Myriam consigue entrar en el Lutetia por las puertas giratorias, empujada por otros, atascados como ella. Busca el panel «Información a las familias» y encuentra bajo la gran escalinata los tableros recubiertos de cientos de fichas, con centenares de cartas de búsqueda y fotografías de bodas, de vacaciones felices, de comidas familiares, de retratos de soldados de cuerpo entero. Llenan por completo el hall del hotel, desde el suelo hasta el techo. Se diría que las paredes se pelan y sueltan hojas de papel.
Myriam se acerca, al mismo tiempo que los deportados recién llegados, atraídos por esas fotos del mundo de antes, ahora enterrado bajo las cenizas. Sus ojos miran, pero ellos parecen no entender ya qué significan esas imágenes. Ni siquiera están seguros de poder reconocerse a sí mismos en esos retratos pegados.
«¿Cómo saber si yo era este hombre?».
Myriam se aparta del panel para dejar sitio a otros, busca la oficina de información cuando un hombre asustado la agarra del brazo. La ha tomado por una de esas mujeres benévolas que ayudan a las familias.
—Perdone, he encontrado a mi mujer, se ha quedado dormida en mis brazos y ahora no consigo despertarla.
Myriam le explica que ella no trabaja aquí, que ha venido a buscar a gente, como él. Pero el hombre insiste: «Venga, venga», le dice sin soltarle el brazo.
Al ver a la mujer, sentada en el sillón, Myriam comprende que no está dormida. No será la única en morir ahí, son decenas al día, cuyos cuerpos exhaustos no aguantan la emoción de los reencuentros y el retorno.
Myriam se aleja para hacer cola frente a la oficina de información. A su lado, una pareja de franceses lleva en brazos a una niña polaca a la que han tenido escondida toda la guerra. Tenía dos años cuando la recogieron. Ahora tiene cinco, habla francés perfectamente, con acento parisino. Han venido al Lutetia porque han oído el nombre de la madre en las listas difundidas por la radio.
Pero en esa mujer filiforme, con la cabeza afeitada, la niña no reconoce a su mamá. De repente le entra el pánico, se echa a llorar, no quiere saber nada de esa señora que parece recién salida de una pesadilla. La cría se pone a gritar en el hall del hotel, agarrándose a las piernas de la que no es su madre.
En la oficina, Myriam no consigue ninguna información, le dan una ficha para rellenar y le dicen que esté atenta a las listas que se comunican en la radio. Le desaconsejan que vuelva todos los días.
—No sirve de nada.
Myriam se acerca a un grupo que, en un rincón del hall, parecen enterados. Van todos los días e intercambian información y los rumores que circulan.
—Los rusos se han llevado a deportados franceses.
—Han cogido a los médicos y a los ingenieros.
—A peleteros y a jardineros también.
Myriam piensa en su padre ingeniero, en sus padres, que hablan ruso. Que los hayan trasladado allí podría explicar por qué no están en las listas de los que retornan.
—Mi marido es médico. Estoy segura de que se han quedado con él.
—Dicen que al menos cinco mil personas se han ido a Rusia.
—Pero ¿cómo saberlo?
—¿Ha preguntado en la oficina?
—No. Ya no quieren recibirme.
—¡Inténtelo usted! Con las caras nuevas son más amables.
—Toda esa gente tiene que estar en alguna parte.
—Hay que ser pacientes, acabarán repatriándolos.
—¿Sabe lo que le ha pasado a la señora Jacob?
—Su marido estaba en la lista de los muertos en el campo de Mauthausen.
—Cuando ha leído su nombre, se ha desmoronado.
—Y luego, tres días más tarde, llaman a la puerta, abre.
—Tenía a su marido delante. Había habido un error.
—No es la única. No hay que dar nada por perdido, ¿sabe usted?
—Cuentan que en Austria hay un campo donde meten a los que lo han olvidado todo.
—¿En Austria, dice usted?
—¡Que no! ¡Es en Alemania!
—¿Han hecho fotos a esos individuos?
—No, no creo.
—Entonces ¿cómo se sabe?
Myriam pone su ficha en el hall. Como no tiene fotografías de la familia porque todos los álbumes están en Les Forges, escribe sus nombres en grande para que puedan verlos enseguida, en medio de las decenas, centenares, millares de fichas que revolotean en la entrada. EPHRAÏM, EMMA, NOÉMIE, JACQUES. Luego firma y escribe su dirección, rue de Vaugirard, «en casa de Vicente», para que sus padres sepan dónde encontrarla.
Myriam, de puntillas para sujetar con una chincheta la ficha lo más alta posible, tiene los brazos extendidos, casi pierde el equilibrio. Junto a ella, un hombre, de pie, la mira con una sonrisa extraña.
—Acabo de saber por una de las listas que me había muerto —dice, al fin.
Myriam no sabe qué contestar. Una vez colgada la ficha, se dirige hacia la salida, pero una mujer la agarra del hombro.
—Mire, es mi hija.
Myriam se da la vuelta; aún no ha tenido tiempo de contestar cuando la dama le tiende una foto tan cerca de los ojos que no puede distinguir nada.
—Era algo mayor que en la foto cuando la detuvieron.
—Perdone —dice Myriam—, yo no sé nada...
—Se lo ruego, ayúdeme a encontrarla —dice la señora, con las mejillas cubiertas de manchas rojas.
La mujer agarra a Myriam del brazo, con fuerza, para susurrarle al oído:
—Tengo mucho dinero que ofrecerle.
—¡Suélteme! —grita Myriam.
Al salir del hotel ve al grupo de los asiduos agitados; han cogido todas sus cosas y se precipitan hacia el metro. Myriam los sigue para comprender qué sucede. Le explican que, por un fallo en el cambio de agujas, unas cuarenta mujeres que tenían que ser enviadas al Lutetia han llegado a la Gare d’Orsay. Y Myriam siente que Noémie estará entre ellas. Se sube al metro con ellos y se baja en la estación con el corazón acelerado. Es un presentimiento que la llena de una especie de luz, de alegría.
Pero al llegar a la Gare d’Orsay, ninguna de ella es Noémie.
—Jacques, Noémie, ¿os suenan?
—¿Sabe a qué campo los deportaron?
—Me ha parecido entender que todas las mujeres habían ido a Ravensbrück.
—No sabemos nada, señora. Solo son suposiciones.
—¿No se podría recabar información entre las personas que hayan estado allí?
—Lo siento. No ha venido ningún convoy de Ravensbrück. Y creemos que no habrá ninguno.
—Pero ¿por qué no envían a nadie a buscarlas? ¡Yo puedo prestarme voluntaria si quieren!
—Señora, ya hemos mandado a gente para las repatriaciones de Ravensbrück, pero no había nadie a quien repatriar.
Aunque las palabras son inequívocas, Myriam no entiende. Su cerebro rehúsa descifrar el significado de «no había nadie a quien repatriar».
Myriam sale de la Gare d’Orsay para volver a casa. Jeanine le abre la puerta, con Lélia en brazos. Las dos mujeres se comprenden sin necesidad de hablar.
—Volveré mañana —dice simplemente Myriam.
Y todos los días retorna al Lutetia para esperar a los suyos. También ella ha perdido el sentido del pudor. Interpela sin comedimiento a los deportados que salen del hotel, para atraer su atención unos segundos.
—¿Jacques, Noémie? ¿Les dicen algo esos nombres?
Envidia a quienes han oído un nombre en la radio o han recibido un telegrama. Se les reconoce enseguida, por la forma en que avanzan, con paso seguro, por el hall del hotel.
Día tras día, Myriam intenta echar una mano a los servicios de la organización, intenta entender qué sucede en Polonia, en Alemania y en Austria. Se queda adrede en las diferentes plantas, hasta que oye decir: «Ya no esperamos más convoyes hoy; vuelva a casa, señora».
«Vuelva mañana, ya no sirve de nada quedarse más aquí».
«Por favor, ahora debe abandonar el lugar».
«Ya le he dicho que no llegará nadie más hoy».
«Mañana los primeros llegan a las ocho. Vamos, no pierda la esperanza».
Lélia, que es ya un bebé de nueve meses, sufre de terribles dolores de vientre. No quiere alimentarse y Jeanine le dice a Myriam que tiene que quedarse todo lo posible junto a su hija.
—Te necesita, y tienes que ayudarla a comer.
Durante una semana, Myriam deja de ir al Lutetia para vigilar y alimentar a su pequeña. Cuando vuelve al hotel, se encuentra con las mismas mujeres, enarbolando las mismas fotografías. Pero percibe que algo ha cambiado. Hay mucha menos gente que antes.
—Dicen que a partir de mañana ya no habrá más convoyes.
El 13 de septiembre de 1945, el diario Ce soir publica un artículo del señor Lecourtois:
EL LUTETIA DEJA DE SER EL HOTEL DE LOS MUERTOS VIVIENTES
Dentro de unos días, concluida ya la movilización, el hotel Lutetia, en el boulevard Raspail, será devuelto a sus propietarios. Harán falta tres meses para acondicionarlo. [...] El hotel está vacío. El hotel Lutetia cierra sus puertas a la mayor miseria humana para volver a abrirlas, el día de mañana, a personas dichosas de vivir.
Myriam está enfadada. En toda la prensa lee la misma frase: ya puede darse por terminada la repatriación de los deportados.
—Pero no está terminada, puesto que los míos no aparecen en ninguna lista y no han vuelto.
Entre el fin de la esperanza y la falta de pruebas, Myriam no encuentra nunca la paz. Se acuerda de los rumores que oyó en el hall del hotel: «Aún quedan unos diez mil esperando allí, no se preocupe, van a venir», «Se dice que en Alemania hay un campo donde han dejado a los que se han olvidado de todo».
Myriam ha visto las imágenes de los campos de exterminio difundidas en los informativos y las noticias de los cines. Pero le resulta imposible relacionar esas imágenes con la desaparición de sus padres, de Jacques y Noémie.
«Tienen que estar en algún lado —se dice Myriam—. Hay que encontrarlos».
A finales de septiembre de 1945, Myriam se suma a las tropas de ocupación en Alemania, en Landau.
Lo hace como traductora para el Ejército del Aire. Habla ruso, alemán, español, hebreo, un poco de inglés y por supuesto francés.
Allí sigue buscando.
Quizá Jacques y Noémie hayan logrado escapar. Quizá estén en alguna parte de ese campo de los que han perdido la memoria.
Quizá no tengan dinero para volver a Francia.
Todo es posible. No hay que perder la fe.