VI. LOS RELATOS SOBRE LA TRANSICIÓN
La izquierda es la que enarbola la bandera de la democracia. Nosotros nos limitamos a traerla. Nada menos.
Rodolfo Martín Villa, Al servicio del Estado
La Transición fue la gran Traición. De los que estaban en el exilio, como Carrillo, y de los que habían estado en la cárcel, como Camacho. Solé Tura y otros redactores de la Constitución ni habían estado en la cárcel ni en el exilio, y pronto se vio el beneficio que obtuvieron[1]. Por supuesto los grandes beneficiados fueron los que estaban en el poder y que no lo abandonaron.
Lidia Falcón, La Transición fue una traición
La transición ha estado permanentemente presente en la vida política española desde la configuración del sistema democrático. El momento fundacional del actual orden político ha sido fuente de legitimación para actores políticos e instituciones, y desde la década de los años ochenta la transición se ha presentado como modelo de cambio exportable así como motivo de orgullo nacional por la reconciliación lograda. Pero se ha dicho también que la transición es el origen de muchos –para algunos de casi todos– los males de la sociedad española, responsable de la impunidad de los crímenes del franquismo y del olvido de sus víctimas, origen de una democracia defectuosa o de baja calidad o, peor aún, de una falsa democracia, de un franquismo disfrazado. La crítica a la transición ha ido acompañada de propuestas, a veces desde posiciones políticas incluso antagónicas, de una «segunda transición» y, más recientemente, de una ruptura con el denominado «régimen del 78».
Los relatos sobre la transición con una elevada funcionalidad política, por dispares e incluso antagónicos que sean, tienen en común prescindir de qué fue exactamente la transición, es decir, el proceso de tránsito de la dictadura franquista a la democracia parlamentaria, y cómo tuvo lugar. También coinciden en la deliberada instrumentalización para así fundamentar posiciones políticas para las que la apología o la descalificación de la transición resultan de especial utilidad.
En las páginas siguientes se van a someter a examen los argumentos fundamentales de los dos relatos con mayor presencia pública, dedicando atención a los aspectos centrales de cada uno, aunque debe tenerse en cuenta que, en ambos, hay versiones con diferencias que pueden ser incluso apreciables.
El relato más extendido sobre la transición, en particular por los grandes medios de comunicación, parte de la afirmación de la inequívoca voluntad de establecer un régimen democrático, en primer lugar del rey Juan Carlos, y con él de unos políticos reformistas encabezados por Adolfo Suárez, entre los que desempeñaría un papel muy relevante Torcuato Fernández-Miranda, y de una gradual acción política –la reforma– que daría lugar al desmantelamiento de la dictadura y al establecimiento de una democracia semejante a las del mundo occidental, en especial a las de la Europa próxima. Por tanto, la democracia española sería una democracia otorgada, fruto de la voluntad y de la habilidad de las elites gobernantes. Este relato se ha completado, cuando ha sido conveniente para remarcar el acuerdo alcanzado en torno al nuevo ordenamiento político, reconociendo la colaboración subordinada, ya avanzada la operación política, de las principales formaciones antifranquistas, todo ello en un contexto en el que el pueblo español habría dado pruebas de una gran madurez mediante una extensa pasividad política.
Las piezas fundamentales de este relato lo son también de un segundo relato descalificador de la transición, si bien obviamente con una presentación y unas conclusiones radicalmente distintas: la transición habría sido una operación diseñada y ejecutada desde las instituciones franquistas para cambiar algunas cosas, pero con el objetivo de que todo continuase igual. Se habría cumplido así la aseveración franquista de que todo estaba «atado y bien atado», con el despliegue de un proyecto en el que el papel fundamental sería efectivamente del rey y de los franquistas reformistas, con la oposición de simple comparsa, en una actuación plagada de renuncias e incluso traiciones.
MOTOR O PILOTO DEL CAMBIO
En el primer relato sobre la transición, en especial en la versión difundida por una parte de los actores políticos de aquel proceso, por las instituciones y por los grandes medios de comunicación, Juan Carlos de Borbón es uno de los artífices, sino el principal, de la democracia española. Como hemos visto en páginas anteriores, para Emilio Palacio Atard el proyecto franquista continuista era plenamente viable y solo la actuación pro democrática de la Corona lo malogró. Así, el papel del rey ha sido loado hasta la saciedad, a veces otorgándole la condición de motor del cambio, otras de piloto, y siempre considerando que el papel que desempeñó fue absolutamente decisivo.
Más allá de lo adecuado de tales afirmaciones, que pueden ser contrastadas en los capítulos anteriores donde se analiza la complejidad del proceso de cambio, el relato sobre el rey que restauró la democracia en España prescinde con frecuencia de preguntarse por qué alguien que había sido formado por el franquismo y preparado para encabezar la «Monarquía del 18 de julio», y que juró fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y a las Leyes Fundamentales, impulsó desde su proclamación como jefe del Estado una reforma democratizadora que pronto entraría en contradicción con las bases doctrinales, políticas e institucionales del régimen.
Pero dicha pregunta es muy relevante. Y debe responderse. Para hacerlo satisfactoriamente, en primer lugar se debe señalar que para la Corona y para su titular el primer objetivo a alcanzar una vez materializada la sucesión fue la consolidación de la monarquía, forma de gobierno que había sido cuestionada a lo largo de la historia contemporánea española. Y aquí reside la clave fundamental para explicar las decisiones de Juan Carlos, más allá de sus opiniones personales necesariamente subordinadas a las necesidades e intereses de la institución que encabezaba. Y para consolidar la monarquía se debía partir de la constatación de que, a mitad de los setenta, la dictadura franquista estaba inmersa en una profunda crisis, aunque conservara intacto un formidable aparato represivo, contara con apoyos no desdeñables y se beneficiara de la pasividad de una parte de la sociedad. Que la monarquía apareciera como parte esencial del régimen en crisis era la forma más segura de ligar inevitablemente su suerte a la del franquismo. Contrariamente, si la monarquía y el titular de la Corona se presentaban como impulsores de cambios democratizadores, deseados por una parte notable de la sociedad española, como indicaban los estudios demoscópicos la más joven, culta, informada y activa[2], la institución podía tener un futuro mucho más prometedor. José María de Areilza, ministro de Asuntos Exteriores del primer Gobierno de la monarquía, tenía muy claro que la viabilidad de la monarquía exigía una «reforma democrática urgente»[3].
Sin embargo, una reforma democratizadora no significaba el establecimiento a corto plazo de una democracia plenamente homologable internacionalmente. Dicho de otra forma, la democracia configurada en la Constitución de 1978 no era el objetivo de la reforma política impulsada desde la Jefatura del Estado en diciembre de 1975. Es muy dudoso, por ejemplo, que Torcuato Fernández-Miranda, uno de los principales consejeros del Juan Carlos en los primeros meses que ejerció la Jefatura del Estado, tuviera ese objetivo[4]. Y tampoco era el objetivo de muchos otros dirigentes reformistas, incluidos la mayor parte de miembros del Gobierno. Ni del general Alfonso Armada, secretario general de la Casa del Rey hasta octubre de 1977 y una de las personas con mayor influencia sobre Juan Carlos.
José María de Areilza relata en su Diario de un ministro de la monarquía que en su entrevista con Carlos Arias a principios de diciembre de 1975, antes de la formación del nuevo Gobierno, cuando condicionó su incorporación al gabinete a la evolución inequívoca hacia un sistema democrático, el presidente le dijo que este sería el objetivo del Gobierno. Pero justo a continuación le habló de «los planes subversivos de la izquierda» y, además con indignación, de un documento que le habían hecho llegar un grupo de personalidades liberales y democristianas[5]. Y en su intervención en la primera sesión de la Comisión Mixta Gobierno-Consejo Nacional del Movimiento, Arias afirmó que «los enemigos de España pululaban en plena impunidad», que «había que acabar con ellos», «metiendo en el mismo saco a Carrillo, a Felipe González y a Llopis, excomulgándolos de la convivencia política». Además, se comprometió a luchar sin vacilaciones contra «los enemigos de España que han empezado a asomar la cabeza y son una minoría agazapada y clandestina en el país»[6]. ¿Qué entendía Arias por democracia? ¿Qué entendía Areilza por una evolución hacia un sistema democrático con un presidente del Gobierno con tales actitudes? Como afirmaría poco después, y ya se ha señalado anteriormente, el exministro de Gobernación Tomás Garicano Goñi, casi todo el mundo en el interior del régimen hablaba de democratizar pero no estaba seguro «que todos estemos de acuerdo en el significado de “democracia”»[7]. Probablemente para muchos más o menos reformistas se trataba de crear una «democracia para franquistas», que admitiría además a sectores conservadores y muy moderados más allá del Movimiento a través de un marco asociativo, electoral y representativo, que dejaría fuera a buena parte de las corrientes políticas existentes en la sociedad española y en las democracias europeas.
Todos los datos disponibles apuntan a que la actitud de Juan Carlos a lo largo del proceso de transición estuvo determinada por la evolución de la situación política general. El proyecto de «democracia española» de Fraga fue en esos meses la reforma avalada por la Corona. Y fue la creciente convicción de que el Gobierno Arias estaba fracasando y que se estaba comprometiendo el fututo de la monarquía lo que determinó que Juan Carlos pidiera la dimisión al presidente del Gobierno y que impulsara el inicio de un proyecto reformista más ambicioso y que además debía ser desplegado con mayor rapidez.
Es bien conocido por qué Juan Carlos optó en diciembre de 1975 por mantener a Arias en la presidencia del Gobierno, pese a sus malas relaciones personales y a considerar que no era quien mejor podía conducir el inicio de las reformas, puesto que apartarle podía tener un elevado coste político, alimentando el recelo de los sectores más inmovilistas amén de que, formalmente, el mandato de cinco años de Arias no finalizaba con el cambio en la Jefatura del Estado. Pero los nombres de los posibles candidatos para sustituir a Arias que se barajaron en la Zarzuela, al margen de mantener una mejor relación personal con el rey, no eran conocidos por sus posiciones a favor de la democracia[8]. El final del mandado de Alejandro Rodríguez de Valcárcel permitió a Juan Carlos, en cambio, promover a Torcuato Fernández-Miranda a la Presidencia de las Cortes, y por tanto del Consejo del Reino, un cargo clave en el entramado institucional franquista.
Pero, como hemos visto en el capítulo II, el proyecto de reforma encabezado por Fraga sufrió en poco tiempo un tremendo desgaste por la movilización social antifranquista y la continuista política de orden público aplicada, la unificación de la oposición democrática y la incapacidad del Gobierno de conseguir apoyos significativos más allá de los iniciales sin tampoco poder evitar la creciente desconfianza de los sectores estrictamente continuistas. En este escenario, era indispensable la formación de un nuevo Gobierno capaz de romper el impasse y la incertidumbre política que afectaba a la Corona y a su titular[9].
Juan Carlos, pues, con la intervención esencial de Torcuato Fernández-Miranda desde la Presidencia del Consejo del Reino, logró dar un giro en la situación política que permitiría recuperar la iniciativa al Gobierno y generar expectativas a pesar de la pésima recepción que tuvo el nuevo gabinete entre sectores amplios de la sociedad y en toda la oposición democrática. El jefe del Estado estuvo en los meses siguientes arropando al Gobierno, desde la prudencia, y en algún momento con dudas sobre si debía limitarse la velocidad de los cambios emprendidos. Así, según un informe del embajador norteamericano Wells Stabler, el rey veía con buenos ojos un número elevado de votos negativos en el referéndum sobre la Ley para la Reforma Política porque «podría permitir al Gobierno explicar al país que sería sensato no acelerar demasiado el programa reformista»[10]. Pero, por otra parte, apoyó con firmeza al Gobierno cuando tuvo que tomar decisiones que sobrepasaban las líneas rojas que establecía la legalidad vigente, por mucha retórica «de la ley a la ley» que se empleara, y que desnaturalizaban una reforma que abría la puerta a la ruptura con el orden franquista. Por otra parte, el rey desempeñó un importante papel en la obtención de apoyos internacionales para el proyecto reformista gubernamental.
El apoyo de Juan Carlos a las decisiones más comprometidas de Suárez, obviamente tomadas con su aprobación, fue esencial para el Gobierno. En especial, sus reuniones periódicas con los mandos militares sirvieron para contener el creciente malestar que estos mostraban, para tranquilizar sus inquietudes y también para recordarles su deber de obediencia a los superiores jerárquicos. En la celebración de la Pascua Militar en enero de 1977, Juan Carlos afirmó que «el camino difícil a seguir, cuando recibamos una orden contraria a nuestro sentir, se recorrerá con satisfacción interior si pensamos que lo que estamos realizando lo hacemos, de forma despersonalizada, por una causa superior, por el bien de la Patria». Y el ministro del Ejército, el general Félix Álvarez Arenas, afirmó en su discurso que «los militares tienen que cumplir con su deber sin pedir explicaciones, aunque algunas de las órdenes no las comprendamos»[11].
Sin embargo, la legalización del PCE en abril fue considerada por muchos militares como la ruptura de los últimos límites que consideraban infranqueables. Además se sintieron engañados por el Gobierno, y en particular por Adolfo Suárez. La situación de especial tensión en el Ejército podría haber derivado en una crisis seria sin el efecto disuasorio de la condición del rey de jefe supremo de las FFAA. Juan Carlos, aunque había expresado dudas sobre la legalización por temor a la reacción del Ejército, intervino para contener la reacción militar, en primer lugar para evitar la dimisión del general Álvarez Arenas apelando a su patriotismo y lealtad personal[12], una dimisión que sumada a la del almirante Pita da Veiga habría agravado extraordinariamente la situación. El rey habló con altos mandos militares y repitió en esos días a sus interlocutores que debía legalizarse al PCE porque no había otra solución[13].
Pero, si legalizar al PCE era indispensable para que las elecciones fueran consideradas legítimas, el nombramiento de senadores reales mostró que la visión del jefe del Estado sobre la plural sociedad española dejaba mucho que desear. Tal vez ello era consecuencia de que, según el testimonio del propio Adolfo Suárez, Juan Carlos subestimaba las posibilidades electorales de la izquierda[14] y, en consecuencia, de la identificación con ella de una parte muy extensa de la sociedad española. No dejó de llamar la atención que la mayor parte de los senadores designados estuvieran muy alejados de las formaciones políticas de inequívoca trayectoria democrática y que, en conjunto, obtendrían más de la mitad de los sufragios en las elecciones. Cuando se conocieron los nombramientos, el PSOE no se abstuvo de señalar que «apenas había entre los designados personas que brillasen por sus credenciales democráticas»[15].
Las elecciones del 15 de junio de 1977 dibujaron un nuevo escenario político en el cual el papel del rey cambió muy notablemente. De hecho, la relación entre Suárez y Juan Carlos empezó a modificarse después del referéndum de la Ley para la Reforma Política, del que el primero salió muy reforzado, lo que le hizo menos dependiente del segundo. El presidente del Gobierno seguía siéndolo por designación del rey en un contexto de vigencia de las Leyes Fundamentales que otorgaban al jefe del Estado poderes extraordinarios, aunque no los que había disfrutado Franco. Pero las elecciones, sin suponer ya la existencia de un régimen democrático, dieron lugar a unas nuevas Cortes, en especial el Congreso de los Diputados, legitimadas por el voto popular, y a la formación de un gobierno que tenía el apoyo de la primera minoría parlamentaria. Suárez, por tanto, ya no debía la presidencia al nombramiento del rey, sino a su condición de líder de la coalición que había logrado la primera posición en las urnas. Por tanto, Suárez fue actuando cada vez más como el presidente de una democracia parlamentaria, todavía inexistente pero en proceso de construcción, y asumiendo la plena responsabilidad de la actuación gubernamental, lo que, por otra parte, también debía evitar el desgaste del jefe del Estado[16]. No obstante, Juan Carlos siguió con la máxima atención el proceso de elaboración de la Constitución e instó tanto a Suárez como a los demás líderes de las principales formaciones políticas a buscar el acuerdo más amplio posible y, por tanto, que el nuevo ordenamiento político contara con la máxima aceptación.
La Constitución promulgada en diciembre de 1978 supuso la supresión de la mayoría de las funciones que hasta ese momento tenía Juan Carlos como jefe del Estado. Como hemos visto en el capítulo IV, a pesar de las tentativas realizadas durante la elaboración de la Carta Magna de otorgar al rey más funciones y más importantes, el texto finalmente aprobado las redujo a la mínima expresión. Y aunque algunas de dichas iniciativas no contaron, al menos explícitamente, con el apoyo de Juan Carlos, parece que no dejó de intentar que sus funciones no fueran exclusivamente simbólicas. José Manuel Otero Novas, por ejemplo, relata una visita que recibió de Sabino Fernández Campos en la que el secretario general de la Casa del Rey le manifestó que se corría «el riesgo de dejar a la Corona como figura decorativa», y pese a presentar tal consideración como de carácter estrictamente personal, el entonces ministro de la Presidencia lo interpretó como «un mensaje indirecto de S[u] M[ajestad]», por lo que lo trasladó a Adolfo Suárez[17]. Las funciones del jefe del Estado en la Constitución aprobada eran esencialmente representativas y formales, desprovistas de poder real. Incluso la condición de comandante supremo de las FFAA estaba limitada por la atribución al Gobierno de la dirección de la administración militar y la defensa del Estado. En definitiva, incluso la atribución al rey de la comandancia militar tenía un carácter esencialmente simbólico[18].
Unas cartas de Juan Carlos a Suárez, de las que da cuenta Pilar Urbano, permitirían conocer sus opiniones sobre determinados aspectos del texto constitucional en elaboración y que, en general, no fueron tenidas en cuenta. Fuera su opinión personal, o la que le transmitían algunos de sus interlocutores, parece que el rey se mostró muy crítico con, por ejemplo, la aconfesionalidad del Estado –«me dicen que se está haciendo una Constitución atea» con lo que «ponéis en grave riesgo la Corona»–, o con la configuración del Estado de las Autonomías –le decían también que se estaba haciendo «una Constitución contra España»[19].
Juan Carlos, por tanto, dejó gradualmente de ejercer una función política de primer orden a partir de junio de 1977, y especialmente tras la aprobación de la Constitución. Y tuvo que hacer el aprendizaje de jefe del Estado de una monarquía parlamentaria, lo que no fue fácil en el marco de una situación política que continuó siendo especialmente compleja.
Las elecciones generales del 1 de marzo de 1979 dieron lugar a una composición del Congreso muy parecida a la de la legislatura constituyente[20], lo que condujo a la formación de un nuevo gobierno de la UCD en minoría. En las elecciones municipales del 3 de abril, que confirmaron al partido gubernamental como la fuerza más votada, el acuerdo entre el PSOE y el PCE –que logró en estos comicios sus mejores resultados electorales– permitió la formación de gobiernos locales de izquierda en numeras capitales, incluidas Madrid, Barcelona, Valencia, Zaragoza o Málaga, en muchas ciudades grandes y medianas y también en municipios de menor tamaño. Los elevados votos obtenidos por la izquierda en las sucesivas convocatorias electorales se traducían ahora en poder institucional en detrimento de la UCD.
A lo largo de 1979 y 1980 un conjunto de factores dieron lugar a que Juan Carlos tuviera un notable papel político, especialmente importante frente a la crispación creciente de un sector del Ejército, pero también, perturbador, por activa y por pasiva, por las crecientes críticas vertidas al Gobierno y en particular a su presidente. Por una parte, el nuevo incremento del precio del petróleo agravó la crisis económica internacional y algunos de sus efectos fueron especialmente acusados por una economía española con graves problemas estructurales. El empeoramiento de la situación económica y el incremento del paro alimentaron, además, un malestar social difuso, pero también una elevada conflictividad, lo que contribuyó a dar oxígeno a cuantos atribuían al cambio político la responsabilidad de la situación socioeconómica. Si desde la extrema derecha se puso en circulación el eslogan «con Franco vivíamos mejor», es decir, con la dictadura la economía crecía, también los salarios y el paro era prácticamente inexistente –todo ello, claro está, mirando únicamente a la los años sesenta y primeros setenta e ignorando los cuarenta y cincuenta– desde sectores conservadores más respetables crecieron las quejas hacia un Gobierno que continuaban considerando excesivamente inclinado a la izquierda.
Por otra parte, la violencia terrorista, y especialmente la acción de ETA, tuvo un muy notable impacto que alimentó directamente la irritación militar y el golpismo. Desde los sectores más golpeados por dicha violencia, y desde otros sectores conservadores, se puso crecientemente en cuestión la capacidad y el acierto del Gobierno en el combate contra el terrorismo. Para algunos, la no adopción de medidas excepcionales era un claro indicador de la debilidad gubernamental. El catastrofismo se instaló en el discurso de dirigentes conservadores, tanto dentro como fuera del Parlamento. También en esta cuestión, algunos apuntaron a la responsabilidad del cambio político o de cómo se había realizado. En octubre de 1979, Manuel Fraga declaraba que «a la vista está que por no haber hecho una reforma, sino por haberse hecho las cosas como se han hecho, a base de amnistías, de declaraciones mal pensadas, pues el resultado es que ahora mismo se ha hundido la autoridad […] todo esto se podría haber evitado»[21].
Por último, la elaboración, negociación y aprobación de los estatutos de autonomía del País Vasco y de Cataluña inquietaron a todos cuantos, desde el nacionalismo español esencialista, consideraban que una real autonomía política –no una mera descentralización administrativa– comportaba la ruptura de la unidad de España.
A todo lo anterior deben añadirse las crecientes divergencias internas en la UCD y sus efectos sobre el Gobierno. Desde el comienzo de 1980 la sucesión de reveses políticos –referéndum sobre la iniciativa autonómica en Andalucía, las elecciones vascas y catalanas– y la acumulación de problemas debilitó a Adolfo Suárez. En mayo, la moción de censura presentada por el PSOE erosionó la figura del presidente del Gobierno y reforzó la de Felipe González. Pocas semanas después, en una reunión de la Comisión Permanente de la UCD, el liderazgo de Suárez fue abiertamente discutido por los dirigentes de los grupos –los denominados «barones»– que se habían disuelto en el partido centrista. De dicha reunión salió una amplia remodelación gubernamental en septiembre, que, sin embargo, no evitó la creciente articulación de un sector «crítico», de tendencia esencialmente democristiana, uno de cuyos más destacados dirigentes, Miguel Herrero de Miñón, fue elegido portavoz del grupo parlamentario en el Congreso frente al candidato de la dirección del partido.
En el clima político que fue gestándose a partir de todo lo anterior, Juan Carlos fue el receptor de quejas y propuestas de cuantos consideraban que la situación era cada vez más insostenible y que era necesario un cambio en el Gobierno, con la salida de Suárez de la presidencia, una modificación de las políticas seguidas, tanto ante la crisis económica como frente al terrorismo, e incluso para algunos, una revisión de la Constitución. En la presentación de una situación sociopolítica muy negativa coincidían, por tanto, quienes pretendían fundamentalmente un cambio de Gobierno y de políticas y aquellos que consideraban que tal situación era consecuencia directa del cambio político, en definitiva de la democracia recién estrenada, y pretendían una modificación de carácter involutivo del marco constitucional establecido.
En esa coyuntura, el rey continuó desempeñando un relevante papel para asegurar que las FFAA acataran la nueva legalidad y la autoridad del Gobierno, especialmente cuando la crispación militar ante la violencia terrorista derivó en algunos actos de indisciplina, en particular en funerales de miembros de las FFAA o de las Fuerzas de Orden Público asesinados. En la celebración de la Pascua Militar, en enero de 1979, Juan Carlos afirmó que «el espectáculo de una indisciplina, de una actitud irrespetuosa originada por exaltaciones momentáneas, en que los nervios se desatan, con olvido de la serenidad necesaria, es francamente bochornoso»; recordó que era el Gobierno a quien constitucionalmente correspondía dirigir «la administración civil y militar del Estado» y felicitó al general Gutiérrez Mellado –abiertamente criticado por buena parte de los militares– por su labor al frente del Ministerio de Defensa[22].
Pero a medida que crecía la tensión política y que proliferaban las descripciones catastrofistas de la situación, Juan Carlos también escuchó comprensivamente a cuantos le trasladaban que la situación era insostenible y que era necesario lo que algunos denominaron, siguiendo a Josep Tarradellas, un «golpe de timón», y manifestó con frecuencia de forma imprudente sus opiniones críticas sobre la situación del país, sobre la actuación gubernamental y sobre un presidente del Gobierno que había dejado desde hacía tiempo de actuar como un subordinado del jefe del Estado. Tal actitud de Juan Carlos reforzó las posiciones de cuantos le trasladaban su visión catastrófica de la situación del país y alimentó especulaciones sobre el papel que estaría dispuesto a desempeñar para salir de la crisis y, en primer lugar, sobre su voluntad de apartar a Suárez de la presidencia del Gobierno.
A finales de 1980 la relación entre Juan Carlos y Suárez había sufrido un gran deterioro y algunas actitudes del primero se alejaban de sus estrictas funciones constitucionales. Todo ello fue lo que permitió que el nombre del rey fuera utilizado incluso por los golpistas del 23 de febrero de 1981, aunque no existe ninguna evidencia de la implicación de Juan Carlos en el golpe de estado, a pesar de los relatos conspirativos difundidos, en primer lugar por los artífices de dicho golpe. Contrariamente, el golpe fracasó por la actitud del rey, puesto que si le hubiera dado su apoyo, los mandos militares lo habrían secundado sin apenas fisuras[23]. Pero ante una ruptura de la legalidad constitucional, Juan Carlos no tenía otra opción que su inequívoca defensa si no quería poner en riesgo a la monarquía y toda su actuación anterior para consolidarla. Precisamente la defensa de la legalidad constitucional afianzó la figura de Juan Carlos y le aportó un suplemento de legitimidad. Pero, aunque hubiera sido involuntariamente, su actitud en los meses anteriores había contribuido a generar la crisis y el propio golpe que tuvo que neutralizar.
En los últimos meses de 1980 y al comienzo de 1981 hasta el 23 de febrero, la agitación fue muy notable en buena parte del mundo conservador. El objetivo de conversaciones, propuestas y planes, con grados muy diversos de elaboración y con partícipes también distintos, era apartar a Suárez del Gobierno y formar un gabinete que, para Manuel Fraga, debía representar a la «mayoría natural» conservadora que consideraba que existía en el Parlamento y en el país, en tanto que para otros, siguiendo una línea ya formulada anteriormente, debía tener más el carácter de un gobierno de «salvación nacional». Además, el nombramiento de un militar para presidir un nuevo gabinete formó parte de los conciliábulos que proliferaron. En cualquier caso, los diversos actores coincidían en que debían adoptarse políticas distintas ante los principales problemas del país. Por su parte, el general Alfonso Armada tuvo múltiples contactos con militares y civiles, en los que propugnó, con frecuencia con ambigüedades y sobreentendidos, un cambio de Gobierno postulándose para presidirlo. Y utilizó a fondo con sus interlocutores el malestar del jefe del Estado por la actuación gubernamental, su bien conocida relación con Juan Carlos e incluso el argumento del apoyo del rey a la solución que propugnaba. Por otra parte, un golpe de estado militar era reclamado con vehemencia por toda la extrema derecha y por los oficiales más radicalizados del Ejército, que no paraban de conspirar.
En esos meses, circularon entre dirigentes políticos, empresariales y de medios de comunicación, y llegaron al palacio de la Zarzuela, diversos informes cuyo objetivo era fundamentar una posible actuación política del rey de dudosa constitucionalidad. El documento dado a conocer recientemente por Guillermo García Crespo al que se ha hecho referencia en el capítulo V, fechado en enero de 1981, intentaba justificar, a partir de una interpretación muy forzada del papel de «arbitrar y moderar» el funcionamiento regular de las instituciones que el artículo 56.o de Constitución otorgaba al rey, una intervención del jefe del Estado que permitiera la formación de un Gobierno que tuviera la confianza del Parlamento, pero que a la vez tuviera también la de las FFAA, por lo que, si fuera necesario, debería estar presidido por un militar, y que su programa contemplara la «reconducción de las Autonomías», el saneamiento de la economía, la lucha contra el terrorismo y la «reforma constitucional»[24]. Con la información disponible, no parece que desde la Jefatura del Estado se rechazaran claramente las propuestas de forzar un cambio de Gobierno con un papel relevante del rey, y que iban desde promover una posible moción de censura contra Suárez con suficiente respaldo parlamentario hasta que las FFAA desencadenaran una situación de conflicto institucional con el Gobierno.
La tensión entre Juan Carlos y Suárez alcanzó un nivel máximo en enero de 1981. El día 4, horas después de que el rey se entrevistara en Baqueira Beret con el general Armada, quien le insistió en la necesidad de un Gobierno con un presidente militar, Juan Carlos se reunió con a Adolfo Suárez. Tras presentarle un panorama crítico del país y alineándose con soluciones tales como adoptar medidas extraordinarias contra el terrorismo, revertir el proceso autonómico o incluso reformar la Constitución[25], le planteó claramente la conveniencia de un nuevo presidente del Gobierno. Pocos días después, Adolfo Suárez se opuso tajantemente a la pretensión del rey de nombrar al general Armada segundo jefe del Estado Mayor del Ejército, pese a la insistencia de este. El 22 de enero, en una nueva reunión entre el jefe del Estado y el presidente del Gobierno, discutieron abiertamente y, al parecer, Suárez se refirió a la posibilidad de convocar elecciones y Juan Carlos a la de negarse a firmar el decreto de disolución de las Cámaras[26]. Siete días después, Adolfo Suárez anunció públicamente su dimisión. Un párrafo del mensaje anunciándola –«no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España»– dio pie durante años a la especulación de que quiso así evitar un inminente golpe de estado, algo que desmintió reiteradamente[27]. Según el testimonio de personas muy próximas a Suárez, lo que realmente le habría decidido a dimitir fue el propósito de desbaratar la presentación de una moción de censura que podría lograr los suficientes apoyos parlamentarios y que colocaría a Alfonso Armada en la presidencia del Gobierno, una operación con el beneplácito del rey[28].
Pero, hasta qué punto existió una bien articulada operación para llevar a la presidencia del Gobierno al general Armada mediante una moción de censura con el apoyo de la mayoría de los diputados y hasta qué punto el rey impulsó o favoreció dicha operación plantea muchas dudas. En primer lugar, porque los testimonios que la avalan no son concluyentes y, en segundo lugar, porque dejan sin responder algunas preguntas relevantes, especialmente ¿por qué, si existía un amplio acuerdo, con Suárez dimitido no se convirtió Armada en el candidato propuesto para la presidencia del Gobierno por parte de los grupos que, supuestamente, le daban apoyo? La imposibilidad de contestar satisfactoriamente esta pregunta proyecta dudas más que razonables, no de las conversaciones sobre una moción de censura contra Suárez y con Armada de candidato, pero sí tanto sobre el grado de articulación de la operación como sobre sus apoyos reales.
En resumen, la posición de Juan Carlos a lo largo del proceso de transición estuvo siempre determinada por la consolidación y defensa de la institución monárquica, desde la clara opción por una democratización que la legitimara hasta la defensa del orden constitucional el 23 de febrero de 1981, pero pasando por actitudes vacilantes en determinados momentos sobre la velocidad o el alcance de los cambios y temerosas de la reacción de los militares ante determinadas decisiones que consideró que podían poner en peligro la monarquía. En sus relaciones con las FFAA, apeló al acatamiento de la legalidad y a la disciplina, pero combinándolo con expresiones muy comprensivas y de camaradería con las actitudes y los valores predominantes en la oficialidad y, desde luego, nunca formuló la menor atisbo de crítica al régimen dictatorial que le había situado en la Jefatura del Estado.
«NOSOTROS TRAJIMOS LA DEMOCRACIA»
En unas memorias publicadas tempranamente, en 1984, con el significativo título de Al servicio del Estado, Rodolfo Martín Villa, que desde 1962 había desempeñado relevantes cargos en las instituciones franquistas, desde la Jefatura Nacional del SEU a la dirección del Ministerio de la Gobernación, pasando por la secretaría general de la Organización Sindical y por el Gobierno Civil de Barcelona, afirmaba que «sin los reformistas del franquismo, la reforma política y el cambio no hubieran sido posibles», concluyendo que si la izquierda era quien enarbolaba la bandera de la democracia, «nosotros nos limitamos a traerla. Nada menos»[29]. Es la misma posición defendida por otros muchos reformistas del franquismo y reproducida en su relato sobre la transición.
Sin embargo, dar por bueno que los reformistas tenían como objetivo la democracia configurada en la Constitución de 1978 resulta imposible si se analiza rigurosamente el proceso de cambio político y los proyectos que guiaron la actuación de dichos reformistas, al menos hasta bien avanzado el proceso. En capítulos anteriores se ha explicado el proyecto de «democracia española» del primer gobierno de la monarquía, en el que Martín Villa era ministro de Relaciones Sindicales y Adolfo Suárez ministro-secretario general del Movimiento, y su lejanía respecto a las características de una democracia homologable internacionalmente. Igualmente, se han explicado los límites –ciertamente continuadamente rebasados– del proyecto encabezado por Suárez tras la dimisión forzada de Carlos Arias.
Pero, por qué unos miembros de la clase política franquista, que habían servido fielmente a la dictadura hasta la muerte de Franco, y que no habían manifestado jamás la menor crítica, ni siquiera ante decisiones que recrudecían la violencia represiva y la negación de los derechos humanos, como las tomadas por el Gobierno en el verano y el otoño de 1975, se decidieron a «traer» la democracia, o más exactamente a iniciar una democratización del régimen.
Está claro que la voluntad de Juan Carlos de impulsar un proceso democratizador para afianzar la monarquía fue determinante. Como lo fue también la percepción de la profundidad de la crisis política que vivía el país a mitad de la década de los años setenta y el grado de deslegitimación que sufría el orden franquista. Pero pasar de manifestar continuadamente la adhesión inquebrantable a Franco y la fidelidad a los Principios del Movimiento y demás Leyes Fundamentales a abrazar los valores y los fundamentos de la democracia no era una operación fácil. De hecho, el paso del franquismo a la democracia lo habían realizado con anterioridad algunos intelectuales y políticos, pero ello había sido fruto de una evolución personal gradual y dilatada en el tiempo. Y, por otra parte, no fueron muchos. Entre quienes habían tenido responsabilidades de Gobierno, el caso más relevante pero absolutamente excepcional fue el de Joaquín Ruiz Giménez, ubicado inequívocamente en el campo de la oposición democrática mucho antes de la desaparición del dictador. Otro caso, también relevante pero no menos excepcional fue el de Dionisio Ridruejo. Pero el trayecto de la dictadura a la democracia de Ruiz Giménez, Ridruejo y pocos más, no tiene nada que ver con el de los reformistas del franquismo.
Si no puede acudirse a una evolución ideológica y política fruto de la reflexión y de la reformulación de valores y convicciones, ¿cómo justificar dicho tránsito, efectuado además sin la mínima autocrítica ni personal ni respecto a la dictadura en general? Buscar la respuesta a esta pregunta lleva a un relato que contaría con múltiples altavoces; un relato que, en algunas de sus formulaciones, retuerce la realidad pasada hasta hacerla irreconocible.
Dicho relato contenía diversos componentes fundamentales. En primer lugar, presentaba al franquismo como un régimen dotado de una legitimidad de origen, reproduciendo así buena parte del discurso de la propia dictadura sobre la guerra civil y que ya en democracia sería sostenido beligerantemente por la extrema derecha y, más tardíamente, por unos revisionismos, de distinto carácter pero con notables coincidencias. Y aunque una parte del reformismo optó por minimizar las referencias a la parte más traumática del pasado y acentuar la voluntad de su superación, otra parte, la más derechista, reivindicó sin ningún recato el franquismo. En 1979, Manuel Fraga afirmaba que la victoria electoral de las izquierdas en 1936 dio lugar a la guerra civil[30], y casi veinte años después, convertido ya en un «padre de la Constitución», en una entrevista publicada en El País, el presidente de honor del PP seguía afirmando que «toda la responsabilidad» de la guerra civil «fue de los políticos de la Segunda República. ¡Toda!»[31].
Un segundo componente fundamental del relato que evitaba el cuestionamiento de la trayectoria de los reformistas consistió en afirmar que el franquismo había evolucionado notablemente, en especial desde la década de los sesenta, que se habían introducido ya cambios de notable calado en las leyes, entre las que habitualmente se destacaba la Ley de Prensa de 1966, que habían permitido disfrutar de mayores libertades y derechos y que se había ampliado la participación política de los españoles, desde la elección por sufragio universal de los procuradores a Cortes por representación familiar conforme a la LOE de 1967 al Estatuto de Asociación Política de diciembre de 1974. Además, habían existido sucesivas propuestas de «apertura» y de «reforma» que aunque no habían tenido un gran éxito mostraban la voluntad de democratización de algunos sectores del personal político. Por otra parte, tal evolución política había sido paralela a los profundos cambios económicos, sociales y culturales que experimentó la sociedad española –según la propaganda franquista, bajo la conducción del régimen, pero en realidad a pesar del régimen–, todo lo cual tenía como desembocadura natural una final modernización política que se adecuara a la modernización socioeconómica y cultural. En definitiva, se afirmaba que la sociedad española había evolucionado en todos los órdenes y los reformistas lo habían hecho con ella. Si la demandas de más participación política y de mayores libertades se expresaban más claramente en la sociedad –por ejemplo, en las encuestas de opinión– los reformistas se presentaban partícipes de ellas. Tal actitud proyectaba hacia el pasado la imagen de una sociedad mayoritariamente identificada con el franquismo en sus primeras décadas, silenciando obviamente el miedo paralizador que la violencia franquista había logrado inocular a una parte extensa de la población.
Pero, como hemos visto en el capítulo I, si bien hubo ciertamente algunos cambios en el ordenamiento franquista, en general de alcance muy limitado, en modo alguno suponían una gradual democratización del régimen; como tampoco los diversos proyectos aperturistas o reformistas pretendían otra cosa que adecuar la dictadura a una sociedad en transformación, asegurando su futuro y, para ello, ampliando sus apoyos sociales o, al menos, impidiendo que se continuaran debilitando los existentes.
Hay un componente muy interesante del relato, especialmente en su versión más conservadora, que tiene una destacada presencia en las memorias y testimonios de los reformistas que fueron miembros o bien ocuparon altos cargos en el gobierno Arias[32]. Frente a unos reformistas que según afirman retrospectivamente pretendían desde el primer momento el camino hacia la democracia –aunque ni sus formulaciones entonces ni sus actos se correspondían con tal objetivo– la oposición de izquierdas habría desencadenado lo que presentan como una ofensiva revolucionaria para la toma del poder, que nada tiene que ver con la real movilización social ni con el programa rupturista que, por otra parte, era compartido por toda la oposición más allá de la izquierda. La movilización en favor de la democracia la convierten así en un obstáculo que los reformistas tuvieron que sortear y que, para algunos dirigentes como Fraga, obligó a una «firme» política de orden público, que en nada se diferenció de la seguida los años anteriores, con violentas intervenciones policiales contra pacíficos manifestantes, detenciones y torturas que constituían el más claro desmentido de cualquier voluntad de avanzar hacia una democracia que garantizara el ejercicio de esos derechos que eran duramente reprimidos cotidianamente. Masivas y pacíficas movilizaciones como la huelga general de Sabadell en febrero de 1976 fueron, para Fraga, nada menos que «una ocupación de la ciudad como la de Petrogrado en 1917»[33].
En el camino por las instituciones franquistas de los proyectos del Gobierno Arias, y posteriormente de la Ley para la Reforma Política, para justificar su carácter no contradictorio con los Principios del Movimiento, se elaboró un argumentario que sería incorporado al relato de los reformistas sobre su papel en la transición. Por una parte, se defendió que los cambios propuestos eran compatibles con el ordenamiento franquista, lo que, además, permitía a los reformistas combatir las posiciones de los continuistas y ganarse a los indecisos. De hecho, tal presentación era indispensable para neutralizar el rechazo de los más intransigentes. Por otra parte, ese discurso de evolución desde el régimen y dentro del régimen evitaba tener que explicar y justificar decisiones que entraban en contradicción con toda la trayectoria política anterior.
Pese a su farragoso lenguaje, son de particular interés tres documentos del Consejo Nacional del Movimiento elaborados a lo largo de 1976. En primer lugar, el informe de la primera ponencia de la Sección Primera del Consejo sobre el proyecto de Ley de Reforma de la Ley Constitutiva de Cortes y otras Leyes Fundamentales, la pieza esencial del proyecto reformista del Gobierno Arias. Este documento constituye uno de los primeros textos que contiene el relato construido para ocultar que los cambios propuestos eran abiertamente contradictorios con principios y con características del régimen franquista, presentándolos, en cambio, como si fueran resultado de su natural desarrollo y evolución. Según el informe, los cambios propuestos exigían necesariamente, «una interpretación amplia y progresiva» de los Principios del Movimiento Nacional –que debe recordarse que con el objetivo de blindar el régimen se había establecido que eran «permanentes e inalterables»– porque sin una interpretación flexible –que de hecho los desnaturalizaba– «no podría darse cabida a las exigencias crecientes de pluralismo político y social latentes ya en las últimas etapas» y que se habían convertido «en postulados condicionantes de la actualización del orden político»[34]. Es decir, debían respetarse los Principios Fundamentales del Movimiento, pero forzando su interpretación cuanto fuera necesario.
En el informe de una segunda ponencia sobre el mismo proyecto, más ortodoxo, se apelaba a la «ingente creación de un régimen político, surgido en la fecha histórica del 18 de julio de 1936, que por obra de Francisco Franco, Caudillo de España», había seguido a través de las Leyes Fundamentales «un proceso constitucional permanente». En el momento presente, la instauración de la monarquía imponía «una prudente actualización de las exigencias de una etapa de transición», de manera que «en las actuales circunstancias del desarrollo del Estado nacido el 18 de julio» era conveniente y oportuna una reforma que contemplaba «la aparición en la acción política de las Asociaciones y su participación en los procesos electorales», estableciendo «los necesarios controles intraorgánicos tras la aceptación en dichos procesos de sufragios de naturaleza universal»[35].
El tercer documento se redactó tras la aprobación por las Cortes, en el mes de junio de 1976, de la Ley de Asociación Política, que dio lugar a una petición al Consejo Nacional del Movimiento para que interpusiera un «recurso de contrafuero» por considerar que vulneraba abiertamente la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento y la LOE, al autorizar asociaciones políticas al margen del Movimiento. La Comisión Permanente del Consejo rechazó la petición, pero tuvo que elaborar un extenso texto justificando por qué consideraba que no existía tal contrafuero. A partir de una interpretación insólita de las normas franquistas, se afirmaba que los partidos políticos no tenían una prohibición expresa en las Leyes Fundamentales, de lo que se deducía que no había existido la voluntad de fijar su exclusión en las normas del máximo rango «constitucional». Por otra parte, considerando los documentos favorables al «desarrollo político» aprobados por el propio Consejo Nacional en los años anteriores, se afirmaba que la nueva ley de Asociación Política respondía, en esencia, «a un decidido intento de perfeccionamiento democrático de la convivencia española». Finalmente, si existían «normas en contradicción o proposiciones jurídicas divergentes para un mismo caso», la labor interpretativa debía primar las de carácter fundamental. Así, considerando que el Fuero de los Españoles en su artículo 16.o establecía que «los españoles podrán reunirse y asociarse libremente para fines lícitos y de acuerdo a lo establecido en las leyes»[36], pero prescindiendo del artículo 33.o que decía que «el ejercicio de los derechos que se reconocen en este Fuero no podrá atentar a la unidad espiritual, nacional y social de España», la Comisión Permanente del Consejo Nacional afirmaba que podía considerarse que había existido «una prolongada laguna legal técnica, por falta de regulación de una de las formas de asociacionismo, el político», pero ello había sido simplemente una «cuestión de oportunidad o de política legislativa». Es decir, la negación del pluralismo político expresado a través del ejercicio del derecho de asociación política en el marco de un régimen de partido único se debía simplemente a una «prolongada laguna legal técnica». El informe concluía señalando que la convalidación que se establecía para las asociaciones del Movimiento acogidas al Estatuto de 1974 suponía que no había «habido una innovación creadora en el derecho asociativo, sino una simple reforma para darle el sentido pleno, que como tal derecho ha de tener»[37].
Así, las mismas normas que habían servido reiteradamente para negar los derechos civiles básicos y el pluralismo político ahora se convertían en sustentadoras de todo lo contrario. Por otra parte, la progresiva utilización en el franquismo de un lenguaje democrático –Constitución, para referirse a las Leyes Fundamentales, pero también Estado de Derecho, libertades, democracia–, que falseaba la realidad sociopolítica, ahora servía para ubicar las reformas propuestas en el marco de un larguísimo proceso de democratización que empezaría casi en los albores del régimen.
En definitiva, se trataba de utilizar el discurso del propio franquismo, que negó siempre su condición dictatorial, convirtiéndolo en un régimen que reconocía las libertades y derechos fundamentales, pero que había restringido temporalmente su ejercicio, que ahora finalmente se ampliaba.
Otra pieza fundamental del relato de y sobre los reformistas consiste en presentar que en cada momento del proceso de cambio hicieron lo que querían hacer, es decir, sus decisiones no estuvieron condicionadas por otros actores políticos y sociales. Con respecto al primer Gobierno de la monarquía, en el capítulo II se ha dado cuenta de la importante movilización social que contribuyó decisivamente al fracaso de su proyecto de «democracia española». Un proyecto que podría haber tenido éxito en determinadas condiciones, en primer lugar si la sociedad española hubiera sido una sociedad pasiva y desmovilizada, dispuesta a aceptar silenciosamente lo que se decidiera desde el poder. También hubiera tenido más probabilidades de éxito si hubiera logrado la aceptación y la colaboración de una parte de la oposición, la más conservadora. Pero si, por una parte, la movilización democrática en el primer semestre de 1976 alcanzó una gran extensión que mostró el amplio rechazo de sectores sociales muy amplios a la reforma gubernamental, por otra, el Gobierno no logró el apoyo de ningún sector de la oposición, dada la limitación de sus propuestas, ni pudo impedir su articulación en la CD, lo que desató la ira del ministro Fraga, consciente que la unidad de la oposición afectaba a la línea de flotación de la política gubernamental.
La actuación del Gobierno presidido por Adolfo Suárez partió del fracaso del gabinete Arias y Fraga, y de la necesidad de adoptar decisiones –por ejemplo el Decreto-Ley de Amnistía aprobado en julio– y de presentar un proyecto –la Ley para la Reforma Política– capaces de desactivar, o contribuir a desactivar, la movilización social y a la vez generar expectativas de cambio y con ello ganar apoyos sociales y políticos. Pero, como hemos visto en el capítulo III, las decisiones clave adoptadas por el Gobierno Suárez a partir de enero de 1977 y hasta la celebración de los comicios no pueden explicarse prescindiendo de la evolución de la situación sociopolítica y de la acción de los demás actores. En primer lugar, la aprobación de la Ley para la Reforma Política no determinaba inequívocamente la celebración de una elecciones que permitieran la libre expresión de la voluntad popular, y si la actuación gubernamental en la campaña del referéndum de la ley indicaba cómo el Gobierno entendía la democracia, las dudas sobre las características de las futuras elecciones más bien se incrementaban. Además, la Ley para la Reforma no aseguraba que pudieran concurrir a los comicios todas las fuerzas políticas, ni establecía las condiciones y las garantías respecto a la campaña electoral y a la transparencia del escrutinio.
En todo caso, celebrado el referéndum, el Gobierno Suárez se encontró reforzado, pero también obligado a tomar decisiones esenciales y comprometidas. Fijadas por la oposición las condiciones para participar en unas elecciones generales –las siete condiciones aprobadas el 27 de noviembre– y constituida la Comisión de los Nueve, el Gobierno debía decidir si estaba dispuesto a dar satisfacción a las demandas de la oposición y, con ello, ir a unas elecciones libres, lo que comportaba la pérdida del control sobre el proceso de cambio y que lo que había empezado como una reforma del régimen acabara con un cambio de régimen, o bien optaba por la celebración de unas elecciones con restricciones y exclusiones importantes que difícilmente estabilizarían la situación política. Si se inclinaba por la primera opción, se iniciaba la desnaturalización de la reforma y el acuerdo con la oposición era posible, pero se encontraría con la abierta hostilidad de quienes continuaban defendiendo el continuismo y de aquellos que querían una reforma del régimen, pero no su desaparición.
Como ha explicado con precisión Ignacio Sánchez-Cuenca[38], en rigor no hubo una negociación y unos acuerdos entre el Gobierno y la oposición democrática en los primeros meses de 1977, pero las decisiones gubernamentales –modificación de la Ley de Asociación Política, ampliación de la amnistía, etc.– estuvieron directamente condicionadas por las demandas de la oposición que, en algunos momentos, debió elevar la presión para que el Gobierno se decidiera a dar determinados pasos. En definitiva, las decisiones gubernamentales clave que llevaron a unas elecciones que se consideró que cumplían los requisitos mínimos para permitir la expresión de la voluntad popular fueron adoptadas no tanto en aplicación de plan gubernamental previamente trazado, sino de las condiciones de la oposición.
Mención aparte merece la legalización del PCE. No se trataba de un partido más sino que, por una parte, era la encarnación de los «rojos», el principal enemigo –junto con el separatismo– que el franquismo había combatido en la guerra civil y tras ella. Por otra parte, el PCE había sido desde los años cincuenta la principal formación antifranquista, había liderado la oposición activa, tenía una decisiva influencia en los principales movimientos sociales, en especial en las CCOO y en los movimientos ciudadanos, y contaba con notables apoyos en el mundo de la cultura y con amplias complicidades tejidas en la lucha contra la dictadura. La exclusión de la participación del PCE en las elecciones podía tener efectos deslegitimadores de los comicios.
Todos los datos disponibles apuntan a que, hasta enero de 1977, el Gobierno en ningún momento contempló que los comunistas pudieran participar en el proceso electoral comprometido. Por tanto, tiene poco crédito lo expresado con posterioridad por dirigentes reformistas sobre su posición favorable a la legalización del PCE casi desde el primer momento, incluidas las manifestaciones del propio Adolfo Suárez cuando, en respuesta en 1995 a una periodista, afirmó que él tenía prevista dicha legalización desde el mismo momento que fue nombrado presidente del Gobierno[39]. Contrariamente, tampoco hay ninguna evidencia para considerar que mintiera a la cúpula militar cuando en septiembre de 1976 les aseguró que el PCE quedaría fuera de la legalidad.
La explicación aportada por Suárez y por otros reformistas sobre el cambio de actitud ante la «cuestión comunista» carece de toda consistencia. Según el relato de los reformistas, la clave fue que el PCE cambió sus estatutos lo que permitiría su inscripción en el registro de asociaciones. En efecto, el PCE presentó un texto estatutario adaptado a las necesidades del trámite de inscripción, pero ello no evitó que el Gobierno considerara que, atendiendo a «los antecedentes y fines que concurren en la citada Asociación», se deducía la existencia «de razones bastantes para presumir la concurrencia de ilicitud penal por vulnerar cuanto se dispone en el artículo 172.o y demás aplicables del Código Penal», por lo que debía suspender su inscripción en el registro de partidos y remitir la documentación al Tribunal Supremo. Casi dos meses más tarde, después, de la inhibición de dicho Tribunal y con la decisión política de la legalización ya tomada, el Gobierno ordenó la inscripción después de que la Junta de Fiscales del Reino emitiera un informe favorable. Sin duda, tenía razón Suárez cuando afirmaba que la clave de la credibilidad interna y externa del proceso político [de transición] era el reconocimiento del PCE[40], pero esa fue una conclusión tardía, no la aplicación tardía de una conclusión temprana.
En todo caso, si bien el argumento de los estatutos pudo ser útil en su momento ante los sectores más hostiles a la legalización del PCE, y después para justificar el cambio de posición de los reformistas, poco tiene que ver con una decisión tan trascendente en el proceso de transición. Al margen de los estatutos, el PCE fue legalizado con el Manifiesto-Programa que había aprobado la Segunda Conferencia celebrada en septiembre de 1975, que sintetizaba de corto a largo plazo el proyecto del PCE, con el primer objetivo de la democracia y el último del «socialismo en libertad» alcanzado a través de la «revolución de la mayoría», y con una definición del partido que afirmaba su inspiración «en los principios del marxismo y del leninismo»[41]. En definitiva, no fue el PCE quien cambió, sino que lo hicieron, con muy justificados motivos, los reformistas.
Todo lo anterior no reduce un ápice el papel del Gobierno encabezado por Adolfo Suárez y, en particular el de su presidente, en el proceso de transición, ni la valentía de algunas de las decisiones tomadas conociendo los rechazos en sectores influyentes, pero desmiente el relato que los presenta como los artífices de la democracia. Celebradas las elecciones, sus resultados forzarían, como hemos visto en el capítulo IV, un proceso constituyente –rechazado hasta el último momento por el sector reformista fuera del gobierno encabezado por Manuel Fraga– que para llegar a buen puerto necesitaba de amplios acuerdos, al menos en torno a los fundamentos del nuevo ordenamiento político.
PACTOS, RENUNCIAS Y TRAICIONES
Frente al relato que otorga el principal cuando no el único papel relevante en el establecimiento de la democracia al personal político instalado en las instituciones, y que celebra el éxito del proceso de transición y su ejemplaridad, existe otro relato, igualmente con diversas versiones, con conclusiones de signo opuesto, según el cual la transición sería la causa de todos o casi todos los males del pasado reciente y del presente de España, desde una democracia con graves deficiencias hasta la corrupción más rampante, y, en las versiones más extremas, el denominado «régimen del 78» no sería más que una especie de franquismo disfrazado. Paradójicamente, este relato coincide con el más apologético de la transición al considerar el cambio político obra de la elite gobernante. Al mismo tiempo, tiende a explicarlo todo en función del «pacto» o de los «pactos» de la transición, pero sin detenerse a dar cuenta de ellos[42], y a considerar casi vergonzante el papel de la izquierda, especialmente del PCE, que estaría plagado de renuncias cuando no traiciones de las que solo se salva, y en algunos casos solo parcialmente, la autodenominada «izquierda revolucionaria».
No faltan, por otra parte, teorías conspirativas que, hay que admitirlo, tienen una elevada capacidad de fascinación, y desde luego están presentes en algunos relatos sobre la transición. Especialmente en los que presentan el cambio político como una operación diseñada y conducida desde Estados Unidos. Aquí encontramos, en primer lugar, la tesis conspirativa sobre el atentado que costó la vida al almirante Luis Carrero Blanco. A partir de especulaciones de distinto carácter pero sin ninguna evidencia empírica, y desconociendo el papel del almirante como firme defensor de la máxima colaboración entre el Gobierno español y Estados Unidos, el atentado de ETA del 20 de diciembre de 1974 se convierte en el resultado de un plan urdido o propiciado por los norteamericanos, obviamente con la CIA de por medio, que tenía el objetivo de eliminar el principal obstáculo para el futuro establecimiento de una democracia occidental en España, dando por sentado que ese era un objetivo de la política exterior estadounidense[43]. Poco efecto tienen sobre los defensores de tal teoría todos los datos disponibles, desde el recientemente conocido primer informe de la CIA tras el atentado informando que lo que había acabado con la vida de Carrero era una explosión de gas[44], hasta los documentados estudios sobre la política de Estados Unidos ante la transición, que muestran con absoluta claridad el escaso entusiasmo democratizador de las administraciones Nixon y Ford y, en especial, del secretario de Estado Henry Kissinger[45]. Para Estados Unidos lo fundamental en su relación con el Estado español había sido y seguía siendo la utilización de las bases militares instaladas conforme a los Pactos de Madrid de 1953. Y si bien el gobierno norteamericano consideraba que era preferible de cara al futuro, y siempre asegurando la estabilidad política, que existieran en España instituciones representativas que le evitaran la incomodidad de aparecer como aliado de una dictadura que no tenía reparos en continuar vulnerando los derechos humanos y mostrando su rostro más brutal si lo consideraba indispensable, no estaba dispuesto a promover de forma decidida el establecimiento de un régimen democrático. Como ha destacado Encarnación Lemus, Henry Kissinger reiteró «hasta el final su opción por un rey que gobierne, una monarquía autoritaria que impida la natural tendencia de los españoles hacia la anarquía»[46]. Nada que ver, por tanto, con la democracia parlamentaria consagrada en la Constitución de 1978.
Estados Unidos no fue el artífice de la democracia española, de igual manera que esta no fue el objetivo del propio franquismo reformista, tesis que implícita o explícitamente forma parte del relato que, desde un balance inequívocamente negativo de la transición, otorga el papel fundamental en dicho proceso a la elite política instalada en las instituciones del régimen.
Una parte fundamental de este relato está formado por la descalificación de los dirigentes de la oposición a la dictadura, especialmente de los del PCE. Su actuación habría estado jalonada por una cadena de pactos que comportaban renuncias que habrían desvirtuado completamente el programa rupturista y que, puesto que no se acompañan de argumentos que las expliquen, pueden ser calificadas de oportunistas para obtener un lugar al sol en el nuevo escenario político, o más radicalmente de traiciones a unas bases puras e incontaminadas. Los pactos vergonzantes y la desmovilización constituyen dos de los argumentos centrales del relato.
Pero, el análisis de las supuestas renuncias, traiciones y de la supuesta desmovilización, revela su inconsistencia, con independencia de la valoración estrictamente política que pueda hacerse del papel de los diversos actores en el proceso de transición. Es necesario referirse, en primer lugar, a la inexistencia de un «pacto de la transición», o sobre la forma o el modelo de transición, formulaciones muy presentes en el relato aludido. En efecto, no hubo ningún acuerdo entre los principales actores políticos sobre cómo desmantelar la dictadura y sustituirla por unas nuevas instituciones democráticas. Al contrario, los proyectos de los principales actores políticos a mitad de los años setenta no solo eran distintos, sino que eran antagónicos y solo la oposición tenía el objetivo de establecer una democracia que asegurara la soberanía popular y el pleno ejercicio de las libertades y derechos fundamentales. Los cambios que fueron materializándose no fueron consecuencia de ningún pacto previo, sino fruto de un proceso abierto, lleno de incertidumbres, en el que se midieron continuadamente los apoyos de los distintos actores políticos, en una situación sociopolítica en dinámica evolución, lo que obligó a la reformulación de posiciones y propuestas. En última instancia, la correlación de fuerzas fue el factor determinante del proceso de cambio. Por ello, las tentativas de aplicar en otros escenarios el supuesto modelo pactado de transición española han estado abocadas al fracaso. Las condiciones sociopolíticas españolas no pueden reproducirse mecánicamente en otros países, lo cual no significa que algunas experiencias no puedan ser de utilidad.
Es necesario detenerse también en la movilización social antifranquista y en la supuesta desmovilización inducida durante la transición. Como se ha expuesto en el capítulo I, la movilización contra la dictadura desempeñó un papel esencial en la configuración de la crisis del franquismo y durante el proceso de cambio. Pero hay que recordar que la movilización tuvo unos claros límites y que en ningún momento la oposición alcanzó la capacidad para desencadenar una acción masiva en toda España –una huelga general– que pusiera a la dictadura al borde del colapso. No solo no fue posible una acción de esa entidad, sino que la conflictividad social estuvo siempre concentrada en las principales áreas industriales y urbanas, y apenas tuvo presencia en una parte del país. Sin duda, el formidable aparato represivo franquista logró contener la extensión de los conflictos sociopolíticos y mantener atemorizada a una parte considerable de la población.
La muerte del dictador dio lugar a que el antifranquismo movilizara todas sus fuerzas, lo que se vio favorecido por las expectativas de cambio propiciadas desde las instituciones. A la amplia movilización de los primeros meses de 1976 contribuyó decisivamente la preceptiva renovación de un elevado número de convenios colectivos, pero nunca estuvo al alcance de la oposición lograr una acción masiva de carácter general. En este punto, conviene detenerse en las huelgas madrileñas de enero, un foco de atención recurrente en algunos relatos, según los cuales el PCE habría impedido una huelga general en una de sus primeras renuncias, traicionando a los miles de trabajadores en huelga. Es evidente que la política del PCE difería de la de los grupos de la extrema izquierda, la mayoría de reciente formación y con una militancia muy joven, que intentaron habitualmente la máxima radicalización de los conflictos. Contrariamente, el PCE consideraba imprescindible –después de experiencias que habían comportado elevados costes– medir muy bien las fuerzas, preservar la capacidad movilizadora acumulada y los apoyos que había sido muy laborioso lograr y evitar fracasos que implicasen la desmoralización de los trabajadores menos propensos a la acción colectiva o incluso de los activistas. Los militantes del PCE, en el seno de las CCOO, estuvieron a la cabeza de las huelgas madrileñas de enero, junto con miembros de otros grupos de menor implantación y fue, en función de la valoración de las fuerzas y de las condiciones existentes que decidieron en un momento crítico el repliegue, con la consecución de importantes mejoras laborales pero en un contexto de una represión que había comportado un elevado número de detenciones de activistas y miles de sanciones. En palabras de un líder metalúrgico, «ante la disyuntiva de retirarse en orden hoy o huir a la desbandada mañana, ningún dirigente obrero puede permitirse el lujo de la duda»[47]. Desde luego no se abortó ninguna huelga general, ni hubo renuncias o traiciones sino, en todo caso, divergencias entre diversas formaciones políticas con planteamientos tácticos y estratégicos distintos y con una muy desigual capacidad de movilización.
La huelga del 12 de noviembre de 1976, convocada por la COS creada en julio por las CCOO, la UGT y la USO, mostró tanto la capacidad de movilización de la izquierda política y sindical como sus límites. Convocada para rechazar las medidas económicas y laborales aprobadas por el Gobierno el 8 de octubre, la movilización tenía un evidente trasfondo político, lo que determinó que el Gobierno utilizara todos los medios a su alcance para minimizar su impacto. Rodolfo Martín Villa, entonces al frente del Ministerio de la Gobernación, ha explicado la preparación gubernamental ante la huelga, con la formación de una especie de gabinete de crisis que debía asegurar el funcionamiento de los servicios públicos y la transmisión a través de los medios de comunicación del mensaje que la huelga había fracasado[48]. Salvador Sánchez Terán, gobernador civil de Barcelona, ha explicado también las minuciosas instrucciones que recibieron quienes estaban dirigiendo dichas instituciones[49]. La huelga tuvo un amplio seguimiento especialmente en las industrias de las principales concentraciones urbanas y ha sido considerada la más importante movilización desde el final de la guerra civil, pero no logró una paralización generalizada de la actividad laboral. A pesar de que la conflictividad se mantuvo elevada en los últimos meses del año, la convocatoria del 12 de noviembre constituye otra muestra de la inconsistencia del relato que presenta una movilización imparable que tenía a su alcance forzar el colapso del régimen, y que solo la incapacidad, las renuncias o las traiciones de los líderes de la izquierda mayoritaria impidieron que se lograra.
Este relato contiene también otro componente que los datos y la investigación existente no avala. Se trata de una sobrevaloración del PCE, de sus recursos y de sus posibilidades. Ciertamente, era la principal formación política de la izquierda y del antifranquismo en su conjunto, tenía un número de militantes muy superior a cualquier otro partido y una influencia igualmente destacable en sectores importantes de la sociedad. Pero sus efectivos no dejaban de ser limitados, su implantación territorial era notablemente desigual –aunque mucho menos que la de los demás grupos– y desde luego no disponía ni muchísimo menos de la capacidad para movilizar o desmovilizar según sus conveniencias de cada momento. Si las propuestas de sus militantes lograban obtener apoyos extensos era porque sintonizaban con las demandas y aspiraciones de sectores amplios –en empresas, universidades, entidades vecinales o de otra naturaleza– y porque las acciones planteadas eran aceptadas. Cuando así era, las convocatorias a la acción podían ser exitosas, pero en caso contrario podían fracasar estrepitosamente. De manera que la presentación de un PCE con capacidad para hacer y deshacer, y en consecuencia, responsable de casi todo, carece de fundamentación. Por otra parte, la entrada en escena del PSOE, especialmente desde 1975, modificaría de forma creciente el margen de maniobra del PCE, por lo que su actuación estaría cada vez más condicionada por la disputa por la hegemonía en la izquierda, que acabaría resolviéndose a favor de los socialistas.
Otro de los lugares comunes del relato en cuestión es el de la desmovilización, igualmente imputada principalmente al PCE aunque también, con un papel más tardío, al PSOE. Los Pactos de La Moncloa ocupan aquí un lugar destacado. Sin embargo, lejos de disminuir como sostiene el relato de la desmovilización, durante la vigencia de los acuerdos de La Moncloa, que han sido objeto de atención en el capítulo V, desmintiendo la caricatura que se ha hecho de ellos, la conflictividad obrera aumentó en 1978 y todavía más en 1979. Por tanto, no puede sostenerse que con los Pactos se desmovilizara a los trabajadores. El incremento de huelgas, huelguistas y horas no trabajadas durante la vigencia de los Pactos se explica, en primer lugar, porque los acuerdos dejaban amplios márgenes para interpretaciones contradictorias entre las organizaciones patronales –que fueron extremadamente críticas con los Pactos– y las obreras, por ejemplo sobre la masa salarial y su distribución, lo que se convirtió en motivo de conflicto, en un escenario en el que los sindicatos, que por primera vez tenían la responsabilidad de negociar los convenios colectivos, debían mostrar su efectividad en la defensa de los intereses de los trabajadores. Además, la decisión gubernamental de imponer la limitación del crecimiento de los salarios a los convenios firmados con anterioridad motivó el rechazo frontal de las organizaciones sindicales, añadiendo un factor más de conflictividad. Por otra parte, muchos trabajadores pasivos hasta entonces por temor a las sanciones patronales y a la represión policial, utilizaron el derecho de huelga recién reconocido y la libertad sindical conquistada para presionar a favor de demandas de mejoras laborales que en muchos casos no afectaban a los límites salariales. Por último, también el activismo de toda la izquierda extraparlamentaria, en especial contra la limitación del crecimiento de los salarios, contribuyó a la elevada conflictividad. En definitiva, el año de vigencia de los Pactos de La Moncloa fue un año particularmente conflictivo, igualando el máximo de 1976, y la desmovilización brilló por su ausencia. Y en 1979 se alcanzó el máximo de conflictividad obrera de la década y, por tanto, desde la guerra civil. Ello fue consecuencia de la imposición unilateral por el Gobierno de una nueva limitación del crecimiento de los salarios, lo que facilitó un acuerdo de unidad de acción entre las CCOO y la UGT que a su vez determinó un elevado volumen de conflictos.
Tampoco es sostenible el relato de la desmovilización del movimiento ciudadano. Desde luego no hubo desmovilización antes de las elecciones municipales de abril de 1979, más bien al contrario. La deslegitimación de las corporaciones locales franquistas después de las elecciones del 15 de junio de 1977, que tuvieron obviamente una lectura en clave local, comportó que allí donde el movimiento vecinal había alcanzado en los años anteriores una notable capacidad de movilización se mantuviera muy activo, tanto para evitar que los ayuntamientos franquistas tomaran decisiones que pudieran hipotecar el futuro como para exigir soluciones inmediatas a los graves problemas derivados de la ausencia de planificación urbanística, la primacía de la especulación y de la falta de servicios básicos. Y allí donde el movimiento había sido muy incipiente, después de las elecciones, aprovechando las nuevas condiciones de libertad, se desarrolló vigorosamente. Es cierto, en cambio, que tras las elecciones municipales, con la izquierda socialista y comunista en el gobiernos de municipios que sumaban en torno al 60 por 100 de la población española, hubo una notable desmovilización, pero su explicación radica fundamentalmente en que los programas de actuación de las nuevas instituciones locales empezaron a dar solución a muchos de los problemas que habían alimentado las reivindicaciones de los movimientos vecinales.
Retomando el argumento de las renuncias: no llevar al franquismo ante los tribunales de justicia y la aprobación de la Ley de Amnistía, a veces incluso definida como una autoamnistía, se han presentado con frecuencia como pruebas inequívocas de una actuación claudicante. Pero solo se puede renunciar a aquello que se pretende obtener; si no es así no hay renuncia. Y aunque desde el siglo XXI y prescindiendo de los conocimientos históricos pueda sorprender, hay que remarcar que no figuraba entre los objetivos de la oposición llevar al franquismo ante los tribunales de justicia. Para explicarlo adecuadamente hay que remontarse treinta años antes. Desde la década de los cuarenta, el antifranquismo consideró que la restauración de la democracia en España solo sería posible a partir de la superación de las profundas fracturas provocadas por la guerra civil, incluyendo las derivadas de la violencia política que también había ensangrentado la retaguardia republicana y que también había dejado heridas difíciles de restañar.
De hecho, sin una sólida elaboración teórica y con un componente fundamentalmente posibilista, las conversaciones en 1946 de dirigentes de la CNT con militares monárquicos –militares que tenían responsabilidades directas en la subversión antirrepublicana y en el establecimiento de la dictadura– suponía optar por buscar una salida del franquismo a través del acuerdo con una parte de aquellos que habían provocado la guerra y asentado la dictadura, dejando de lado cualquier exigencia de responsabilidades[50]. De la misma manera, aunque con unos interlocutores menos comprometidos con la brutalidad franquista, el acuerdo de San Juan de Luz de 1948 de los socialistas con monárquicos disidentes implicaba la reconciliación de actores que durante la guerra se habían enfrentado. De hecho, desde algunos años antes, el dirigente del PSOE Indalecio Prieto había propugnado una política de reconciliación desde una posición autocrítica con la propia trayectoria, «confesando la verdad completa y avergonzándonos de los crímenes propios y de los ajenos»[51].
Incluso el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), en marzo de 1947, hizo público un manifiesto donde rechazaba frontalmente la restauración de la democracia por la vía de la guerra civil y consideraba justamente que «el problema fundamental para España es liquidar la guerra civil». Esta formación comunista antiestalinista afirmaba que «cualquier régimen que sucediera al actual, que, por espíritu de desquite fuera incapaz de superar la guerra civil, que pretendiera realizar a la inversa la misma política de Franco, colocando al margen de la comunidad nacional a todos los que en el curso de la contienda no estuvieron a nuestro lado, no correría distinta suerte de la que aguarda al que todavía sufrimos». Para el POUM se trataba de hacer posible la convivencia entre los españoles, llevando la lucha política del «terreno del choque armado y de la imposición por la violencia al de la polémica y el contraste de las opiniones, al de la libre discusión de las ideas y de las conductas, y a la conquista de la mayoría y del poder por el juego de las instituciones democráticas»[52].
Pero la formulación más elaborada de una política de «reconciliación nacional» la presentaría el PCE en 1956. El franquismo acababa de lograr un nuevo éxito internacional, después de los pactos con Estados Unidos y el Concordato con el Vaticano en 1953: el ingreso en las Naciones Unidas. Sin embargo, la situación interior se le había complicado: quiebra económica, protestas obreras y estudiantiles, divergencias políticas internas. El día 1 de abril de 1956 un colectivo de estudiantes universitarios madrileños denunciaba la dictadura franquista en un manifiesto en el que se presentaban como «hijos de los vencedores y de los vencidos»[53]. Dos meses después, en junio, el PCE hizo pública la declaración «Por la Reconciliación Nacional. Por una solución democrática y pacífica del problema español». El texto, aprobado a punto de cumplirse el vigésimo aniversario del inicio de la guerra civil, y cuando comenzaba a llegar a la edad adulta una generación que no había participado en el conflicto, afirmaba que «un estado de espíritu favorable a la reconciliación de los españoles va ganando a las fuerzas político-sociales que lucharon en campos adversos durante la guerra civil». Era por eso que el PCE declaraba «estar dispuesto a contribuir sin reservas a la reconciliación nacional de los españoles, a terminar con la división abierta por la guerra civil y mantenida por el general Franco». Pero, sobre todo, estaba creciendo «una nueva generación que no vivió la guerra civil, que no comparte los odios y las pasiones de quienes en ella participamos», de manera que «no podemos, sin incurrir en tremenda responsabilidad ante España y ante el futuro, hacer pesar sobre esta generación las consecuencias de hechos en los que no tomó parte». Para el PCE lo fundamental era que la guerra civil estaba dejando de ser «una línea divisoria entre los españoles», y, en cambio, la división fundamental podía situarse entre el poder franquista y todos aquellos sectores de la sociedad que querían poner fin a la dictadura y establecer en España una democracia. Si se cambiaba la línea de división definida por la guerra por la línea de división entre los defensores de la dictadura y los partidarios de la democracia, esta opción podía fortalecerse y abrirse camino con mejores perspectivas[54].
La política de «reconciliación nacional» no consistía, por tanto, en buscar un punto intermedio de encuentro entre el franquismo y el antifranquismo, sino en agrupar a todas las fuerzas opuestas a la dictadura, prescindiendo de su pasado, para lograr su desaparición. Pero, propugnar «el establecimiento de las libertades y la supresión de la dictadura por vía pacífica» para evitar «nuevos sufrimientos al pueblo, nuevos quebrantos al país» exigía sacrificios y generosidad. «Nosotros entendemos –afirmaba la declaración– que la mayor justicia para todos los que han caído y han sufrido por la libertad consiste, precisamente, en que la libertad se restablezca en España»[55].
Reconciliación entendida como superación de la guerra civil, y democracia como punto de confluencia de fuerzas políticas con idearios y proyectos diferentes, fueron también las piezas básicas del denominado por el franquismo «contubernio de Múnich», poco después del movimiento huelguista de la primavera de 1962, el más importante desarrollado en España desde 1936. En el mes de junio, en el marco del IV Congreso del Movimiento Europeo celebrado en la capital bávara, se reunieron 118 miembros de la oposición de diversas tendencias políticas –principalmente socialistas, democristianos y liberales– tanto del exilio como del interior, incluidos históricos dirigentes republicanos y disidentes del franquismo, y elaboraron una resolución, aprobada posteriormente por el Congreso, que exigía como condición previa a cualquier forma de asociación o de adhesión de España a las instituciones europeas la instauración de un orden democrático que garantizara que el gobierno se basaba en el consentimiento de los gobernados, el pleno respeto a los derechos humanos y civiles, y el reconocimiento de la personalidad de las distintas «comunidades naturales»[56].
Así, pues, desde la década de los cincuenta, mientras el franquismo seguía rechazando la introducción del menor cambio político que suavizara el régimen dictatorial establecido, y mientras seguía presentándose como el «Régimen de la Victoria», el antifranquismo levantó la bandera de la superación de la guerra civil y de la reconciliación sobre la base del establecimiento de una democracia homologable a las del entorno europeo. Por tanto, carece de todo sentido hablar de una –otra– renuncia; la Ley de Amnistía, objeto de atención en el capítulo IV, fue absolutamente coherente con la trayectoria del antifranquismo.
¿A qué más renunció supuestamente la izquierda antifranquista? ¿A la república, a la revolución socialista? Sobre la república hay que distinguir, en primer lugar, la reivindicación de la restauración de la legalidad y de las instituciones de la Segunda República del objetivo de la república como forma de gobierno. La restauración de la legalidad y de las instituciones de la Segunda República desapareció de los programas antifranquistas durante la segunda mitad de los años cuarenta, cuando la mayoría de grupos consideró que no lograba sumar los apoyos necesarios para acabar con la dictadura, tanto interiores como internacionales. Y el propio Gobierno de la república en el exilio, que había mantenido una existencia puramente testimonial, decidió su disolución justo después de la celebración de las elecciones, el 21 de junio de 1977, al considerar que se iban a formar unas Cortes legitimadas democráticamente, que se abrían las puertas para establecimiento de una democracia y que la existencia de las instituciones republicanas en el exilio dejaba de tener sentido.
En cuanto a la república como forma de gobierno, estaba explícita o implícitamente presente en los programas de la izquierda antifranquista, aunque no descartaba que la recuperación de la democracia podría producirse con la forma monárquica de gobierno, en función de cómo se acabara con la dictadura. En todo caso, el objetivo fundamental era la democracia. En las Cortes elegidas en junio de 1977 no había una mayoría republicana, ni una mayoría favorable a someter la forma de gobierno a una consulta separada, y lo que fue objeto de negociación fueron las características de la monarquía parlamentaria. Se puede especular sobre qué habría pasado si las urnas hubieran instalado en el Parlamento una mayoría republicana, pero ello no ocurrió. No debe olvidarse, sin embargo, la presencia de unas FFAA que respetaron la nueva legalidad no por convicción democrática, sino por obediencia al rey en su condición de jefe supremo de ellas y, según muchos de sus miembros, porque este había sido el mandato final de Franco.
¿Abandonó la izquierda sus objetivos socialistas? La izquierda que obtuvo representación parlamentaria, pero también los partidos más importantes entre los que quedaron fuera de las Cortes, no tenía como objetivo inmediato el socialismo, sino la democracia. Desde ella, debía transitarse hacia el socialismo. Cada formación política había elaborado un proyecto propio. El comunista, confirmado en su IX Congreso celebrado en abril de 1978, contemplaba, tras la recuperación de las libertades y el establecimiento de una democracia que permitiera la libre actuación de todas las fuerzas y el desarrollo de sus proyectos, un proceso de avance hacia una «democracia política y social» como vía hacia el «socialismo en libertad», es decir, hacia un modelo de socialismo claramente diferenciado del soviético, que no solo conservara, sino que profundizara las libertades y derechos de los ciudadanos. La democracia política y social era concebida como la etapa de transición al socialismo que debía profundizar en los derechos, incrementar las formas de participación e iniciar trasformaciones socioeconómicas en la dirección de construir una sociedad más igualitaria. Pero todo ello solo sería posible con el apoyo de la mayoría de la población, mediante la «revolución de la mayoría». El fracaso de este proyecto tiene poco que ver con el proceso de transición, sino que fue consecuencia de la crisis del partido en 1982, su hundimiento electoral y su desaparición como actor importante en el escenario político[57].
El PSOE, por su parte, aprobó en su XXVII Congreso celebrado en diciembre de 1976 un programa de «transición al socialismo» que distinguía tres etapas; la primera, un «Estado de libertades públicas de democracia formal» era la que se correspondía con el objetivo que debía alcanzarse en el proceso de transición, una democracia como las existentes en la Comunidad Europea de la que se quería formar parte. Una segunda fase, era definida como un «Estado en el que la hegemonía corresponda a la clase trabajadora manteniendo y profundizando las libertades» y que debería dar paso finalmente a «una sociedad sin clases, de socialismo pleno, en la que la totalidad de los aparatos de poder sea sustituida por la autogestión a todos los niveles»[58]. El programa de los socialistas contemplaba, establecido un régimen democrático, la combinación de la lucha parlamentaria con la movilización popular para profundizar la democracia, afirmando la imposibilidad de socialismo sin libertad y de libertad sin socialismo[59]. El progresivo abandono de dicho programa no tiene nada que ver con el proceso de transición, sino con la reformulación de la política del partido con el objetivo, en primer lugar, de alcanzar el poder, y de asentarse en los parámetros del discurso y de la acción de la socialdemocracia europea[60].
La crisis del PCE, la crisis y desaparición de buena parte de la izquierda extraparlamentaria y la reconversión del ideario y del programa del PSOE deben explicarse considerando los cambios en el escenario internacional a finales de los años setenta y principios de los ochenta, que nada tienen que ver con la transición española, especialmente el agotamiento del impulso transformador surgido a finales de los sesenta, el desvanecimiento a escala internacional de las expectativas de cambios sociales profundos y, por el contrario, el inicio de la «revolución conservadora» con las significativas victorias de Margaret Thatcher en las elecciones parlamentarias británicas de 1979 y la de Ronald Reagan en las presidenciales norteamericanas de 1980, la salida del gobierno de la RFA del SPD en 1982 o el fracaso de la política económica del primer gobierno de la presidencia de François Miterrand en Francia, todo ello en un contexto de una crisis económica que estaba extendiendo el desánimo y la desmovilización en sectores amplios de las clases trabajadoras.
UNA NOTA FINAL
¿Son los problemas actuales de la democracia española consecuencia de unas taras genéticas procedentes de las características del proceso de transición y del papel que desempeñaron los principales actores de aquel proceso? ¿Hasta qué punto son sustancialmente distintos de los de muchas otras democracias, empezando por las de la Europa más próxima?
No parece que exista fundamentación para relacionar la profunda crisis económica iniciada en 2009 y sus devastadoras consecuencias sociales con los orígenes y características de la democracia establecida en la Constitución de 1978. Más bien hay que dirigir la mirada a las políticas económicas aplicadas por gobiernos sostenidos por mayorías parlamentarias de distinto signo, que no eran las únicas posibles, aunque las propuestas alternativas existentes obtuvieron un muy limitado apoyo popular. Tampoco la respuesta a la crisis derivaba del marco institucional establecido, sino, igualmente, de las opciones de los gobiernos, ciertamente condicionados por las decisiones de las instituciones comunitarias.
La crisis política que se extendió paralelamente a la crisis económica, y que difícilmente se explica sin ella, mostró el alejamiento de los partidos políticos de una parte notable de la población, singularmente de la más joven, que ha sido además especialmente golpeada por los efectos de la crisis. El funcionamiento de muchas instituciones, colonizadas por una incontenible dinámica partidista, ha alimentado la desconfianza y la desafección, y la corrupción en proporciones descomunales ha completado un cuadro que en algún momento se ha presentado casi como de fin de época.
Sin embargo, todo lo anterior difícilmente puede explicarse por el proceso de transición de los años setenta o por el marco institucional en sí mismo, aunque no cabe duda que los problemas aparecidos ponen en evidencia deficiencias y erosiones que seguramente exigen cambios de distinto carácter. Es cierto que la transición comportó continuidades importantes y que la democratización de algunas instituciones estatales fue lenta. Y la falta de cultura democrática persistió en el seno de algunas instituciones, pero también en sectores importantes de la sociedad española. En 1980, según los estudios de opinión del CIS, el 50 por 100 de los encuestados consideraba que la democracia era preferible a cualquier otra forma de gobierno, el 9 por 100 estaba de acuerdo con que «en algunas circunstancias, un régimen autoritario puede ser preferible», el 8 por 100 se mostraba indiferente y un elevado 33 por 100 no se pronunciaba. Cinco años más tarde, quienes consideraban que la democracia era la mejor opción de gobierno alcanzaban el 70 por 100 con una drástica reducción al 11 por 100 de los encuestados que no opinaban[61]. Pero los estudios demoscópicos mostraban que el apoyo a la democracia presentaba una clara relación con la ideología. Así, el porcentaje de apoyo incondicional a la democracia era, en 1980, de un 95 por 100 entre quienes se ubicaban a la «izquierda», de un 75 por 100 entre los que lo hacían en el «centro» y de solo un 33 por 100 entre los que se situaban en la «derecha». Veinte años después, los porcentajes respectivos eran del 94, del 90 y del 80 por 100[62].
En todo caso, no debe ignorarse que en términos generales el funcionamiento de las instituciones durante sus primeros veinte años de existencia fue significativamente mejor que en los años siguientes, empezando por algunas tan importantes y significativas como el Tribunal Constitucional, que gozó de un indiscutido prestigio hasta el bloqueo del PP a su renovación durante el Gobierno socialista presidido por José Luis Rodríguez Zapatero. Y también hay que considerar que la valoración de los ciudadanos en esos mismos años fue claramente favorable a dichas instituciones y, en conjunto, a la democracia establecida.
Las actitudes y los comportamientos de los actores políticos, y los programas y las políticas desarrolladas nos ofrecen muchas más claves explicativas de la crisis que emergió con fuerza al inicio de la segunda década del siglo XXI que las deficiencias del marco político establecido tres décadas antes. No hay que olvidar tampoco, que la propia Constitución de 1978 dejaba abierta la posibilidad de que, en función de los votos de los ciudadanos y de las mayorías resultantes, pudieran desarrollarse políticas no solo muy diferentes, sino incluso antagónicas, entre ellas las que pudieran introducir mejoras en las deficiencias apreciadas, fueran resultado de errores de diseño o de la experiencia de su funcionamiento.
* * *
El fin de la dictadura franquista no fue fruto de su derrota en un conflicto bélico internacional, como la dictadura nazi o la fascista italiana, ni de un golpe de estado militar, como la portuguesa. Aunque la lucha por la democracia en España contó con solidaridades exteriores, estas no fueron determinantes. La transición española a la democracia fue un proceso complejo, en el que estuvo muy presente la memoria de la guerra civil y el peso, en todos los órdenes, de cuarenta años de dictadura. No dio lugar a una democracia modélica, pero tampoco a una continuación del franquismo con otro ropaje ni a una democracia tan imperfecta que ni merecería tal nombre. La transición no fue fruto de un plan preestablecido ni de una vergonzante transacción. En definitiva, los indudables problemas de la democracia española a casi cuatro décadas de su configuración no son de origen genético y, por tanto, hay que buscarlos fundamentalmente, unos más lejos y otros más cerca, en las opciones, políticas, actitudes y comportamientos desarrolladas en las etapas posteriores al final de la transición.
[1] Jordi Solé Tura estuvo exiliado en Francia y Rumanía entre 1960 y 1964. En enero de 1969 fue detenido y encarcelado poco después de declararse el estado de excepción.
[2] Archivo General de la Administración (AGA). Presidencia, Instituto de Opinión Pública. Sondeo de opinión sobre la declaración del gobierno del 15 de diciembre de 1975, c. 18816.
[3] J. M.a de Areilza, Diario de un ministro…, p. 84.
[4] Según el editorial de El País del 30 de mayo de 1977 con motivo de la dimisión de Fernández-Miranda de la presidencia de las Cortes, este «patrocinaba doctrinalmente una Monarquía distinta de la que las normas de la democracia exigen». Citado por Ch. Powell, El piloto del cambio…, p. 234. Para Powell ese juicio era tal vez excesivamente duro pero, en cualquier caso, también da cuenta la extendida opinión de que Fernández-Miranda tenía diferencias importantes sobre el ritmo y el alcance de las futuras reformas.
[5] J. M.a de Areilza, Diario de un ministro…, p. 14.
[6] Ibid.
[7] AGA, Presidencia, CNM, Sugerencias de los Consejeros Nacionales del Movimiento, c. 10033.
[8] Por ejemplo, uno de los más firmes candidatos para sustituir a Arias, el exministro de Industria José María López de Letona había defendido en 1973 una actuación más dura del Gobierno ante las actitudes del clero católico crítico con la dictadura. Véase P. Ysàs, Disidencia y subversión…, p. 192.
[9] P. Preston, Juan Carlos. El Rey de un pueblo, Plaza & Janés, Barcelona, 2003, pp. 393-394.
[10] Informe citado por N. Sartorius y A. Sabio, El final de la dictadura…, p. 587.
[11] Ch. Powell, El piloto del cambio…, p. 220.
[12] Ibid.
[13] A la pregunta directa a Suárez por parte de Alfonso Osorio de la opinión del rey sobre la legalización del PCE, el presidente del Gobierno respondió que «está de acuerdo porque no hay otra solución». A. Osorio, Trayectoria política…, p. 287.
[14] Ch. Powell, El piloto…, p. 235.
[15] Ibid., p. 237.
[16] P. Preston, Juan Carlos…, p. 441.
[17] J. M. Otero Novas, Lo que yo viví…, p. 45.
[18] C. Navajas Zubeldía, «Els militars i la democracia», en P. Ysàs (ed.), La configuració…, pp. 232-233.
[19] P. Urbano, La gran desmemoria…, pp. 798-799.
[20] A destacar el mal resultado de Coalición Democrática –integrada por AP y otros grupos conservadores– que solo logró 9 escaños. En cambio, la ultraderechista Unión Nacional logró un acta de diputado por Madrid para Blas Piñar.
[21] Entrevista a Manuel Fraga en Cambio 16, 14 de octubre de 1979.
[22] Ch. Powell, El piloto…, p. 280.
[23] El teniente general Guillermo Quintana Lacaci fue quien lo manifestó con mayor claridad. S. Alonso-Castrillo, La apuesta del centro…, p. 437.
[24] G. García Crespo, «Enero de 1981…».
[25] P. Urbano, La gran desmemoria…, pp. 534-537, basado en el relato de Adolfo Suárez a Aurelio Delgado, su cuñado y secretario, y a su amigo Antonio Navalón. Las dudas de estos relatos no proceden de los testimonios, sino directamente de la fuente. Suárez, afirma uno de sus más destacados biógrafos, «solía ser más fiable hablando del futuro que del pasado y […], por tanto, cualquier reconstrucción suya de hechos pretéritos debe tomarse con suma cautela». J. F. Fuentes, Adolfo Suárez…, p. 395.
[26] P. Urbano, La gran desmemoria…, pp. 556-559. Su relato se basa de nuevo en el testimonio Aurelio Delgado y Antonio Navalón.
[27] Cuando Suárez comunicó a los dirigentes de la UCD su dimisión, enumerando el amplio abanico de rechazos y hostilidades que se habían manifestado en su contra, afirmó que «solo había podido reducir a sus justos términos y a su verdadero papel a los militares». R. Martín Villa, Al servicio…, p. 116. Otros testimonios lo confirman. Véase, J. F. Fuentes, Adolfo Suárez…, p. 394.
[28] P. Urbano, La gran desmemoria…, pp. 570 y ss.
[29] R. Martín Villa, Al servicio del Estado…, p. 50.
[30] Conferencia reproducida en M. Fraga, Ideas para la reconstrucción de una España con futuro, Planeta, Barcelona, 1980, p. 129.
[31] El País, 12 de agosto de 2007.
[32] Véase R. Vega, «Demócratas sobrevenidos y razón de Estado», en Historia del Presente 12, 2008.
[33] M. Fraga Iribarne, En busca del tiempo…, p. 38.
[34] AGA, Presidencia, CNM, Proyecto de Ley de Reforma de la Ley Constitutiva de las Cortes y otras Leyes Fundamentales, c. 10029; más ampliamente en C. Molinero y P. Ysàs, La anatomía del franquismo…, pp. 237-246.
[35] Ibid.
[36] El mismo artículo decía también que «El Estado podrá crear y mantener las organizaciones que estime necesarias para el cumplimiento de sus fines. Las normas fundacionales, que revestirán forma de ley, coordinarán el ejercicio de este derecho con el reconocido en el párrafo anterior», es decir, el derecho de asociación.
[37] Boletín Oficial del Consejo Nacional del Movimiento 84.
[38] I. Sánchez Cuenca, Atado y mal atado. El suicidio institucional del franquismo y el surgimiento de la democracia, Alianza, Madrid, 2014.
[39] Entrevista a Adolfo Suárez por Sol Alameda en Memoria de la Transición, El País, 1995.
[40] A. Suárez, «Consideraciones sobre la Transición Española», Cuenta y Razón del Pensamiento Actual 41, 1988.
[41] Manifiesto-Programa del Partido Comunista de España, septiembre de 1975, p. 138.
[42] En palabras de Santos Juliá, «en lugar de ser explicado, el pacto se ha convertido en explicación de todo lo ocurrido y de lo no ocurrido en esos años». S. Juliá, «En torno a los proyectos de transición y sus imprevistos resultados», en C. Molinero (ed.), La transición, treinta años después…, p. 60.
[43] Una amplia referencia crítica a las diversas teorías conspirativas sobre el asesinato de Carrero Blanco en X. Casals, La transición española…, pp. 49-62.
[44] Documento reproducido en «¿Conocía la CIA el asesinato de Carrero Blanco?», disponible en [http://www.elespanol.com/espana/politica/20170118/186981923_0.html].
[45] Véanse, especialmente, Ch. Powell, El amigo americano. España y los Estados Unidos: de la dictadura a la democracia, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2011; E. Lemus, Estados Unidos y la Transición española. Entre la Revolución de los Claveles y la Marcha Verde, Sílex/Universidad de Cadiz, Madrid, 2011.
[46] E. Lemus, Estados Unidos y la Transición…, p. 309.
[47] La afirmación es de Adolfo Piñeiro, destacado dirigente de las CCOO y secretario del Jurado de Empresa de Stándar Eléctrica, citada por J. M.a Marín Arce, «La transición sindical y la conflictividad social»…, pp. 455.
[48] R. Martín Villa, Al servicio…, pp. 54-57.
[49] S. Sánchez Terán, De Franco a la Generalitat…, p. 187.
[50] Véanse H. Heine, La oposición política al franquismo, Crítica, Barcelona, 1983; Á. Herrerín, La CNT durante el franquismo…
[51] Texto citado por S. Juliá, Historias de las dos España, Taurus, Madrid, 2004, p. 447.
[52] «El Partido Obrero de Unificación Marxista ante los problemas de España», en C. Molinero y P. Ysàs, L’oposició antifeixista a Catalunya (1939-1950), Barcelona, La Magrana, 1981, pp. 184-187.
[53] S. Juliá, Historias de las dos Españas…, pp. 437-445.
[54] Declaración «Por la Reconciliación Nacional. Por una solución democrática y pacífica del problema español», junio de 1956.
[55] Ibid.
[56] Resolución del Congreso de Múnich en F. Díaz-Plaja, La España franquista en sus documentos…, pp. 336-337.
[57] C. Molinero y P. Ysàs, De la hegemonía…
[58] A. Guerra (ed.), XXVII Congreso del PSOE, Avance, Barcelona, 1977.
[59] S. Juliá, Los socialistas….; R. Gillespie, Historia del Partido Socialista…
[60] Sobre la evolución ideológica del PSOE, véase J. Andrade, El PCE y el PSOE en (la) transición, Siglo XXI de España, Madrid, 2012.
[61] M. L. Morán y J. Benedicto, La cultura política de los españoles. Un ensayo de interpretación, CIS, Madrid, 1995, p. 101.
[62] M. Torcal y L. Medina, «Ideología y voto en España, 1979-2000: los procesos de reconstrucción racional de la identificación ideológica», Revista Española de Ciencia Política 6, 2002.