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Hay uno que no ha querido subir al autobús porque lo ha reconocido: es exactamente el mismo autocar que lo condujo de París a Drancy. Así que se escapa por un lateral de la estación, antes de que salgan los viajeros, por la rue d’Alsace. Ahora no sabe muy bien dónde se encuentra, se ha perdido. 

—¿Está usted bien, señor? ¿Necesita ayuda? —le pregunta un viandante. 

Dice que no con la cabeza, sobre todo no quiere que le ayuden a subir al autobús. Y la gente, cordial, se detiene y forma un corro a su alrededor. 

—No tiene usted buen aspecto, señor. 

—Cuidado, no hay que abrumarlo. 

—Voy a avisar a un gendarme. 

—Señor, ¿habla usted francés? 

—Habría que darle algo de comer. 

—Voy a comprarle algo, ahora vuelvo. 

—¿Lleva su documentación? —le pregunta el gendarme que ha acudido a la llamada. 

El hombre se asusta al ver el uniforme. Sin embargo, el gendarme se muestra muy amable con él, se dice que debería llevarlo al hospital, al pobre hombre. Nunca había visto a nadie en semejante estado. 

—Señor, sígame, le llevaré a un sitio donde se ocuparán de usted. ¿Tiene su cédula de identidad de repatriado? 

El hombre piensa para sí que hace tiempo que no tiene papeles, ni dinero, ni mujer, ni hijos; tampoco tiene pelo ni dientes. Le da miedo de toda esa gente que lo rodea y lo observa. Se siente culpable por estar ahí, culpable por haber sobrevivido a su mujer, a sus padres, a su hijo de dos años. Y a todos los demás. Millones más. Tiene la impresión de haber cometido una injusticia y teme que todas esas personas le arrojen piedras y el gendarme lo lleve a la cárcel, ante un tribunal con, en un lado, agentes de las SS, y en el otro, su mujer muerta, sus padres muertos, su hijo muerto. Querría tener bastante fuerza para echar a correr, porque la porra del gendarme le duele solo con mirarla, pero está extenuado. Recuerda que un día, hace tiempo, vino aquí, a este barrio; también sabe que un día, hace tiempo, él iba vestido como esa gente, y tenía pelo en la cabeza y dientes en la boca, pero se dice que nunca volverá a ser como ellos. Un viandante, con la mejor intención, ha ido a una tienda de ultramarinos y les ha explicado: «Es para uno de los que vuelve, está muerto de hambre, no le quedan dientes», entonces el tendero piensa en un yogur y añade: «No me pague el yogur, es normal, hay que ayudarlos», y el transeúnte da el yogur al deportado, que se perfora el estómago porque es un alimento demasiado pesado para él, que ya no aguantaba más, después de que lo evacuaran de Auschwitz las SS en enero, hace tres meses ya, después de escapar a las últimas masacres, a las marchas de la muerte, a las marchas forzadas por la nieve bajo los golpes de los escoltas de las columnas, a las nuevas humillaciones, al caos del hundimiento del régimen, a los viajes en los mismos vagones de ganado, al hambre, a la sed, a la lucha por sobrevivir hasta la vuelta, un combate casi imposible para su cuerpo al borde del agotamiento extremo, entonces su corazón deja de latir en ese momento, el día de su llegada, en una acera gris de París, bajo las escaleras de la rue d’Alsace, tras semanas de lucha. Su cuerpo es tan liviano que cae doblándose sobre sí mismo, despacio, como una hoja muerta, hasta tocar el suelo, sin el menor ruido.