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—Durante mucho tiempo, yo diría que hasta los once años, yo estaba convencida de que mis antepasados eran provenzales. 

—No te creo —me dijo Georges riéndose. 

—¡Te digo que sí! Pensaba que Myriam había nacido en Francia, en ese pueblo por el que pasaba la Vía Domitia, donde nos reuníamos con ella en las vacaciones de verano. También pensaba que Yves era mi abuelo. 

—¿No sabías nada de la existencia de Vicente? 

—No. Cómo explicarte, todo era muy confuso... Mi madre... no decía: «Yves es tu abuelo». Pero tampoco afirmaba que no lo fuera, ¿entiendes? Recuerdo perfectamente, de niña, que, cuando me preguntaban de dónde venían mis padres, yo contestaba: «De Bretaña por parte de mi padre, de Provenza por parte de mi madre». Era medio bretona, medio provenzal. Así estaban las cosas. Myriam nunca evocaba recuerdos que hubieran podido contradecir esa lógica. No decía jamás: «Hace años, en Rusia» ni «Cuando pasé las vacaciones en Polonia», o «De pequeña, en Letonia», o «En casa de mis abuelos, en Palestina». No sabíamos que había vivido en todos esos sitios. 

 

Cuando Myriam nos enseñaba a pelar los guisantes para la sopa al pesto, a fabricar botellas de lavanda con un lazo, cuando nos mostraba cómo secar la manzanilla sobre unos paños blancos para las infusiones de la noche, a macerar los huesos de las cerezas para hacer licor, o a freír las flores de calabacín rebozadas, yo creía que estábamos aprendiendo las recetas familiares. También, cuando nos explicaba que había que entreabrir las contraventanas para conservar el frescor interior, consagrar ciertas horas al trabajo, otras a la siesta, yo pensaba que perpetuábamos gestos heredados de nuestros ancestros. Y aunque hoy ya sepa que mi sangre no procede de aquí sigo apegada a estos caminos de guijarros puntiagudos, a la dureza del calor que hay que aprender a soportar. 

 

Myriam era una semilla que el viento trasladó por continentes enteros y que acabó por germinar aquí, en este pequeño terreno deshabitado. Y se quedó hasta el final, porque el tiempo se detuvo aquí para ella. 

Por fin pudo echar raíces en algún lado, en esta colina algo hostil que quizá le recordara al suelo rocoso y el calor de Migdal, a ese momento de infancia en Palestina donde, en la propiedad de sus abuelos, por una vez, nadie la perseguía. 

Todos los momentos que pasé con mi abuela Myriam transcurren aquí, en el sur de Francia. Aquí, entre Apt y Aviñón, en las colinas del Luberon, fue donde coincidí con esa mujer cuyo nombre llevo oculto. 

Myriam era un ser que necesitaba poner distancia entre ella y los demás. No le gustaba que se le acercaran demasiado. Me acuerdo de que a veces nos observaba con cierta turbación en la mirada. Estoy segura de no equivocarme al afirmar que la causa eran nuestros rostros. De pronto, una similitud con los de antes, una manera de reír, de contestar, seguro que aquello la hacía sufrir. 

A veces me daba la impresión de que vivía con nosotros como con una familia de acogida. 

Se sentía feliz por compartir un momento cordial, una comida en nuestra compañía, pero en el fondo estaba deseando reencontrarse con los suyos.  

Me resulta difícil establecer la relación entre Miroshka, hija de los Rabinovitch, y Myriam Bouveris, mi abuela, con la que pasaba los veranos entre los montes del Vaucluse y los del Luberon. 

No es fácil vincular todas las partes entre sí. Me cuesta mantener juntas todas las épocas de la historia. Esta familia es como un ramo de flores demasiado grande que no consigo sostener con firmeza entre las manos. 

—Querría ir a ver la cabaña de mi infancia. Hay que pasar a través de las colinas, por detrás del pueblo. 

—Vamos —dijo Georges. 

Al llegar al final del camino, me acordé de Myriam, de su piel muy morena, curtida por el sol como un cuero viejo; me la imaginé caminando por las piedras a pesar de la sequedad del terreno, entre las suculentas. 

—¡Ya estamos! —dije a Georges—. ¿Ves la cabaña? Ahí vivió Myriam después de la guerra, con Yves. 

—¡Tenía que recordarles a la casa del ahorcado! 

—Seguramente sí. Aquí pasé todos los veranos con ella. 

Era una construcción de ladrillo, tejas y hormigón, sin cuarto de baño ni retrete, con una cocina de verano en el exterior. Vivíamos todos juntos en ese sitio, desde principios del mes de julio, a cámara lenta debido al calor que petrifica a los hombres y los animales, que los transforma a todos en estatuas de sal. Myriam recreó una vida que se parecía sin duda a la que había conocido en la dacha de su padre en Letonia y en la granja agrícola de sus abuelos. Mi madre llevaba el pelo largo y mi padre también, nos lavábamos en un barreño de plástico amarillo, y para hacer pis o caca íbamos al bosque, yo me agachaba detrás de una piedra grande recubierta de musgo y miraba, fascinada, cómo mi pis caliente formaba un riachuelo entre las hojas, asustando a los bichos y arrastrando a su paso, cual lava volcánica, chinches y hormigas. 

Durante mucho tiempo pensé que, en vacaciones, todos los niños dormían en una gran cabaña con los miembros de su familia, echándose la siesta en unas colchonetas y haciendo sus necesidades en el bosque. 

Myriam nos enseñaba a hacer mermelada, miel, conservas de fruta en almíbar, a cuidar del huerto, con su membrillo, su albaricoquero y su cerezo. Una vez al mes, el destilador venía a fabricar aguardiente con el excedente de nuestra fruta. Hacíamos herbarios, montábamos espectáculos, jugábamos a las cartas. Tocábamos como si fueran trompetas unas hojas que Myriam nos enseñaba a tensar entre los dedos, había que elegirlas anchas y sólidas para que resonaran bien. También hacíamos velas con naranjas fabricando una mecha con el rabo dentro de la cáscara de la fruta previamente vaciada. Había que añadir aceite de oliva. De vez en cuando íbamos al pueblo a comprar salchichas para la barbacoa, o chuletillas, o relleno para cocinar tomates, o alondras sin cabeza. Había que pasar por el bosque, una caminata larga, bajo el sol, en medio de los destellos plateados de las hojas de los alcornoques. Nosotros, los niños, sabíamos caminar descalzos por esos senderos sin que nos dolieran los pies. Sabíamos reconocer, entre los cantos rodados del camino, los que no hacían daño, pero también los fósiles con forma de concha y de colmillo de tiburón. Sabíamos afrontar el calor, vencerlo como se gana una batalla contra un terrible enemigo, tan terrorífico que lo paraliza todo a su paso. La victoria era siempre sublime cuando llegaba el frescor para salvarnos a la caída de la noche; y una brisa nos acariciaba las frentes como calma la fiebre una compresa húmeda. Myriam nos acompañaba entonces a dar de comer al zorro que vivía en la colina.  

«Los zorros son buenos», nos decía ella. 

Añadía que el zorro era amigo suyo, como las abejas. Y nosotros creíamos de verdad que mantenía conversaciones secretas con ellos. 

 

Las vacaciones pasaban rápido, como un sueño infantil, con mi tío, mi tía y toda la pandilla de sobrinos. Myriam, a los hijos que tuvo con Yves, les puso de nombre Jacques y Nicole. 

Nicole se hizo ingeniera agrónoma. 

Jacques, guía de montaña y poeta. También fue durante bastante tiempo profesor de Historia. 

Ambos vivieron un acontecimiento trágico durante su adolescencia. Jacques, a los diecisiete años. Nicole, a los diecinueve. Nadie relacionó uno con otro. Por el silencio. Y porque en esa familia no se creía en el psicoanálisis. 

Mi tío Jacques, al que yo adoraba, me había puesto un apodo. Me llamaba Nono. A mí me gustaba. Era el nombre de un pequeño robot de una serie de dibujos animados. 

 

Poco a poco, Myriam perdió la memoria y se puso a hacer cosas extrañas. Una mañana, muy pronto, vino a despertarme a la cama. Parecía inquieta, alterada. 

«Coge las maletas, tenemos que irnos», me dijo. 

Luego me riñó por los cordones de los zapatos. No consigo recordar si el problema era que los cordones estaban anudados o, al contrario, desatados. Pero parecía muy enfadada. Como una autómata, me levanté y la seguí, pero ella, sencillamente, fue a acostarse de nuevo. 

Al cabo de cierto tiempo empezó a oír voces que le hablaban desde la colina. Le venían a la cabeza objetos, caras, recuerdos olvidados. Pero, paralelamente a esos recuerdos remotos, imperceptibles, su elocución e incluso su escritura se volvían torpes. A pesar de todo, seguía escribiendo. Escribiendo sin parar. Lo tiró, lo quemó casi todo. Solo encontramos unas páginas sobre su escritorio. 

Habiendo llegado a un periodo difícil para mí, me noto sumida en un malestar extraño. 

Me siento muy unida a la naturaleza, a las plantas, y, por el contrario, encuentro muy desagradables a ciertos personajes de mi entorno. 

Enseguida corto las conversaciones, porque me parece que se producen malentendidos. 

Me aposento junto al plátano y al tilo, que me resultan cada vez más agradables. Me quedo así, no dormida, pero sí absorta en una ensoñación, y espero que poco a poco mi cabeza acabe por cansarse de una multitud de estupideces. Y estoy convencida del esplendor de nuestro bosque, de nuestro éxito en este espacio; confesaré también que, a pesar de todo, vuelvo a Niza unos meses, en invierno. 

Ahí aún encuentro algún momento aparte, de alegría y amistad. 

Jacques volverá el miércoles. 

 

Los últimos años tuvimos que hacer que fuera una persona de Céreste a cuidar de ella porque Myriam ya no podía vivir sola. Entonces se produjo un fenómeno particular: Myriam olvidó el francés. Esa lengua que aprendió tardíamente, a la edad de diez años, se borró de su memoria. Ya no hablaba más que ruso. A medida que su cerebro declinaba, volvía a la infancia, y a esa lengua, y me acuerdo muy bien de las cartas en cirílico que le escribíamos para mantener el contacto con ella. Lélia pedía un modelo a unos amigos rusos, y luego nos esforzábamos en copiarlo. Toda la familia intervenía, dibujábamos frases en la mesa del comedor; a fin de cuentas, era bastante divertido escribir en la lengua de nuestros antepasados. Pero resultaba muy complicado para Myriam, que, en cierta manera, se había convertido en extranjera en su propio país. 

 

Después de visitar la cabaña, Georges y yo volvimos al coche. Le confesé en ese momento que había comprado un test de embarazo en la farmacia. 

—Estoy seguro de que estás embarazada —dijo Georges—. Si es chica, se llamará Noémie. Y Jacques si es niño. ¿Qué opinas? 

—No. Le pondremos un nombre que no pertenezca a nadie.