Para llegar a la Tierra Prometida hay que bajar en picado, desde el sur de Riga, dos mil quinientos kilómetros en línea recta. Atravesar Letonia, Lituania, Polonia y Hungría antes de tomar el barco en Constanza, en Rumanía. El viaje dura cuarenta días. Como el de Moisés al monte Sinaí.
—Haremos una parada en casa de mis padres, en Lodz. Querría que mi familia conociera a las niñas —hace saber Emma a su marido.
Después de cruzar el estanque del río Lodka, Emma se reencuentra con la ciudad de su infancia, que tanto había echado de menos. La efervescencia del tráfico, entre los trolebuses, los coches y los droskis que se cruzan en medio de un bullicio infernal, espanta a las niñas, pero a Emma le encanta.
—Cada ciudad tiene su olor, ¿sabes? —le dice a Myriam—. Cierra los ojos e inhala.
Myriam entorna los párpados y nota cómo penetra en su interior el perfume de las lilas y del alquitrán del barrio de Baluty, los efluvios de aceite y de jabón de las calles de Polesie, las emanaciones de chulent que despiden las cocinas y, por todas partes, el polvo de los tejidos, las pelusas que escapan por las ventanas. Al pasar por los barrios judíos obreros, Myriam descubre por primera vez a esos hombres vestidos de negro, bandadas de aves austeras, con sus barbas pardas, sus tirabuzones que rebotan como muelles a cada lado de las orejas, sus tzitzits que cuelgan sobre sus largos caftanes de reps, y sus anchos sombreros de piel sobre la cabeza. Algunos llevan en la frente una filacteria, un grueso y misterioso dado de color negro.
—¿Quiénes son? —pregunta Myriam que, a sus cinco años, nunca ha entrado en una sinagoga.
—Son religiosos —contesta Emma, respetuosa—; estudian los textos sagrados.
—¡Nadie les ha avisado de que ha llegado el siglo XX! —dice Ephraïm riendo.
Myriam se impregna de esas visiones fantasmagóricas del barrio judío. La mirada de una pequeña vendedora de pasteles con semillas de amapola, una niña de su edad, se le queda grabada, así como las siluetas de las ancianas, sentadas en el suelo, que venden fruta podrida y peines desdentados. Myriam se pregunta quién puede comprar cosas tan sucias.
En aquellos años veinte, las calles de Lodz parecen surgir del siglo precedente, pero también de un libro antiguo de cuentos extraños que recrean un mundo donde pululan personajes tan maravillosos como aterradores, un mundo peligroso, donde los ladrones astutos y las hermosas prostitutas aparecen en cada esquina armados de todos sus atributos, donde los hombres conviven con los animales en calles laberínticas, donde las hijas de los rabinos quieren estudiar Medicina y sus pretendientes rechazados tomarse la revancha en la vida, donde las carpas vivas nadan en los barreños y se ponen a hablar de repente como en las leyendas yidis, donde se susurran historias de espejos negros, donde se comen en la calle panecillos tiernos untados de queso fresco.
Myriam se acordará toda la vida del olor ligeramente nauseabundo de los vendedores de buñuelos de chocolate en medio del calor de una ciudad en ebullición.
Los Rabinovitch llegan luego al barrio polaco, donde se oye también el clac-clac de los telares. Pero la acogida es violenta.
—¡Hep-hep, judíos! —oyen a su paso.
Una banda de críos, seguida por unos perros, les arroja gravilla. Myriam recibe una pedrada justo debajo del ojo. Unas gotas de sangre le estropean el bonito vestido que se ha puesto para el viaje.
—No es nada —dice Emma a la pequeña—, son unos mocosos estúpidos.
Emma intenta limpiar la mancha de sangre con su pañuelo, aunque el punto rojo bajo el ojo permanece ahí; más tarde se pondrá negro. Ephraïm y Emma intentan tranquilizarla. Pero la niña entiende que sus padres se sienten amenazados por «algo».
—Mirad —dice Emma, para distraer a sus hijas—, esos edificios de muros rojos son la fábrica de vuestro abuelo. Hace mucho tiempo, viajó a Shanghái para estudiar distintas técnicas del oficio de tejedor. Os hará una manta de seda.
La cara de Emma se ensombrece. En las paredes de la hilatura lee inscripciones pintadas a mano: WOLF = LOBO = PATRÓN JUDÍO.
—Ni me hables —dice Maurice Wolf con un suspiro al abrazar a su hija—. Los polacos ya no quieren trabajar en las mismas salas que los judíos, porque se detestan entre sí. Pero ¡al que odian por encima de todo es a mí! No sé si porque soy su patrón o porque soy judío...
Ese ambiente pernicioso no impide a Emma, Ephraïm, Myriam y Noémie pasar unos días felices en la dacha de los Wolf, entre Piotrków y la ribera del Pilica. Todo el mundo cultiva el buen humor, y las conversaciones giran en torno a las niñas, el tiempo que hace y las comidas. Emma exagera adrede frente a sus padres su entusiasmo por partir a Palestina, explicándoles que esa aventura es formidable para su marido, porque así podrá desarrollar allí todos sus inventos.
La noche del sabbat, los Wolf han preparado una mesa magnífica para la cena, y las criadas polacas se afanan en la cocina; solo ellas tienen permiso para encender el horno y hacer todo lo que está prohibido a los judíos esa noche. Emma, feliz, se reencuentra con sus tres hermanas. Fania se ha hecho dentista y se ha casado con un Rajcher. La bella Olga es médica y ha contraído matrimonio con un Mendels. Maria está comprometida con un Gutman y también va a estudiar Medicina. Emma se queda muda ante su hermano pequeño, Viktor, al que no veía desde hacía mucho tiempo. El adolescente se ha convertido en un joven de barba rizada, está casado y se ha instalado como abogado en el número 39 de la calle Zeromskiego, cerca del centro.
Ephraïm lleva consigo su impresionante cámara fotográfica para inmortalizar ese día en que la familia Wolf al completo posa en la escalinata de su casa de campo.
—Mira —me dijo Lélia—, voy a enseñarte la fotografía.
—Es inquietante —respondí.
—¡Ah!, ¿tú también la ves así?
—Sí, los rostros se difuminan, las sonrisas parecen forzadas. Como si flotara en el ambiente la conciencia tenue del precipicio.
En la fotografía, la abuela Myriam es la niñita con el lazo en el pelo, el vestido y los calcetines blancos, y la cabeza ladeada.
—Encontré esta foto totalmente por casualidad —me dijo mi madre—. En casa del sobrino de un amigo de Myriam. El día que se tomó, según le contó ella, los adultos y los niños jugaron todos juntos al juego del pañuelo en el jardín. Myriam añadió que aquel día, en pleno juego, se le pasó por la cabeza un pensamiento: «Quien gane la partida será quien viva más tiempo».
—Es a la vez una premonición macabra, y un deseo extraño para una niña de cinco años... ¿Se acordaba?
—Sí, puedo asegurarte que se acordaba perfectamente, sesenta años después. Ese pensamiento la obsesionó toda la vida.
—¿Por qué confiar ese secreto a un desconocido? Ella, que nunca hablaba con nadie, ¿no es un poco raro?
—No, pensándolo bien, tampoco es tan extraño...
Me acerqué a la fotografía para observar mejor todos aquellos rostros. Ya podía poner nombre a cada persona. Ephraïm, Emma, Noémie, y también Maurice, Olga, Viktor, Fania... Los fantasmas habían dejado de ser entidades abstractas, ya no eran cifras en los libros de historia. Sentí una contracción muy fuerte en el vientre que me obligó a cerrar los ojos. Lélia se preocupó.
—¿Quieres que lo dejemos?
—No, no..., no es nada.
—¿No estás demasiado cansada? ¿Tienes ánimo para escuchar lo que sigue?
Contesté que sí con la cabeza.
Le enseñé el vientre a mi madre.
—Dentro de unos años, los hijos de mi hija verán a su vez unas fotografías. Y también parecerá que nosotros pertenecemos a un mundo muy antiguo. Quizá más antiguo aún...
Al día siguiente, por la mañana, Emma, Ephraïm y sus dos hijas parten en un viaje de casi dos mil kilómetros. Es la primera vez que Myriam sube a un tren. Pega la cara a la ventanilla durante horas, la nariz y las mejillas aplastadas, no se cansa del espectáculo, le parece que el tren le inventa paisajes a medida que avanza, y ella compone historias en su cabeza. Encuentra impresionantes las estaciones de las ciudades. En Budapest, cree que el tren penetra en una catedral. Las estaciones de los pueblos, en cambio, le recuerdan a las casas de muñecas, con sus ladrillos rojos o sus contraventanas pintadas de colores vivos. Una mañana, al despertarse, los hayedos han sido sustituidos por una vía excavada en la roca, tan próxima que amenaza con derrumbarse sobre ellos. Algo más lejos, sobre un puente sumido en la bruma, Myriam dice a su madre:
—¡Mira, mamá, andamos por encima de las nubes!
Cien veces al día, Emma pide a sus hijas que sean formales para no molestar a los otros viajeros. Pero Myriam se escapa por los pasillos, donde hay mil aventuras que vivir, sobre todo a las horas de las comidas, cuando las sacudidas del tren vuelcan los platos sobre los vestidos de las mujeres y las cervezas por las pecheras de las camisas de los hombres. Myriam se lo pasa en grande, siente esa alegría vengativa de los niños ante el infortunio de los adultos.
Al cabo de una hora, Emma sale en busca de Myriam. Cruza uno a uno los compartimentos donde las familias juegan a las cartas y se pelean en mil lenguas extranjeras. Ese paseo por los pasillos del tren le recuerda a Emma sus caminatas por Lodz, antaño, con sus hermanas y sus padres, en primavera, cuando la vida doméstica invadía la ciudad a través de las ventanas abiertas.
—¿Cuándo volveré a verlos? —se pregunta.
Encuentra a Myriam al final del vagón, recibiendo un rapapolvo de la gruesa matrioska que vigila el samovar. Emma se deshace en excusas y se lleva a Myriam al vagón-restaurante donde, en una atmósfera de cantina de cuartel, todos los días comen lo mismo: col y pescado. Un señor cuenta en ruso historias fantásticas acerca del Orient Express.
—¡Es otra cosa, no esta chatarra! Se sube uno como si entrara en un joyero. ¡Todo resplandece! Y las copas son de cristal de Baccarat. Te sirven la prensa del mundo entero por la mañana, con cruasanes calientes. Los ferroviarios llevan uniformes azul noche y oro a juego con los colores de la tapicería...
Aquella noche, Myriam se duerme mecida por el traqueteo del tren, sueña que está dentro de un ser vivo, un formidable esqueleto con venas de acero. Y luego, una mañana, el final del viaje.
Myriam, al llegar al puerto de Constanza, se siente muy decepcionada al ver que el mar Negro no es negro. La familia embarca a bordo del paquebote Dacia de la Serviciul Maritim Român, la compañía naviera estatal rumana, que presta un servicio de transporte de lujo rápido para las líneas entre Constanza y Haifa. Emma admira la elegancia de ese barco de vapor enteramente blanco, con dos estilizadas chimeneas que se elevan al cielo como los brazos de una recién casada.
El crucero es muy cómodo, y Emma aprovecha los últimos momentos de refinamiento europeo antes de su llegada a la Tierra Prometida. La primera noche cenan en el gran salón-restaurante un excelente menú que termina con un postre de manzanas dulces confitadas con miel.