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Mi madre se entera, pues, de que es judía, ese día, en el año 1950, en el patio de la escuela. Eso es. Así sucedió. Brutalmente y sin explicación. La piedra que recibió se parece a la que le tiraron a Myriam, a la misma edad, unos niños polacos de Lodz, cuando fue por primera vez a visitar a sus primos. 

El año 1925 tampoco estaba tan lejos de 1950. 

Para los chicos de Céreste, como para los de Lodz, como, igualmente, para los de París de 2019, aquello solo era una ocurrencia. Un insulto como cualquier otro, uno de tantos que se oyen en un patio de recreo. Pero para Myriam, Lélia, Clara supuso, cada vez, una interrogación. 

Cuando mi madre se convirtió en nuestra madre, nunca pronunció la palabra judío delante de nosotras. Omitió hablar de ello, no de forma consciente ni deliberada, no: creo que sencillamente no sabía qué hacer. Ni por dónde comenzar. ¿Cómo explicarlo todo? 

Mis hermanas y yo nos vimos confrontadas a esa misma brutalidad el día en que en la fachada de nuestra casa apareció un grafiti con una cruz gamada. 

El año 1985 tampoco estaba tan lejos de 1950. 

Y me doy cuenta hoy de que yo tenía la edad de mi madre, la misma edad que mi abuela en el momento en que recibieron insultos y pedradas. La edad de mi hija cuando, en un patio de recreo, le dijeron que en su familia no les gustaban mucho los judíos. 

Era la constatación de que algo se repetía. 

Pero ¿qué hacer con esa constatación? ¿Cómo no caer en conclusiones prematuras y aventuradas? No me sentía capaz de responder. 

Había que extraer algo de todas esas vidas vividas. Pero ¿qué? Atestiguar. Sondear esa palabra cuya definición se escapaba sin cesar. 

«¿Qué es ser judío?». 

Quizá la respuesta estaba contenida en la pregunta: 

«¿Preguntarse qué es ser judío?». 

Después de leer el libro que me dio Georges, Enfants de survivants, de Nathalie Zajde, descubrí todo lo que habría podido decir a Déborah en la cena del Pésaj. Solo que las respuestas llegaban con unas semanas de retraso. Déborah, no sé lo que quiere decir «ser realmente judío» o «no serlo realmente». Solo puedo decirte que soy hija de una superviviente. Es decir, alguien que no conoce los gestos de Séder, pero cuya familia murió en las cámaras de gas. Alguien que tiene las mismas pesadillas que su madre y busca su sitio entre los vivos. Alguien cuyo cuerpo es la tumba de aquellos que no han podido encontrar sepultura. Déborah, afirmas que soy judía cuando me conviene. Cuando nació mi hija, cuando la cogí en brazos en la maternidad, ¿sabes en qué pensé? ¿La primera imagen que me vino a la cabeza? La imagen de las madres que estaban dando el pecho justo cuando las enviaron a las cámaras de gas. Pues bien, me convendría no pensar en Auschwitz todos los días. Me convendría que las cosas fueran distintas. Me convendría no tener miedo a la Administración, miedo al gas, miedo a perder mi documentación, miedo a los espacios cerrados, miedo a las mordeduras de perro, miedo a cruzar una frontera, miedo a coger un avión, miedo a las multitudes, a la exaltación de la virilidad, miedo a los hombres cuando van en grupo, miedo a que me roben a mis hijos, miedo a la gente que obedece, miedo a los uniformes, miedo a llegar tarde, miedo a que me detenga la policía, miedo cada vez que tengo que renovar los papeles..., miedo a decirme a mí misma que soy judía. Y esto, todo el tiempo. No «cuando me conviene». Llevo grabado en mis células el recuerdo de una experiencia del peligro tan violenta que a veces me parece que lo he vivido de verdad, o que debería hacerlo. La muerte me parece en ocasiones inminente. Tengo la sensación de ser una presa. Me siento a menudo sometida a una forma de aniquilamiento. Busco en los libros de historia la que no me han contado. Quiero leer más, más, siempre más. Mi sed de saber es insaciable. A veces me siento una extranjera. Veo obstáculos donde otros no los ven. No consigo hacer coincidir la idea de mi familia con esa referencia mitológica que es el genocidio. Y esa dificultad me constituye por completo. Esa cosa me define. Durante casi cuarenta años he intentado trazar un diseño que pueda parecérseme, sin lograrlo. Pero hoy puedo reunir todos los puntos entre sí para ver aparecer, entre la constelación de los fragmentos diseminados en la página, una silueta en la que por fin me reconozco: soy hija y nieta de supervivientes.