amable. Salvo cuando bebía, que entonces se volvía loco. Una noche cogió el fusil y empezó a disparar al aire. Me asusté y hui. Luego encontré refugio en casa de unos viejos, en Pertuis. Habían perdido a su hijo en la Gran Guerra. Dormí en su cuarto, donde estaban aún todas sus cosas. Me sentía bien allí, pero una noche, no sé por qué, me largué. De nuevo al bosque. Me desmayé, creo. Y cuando desperté, estaba en una granja. El hombre que me cuidaba era su amigo, el que me ha traído hasta aquí.
—En el campo donde estabas, ¿no te cruzarías con un chico de tu edad, Jacques? ¿Y con una chica, Noémie?
—No, no me suenan esos nombres. ¿Quiénes eran?
—Mi hermano y mi hermana. Los detuvieron en julio.
—¿En julio? No volverás a verlos. Hay que ser realista. Lo del trabajo en Alemania no es verdad.
—Bueno —concluyó Myriam quitándole la botella de las manos—, vamos a dormir.
Los días siguientes, Myriam evita al muchacho. Una noche se asoma a la ventana, ha reconocido el ruido de la bicicleta de Jean.
—Tienes que llevar al chaval a casa de Morenas, allí arriba. Viene una persona para llevarlo a España. El albergue es el lugar de encuentro. François no lo sabe. Dile que Guy es un buen amigo tuyo, de París. Que te lo has encontrado en el tren por casualidad. Pero que no puede quedarse en tu casa porque tienes que ir a visitar a tu marido.
«Myriam —escribirá François en sus memorias—, la chica misteriosa de la meseta, me trae a un amigo que no tiene ninguna pinta de alberguista y que quiere vivir en Clermont so pretexto de que es judío. Se lo encontró en el tren, y ese día llevaba comida».
Al día siguiente, Jean va a ver a Myriam para saber si todo ha transcurrido bien.
—Y ahora, ¿qué hago? —pregunta Myriam—. ¿Retomo los mensajes de radio?
—No. De momento paras. Es peligroso. Tenemos que desaparecer una temporada.