Querida mamá:
Estoy sentada en el asiento trasero de tu pequeño Renault 5 blanco, tengo seis o siete años quizá, cruzamos el boulevard Raspail y me enseñas un hotel inmenso, un palacio, diciéndome que ahí pasaste los primeros meses de tu vida. Pego la cara a la ventanilla, miro ese edificio que me parece tan grande como todo el distrito 6. Y me pregunto cómo ha podido vivir ahí mi madre. Es un enigma más, una adivinanza que viene a añadirse a todos los que jalonan mi vida de niña.
Te imagino corriendo por los pasillos de gruesas moquetas color crema, y robando pasteles de los carritos para comerlos a escondidas. Exactamente como en un cuento que me leías cuando era pequeña.
Pero, mamá, contigo las historias extrañas del pasado nunca eran cuentos infantiles, eran reales, habían existido. Y aunque ahora conozca las circunstancias que te llevaron a pasar los primeros meses de tu vida en el Lutetia, aunque sepa que tu infancia se vio luego marcada por la ausencia de confort material, se me ha quedado grabada una imagen. Falsa y real a la vez. La imagen soñada de tener una madre que aprende a andar en los pasillos de un palacio.
A.