Tras dos años pasados en Alemania, Myriam vuelve a Francia. Yves ocupa el lugar de Vicente en su cama y la anima a preparar las oposiciones a profesora. Para que ella pueda concentrarse, él instala a Lélia en casa de la viuda de un caído de la Primera Guerra Mundial, Henriette Avon, en el feudo de los Sidoine. A partir de ese momento, Yves siempre estará al lado de Myriam para ayudarla y aliviarla. Contra viento y marea.
Henriette duda antes de aceptar a esa nueva inquilina, porque los niños acaban por costar más dinero del que aportan —por la ropa que hay que lavar a todas horas, la vajilla rota y el pan que sisan de los armarios—. Pero esa niñita morena, pegada a su madre como un perro que siente que su amo quiere deshacerse de él, le da pena.
Henriette es pobre, muy pobre, incluso —y sus inquilinos, más pobres que ella—. Con Lélia está Jeanne. Se dice que es centenaria porque nadie recuerda cuándo nació. Su cuerpecillo acorazado parece el de un bogavante. Está ciega, pero sus dedos siguen haciendo maravillas. Basta con dejarla en un rincón con un paño lleno de guisantes o de lentejas sobre las rodillas, y las manos de Jeanne se agitan en el aire para cortar, seleccionar, descascarillar, pelar, como si las pupilas de sus ojos hueros hubieran bajado hasta las yemas de sus dedos. Pero Jeanne da miedo a Lélia, huele a pis, tan fuerte que la pequeña se escapa en cuanto puede.
Jeanne no se lava nunca. Henriette, por el contrario, es implacable en lo que se refiere a la higiene de Lélia. Para lavarle el pelo, instala un taburete delante del fregadero, le pone un guante de felpa sobre los ojos y una toalla alrededor del cuello. Henriette vacía un envase individual de Sindo de color vainilla sobre la cabeza de Lélia. El champú cuesta caro, pero Henriette no escatima en esto. Echa pequeñas dosis sucesivas de agua tibia con una jarra, que chorrea poco a poco por la nuca hasta las orejas, y a la niña se le pone la piel de gallina.
En la escuela de Céreste, Lélia aprende a leer, escribir y hacer cuentas. La directora del centro se da cuenta de su talento, muy superior al resto de las chicas de su edad. Advierte a Henriette que los padres de Lélia deberían pensar en darle estudios superiores. Para Henriette es como si le dijeran que la cría irá un día a la luna.
Céreste se convierte en el pueblo de Lélia, como Riga fue para Myriam el inesperado paisaje de su infancia. Conoce a todos los vecinos, sus costumbres y su carácter, se aprende también cada piedra, cada recoveco, el camino de la Cruz, que es el límite que no pueden traspasar los niños, los senderos de La Gardette, la colina en cuya cima se ha construido el depósito de agua del municipio. Un gigante caprichoso, que a veces priva al burgo de su agua durante varios días seguidos.
La casa de Henriette hace casi esquina entre la rue de Bourgade y la cuesta que va a dar al Cours. La pendiente es tan pronunciada que Lélia acaba siempre bajándola a toda prisa. En la casa que está justo en el ángulo, pegada a la de Henriette, viven dos granujas, Louis y Robert, que disfrutan acorralando a Lélia contra la tapia y luego salen pitando.
Lélia, con su cabecita morena, se convierte en una criatura más de esa comarca. Su día preferido es martes de carnaval, cuando se disfraza, como todos los chavales de Céreste, de caraco —palabra provenzal que designa a los gitanos y los bohemios—. Los niños se reúnen en la plaza del pueblo, parecen un montón de ratas de campo, vestidos con harapos, la cara ennegrecida con un corcho quemado, y recorren las calles llevando un cesto y pidiendo, casa por casa, un huevo duro o algo de harina. Por la noche siguen la carreta de Caramantrán, un gran espantapájaros multicolor que será juzgado y quemado en la plaza del pueblo. Los más pequeños gritan hasta desgañitarse y le lanzan piedras. Los críos disfrutan ante el sacrificio.
—En otro tiempo, los jóvenes bailaban la danza de los Bouffets a finales de la cuaresma..., pero eso era en otro tiempo —cuentan los viejos del pueblo.
Los días de procesión religiosa, el cura va seguido por el estandarte, luego vienen los monaguillos y por fin las niñas, todas vestidas de blanco. Llevan cestas de flores, sostenidas por una larga cinta blanca, rosa o azul pálido.
La primera vez que Lélia se incorpora a ese grupo, Henriette oye los comentarios de las demás mujeres:
—La pequeña judía no debería ir en la procesión.
Henriette se enfada. Defiende a Lélia como si fuera su propia hija y, las veces siguientes, las mujeres se cuidan muy mucho de ser maledicentes.
Pero ese hecho atormenta a Henriette, que se pregunta qué dirá Dios de la presencia de Lélia en medio de las bautizadas.
En la iglesia, la imagen de la Virgen María interesa a Lélia, con esa hermosa mirada perdida, las manos juntas en una oración eterna, con su túnica azul de pliegues drapeados, ajustada al talle por un cinturón blanco. Lélia se ha fijado en que la gente, al pasar por delante, se persigna y hace una reverencia. Lélia los imita y se santigua. Pero Henriette le explica:
—No, tú no.
Lélia no busca saber por qué.
Un día le lanzan una pedrada que casi le saca un ojo.
—Sucia judía —le sueltan en el patio de la escuela.
Lélia entiende enseguida que esa palabra la designa, sin saber qué significa realmente. Al volver a casa de Henriette no le cuenta el incidente. Lélia querría confiárselo a alguien, pero ¿quién podría informarle sobre el significado de esa palabra que acaba de entrar en su vida? Nadie.