Veía desfilar las páginas de mi libreta, convencida de que algo iba a surgir de ellas. Si me devanaba bien los sesos, acabaría teniendo una buena idea.
—¡Mireille! —dije—. He leído su libro. Creo que sigue viviendo aquí.
—¿Mireille?
—¡Sí, sí! ¡La pequeña Mireille Sidoine! La hija de Marcelle, a la que crio René Char. Debe de tener unos noventa años hoy en día. Lo sé porque escribió un libro de memorias que he leído hace poco. Y... ¡y decía que seguía viviendo en Céreste! Conoció a Myriam, conoció a mi madre, eso seguro. Te recuerdo que era prima de Yves.
Mientras yo hablaba, Georges miraba en su móvil la guía telefónica antes de afirmar:
—Sí, tengo su dirección, podemos ir a verla si quieres.
Yo reconocía las callejuelas de ese pueblo que recorrí de pequeña, con sus casas pegadas unas a otras, sus recodos, nada parecía haber cambiado en treinta años. Frente a la casa de Henriette estaba la casa de Mireille, la hija de Marcelle, la mujer-zorro de Las hojas de Hipnos.
Llamamos a su puerta, sin prevenirla antes de nuestra visita. Al principio no me atrevía, pero Georges insistió.
—No tienes nada que perder —argumentó.
Un señor mayor abrió una ventana que daba a la calle, era el marido de Mireille. Le expliqué que era la nieta de Myriam y que andaba en busca de recuerdos. Nos contestó que esperáramos. Luego abrió y nos dijo, muy amable, que pasáramos a tomar un refresco.
Mireille estaba ahí, en el jardín de detrás de la casa, sentada a una mesa, vestida de negro, bien peinada y arreglada. Noventa años, puede que más. Parecía estar esperando, como si hubiéramos quedado.
—Acérquese —me dijo—. Estoy casi ciega. Tiene que aproximarse para que pueda verle la cara.
—¿Conoció a mi abuela Myriam?
—Claro. La recuerdo muy bien. Y también me acuerdo de tu madre, que era una niña —añadió Mireille—. Se me ha olvidado su nombre.
—Lélia.
—Eso es, bonito nombre. Original. Lélia. No conozco a nadie más que se llame así. ¿Qué querías saber?
—Cómo era. Mi abuela. Qué tipo de mujer era.
—Oh. Era muy discreta. No hablaba mucho. Nunca tuvo ningún problema en el pueblo. No era nada coqueta, de eso sí me acuerdo.
Estuvimos mucho tiempo hablando, de Yves y de Vicente, del trío amoroso que formaron y de sus consecuencias. Hablando de René Char también, y de la manera como había vivido la guerra en Céreste. Mireille hablaba con franqueza. Sin rodeos. Yo iba repasando mentalmente todo cuanto me decía, preguntándome cómo se lo contaría después a mi madre: Mireille, su jardín perdido, sus recuerdos de Myriam. Me habría gustado que estuviera ahí conmigo.
Al cabo de un rato sentí que había llegado la hora de irse, que Mireille empezaba a cansarse. Simplemente le pregunté si había otras personas en el pueblo que pudieran hablarme de mi abuela.
—Alguien que la conociera íntimamente.