En Riga, la pequeña familia se instala en una bonita casa de madera situada en Aleksandra iela, n.º 60/66, dz 2516. El vecindario del barrio aprecia a Emma, que se integra bien. Ella admira a su marido, que se ha lanzado al comercio del caviar con éxito. 

«Mi marido tiene alma de emprendedor y don para las relaciones —escribe ella, orgullosa, a sus padres en Lodz—. Me ha comprado un piano para que pueda despertar mis dedos adormecidos. Me da todo el dinero que necesito, y también me anima a que imparta clases de música a las niñas del barrio». 

Gracias a la venta de caviar, la pareja se compra una dacha en Bilderlingshof, como las familias de clase alta. Ephraïm ofrece a su mujer el lujo de una niñera alemana, que va a ayudar a Emma en sus tareas domésticas. 

—Así podrás trabajar más. Las mujeres deben ser independientes. 

Emma aprovecha para acudir a la gran sinagoga de Riga, conocida por sus jazanes, pero sobre todo por sus coros. Asegura a su marido que lo hace solo para captar a nuevas alumnas, no para rezar. Cuando llega al final del oficio, le da un vuelco el corazón al oír hablar en polaco. Se reencuentra con viejas familias de Lodz y la atmósfera provincial de su ciudad natal. Es como si se tropezara con miguitas de su infancia que puede ir recogiendo. 

Emma se entera por las viejas chismosas de la sinagoga que la prima Aniuta se ha casado con un judío alemán y que ahora vive en Berlín. 

—No se lo cuentes a tu marido, no se te ocurra reavivar el recuerdo de tu antigua rival —le aconseja la rabanit, la mujer del rabino, cuyo cometido consiste en prodigar consejos a las esposas de la comunidad. 

Por su parte, Ephraïm recibe noticias muy esperanzadoras de sus padres. Su naranjal prospera. Bella ha sido contratada como sastra en un teatro en Haifa. Los hermanos, desperdigados por los cuatro rincones de Europa, han logrado colocarse bien. Salvo el menor, Emmanuel, quien planea convertirse en actor de cine, en París. «De momento —escribe su hermano Borís— no ha conseguido ningún papel. Tiene ya treinta años y me preocupa. Pero es joven, espero que llegue a algo. He podido verlo en alguna toma y no lo hace mal. Progresará». 

Ephraïm compra una cámara fotográfica para inmortalizar el rostro de Myriam. Viste a su hija como una muñeca, le pone los conjuntos más lindos y en el cabello los lazos más primorosos. Con sus vestidos blancos, la cría es la princesa del reino de Riga. Es una niña orgullosa y presumida, consciente de su importancia a los ojos de sus padres, es decir, a los ojos del mundo entero. 

Al pasar por delante de la casa de los Rabinovitch, en la calle Aleksandra, las notas del piano resuenan en el aire —los vecinos no se quejan nunca: al contrario, aprecian la música—. Transcurren las semanas, felices, como si todo se hubiera vuelto fácil. Una noche del Pésaj, Emma pide a Ephraïm que componga el plato del Séder para la cena. 

—Por favor, no leas las oraciones, solo la salida de Egipto. 

Ephraïm acaba por aceptar y muestra a Myriam cómo se disponen el huevo, las hierbas amargas, los trocitos de manzana con miel, la salmuera y un hueso de cordero en el centro del plato. Se deja llevar, por una noche, y cuenta la historia de Moisés, exactamente como antaño hacía su padre. 

—¿En qué se diferencia esta noche de todas las demás? ¿Por qué se comen hierbas amargas? Hija mía, el Pésaj nos enseña que el pueblo judío es un pueblo libre. Pero esa libertad tiene un precio. El sudor y las lágrimas. 

Para esa cena de Pésaj, Emma ha preparado la matzá según la receta de Katerina, la vieja cocinera de sus suegros. Quiere que su marido sienta de nuevo ese sabor suave y delicioso de las comidas de su infancia. Esa noche Ephraïm está de un humor excelente, hace reír a la niña imitando a su abuelo: 

—El hígado picado es el mejor remedio contra los míseros problemas de la vida —dice adoptando el acento ruso de Nachman, antes de engullir pequeños patés de ave. 

Pero, en medio de las risas, Ephraïm siente de repente una pena en el corazón: Aniuta. Una imagen le pasa por la cabeza, la de su prima, a la que imagina en ese mismo momento festejando el Pésaj con su propia familia, con un marido, alrededor de una mesa a la luz de las velas. «Seguro que la madurez la ha embellecido —piensa—. ¡Estará más bella aún!». Una sombra oscurece su rostro, y Emma se da cuenta inmediatamente. 

—¿Te encuentras bien? —pregunta. 

—¿Y si tuviéramos otro niño? —contesta Ephraïm. 

 

Diez meses después, Noémie —la Noémie de la postal— nace en Riga, el 15 de febrero de 1923. La hermanita destrona a Myriam en su reino; tiene la cara redonda, igual que su madre, redonda como la luna. 

Gracias al dinero que obtiene con la venta de sus huevas de esturión, Ephraïm compra un local para instalar un laboratorio experimental. Quiere crear nuevas máquinas. Pasa veladas enteras con la mirada brillante, explicándole a su mujer los principios de sus inventos. 

—Las máquinas serán una revolución. Liberarán a las mujeres de sus agotadoras faenas domésticas. Escucha esto: «El hombre es en la familia el burgués; la mujer representa en ella al proletario», ¿no estás de acuerdo? —pregunta Ephraïm, que sigue leyendo a Karl Marx, aunque ahora sea un patrono a la cabeza de un comercio floreciente. 

«Mi marido es como la electricidad —escribe Emma a sus padres—, viaja a todas partes aportando la luz del progreso». 

Pero Ephraïm el ingeniero, el progresista, el cosmopolita, ha olvidado que el forastero seguirá siendo siempre un forastero. Comete el terrible error de creer que puede fundar su felicidad en alguna parte. Al año siguiente, 1924, un barril de caviar en mal estado lleva la pequeña empresa a la bancarrota. ¿Mala suerte o maniobra de algún envidioso? Esos emigrantes llegados en un carromato han ascendido a notables demasiado deprisa. Los Rabinovitch se convierten en personas no gratas en la Riga de los gois. Los vecinos del patio Binderling piden a Emma que deje de importunar al barrio con las idas y venidas de sus alumnas. Se entera por sus amistades de la sinagoga que los letones la han tomado con su marido y que no pararán de molestarlo hasta que no le quede más remedio que marcharse. Ella entiende que ha llegado la hora de hacer las maletas, una vez más. Pero ¿para ir adónde? 

Emma escribe a sus padres, pero las noticias de Polonia no son buenas. Su padre, Maurice Wolf, parece intranquilo a causa de las huelgas que estallan por todo el país. 

—Sabes, hija mía, que mi mayor dicha sería tenerte a mi lado. Pero no he de ser egoísta y mi deber de padre es decirte que quizá debáis alejaros más, tu marido, tú y las niñas. 

Ephraïm envía un telegrama a su hermano menor, Emmanuel. Pero, por desgracia, este vive de prestado en París en el apartamento de unos amigos pintores, Robert y Sonia Delaunay, que tienen un hijo pequeño. Ephraïm escribe entonces a Borís, su hermano mayor, que se ha refugiado en Praga, como muchos otros miembros del PSR. Sin embargo, allí la situación política es demasiado inestable y Borís desaconseja a Ephraïm que se instale con él. 

A Ephraïm ya no le queda ni dinero ni elección. Con el alma hecha pedazos, envía un telegrama a Palestina: «Vamos».