Tu abuela Myriam —Miroshka para la familia— nace en Moscú el 7 de agosto de 1919 según la Oficina de Atención al Refugiado que se encargó de su documentación en París. Pero la fecha es incierta a causa de la diferencia entre el calendario gregoriano y el calendario juliano. De manera que Myriam nunca sabrá el día exacto de su nacimiento.
Viene al mundo bañada por la magnífica tibieza del leto, el verano ruso. Nace prácticamente en una maleta mientras sus padres preparan la partida a Riga. Ephraïm ha estudiado la rentabilidad del comercio del caviar y cuenta con montar un negocio próspero. Para instalarse en Letonia, Ephraïm y Emma han vendido todo lo que poseen: los muebles, la vajilla, las alfombras. Todo menos el samovar.
—¿Es el que está en el salón?
—Exacto. Y ha cruzado más fronteras que tú y yo juntas.
Los Rabinovitch salen de Moscú en plena noche para alcanzar clandestinamente la frontera transitando por las pequeñas carreteras comarcales y con su bebé en un carromato desvencijado. El viaje es largo y difícil, casi mil kilómetros, pero se alejan de la policía bolchevique. Emma entretiene a su pequeña Miroshka, le susurra historias a la hora del miedo vespertino, levanta las mantas para dejarle ver por encima de la carreta:
—Se dice que la noche cae, pero no es cierto: mira, la noche asciende poco a poco de la tierra...
La última noche, unas horas antes de llegar a la frontera, Ephraïm tiene una sensación extraña: el atelaje va muy ligero. Vuelve la cabeza y se da cuenta de que el carro ha desaparecido.
Cuando Emma sintió que la carreta se soltaba no gritó por miedo a que los descubrieran. Espera, pues, a que su marido dé media vuelta, sin saber qué le da más miedo, si los bolcheviques o los lobos. Pero Ephraïm llega por fin. Y el carromato acaba por franquear la frontera antes del amanecer.
—Mira —me dijo Lélia—. Tras la muerte de Myriam, encontré unos papeles en su despacho. Borradores de textos, fragmentos de cartas; de esa forma di con la historia de la carreta. Termina así: «Todo transcurre sin incidencias al alba, a la hora gris, antes de la aurora. Porque al llegar a Letonia estuvimos unos días en la cárcel a causa de las formalidades administrativas. Mi madre me daba el pecho todavía, y no guardo ningún mal recuerdo de su leche con sabor a centeno y trigo sarraceno durante aquellos días».
—Las frases siguientes son casi incomprensibles...
—Es el principio de su Alzheimer. A veces pasé horas enteras intentando entender qué se ocultaba tras un error gramatical. La lengua es un laberinto en el que se pierde la memoria.
—Conocía la historia de la gorra que había que ocultar a toda costa a los policías. Myriam me la escribió en forma de cuento infantil cuando yo era una cría. Se titulaba «El episodio de la gorra». Pero no sabía que se trataba de su propia historia. Creía que se la había inventado.
—Todos esos cuentos un poco tristes que os escribía la abuela por vuestros cumpleaños eran fábulas sobre su vida. Me resultaron de gran valor a la hora de reconstruir ciertos acontecimientos de su infancia.
—Pero, y con los demás, ¿cómo has conseguido reconstruir la historia con tanta precisión?
—Partí de casi nada, unas fotos con anotaciones indescifrables, fragmentos de confidencias de tu abuela apuntados en trocitos de papel que hallé después de que muriera. El acceso a los archivos franceses desde el año 2000, los testimonios del Museo de la Historia del Holocausto, Yad Vashem, y de los supervivientes de los campos me permitieron reconstruir la vida de esos seres. Sin embargo, no todos los documentos son fiables y algunos pueden conducir a pistas extrañas. Ya ha sucedido que la Administración francesa cometa errores. Solo el cotejo permanente y minucioso de los documentos, con ayuda de los archivistas, me ha facilitado establecer acontecimientos y fechas.
Levanté la vista por encima de la biblioteca. Las cajas de archivos de mi madre, que tanto miedo me daban en otro tiempo, me parecieron, de repente, los arcanos de un saber tan vasto como un continente. Lélia había recorrido la historia como si de países se tratara. Sus relatos de viajes dibujaban en ella paisajes interiores que yo tendría que visitar a mi vez. Puse la mano sobre mi vientre y pedí en silencio a mi hija que escuchara atentamente conmigo la continuación de esa vieja historia que atañía a su nueva vida.