Myriam está en el umbral de la casa del ahorcado; con la mano en la frente para protegerse del sol, mira a lo lejos. Sabe que el hombre que avanza hacia ella es su marido, pero le cuesta reconocerlo, con su rostro enjuto sobre un cuerpo de niño sin músculos. Vicente le parece más menudo que en sus recuerdos. Su cara tiene una señal, en el rabillo del ojo lleva la marca de un hematoma amarillo y verde.
Vicente va escoltado por los dos primos Sidoine, Yves y Jean, como entre dos enfermeros o dos gendarmes. Los tres hombres caminan hacia la casa como mercenarios extenuados, con los bolsillos de los pantalones deformados y las bocas pastosas por el polvo de los caminos.
—He pensado que mi primo podría alojarse en la cabaña —pide Jean a Myriam—, es un STO.
Myriam acepta sin hacer mucho caso, conmocionada por la presencia de su marido.
Antes de marcharse, Jean Sidoine le advierte:
—Yo necesité varias semanas para adaptarme a la vuelta. Sea paciente. No se desanime.
En efecto, esa noche, Vicente no quiere dormir en su habitación. Prefiere, en su primera noche como hombre libre, dormir a la intemperie. Myriam se siente así casi más tranquila. Al contrario de lo que creyó durante las semanas de hibernación reencontrarse con Vicente no es un alivio. Es incluso lo contrario. Al menos, cuando estaba en prisión, estaba protegido de todo: de los alemanes, de la policía francesa. Pero, sobre todo, de los peligros oscuros que Myriam presiente sin poder nombrarlos.
Los días siguientes, Myriam se sobresalta cada vez que percibe la silueta del primo Yves. No se acostumbra a su presencia. Enteramente preocupada por la salud de su marido, solo eso cuenta para ella. Dos veces al día le lleva una bandeja con un caldo que guisa ella misma y pan fresco que va a buscar al pueblo. Cuando se sienta junto a él, Myriam se encuentra demasiado gruesa a causa de las caderas, que remontan la espalda como si fuera un violoncelo. A veces le da la impresión de que es la madre de su marido.
Al cabo de unos días, Vicente recupera las fuerzas. Pero Myriam cae enferma. Tiene fiebre. Mucha fiebre. Le sube la temperatura y su cuerpo desprende un olor acre. Le toca a Vicente encargarse de la bandeja, que hay que subir dos veces al día hasta el cuarto. Yves le confía el secreto de una infusión contra la fiebre, receta de su abuela. Acompaña a Vicente a coger albahaca silvestre.
Gracias a la infusión de Yves, Myriam se cura. Vicente decide que hay que celebrarlo. Va al mercado de Apt a comprar comida para hacer una buena cena, y, por primera vez, Myriam e Yves se encuentran solos en la casa.
La presencia de Yves incomoda a Myriam. Sin embargo, él se comporta muy bien. Pero eso la irrita aún más.
Vicente vuelve del mercado con dos botellas de vino, unos nabos, queso, mermelada y pan. Un festín.
—Mira —dice a Myriam—, aquí envuelven el queso de cabra en hojas viejas de castaño.
Myriam y Vicente no habían visto eso en su vida. Abren la hoja como si desenvolvieran un regalo frágil. Yves les explica que es para que se conserve más tiempo la untuosidad del queso, hasta en invierno. Esas explicaciones le encantan a Vicente.
—Un emperador romano, Antonino Pío, murió de un empacho de este queso.
Ha comprado a un librero ambulante una obra que le divierte mucho por su título, un libro de Pierre Loti publicado en 1883: Mi hermano Yves.
—Os propongo que lo leamos en voz alta, por turnos.
Vicente descorcha una botella de vino, y mientras Myriam pela las hortalizas e Yves pone la mesa, Vicente les lee el volumen y fuma uno de esos cigarrillos de contrabando que manchan los dedos.
El libro empieza con una descripción de ese Yves que da su nombre al título. Un marino al que Pierre Loti conoció en un barco y al que seguramente amó. Vicente lee las primeras líneas:
—«Kermadec (Yves-Marie), hijo de Yves-Marie y de Jeanne Danveoch. Nació en el día 28 del mes de agosto del año 1851, en Saint-Pol-de-Léon (Finisterre). Altura, 1,80 metros. Pelo castaño, cejas castañas, ojos marrones, nariz mediana, mentón regular, frente regular, cara ovalada». ¡Te toca! —le dice a Yves, que debe replicar de inmediato, respetando el estilo de la obra.
—«Bouveris (Yves-Henri-Vincent), hijo de Fernand y de Julie Sautel. Nació el día 20 del mes de mayo del año 1920 en Sisteron (Provenza). Altura, 1,80 metros. Pelo moreno, cejas oscuras, ojos pardos, nariz mediana, mentón regular, frente regular, cara ovalada».
—¡Perfecto! —exclama Vicente, satisfecho de cómo se pliega Yves a las reglas del juego.
Prosigue él la lectura:
—«Señas particulares: lleva tatuadas, en la parte izquierda del pecho, un ancla y, en la muñeca derecha, una pulsera con un pez».
—Yo no tengo ningún tatuaje —replica Yves.
—Eso tiene remedio —anuncia Vicente.
Myriam se preocupa. Sabe que su marido es capaz de hacer cosas extrañas. Vicente vuelve con un trozo de carbón. Luego agarra con solemnidad la muñeca de Yves para dibujar él mismo un fino trazo negro, como la pulsera descrita en el libro. Yves se echa a reír, debido a las cosquillas en la piel, en la parte interior de la muñeca. Esa risa molesta a Myriam. Vicente quiere dibujar un ancla en el pecho izquierdo de Yves. A Myriam le parece que su marido va demasiado lejos y que el juego se le está yendo de las manos. Pero Yves se desabrocha la camisa... Su cuerpo está bien delineado. Y su piel desprende un olor intenso, a sudor, que sorprende a Myriam y que Vicente encuentra excitante.
Esa noche, en la cocina, Vicente comprende que Myriam e Yves son ingenuos e inocentes. El joven provinciano y la joven extranjera. Y Vicente, que solo ha conocido a niños curtidos en juegos de adultos, encuentra la situación irritante y atrayente.
Cuando Myriam y Vicente se conocieron, dos años antes, él hizo alguna insinuación sobre las noches pasadas en la casa de Gide. Myriam, que había leído a Gide, no captó las alusiones.
Vicente comprendió que Myriam no era como las chicas de su pandilla, libres y avispadas. Demasiado tarde para explicarle. Demasiado complicado, también. Estaban casados.
Lo poco que Myriam había oído hablar de los hombres entre sí, siempre a propósito de escritores como Oscar Wilde, Arthur Rimbaud, Verlaine y Marcel Proust, eran nociones abstractas. Sus libros no la ayudaron a entender a su marido ni le enseñaron las cosas de la vida. Sería la vida, mucho más tarde, la que le enseñaría a entender los libros leídos de joven.
Vicente quiere saberlo todo de Yves, le hace preguntas mirándolo fijamente, como en otro tiempo con Myriam cuando ella le interesaba.
Yves les cuenta que nació en Sisteron, un pueblo situado a cien kilómetros hacia el norte, en dirección a Gap. Su madre, Julie, era originaria de Céreste, donde viven Jean Sidoine y buena parte de su familia. De niño, Yves vivía en las escuelas en las que su madre ejercía de maestra. Envidiaba a los compañeros que se iban a casa después de las clases. Él se quedaba allí, quieto.
Luego lo mandaron interno al colegio de Digne. Fueron años fríos, en aulas mal caldeadas, en dormitorios de camas húmedas, aseos con agua helada. La comida estaba racionada y los jerséis, rara vez remendados. Yves odiaba el internado y no hizo amigos, prefería la compañía de sus libros. Le encantaban los relatos de viajes, Joseph Peyré, Roger Frison-Roche y los grandes alpinistas. Era un chico tímido y tierno, pero sabía pelear, aunque prefería la pesca y el deporte al aire libre.
—Voy a dejaros —dice Yves al final de la velada—, ya he hablado demasiado —añade excusándose antes de salir de la habitación.
Vicente pregunta a Myriam qué le parece el inquilino.
—Transparente.
—Eso es bueno a veces —responde Vicente.
Vicente e Yves se vuelven inseparables. Una noche de luna llena, muy clara, Yves enseña a Vicente a pescar cangrejos en el río Aiguebrun. Se ríen tanto que no consiguen coger ninguno. Los cangrejos se les escurren entre los dedos, agitándose. Vuelven de la pesca al amanecer, únicamente con una trucha grande que, como quien dice, se les puso delante. Se la comen para almorzar y los muchachos la apodan «la glotona» en homenaje a sus formas y a su generosidad.
Myriam no ha visto nunca a Vicente interesarse por la pesca con tanto entusiasmo, él que, en general, no encontraba el menor interés en lo que suele apasionar a los hombres. Y se lo dice.
—Las cosas cambian —contesta él, enigmático.
Los chicos pasan los días muy ocupados. Entran y salen de la casa, desaparecen a veces durante horas. Luego se oyen de nuevo sus pasos y sus risas resuenan por toda la casa. Un día, Myriam se lo reprocha a Vicente. Puede ser peligroso.
—Pero ¿quién va a oírnos? —pregunta él encogiéndose de hombros.
Yves y Vicente empiezan a poner nerviosa a Myriam, sobre todo cuando juegan a ser hombres de treinta años. Llenan una pipa para darse importancia, y entonces Yves conversa con su marido acerca de las cosas de la vida. Incluso evocan nociones de filosofía que a Myriam le resultan patéticas.
Yves hace muchas preguntas a Vicente sobre París y los círculos artísticos. Le parece increíble conocer a un joven que se tutea con Gide.
—¿Has leído sus libros?
—No, pero de todos modos le dije que me parecían malísimos.
Yves está orgulloso de ser amigo de un muchacho que habla de Picasso como de un viejo tío. Myriam, exasperada, los oye charlar en el salón.
—Y entonces Marcel —explica Vicente— le puso bigotes a la Gioconda.
Vicente coge una cuartilla y rápidamente dibuja la Mona Lisa con bigote.
—¡No puede ser! —replica Yves.
—¡Sí! Y luego escribió debajo.
Vicente traza con lápiz negro cinco letras mayúsculas.
—L. H. O. O. Q.[1] —deletrea Yves antes de entender el significado de la frase que acaba de pronunciar
Sueltan una carcajada. Y Myriam se retira al dormitorio.