Pasan las semanas en la casa del ahorcado. Myriam siente que la vida se contrae y se detiene. Noche y día, los silbidos a través de las contraventanas y por debajo de las puertas desquician, como la advertencia de un enemigo lejano. En la meseta, en medio de los árboles secos hasta donde alcanza la vista, el invierno deposita sobre todo aquello un velo de escarcha e inmovilidad.
Esta región de Haute-Provence no se parece mucho a las llanuras de Letonia, ni a los desiertos de Palestina, pero hay algo que Myriam conoce desde hace mucho tiempo, desde que nació, desde su primer viaje en carreta por los bosques rusos: el exilio.
Siente haber hecho caso a Ephraïm el día que le dijo que se escondiera en el jardín. ¿Por qué las chicas obedecen siempre a sus padres? Tendría que haberse quedado con ellos.
Myriam repasa los últimos meses en familia a través de un filtro negro. El distanciamiento con su hermana. Noémie se lo recriminaba a menudo, que ya no quería pasar tiempo con ella. Myriam le echó la culpa a la boda, pero lo cierto es que sintió la necesidad de alejarse de su hermana, de abrir las ventanas de una habitación que se le había quedado muy pequeña. Ya no eran unas crías, sus cuerpos habían crecido, ahora eran dos mujeres. Ella necesitaba espacio.
Se había mostrado altiva a menudo. Ya no soportaba el impudor de Noémie, los estados de ánimo que su hermana pequeña exhibía en la mesa frente a todo el mundo le molestaban. Tenía la impresión de que Noémie vivía con las puertas abiertas de par en par, incluso en los momentos más íntimos, y Myriam sufría ante esa vida libre que la incomodaba.
Ahora se arrepentía muchísimo.
Myriam se promete que reparará sus errores. Cogerán el metro juntas para volver de la Sorbona, jugarán de nuevo a observar a los paseantes en los Jardines del Luxembourg. Y luego llevará a Jacques a visitar los grandes invernaderos de selva tropical húmeda del Jardin des Plantes.
Myriam se acurruca en su cama, se cubre con ropa y papel de periódico para conservar el calor. Se deja llevar lentamente por la somnolencia, hasta llegar a la indiferencia. Ya nada le afecta, nada puede hacerle daño.
A veces abre los ojos, despacio, se mueve lo menos posible, reduciendo los gestos a los estrictamente necesarios. Poner otro ladrillo caliente en la cama, comer el pan que ha dejado la señora Chabaud, y luego volver a la habitación. Ya no sabe bien qué día ni qué hora es. A veces ni siquiera sabe si duerme o está despierta, si el mundo entero la persigue o si la ha olvidado.
«¿Cómo saber si seguimos vivos cuando nadie es testigo de nuestra existencia?».
Dormir mucho, dormir lo más posible. Una mañana abre los ojos y, delante de ella, un zorrillo la mira fijamente.
«Es el tío Borís —se dice Myriam—, ha viajado desde Checoslovaquia para cuidar de mí».
Ese pensamiento le infunde valor. Deja que su mente vague, ve la luz del sol atravesar los abedules y los álamos en un bosque lejos de ahí, la luz vibrante de las vacaciones checas sobre su piel.
«El hombre no puede vivir sin la naturaleza —le susurra Borís a través del zorro—. Necesita aire para respirar, agua para beber, frutos para alimentarse. Pero la naturaleza vive muy bien sin los hombres. Lo que prueba que es muy superior a nosotros».
Myriam se acuerda de que Borís hablaba a menudo de los tratados de ciencias naturales de Aristóteles. Y de ese médico griego que curó a varios emperadores romanos.
«Galeno demuestra que la naturaleza nos envía señales. Por ejemplo, la peonía es roja porque cura la sangre. La celidonia tiene una savia amarilla porque combate los cálculos biliares. La planta llamada Stachys, en forma de oreja de liebre, permite curar el conducto auditivo».
El tío Borís saltaba en la naturaleza como un gnomo; a sus cincuenta años, se le echaban fácilmente quince menos. Borís se mantenía tan joven gracias a los baños fríos, una ciencia que le venía de Sebastian Kneipp, un sacerdote alemán que se curó a sí mismo de la tuberculosis gracias a la hidroterapia. Su libro Cómo habéis de vivir. Avisos y consejos para sanos y enfermos estaba siempre junto a la cabecera de su cama, en su versión original, en alemán.
El tío Borís tomaba notas en las mangas de sus camisas para no cargar más sus bolsillos, siempre llenos. Un día, deteniéndose ante un sauce blanco, dijo: «Este árbol es la aspirina. Los laboratorios quieren hacernos creer que solo la química puede curar a los hombres. Acabaremos por creérnoslo».
El tío enseñaba a las chicas a coger flores, en qué lugar cortarlas para que no perdieran sus propiedades medicinales. A veces se detenía, asía a Myriam y a Noémie de los hombros y empujaba sus bustos de jovencitas hacia el horizonte.
«La naturaleza no es un paisaje. No está delante de vosotras, sino en vuestro interior, igual que vosotras estáis en su interior».
Una mañana, el zorro ha desaparecido. Myriam siente que no volverá. Por primera vez, abre la ventana de su cuarto. Los almendros están cubiertos de brotes blancos en la meseta de Les Claparèdes. El invierno ha sido expulsado por un minúsculo rayo de sol. La luz en Les Alpilles anuncia la llegada de la primavera.
Vicente sale de la cárcel de Hauteville-lès-Dijon el 25 de abril de 1943. Pero no va a reunirse directamente con su mujer. Primero tiene que ir a visitar a Jean Sidoine.