Bajo el sol de París, un autobús de plataforma cruza el plateado Sena, que abre sus muslos a la Place Dauphine. El autobús pasa por el Pont des Arts, donde la belleza de las mujeres salta a la vista, con su carmín rojo escarlata y sus uñas altivas; los automóviles van o vienen en todos los sentidos y sus conductores fuman, con el antebrazo apoyado en el reborde de la ventanilla, mientras los soldados americanos se pasean mirando a las francesas, con sus tacones de aguja y anillos finos en cada dedo, los vestidos de flores ajustados marcándoles los pezones. El aire de la capital es cada vez más tibio, los tilos dan sombra a las aceras, los niños van a la escuela con sus carteras a la espalda. El autobús prosigue su trayecto, de la margen derecha a la margen izquierda, de la Gare de l’Est al hotel Lutetia, y todos, los automovilistas con prisa por volver a casa, los comerciantes en la puerta de sus tiendas, los transeúntes con sus preocupaciones de transeúnte, todos se detienen al ver aparecer por primera vez, dentro de los autobuses, a esos seres con los arcos superciliares pronunciados, mirada extraña y protuberancias en sus cráneos rapados.
—¿Han sacado a los locos del manicomio?
—No, son los viejos que vuelven de Alemania.
No son ancianos, la mayoría tienen entre dieciséis y treinta años.
—¿Solo vuelven los hombres?
También hay mujeres, pero sin pelo, con el cuerpo descarnado, no lo parecen. Algunas no podrán volver a tener hijos jamás.
Los trenes procedentes del Este llegan, hora tras hora, a las distintas estaciones de París —a veces también aterrizan aviones en Le Bourget o en Villacoublay—. El primer día, en el andén, una banda acoge a los deportados, con gran pompa, tocando «La Marsellesa», todos uniformados. Primero hacen bajar a los que llegaban de los campos de exterminio, luego a los prisioneros de guerra y por fin a los trabajadores del STO. El primer día.
A la salida del tren los suben a unos autocares, los mismos que, unos meses antes, transportaron a las víctimas de las redadas a los campos de tránsito, justo antes de los trenes de ganado.
—No hay otra solución —les dicen.
Los deportados van hacinados en el interior, pegados unos a otros, a través de la ventana ven desfilar las calles de la capital. Algunos descubren París por primera vez.
A su paso se dan cuenta de que los parisinos se fijan en ellos, los peatones y los automovilistas se olvidan por unos segundos de sus preocupaciones para preguntarse de dónde salen esas cabezas peladas con pijamas de rayas que irrumpen en la ciudad. Como seres venidos de otro mundo.
—¿Ha visto el autobús de los deportados?
—Podrían haberlos aseado antes.
—¿Por qué llevan esos trajes de preso?
—Según parece, les dan dinero y todo nada más llegar.
—No se pueden quejar.
Y la vida sigue.
En el semáforo rojo, un señor mayor, anonadado por esa visión espantosa, les tiende el paquete de cerezas rojas y jugosas que lleva en la mano. El señor se aúpa hacia la ventanilla del autobús y decenas de brazos escuálidos como palos, de dedos fibrosos, se precipitan sobre las cerezas, que vuelan por los aires.
—¡No hay que dar de comer a los deportados! —grita una señora de la Cruz Roja—. ¡Su estómago no lo soportará!
Los deportados saben perfectamente que es veneno para sus entrañas, pero la tentación es demasiado fuerte.
Y el autobús arranca de nuevo, hacia la margen izquierda y la Place Saint-Michel, el boulevard Saint-Germain. Las cerezas no aguantan en sus vientres y los abandonan por la otra vía.
«Podrían comportarse bien», se dice un transeúnte.
«Podrían ser más limpios comiendo», piensa otro.
«¡Qué mal huelen! ¡Podrían lavarse!».