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Yves propone a Vicente ir a visitar el fuerte de Buoux, una ciudad medieval situada en una cima. 

—Es muy bonito, como una isla, te gustará —le dice. 

Myriam se pone un pantalón de su marido a toda prisa para unirse a los muchachos; está harta de quedarse sola en casa. 

Los tres toman el camino del valle de Serre que conduce al fuerte. Se quedan en silencio frente a las monumentales rocas desprendidas de la montaña. En lo alto de las escaleras rupestres, donde están los peldaños planos para que puedan subir las mulas, se encuentra la torre redonda. Se cruzan con unos cuervos a los que nadie va a molestar en medio del desorden de las ruinas. 

Myriam descifra la dedicatoria grabada en latín en la piedra, en el frontón de la antigua iglesia cubierta por una bóveda de cañón: «In nonis Januarii dedicatio istius ecclesiae. Vos qui transitis... Qui flere velitis... per me transite. Sum janua vitae». 

Traduce para los chicos: 

—«El 9 de enero dedico esta iglesia. Vos, que pasáis... Que queréis llorar..., pasad por mí. Soy la puerta de la vida». 

Yves enseña a Vicente a distinguir el gavilán del águila de los Alpes. Señalándolo con el dedo, les muestra a lo lejos el monte Ventoux. Yves se sabe de memoria los nombres de las plantas, de los animales y de las piedras. Le gustan las definiciones y nombrar las cosas de la naturaleza. Myriam piensa en el tío Borís, que también adoraba clasificar y definir. Ese lazo ficticio, inesperado, entre los dos hombres tiene consecuencias. Myriam mira a Yves de otra manera. 

Mientras avanzan trabajosamente a lo largo de las murallas, hacia las casas rupestres, Myriam observa a los muchachos moviéndose delante de ella. Yves y Vicente tienen exactamente la misma altura, pueden intercambiarse el calzado y la ropa. Pero son muy diferentes. Vicente es un ser de superficie. Una superficie magnífica. Pero imposible de sondear. Todo lo que sucede misteriosamente bajo su piel, en sus venas, en los fluidos de su cuerpo y de su mente, es enigmático para ella y para el resto del mundo. Yves, al contrario, está hecho de un solo bloque y una única materia. Lo que se ve de él desde el exterior tiene las mismas propiedades que lo que acaece en su interior. Dos hombres como dos caras de una misma moneda. 

Después del fuerte de Buoux, Yves los lleva a visitar Les Bories. Una especie de chozas redondas hechas de piedras planas, colocadas milagrosamente en equilibrio, unas sobre otras. 

Cuando Myriam y Vicente penetran en una de ellas, el contraste entre la luz de fuera y la oscuridad del interior los ciega al principio. Poco a poco sus ojos se acostumbran y sus cuerpos toman conciencia del espacio que los rodea. El frescor del lugar hace que se estremezcan. El techo, fabricado con piedras entrelazadas, parece un nido de ave del revés. 

—Estamos como en el interior de un pecho —dice Vicente acariciando el de Myriam en la oscuridad. 

Luego la besa, frente a la mirada de Yves. Myriam se deja hacer. Siente que algo está sucediendo. Pero ¿qué? No sabe nombrarlo. Myriam e Yves están a la vez sorprendidos e incómodos. 

—El origen de Les Bories —explica Yves, azorado— es el suelo, que aquí es pedregoso. Hay que extraer las piedras para labrarlo. Y a fuerza de recogerlas, los hombres hicieron pilas con ellas. Y luego con esas pilas construyeron estas cabañas. Los pastores siguen utilizándolas para protegerse cuando el calor resulta insoportable. 

En el trayecto de vuelta, oyen risas procedentes del albergue-bar Chez Seguain. La vida, de lejos, parece normal, en medio de esa tarde que se prolonga. 

La humedad tibia del aire adormece los sentidos. Yves piensa que las mujeres son misterios impenetrables. Vicente intenta forjar secretos ahí donde no los hay, para no aburrirse. Ya desde muy joven disfrutaba de las situaciones extrañas. Se acostumbró enseguida a las obscenidades de los adultos, como se había habituado al opio. Con el tiempo ya no había misterios para él en el dormitorio de un hombre o una mujer. Su cerebro necesitaba cada vez dosis más fuertes. Requería placeres más picantes, con colores conseguidos a base de calor y sangre. 

Y sin embargo, en ocasiones, ese aire viciado se veía sustituido por una gran pureza, y entonces sus pensamientos se hacían cándidos, y buscaba un amor sencillo, un gozo infantil. 

 

Myriam no había visto nunca a su marido tan dichoso ni con tan buena salud, disfrutando de esa vida alegre donde cada día era una aventura. Comer caracoles. Al día siguiente, hojas de remolacha o germen de trigo. Recoger leña para hacer una lumbre y asar las chuletillas de cordero. Fabricar cuerda de esparto con tallos de ortiga, cortarlos en dos en sentido longitudinal y vaciarlos. Lavar las sábanas y dejarlas secar al sol. Y luego, por la noche, la lectura de Loti, por turnos. 

—«Yves, hermano mío —prosigue Vicente con énfasis—, somos como niños grandes... A menudo muy alegres cuando no deberíamos, de repente tristes y divagando en un momento de paz y de dicha que surge por casualidad». 

Vicente es feliz, pero las razones de esa dicha son misteriosas, subterráneas e incomprensibles para Myriam. Vicente está reviviendo su época prenatal, cuando invitaban a los Picabia a cenar y había que poner cubiertos para tres: Francis, Gabriële y Marcel. 

Francis transmitió a su hijo el gusto por las sustancias y por la cifra tres. Esa cifra que permite, por su principio de desequilibrio, encontrar un movimiento infinito, hecho de combinaciones inesperadas y de frotamientos accidentales.