Un día, al volver del mercado, Vicente anuncia que no les queda dinero. Se ha gastado los últimos billetes que le dio su madre. A partir de ahora habrá que trabajar.
Vicente, que es el único de los tres al que no buscan los alemanes, solicita empleo como obrero en una pequeña fábrica de fruta confitada, en la carretera de Apt. Pero el capataz lo encuentra sospechoso, y Vicente vuelve a casa de vacío.
Al día siguiente, Yves va a buscar un hurón a casa de uno de sus primos, en Céreste.
—¿Es para comer? —pregunta Myriam, inquieta.
—¡Oh, no! ¡Qué va! Es para los conejos.
Vichy ha prohibido la tenencia de armas, así que ya no se pueden cazar conejos ni otros animales en el bosque. Pero Yves conoce una técnica, con ayuda de un hurón y un gran saco.
—Hay que localizar una madriguera con dos agujeros. Por un lado, metemos al hurón. Por el otro, cerramos el saco una vez que los bichos han salido corriendo asustados y han entrado en él.
Esa misma noche, hambrientos, comen conejo y le llevan otro a la señora Chabaud a modo de pago del alquiler. Myriam le explica su situación financiera. Y la presencia de Yves.
La viuda, cuyo hijo único ha logrado escapar por la mínima al trabajo obligatorio, les propone diferentes faenas en sus propiedades.
Myriam constata que la señora Chabaud es de esas personas que no decepcionan nunca, mientras que hay otras que lo hacen siempre.
—En el caso de las primeras, apenas nos sorprendemos. En cuanto a las segundas, nos asombramos cada vez que sucede. Cuando, en realidad, debería ser lo contrario —le dice dándole las gracias.
El trío se levanta al alba para ayudar en la recogida de la cereza, de la almendra y del heno, y en el arranque de la borraja y del gordolobo. Llevan el pelo lleno del polvo del grano, tienen la piel enrojecida por el esfuerzo. Soportan bien el cansancio, las insolaciones, las picaduras de los insectos, los arañazos de los cardos. A veces, incluso, se apodera de ellos el júbilo, sobre todo a las horas de más calor, cuando todo el mundo se echa la siesta en la paja, a la sombra, las mujeres a un lado, los hombres al otro.
Una mañana, Vicente se levanta con el ojo izquierdo hinchado como un huevo de codorniz. Una picadura de araña, constata Yves, que muestra a Myriam dos agujeritos rojos, rastro de los quelíceros. Yves y Myriam salen para todo el día, dejando a Vicente solo en la casa. Por la noche, cuando vuelven, él está de buen humor. La piel se ha deshinchado, ya no siente nada, e incluso ha preparado la cena. Antes de dormirse, Vicente le dice a Myriam:
—Cuando os he visto volver me habéis parecido dos enamorados.
Myriam no sabe qué contestar. Esa frase es un enigma para ella. Debería ser un reproche. Pero Vicente la ha pronunciado con tono jovial, desenfadado. Myriam recuerda la advertencia de Jean Sidoine. Tenía razón, no es el mismo hombre.
El mes de julio se convierte en un horno. En París, los habitantes invaden los baños de la capital, hombres y mujeres en bañador se apiñan en las terrazas de las orillas del Sena. Myriam, Vicente e Yves deciden ir a buscar un poco de frescor a Les Baumes, entre los riscos de Buoux y Sivergues. Allí, una de las fuentes del río Durance corre desde las rocas hasta una presa hecha a mano. La vegetación verde y exuberante contrasta con la sequedad y la blancura de la piedra. El lugar se encuentra escondido en una oquedad de la roca, como en los cuentos medievales. Cuando lo descubren se ponen eufóricos. Vicente es el primero en desvestirse.
—¡Vamos! —dice a los otros dos entrando en la presa llena de agua fresca.
A su vez, Yves se desnuda y se lanza al agua salpicando a Vicente como un niño travieso. Myriam no se mueve, púdica.
—¡Ven! —le grita Vicente.
—¡Sí, ven! —insiste Yves.
Y Myriam oye sus voces, cuyo eco resuena en la roca. Les pide que cierren los ojos. Nunca ha nadado desnuda, el agua del estanque es extraordinariamente densa y suave, se desliza sobre su piel como una caricia.
En el camino de vuelta, Myriam coge a los dos muchachos del brazo. Yves se siente turbado, pero no lo demuestra. Vicente aprieta fuerte el brazo de su mujer contra él, para felicitarla por su iniciativa. Nunca la ha estrechado tanto, ni siquiera el día de su boda. Myriam parece levitar.
Caminan así, del brazo, cuando de repente el cielo se oscurece.
—Se avecina tormenta —dice Yves.
Apenas unos segundos después empiezan a caer unas gotas de lluvia calientes, pesadas. Vicente y Myriam echan a correr para guarecerse bajo un árbol. Yves se burla:
—¿Queréis que os caiga un rayo encima?
El agua corre por sus caras y sus nucas, pegándoles el pelo a las mejillas y la ropa a la piel.
Myriam tropieza en una piedra mojada y Vicente simula caerse también sobre ella. La joven nota contra su pierna un deseo muy intenso. Se echa a reír y se deja besar el rostro. Tumbado sobre ella, Vicente la abraza con fuerza. Myriam cierra los ojos y se deja llevar, bajo una lluvia cálida y abundante que inunda sus muslos. Al volver la cabeza, ve a Yves que los observa de lejos. Nota que se tambalea. Ese momento es como un pacto. A partir de entonces, los tres se sentirán bajo el influjo de ese instante, que los une entre sí, que los fascina.
Al día siguiente, por la mañana, en la casa del ahorcado, los despiertan los gendarmes. Myriam se echa a temblar. Piensa en salir huyendo.
—Todo irá bien —dice Vicente reteniéndola con fuerza de la mano—. Sobre todo, mantengamos la calma. Todo el mundo nos aprecia aquí.
Vicente tiene razón. Los gendarmes solo van a ver de cerca a esos parisinos de los que habla todo el mundo. Simple visita de cortesía para verificar lo que se dice en la comarca:
—Para ser parisinos, son encantadores.
Mientras Vicente los recibe, Myriam ayuda a Yves a esconderse. Ordena rápidamente la cabaña, pero los gendarmes no tienen intención de registrar la casa. Se van como han venido, de buen humor.
Después de su partida, Myriam siente una angustia profunda que no consigue apaciguar. A partir de entonces, ve peligros por todas partes. Hace mil preguntas a la señora Chabaud sobre los acontecimientos de la región.
—Ha habido una nueva detención en Apt.
—Represalias en Bonnieux.
—Malas noticias de Marsella, es peor que antes.
Myriam quiere volver a París. Vicente se encarga de organizar el viaje.
Sentada en el tren, con su falso carnet de identidad, se nota aliviada al alejarse de Yves y acabar con esa relación que la desborda. Cuando sale de la Gare de Lyon, el olor cálido a asfalto y a polvo le provoca náuseas. Ya no hay autobuses en París y solo un metro cada media hora.
Hacía un año que no veía París.
Siente vértigo y pide que se vayan de inmediato a Les Forges, quiere ver a su padre y a su madre.
Vicente y ella suben a un tren en la Gare Saint-Lazare. Myriam está callada, siente que hay algo que no va bien, que algo terrible la espera allí.
Al llegar ante la casa de sus padres, ve por el suelo todas las postales que ha estado enviándoles durante un año para darles noticias suyas.
Nadie las ha recogido, nadie las ha leído. Myriam está a punto de caerse.
—¿Quieres entrar? —le pregunta Vicente.
Myriam no puede hablar, no puede moverse. Vicente intenta ver algo a través de las ventanas.
—La casa parece deshabitada. Tus padres han puesto sábanas para cubrir los muebles. Voy a llamar a casa de los vecinos, a preguntarles si saben algo.
Myriam se queda largos minutos inmóvil. Un dolor le atraviesa todo el cuerpo.
—Los vecinos dicen que tus padres se marcharon después de que se fueran Jacques y Noémie.
—¿Adónde?
—A Alemania.