XIV
«Ellos ya son mayores, van a estar bien»
CLAUDIA
Mi vida ha vuelto a su rutina.
Sí, esa rutina automática de siempre, a la que estaba más que acostumbrada, la que no me molestaba en absoluto hasta que... hasta que Artemis llegó a esta casa y revolvió mi vida para luego salir de ella de la peor manera. Ahora, al parecer, mi rutina no parece ser suficiente para mí. No me siento conforme, y lo culpo a él por arruinarla en primer lugar. No puedo pensar en él sin enojarme, sin sentir una presión en el pecho. Me ha herido, decidí admitirlo hace unos días. Le dejé entrar, fui vulnerable y me hirió. Tal vez en su mente torcida ahora estamos a mano después de haberlo rechazado aquel 4 de Julio. Aun así, no me parece justo, yo no jugué con él de ninguna forma, fui directa, lo rechacé a la primera, no lo dejé avanzar para restregarle en la cara otra persona. Él parece estar evitándome también y se lo agradezco, aunque viviendo en la misma casa es casi inevitable encontrármelo.
Como pasa justo en este momento.
Estoy saliendo del pasillo de la lavandería cuando Artemis entra por la puerta principal. Su traje impecable se ajusta al cuerpo definido que sé que está debajo de esas ropas, el recuerdo de mis dedos trazando su pecho y sus abdominales viene a mí y maldigo mi mente por recordar todo con tanta exactitud. Su mirada encuentra la mía y quisiera decir que hay tristeza en ella pero me importa muy poco, estoy más que enojada con él. Una parte de mí quiere reclamarle pero no me voy a rebajar de esa forma, no le voy a dar la oportunidad de decirme que él nunca me dijo que quería algo serio y toda esa mierda que he visto a Ares hacer muchas veces. Recojo unas bandejas de aperitivos y unas copas que dejó la señora aquí en la sala hace rato. Artemis camina hasta las escaleras, pero se detiene justo frente a ellas, como si no estuviera seguro de subir o no.
Con todo en las manos, me dirijo a la cocina a dejar las primeras cosas. Cuando vuelvo a la sala, quiero golpearme a mí misma por la desilusión que me invade cuando lo veo subiendo las escaleras, ya casi llegando al final.
«¿Ni siquiera una disculpa?».
«¿Nada, Artemis?».
«¿Qué esperabas, Claudia?».
Esa noche, soñé que golpeaba a Artemis justo donde el sol no brilla y ¡cómo disfrutaba!
Dejo salir el aire con una larga espiración y me bajo del bus, el gran asilo queda frente a mí. Es domingo, así que es día de visita a una persona muy especial en mi vida. La enfermera de turno me recibe con una sonrisa, y me guía hacia los jardines que he aprendido a conocer estos pasados dos años. Este no es un asilo común y corriente, es bastante elegante y costoso. Las instalaciones son impecablemente limpias, el personal muy bien uniformado y gentil. Las habitaciones son espaciosas y parecen de un hotel lujoso. Es exactamente lo que necesita ser: un asilo para ancianos con mucho más dinero del que pueden gastar en lo que les queda de vida. Camino entre hermosas flores que ya están perdiendo su vida debido a la cercanía del invierno; en la distancia puedo verlo sentado en un banco al lado de un árbol alto y frondoso frente al lago. Una inevitable sonrisa se dibuja en mis labios al acercarme a él.
—¡Buenos días, señor! —Hago una reverencia frente a él de manera juguetona y su rostro se ilumina al verme, haciendo sus arrugas más notables.
El abuelo Hidalgo.
Anthony Hidalgo es un hombre robusto, muy alto, de ojos color café que se parecen mucho a los de Artemis y Apolo. A pesar de estar cerca de los setenta años, se conserva bien, aunque las arrugas abundan en su rostro como marcas de estrés de lo mucho que trabajó al principio de su vida para lograr todo lo que tiene. Se trasladó a vivir a este asilo después de que sus hijos lo decidieran tras una reunión. El abuelo me devuelve la sonrisa.
—Pensé que no vendrías.
—¿Y perderme nuestra maravillosa cita de los domingos? —Bufo—. Jamás.
Con él siempre he podido ser más espontánea y alegre. El abuelo Hidalgo es alguien a quien admiro mucho, tiene un hermoso corazón y es muy diferente de su hijo Juan. Apolo se parece mucho a él. Me alegro de que el abuelo haya podido tener una influencia sobre Apolo, básicamente lo crio él. El abuelo toma una de las limonadas que tiene a un lado en una mesita y me la pasa.
—Bien dulce, como a ti te gusta.
Mi corazón se arruga de ternura, la forma en la que se alegra cada domingo de verme me hace darme cuenta de lo solo que se debe sentir en este lugar, sin importar lo lujoso que sea. El dinero no lo es todo, ¿eh?
Pruebo la limonada y me siento a su lado en el banco.
—Hummm, está deliciosa.
—¿Quieres algún bocadillo? Puedo pedir tus favoritos.
Le doy una palmada en el hombro.
—Estoy bien. ¿Tú cómo estás?
—Tengo un dolor de cabeza que va y viene, pero nada que no pueda manejar.
Eso me preocupa.
—¿Se lo has comentado a tu doctor?
Él menea la cabeza.
—Estaré bien. ¿Cómo están los chicos? Apolo no me cuenta mucho de ellos.
Apolo lo visita los sábados y yo los domingos para que así tenga compañía dos días a la semana.
—Están bien —le contesto, aunque sé que para él eso no será suficiente.
—Apolo me ha dicho que Artemis ha vuelto a casa y te está molestando.
Este Apolo no se puede quedar callado.
—Estaré bien. —Uso sus palabras—. Puedo manejar esa situación mejor que nadie.
El abuelo suspira, mirando al frente, un hermoso lago de agua azul oscura resplandece con el sol matutino frente a nosotros.
—¿Y Ares?
Aunque muchos lo nieguen, los abuelos o los padres a veces suelen tener un favorito y aunque Apolo es prácticamente hijo del abuelo, sé que su punto débil siempre ha sido Ares. Ambos son de carácter fuerte y parecido pero de alguna manera eso hacía su relación complicada, como un tira y afloja emocional.
—Él está bien, creo que por fin sentará cabeza —comento, pensando en Raquel.
El abuelo suspira de nuevo, la tristeza es clara en su voz.
—¿Ha preguntado por mí?
Quisiera mentir, quisiera decirle que sí.
—Tú sabes cómo es el.
Ares solo ha visitado al abuelo una vez desde que lo trasladaron al asilo, y salió de este lugar al borde de las lágrimas. Él no puede soportar ver a su abuelo aquí, la impotencia por no evitar que lo trajeran es algo que le carcome. Así que creo que prefiere evitarlo, actuar como si no existiera para no lidiar con eso. Ese chico de ojos azules no sabe cómo manejar sus emociones en absoluto. Tan alto e imponente, pero tan inestable por dentro.
—Quisiera verlo —comenta el abuelo—. Debe de estar más alto, no ha parado de crecer desde los doce años.
Saco mi teléfono móvil y abro la galería de fotos.
—Míralo por ti mismo.
Le muestro fotos locas que me he tomado con Ares: Ares con la boca llena de comida sacándome el dedo, el flash reflejándose en sus ojos azules, Ares dormido en el sofá después de ver una película, Ares con cara de temor y los perritos que trae Apolo a su alrededor, Ares con la camisa de su equipo de fútbol junto a su amigo y compañero de equipo, Daniel.
Ah, Daniel, esa foto es de la noche en la que cometí el error de acostarme con él.
Guardo el teléfono, aclarándome la garganta. El abuelo toma mi mano.
—Ares y Artemis pueden parecer fríos, pero es solo su coraza, son de buen corazón.
«Artemis no». Casi dejo hablar a mi rabia, pero sería una mentira. Artemis fue muy bueno conmigo mientras crecíamos. No creo que pueda olvidar todo lo bien que se portó a pesar de lo que me hizo, por más doloroso que sea. Solo tengo que mantenerme alejada de él ahora, eso es todo.
El abuelo Hidalgo aprieta mi mano.
—Así que cuídalos, estoy más tranquilo sabiendo que tú estás ahí con ellos. Ellos no han tenido una figura femenina en su vida que haya sido buena.
Sé que se refiere a la madre de los chicos, a esa señora que le ha sido infiel a su marido un montón de veces, que no le importan ellos ni un poco.
—Ellos ya son mayores, van a estar bien —le digo con los ojos fijos sobre el agua del lago que parece resplandecer más cada segundo.
—Podrán ser adultos pero aún tienen una gran carencia de amor, Claudia. Sus padres no los amaron mientras crecían, no les brindaron nada. En el momento en el que me di cuenta de eso, ya era tarde, solo alcancé a darle todo mi corazón a Apolo.
Me giré para mirarlo.
—¿Por qué me estás diciendo esto?
Su mirada encuentra la mía y se suaviza.
—Porque quiero que lo recuerdes cuando quieras tirar la toalla y alejarte de ellos. Apolo me dijo que Artemis te está molestando, recuerda lo mucho que ellos te quieren, no te rindas, ¿sí?
Le pellizco las mejillas suavemente y bromeo.
—Mírate, todo adorable, preocupándote por esos ingratos que no te visitan.
—Ellos vendrán algún día. —La seguridad en su voz me hace poner los ojos en blanco dramáticamente. Él me da un golpecito en la frente—. Chica irrespetuosa, burlándote así de un anciano.
—¿Un anciano? —Me levanto, mirando hacia ambos lados—. ¿Dónde?
Él se echa a reír y lo observo con amor.
Agradezco la presencia del abuelo en mi vida, es maravilloso. Pasamos el resto del día hablando, él como siempre me pregunta por la universidad, si necesito algo, etc. Y como siempre mi respuesta es no, ya le debo suficiente con el hecho de que él haya pagado mis gastos de la universidad. Jamás quiero que piense que abuso del cariño que me tiene para sacarle dinero.
Con una sonrisa en la cara, me despido de él y me voy a casa.
Son las cuatro de la mañana cuando el sonido del teléfono de la casa me despierta. Siempre me traigo el inalámbrico a mi habitación para no tener que ir hasta la cocina cada vez que alguien llama a la casa Hidalgo. Estiro la mano desde la cama para contestar, espero que no sea una broma.
—¿Aló? —Mi voz es ronca y débil.
—Buenas noches. —La formalidad de la voz de la mujer al otro lado de la línea me alerta—. Le llamamos del Hospital General. —Me siento de golpe, mi pecho subiendo y bajando, mi mente imaginando millones de escenarios—. Es para informarle de que el señor Anthony Hidalgo ha sido ingresado en Emergencias hace unos minutos. —Dejo de respirar—. Este es el número que tenemos de contacto.
—¿Qué? ¿Qué ha pasado? —No sé ni qué preguntar.
—Sufrió un accidente cerebrovascular, lo están estabilizando en estos momentos. Cuando vengan podremos darle más información.
—Vamos para allá. —Me dice otras cosas antes de despedirse y colgar.
Yo ni siquiera sé qué me pongo de lo rápido que me visto, puedo sentir claramente los latidos de mi corazón en la garganta.
«Él está bien, tiene que estar bien».
«Tengo un dolor de cabeza que va y viene, pero nada que no pueda manejar».
¡Viejo testarudo! Si se sentía mal, ¿por qué no lo dijo? ¿Por qué? El temor corriendo por mis venas me hace salir disparada de la habitación. Mi madre ni siquiera se ha inmutado, ella es el del tipo de persona que no se despierta ni con un huracán. Sin embargo, cuando salgo a la sala, me sorprende encontrar al señor Juan en pijama con su teléfono móvil al oído. Por lo visto el asilo contactó con él mientras desde el hospital llamaba al teléfono de la casa. Debe de ver el miedo y la desesperación en mis ojos.
—¿Vamos juntos al hospital? —Mis ojos viajan a las escaleras y él lee mis pensamientos antes de hablar—. No quiero despertarlos ahora, cuando amanezca, les...
Paso por su lado corriendo escaleras arriba.
—¡Claudia! —lo escucho gritar detrás de mí—. ¡Claudia!
De ninguna forma voy a dejarlo hacer esto, dejar a sus hijos fuera otra vez así. Paso por sus puertas tocándolas lo suficientemente fuerte, y me detengo frente a la de Apolo. Ares se asoma, su cabello apuntando a todos los lados, con un ojo cerrado mientras lucha por mantener el otro abierto.
—¿Qué pasa?
Artemis también se asoma, sin camisa.
—¿Qué mierda pasa?
Trato de calmar mi respiración, trato de sonar calmada y escoger bien mis palabras.
—El abuelo...
Apolo abre la puerta, frente a mí.
—Claudia, ¿qué pasa?
—El abuelo está en el hospital.
Cuando las palabras dejan mi boca, puedo ver la comprensión y el miedo dibujarse por los rostros de los tres chicos Hidalgo.
Hacen muchas preguntas mientras todos se ponen lo primero que encuentran y bajan conmigo las escaleras. Juan espera abajo con una mirada de desaprobación, pero no me importa. El camino al hospital es silencioso, pero cargado con una preocupación asfixiante. Voy en la parte de atrás del coche, en medio de Ares y Apolo. El señor Juan conduce y Artemis va en el lado del copiloto. Lágrimas silenciosas bajan por las mejillas de Apolo, su nariz está roja y mi corazón se encoge porque no quiero ni siquiera pensar que el abuelo no saldrá de esta.
«Él es fuerte, él estará bien», me repito una y otra vez.
Agarro la mano de Apolo y le doy un apretón reconfortante, él descansa su cabeza sobre mi hombro, sus lágrimas mojan mi camisa. Ares tiene su codo sobre la ventanilla del auto, su puño contra su boca, lo está apretando tan fuerte que sus nudillos están blancos, la tensión de sus hombros es evidente, está enojado, no, está furioso. Sé que se está odiando a sí mismo en este momento por no haber visitado al abuelo, tal vez al verlo tan fuerte, siempre hemos pensado todos que el abuelo es eterno. Tomo su mano y la bajo, entrelazándola con la mía sobre mi regazo. Cuando Ares me mira, veo el dolor en sus ojos.
—Él va a estar bien. —Ares vuelve a mirar por la ventanilla pero no suelta mi mano, y la aprieta con fuerza.
Artemis se gira ligeramente en su asiento para observarme, él trata de ocultar su preocupación pero está escrita en su rostro. Le sonrío y le susurro.
—El abuelo va a estar bien.
Él solo asiente y se endereza en su asiento.
«Podrán ser adultos pero aún tienen una gran carencia de amor, Claudia. Sus padres no los amaron mientras crecían, no les brindaron nada».
Las palabras del abuelo resuenan en mi mente mientras entro en el hospital con los Hidalgo. En mi mente, un solo pensamiento: «Tienes que ponerte bien, viejo testarudo, no te atrevas a morirte, porque si lo haces, te reviviré para matarte yo». La forma en la que sus arrugas se hacen más evidentes cuando sonríe viene a mi mente. Él es lo más cercano a una figura paterna que he tenido en mi vida.
«Te quiero tanto, viejito testarudo, por favor, tienes que ponerte bien».