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El autobús procedente de la Gare de l’Est llega ante la entrada del Lutetia, la muchedumbre se apelotona, y Myriam, que no entiende nada, sigue la agitación... Una bicicleta le pasa por encima del pie, pero nadie le pide perdón. Oye pronunciar por primera vez nombres de ciudades que no conocía, nombres como Auschwitz, Monowitz, Birkenau, Bergen-Belsen. 

De repente, el autobús de plataforma abre sus puertas, los deportados no pueden bajar por sí solos, los ayudan unos boy scouts que los escoltan hasta el hotel. Para algunos de ellos se piden camillas. 

La multitud de familias que estaba esperando se precipita sobre ellos. Myriam se indigna frente a la falta de pudor de quienes, con la mirada desesperada, abordan brutalmente a los recién llegados mostrándoles fotografías. 

—¿Lo reconoce? Es mi hijo. 

—¿Coincidió con él? Es mi marido, un hombre alto y de ojos azules. 

—En esta foto, mi hija tenía doce años, pero ya había cumplido los catorce cuando se la llevaron. 

—¿De dónde viene usted? ¿Ha oído hablar de Treblinka? 

Pero Myriam se da cuenta de que los que bajan de los autobuses permanecen callados. No pueden contestar. Apenas tienen fuerzas para hablarse silenciosamente a sí mismos. ¿Cómo contarlo? Nadie se lo creería. 

«A su hijo lo metieron en un horno, señora». 

«A su padre lo ataron desnudo a una correa como a un perro. Por divertirse un rato. Murió loco. De frío». 

«Su hija fue prostituta del Lager y luego le abrieron el vientre en canal para hacer experimentos cuando se quedó embarazada». 

«Cuando se enteraron de que estaban perdidos, los SS desnudaron a todas las mujeres y las tiraron por las ventanas. Luego nos obligaron a apilar los cuerpos». 

«No hay ninguna posibilidad de supervivencia, no volverán a verlos nunca más». 

¿Quién se arriesga a hablar y que no le crean? ¿Y quién es capaz de pronunciar esas frases a las personas que están esperando anhelantes? Es mejor apiadarse. Algunos, incluso, generan expectativas: 

—La foto de su marido me suena. Sí, está vivo. 

Myriam oye esta frase entre el gentío que se precipita a las puertas giratorias de la entrada del palacio. 

—Todavía quedan diez mil allí, a la espera de poder retornar; no se preocupen, volverán. 

Los deportados saben que esa perspectiva es irrisoria. Pero la esperanza es lo único que los ha hecho aguantar en los campos. Uno de los deportados es zarandeado por una mujer que no parece darse cuenta del estado de extrema fatiga en que se encuentra el hombre a quien pregunta por su marido. Tiene que intervenir una enfermera de la Cruz Roja. 

—Dejen pasar a los repatriados. Señoras, señores, por favor, van a matarlos si siguen empujando así. Ya entrarán luego. ¡Déjenlos pasar! 

Conducen a los deportados a un establecimiento de hidroterapia requisado frente al Square Récamier. Para llegar hasta ahí tienen que cruzar por la pastelería del Lutetia, que hace esquina entre el boulevard Raspail y la rue de Sèvres. Las estanterías vacías de dulces contemplan el desfile. Les han quitado los pijamas de rayas para pasar por la desinfección. Se consignan sus objetos en bolsas de plástico que llevan colgadas del cuello. Al pasar por el DDT, mueren los piojos portadores del tifus. Los deportados deben presentarse desnudos ante unos hombres vestidos con monos de caucho y guantes protectores, que llevan a la espalda unos bidones con el famoso producto. Lo proyectan sobre ellos mediante unas mangueras. Un tratamiento difícil de soportar. Pero se les explica que, realmente, no queda otro remedio. 

Una vez bien desinfectados y lavados, se les procura ropa limpia. Tienen que personarse en las oficinas del primer piso para que los interroguen con el fin de detectar a los «falsos deportados» que puedan haberse infiltrado. 

Antiguos colaboradores del régimen de Vichy, por miedo a las represalias, se esconden entre los que vuelven para poder cambiar de identidad. Quieren escapar de los asesinatos por venganza que están teniendo lugar por toda Francia, pasar desapercibidos ante los tribunales de excepción recién formados. Algunos milicianos llegan a tatuarse números de identificación falsos en el antebrazo izquierdo para hacer creer que vienen de Auschwitz. Se mezclan con los deportados cuando salen de la estación, justo antes de subir al autobús hacia el Lutetia. 

Con el fin de perseguir a los impostores, el Ministerio de Prisioneros de Guerra, Deportados y Refugiados pide a las oficinas de control instaladas en el interior del palacio que pongan en marcha una vigilancia activa. Lo que significa que cada deportado debe sufrir un interrogatorio para verificar si es un deportado «de verdad». Para algunos, esa nueva prueba es otra humillación más. 

Los interrogatorios no son fáciles; los que han sobrevivido a los campos están tan desorientados que ni siquiera consiguen hablar, padecen una gran confusión mental, se agarran a detalles insignificantes y son incapaces de dar informaciones precisas. Mientras que los usurpadores de identidad logran construir relatos bien estructurados, con recuerdos robados a otros. 

A veces acaban mal, porque los deportados no aguantan esa confrontación con la policía francesa, que consideran brutal. 

—¿Quién es usted para hacerme preguntas? 

—¿Por qué tenemos que volver a pasar por un interrogatorio? 

—¡Déjenme en paz de una vez! 

En ocasiones, las reacciones son violentas en las oficinas encargadas de la acogida. Hay hombres que derriban las mesas, mujeres que se yerguen señalando a sus interrogadores. 

—¡Me acuerdo de usted! ¡Usted me torturó! 

Cuando se desenmascara a un impostor se le encierra en una habitación del Lutetia. Un guardia armado lo vigila. A las 18.00 h, un furgón de la policía va a buscarlo para que sea juzgado. 

Una vez concluido el interrogatorio, los deportados «de verdad» reciben su documentación, así como una suma de dinero y bonos de transporte gratuitos para los autobuses y el metro. Luego se les acoge en el hotel donde podrán descansar unos días. Pueden dirigirse a las «azulitas» que van y vienen, las mujeres del cuerpo voluntario femenino que llevan la gestión de la acogida y de los distintos pisos. El primero está reservado a la Administración, encima se encuentra la enfermería y a partir del siguiente hasta el séptimo, las habitaciones. El tercero es el de las mujeres. 

—No se preocupe, las habitaciones tienen calefacción. 

Los radiadores están encendidos día y noche incluso en pleno verano, porque los cuerpos descarnados tienen frío constantemente. 

—Prefieren dormir en el suelo, cuando tienen camas bien mullidas, qué extraño. 

Los deportados se tumban sobre las alfombras porque no consiguen dormir en una cama. A menudo tienen que juntarse varios, unos contra otros, para conciliar el sueño. Todos se sienten humillados con las cabezas rapadas, las llagas y los flemones que infectan su piel y su boca. Saben que dan miedo. Saben que solo mirarlos produce dolor. 

 

En el majestuoso comedor del hotel Lutetia, las palmeras en macetas ponen en valor las líneas simétricas de las piedras de talla, las vidrieras monumentales y las columnas ornamentales, todo el virtuosismo del art déco al servicio del lujo y la geometría. 

La comida está servida, los deportados se agrupan en torno a las mesas, no han comido en un plato desde hace mucho tiempo, desde el tiempo de un mundo que les parece que nunca existió. Los vasos plateados contienen agua potable. Eso también se les había olvidado. 

En cada mesa hay un bonito jarrón con claveles azules, blancos y rojos. El embajador de Canadá en Francia y su mujer han mandado traer de su país leche y mermelada para los deportados. 

Un hombre sin edad, con la cabeza inclinada hacia delante, como descolgada del cuello, mira atentamente los platos de carne dispuestos ante él. Está acostumbrado a robar comida, a «arreglárselas», como se decía en el campo, así que no sabe muy bien si tiene derecho a sentarse y pide permiso sin parar a una «azulita». Esas mujeres voluntarias se sienten a veces desvalidas, hay deportados que solo hablan alemán y otros que únicamente repiten su número de identificación. 

—No puede llevarse ese cuchillo, señor. 

—Lo necesito para matar a la persona que me denunció.