Juliette nos ofreció un zumo de limón que había preparado para sus nietos. Era una mujer alegre y dicharachera, divertida, hablamos un buen rato de todo, de Myriam, de su Alzheimer, de su entierro. En su época de enfermera, se instaló en casa de Myriam para cuidarla hasta el final de su enfermedad. Entonces tenía treinta años, y sus recuerdos eran muy precisos.
—¡Me hablaba de ustedes! De sus nietas. Y sobre todo de Lélia, de su madre. Decía todo el tiempo que iba a instalarse en casa de ustedes.
—¿Por qué? ¿Ya no quería vivir aquí, en Céreste?
—Le gustaba Céreste, la naturaleza, pero decía siempre: «Debo ir a casa de mi hija, porque ella los conoció».
—Sí, ahora me acuerdo...
Me volví hacia Georges para explicarle.
—Al final de su vida, Myriam se confundía. Pensaba que Lélia había conocido a Ephraïm, Emma, Jacques y Noémie. Incluso un día le dijo: «Tú, que conociste a tus abuelos», como si Lélia se hubiera criado con ellos.
Entonces a Georges se le ocurrió enseñarle la postal a Juliette, porque yo tenía la foto en mi móvil.
—¡Ah! ¡Claro que la reconozco!
—¿Cómo dice?
—Yo la envié.
—¿Qué quiere decir? ¿Fue usted quien escribió esta postal?
—¡No, no! Yo solo la llevé a correos.
—Pero ¿quién la escribió?
—Myriam. Poco antes de morir. Unos días antes, quizá. Tuve que ayudarla un poco, sostenerle la mano..., al final le costaba formar las letras.
—¿Podría explicarme exactamente qué sucedió?
—A su abuela le gustaba apuntar sus recuerdos. Pero, con su enfermedad, todo le resultaba complicado. Escribía cosas que me costaba mucho descifrar. Juntaba el francés, el ruso y el hebreo. Todas las lenguas que aprendió en su vida, todo se mezclaba en su cabeza, ¿entiende? Y un día, coge una de las postales de su colección, esa colección de tarjetas de monumentos históricos, ya sabe.
—Como el tío Borís...
—Sí, ese nombre me dice algo..., seguro que me habló de él. Se empeñaba, lo recuerdo muy bien, en usar bolígrafo porque le daba miedo que la tinta de la pluma se borrara. Luego me dijo: «Cuando me vaya a vivir a casa de mi hija, enviará esta postal, ¿me lo promete?». «Se lo prometo», le contesté yo. Y cogí la postal y la puse junto a mis papeles personales.
—¿Y luego?
—Nunca fue a vivir a casa de su hija como esperaba. Murió aquí, en Céreste. Yo no volví a pensar en la postal, he de confesarlo. Se quedó bien guardada entre mis documentos. Y unos años más tarde pasé las Navidades en París, con mi marido. Era el invierno de 2002.
—Sí, enero de 2003.
—Eso es. Yo me había llevado, para el viaje, la carpeta donde guardaba toda la documentación, los carnets de identidad, las reservas del hotel... Y después, durante nuestra estancia en París encuentro, oculta tras una de las solapas de la carpeta, la postal. El último día, antes de volvernos para Céreste.
—Un sábado por la mañana.
—Así es. Le dije a mi marido: tengo que enviar esta tarjeta, cueste lo que cueste, para Myriam era importante, y yo se lo prometí. Además, no sé por qué, pero no quiero volver a Céreste con esta postal. Junto a nuestro hotel había una oficina de correos muy grande.
—La oficina del Louvre.
—Exacto. Ahí la eché.
—¿Recuerda haber pegado el sello al revés?
—En absoluto. Hacía un frío espantoso y mi marido me esperaba en el coche, no me fijé. Luego fuimos corriendo al aeropuerto, pero nuestro avión no pudo despegar.
—¡Podría haber puesto la postal en un sobre y una nota suya adjunta explicándonos! ¡Nos habría ahorrado muchas conjeturas!...
—Lo sé, pero, como le decía, llegábamos tarde, había una tormenta de nieve, mi marido echaba pestes en el coche, yo no tenía ningún sobre a mano...
—Pero ¿por qué Myriam quería enviarse esa postal a sí misma?
—Porque, sabiendo que estaba condenada a perder la memoria, me dijo: «No puedo olvidarlos, si no, no habrá nadie para acordarse de que han existido».
Este libro no habría podido escribirse sin la investigación de mi madre. Ni sin sus propios escritos. Es, pues, también suyo.
Este libro está dedicado a Grégoire, y a todos los descendientes de la familia Rabinovitch.
Gracias a mi editora, Martine Saada.
Gracias a Gérard Rambert, Mireille Sidoine, Karine y Claude Chabaud, Hélène Hautval, Nathalie Zajde y Tobie Nathan, Haïm Korsia, Duluc Détective, Stéphane Simon, Jesús Bartolomé, Viviane Bloch, Marc Betton.
Gracias a Pierre Berest y Laurent Joly, por sus lecturas y sus consejos.
Gracias a todos los lectores que han acompañado este libro: Agnès, Alexandra, Anny, Armelle, Bénédicte, Cécile, Claire, Gillian-Joy, Grégoire, Julia, Lélia, Marion, Olivier, Priscille, Sophie, Xavier. Gracias a Émilie, Isabel, Rebecca, Rhizlaine, Roxana.
Y a Julien Boivent.