XVII

«Claudia, a ti te estaba esperando»

CLAUDIA

El abuelo despertó.

Y soy la última en llegar al hospital porque estaba en la universidad cuando me avisaron y el bus se tomó su tiempo en traerme hasta aquí. No puedo negar el alivio que me invade al saber que el abuelo está despierto. Sin embargo, no estaré tranquila hasta verlo bien con mis propios ojos. Al acercarme a la habitación del abuelo, me sorprende ver a Raquel sentada ahí afuera. Ares de verdad va en serio con esta chica si la ha traído aquí. Me alegra, pero ¿dónde está todo el mundo?

Me paro frente a ella, ofreciéndole una sonrisa.

—Hola.

—Hola.

No me molesto en ocultar la preocupación en mi voz.

—¿Cómo está?

—Al parecer está bien.

Dejo salir un largo suspiro de alivio.

—Qué bueno, vine tan pronto lo supe.

Su rostro se contrae de curiosidad.

—¿Conoces al abuelo?

—Sí, he vivido toda mi vida en esa casa. Mamá llegó a cuidarlo varias veces antes de que lo... internaran en el geriátrico, es alguien muy especial para mí.

—Me imagino, ¿qué tal ha sido vivir con los Hidalgo toda tu vida?

Eso me hace reír un poco.

«Si tú supieras, Raquel».

—Bastante interesante.

—No me lo puedo imaginar, apuesto que tu primer amor platónico fue uno de ellos.

Siento el calor en las mejillas y bajo la cabeza.

—¿En serio? ¿Cuál? Con tal y no sea Ares, estaremos bien.

Abro la boca para contestar cuando escuchamos el claro sonido de tacones dirigiéndose a nosotras. Me doy la vuelta para buscar la fuente de ese sonido: la señora Hidalgo.

«Hasta se ha dignado a venir».

Ella se acerca caminando sobre sus tacones rojos de punta fina, con su falda blanca que apenas alcanza sus rodillas y su escotada camisa. Su maquillaje es extremado y su cabello está en una apretada cola alta. Sus ojos caen sobre Raquel.

—¿Y quién eres tú? —le pregunta con los ojos llenos de menosprecio. Eso es todo lo que ella sabe hacer. Raquel no le responde—. Te he hecho una pregunta.

Raquel se aclara la garganta.

—Mi nombre es Ra-Raquel. —Y le extiende la mano de manera amable.

«Ay, Raquel, no tienes idea del tipo de mujer que es esta señora».

Sofía Hidalgo le da un vistazo a su mano y luego a ella.

—Bien, Ra-Raquel —se burla de su tartamudeo—. ¿Qué haces aquí?

Me pongo al lado de Raquel de manera defensiva para responderle.

—Ha venido con Ares.

Ante la mención de Ares, Sofía arquea una ceja.

—¿Estás bromeando? ¿Por qué traería Ares a una chica como ella?

Pongo los ojos en blanco.

—¿Por qué no le pregunta usted misma? Oh, cierto, la comunicación con sus hijos no es su fuerte.

Sofía aprieta los labios.

—No empieces con tu tonito, Claudia. Lo menos que quieres es provocarme.

—Entonces deje de mirarla de esa forma, ni siquiera la conoce.

—No tengo que perder mi tiempo con ustedes, ¿dónde está mi marido?

Ansiosa por que salga de nuestra vista, le señalo la puerta, y la señora entra, dejándonos solas, llevándose su mala vibra con ella.

Raquel está pálida.

—Qué señora tan desagradable.

Le sonrío.

—No tienes ni idea.

—Pero a ti no parece intimidarte.

—Crecí en esa casa, creo que desarrollé la habilidad de lidiar con personas intimidantes muy bien.

—Me imagino, pero pensaba que como ella es tu jefa, tú...

—¿Le permitiría intimidarme y tratarme mal? —termino por ella—. Ya no soy una adolescente asustadiza, pero no hablemos de mí, cuéntame cosas sobre ti.

Nos sentamos.

—No hay mucho que contar, solo que he caído bajo el hechizo de los Hidalgo.

—Eso lo entiendo, pero veo que ya lograste que ese idiota admitiera sus sentimientos.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque estás aquí —le digo honestamente—. El abuelo Hidalgo es una de las personas más importantes para ellos, el hecho de que estés aquí dice mucho.

—He escuchado tanto de ese señor que quisiera conocerlo.

—Espero que lo conozcas pronto, es una persona maravillosa.

Nos quedamos conversando un rato, y entiendo por qué Ares se ha enamorado de esta chica. Es muy agradable y, Dios, sus expresiones son tan obvias, se puede ver lo que está pensando claramente en sus gestos. Me cae de maravilla. Finalmente, después de hablar un rato con ella, Ares sale de la habitación seguido por Artemis y Apolo. En el momento en el que los ojos de Artemis se encuentran con los míos, la incomodad llena el ambiente. Él aprieta los labios antes de darse la vuelta y alejarse por el pasillo. Mis ojos buscan los de Apolo, pero él los evita a toda costa, solo se limita a sonreírle a Raquel como saludo.

—Vamos por un café, el abuelo preguntó por ti, Claudia, deberías entrar cuando salgan mis padres. —Apolo me informa, aún sin mirarme y sigue a Artemis.

«¿Ley del hielo, eh?».

«Bien, Hidalgos, puedo lidiar con eso».

Ares tampoco me mira, solo toma la mano de Raquel.

—Vamos, bruja.

No sé por qué siento la necesidad de disculparme. Tal vez causé una situación desagradable sin querer y no lo manejé de la mejor manera.

—Lo siento.

Ares me mira.

—No fue culpa tuya. —Sé que lo dice sinceramente, Ares nunca miente—. La impulsividad de él jamás será tu culpa, Claudia.

Sé que se refiere a Artemis, él siempre ha sido el más volátil e impulsivo de los Hidalgo. Los veo alejarse, y el señor Hidalgo sale de la habitación junto a Sofía, quien ni se molesta en tener algún tipo de expresión en su estirado rostro. Quisiera decir que el descaro de esta señora me sorprende, pero, después de todos estos años, no sé a qué atenerme con Sofía Hidalgo. Juan me señala la puerta.

—Él pregunta por ti desde que se despertó.

Hay celos en su voz. ¿En serio? No creo que se merezca estar celoso del cariño de su padre cuando permitió que lo metieran en ese asilo. Juan me dedica una sonrisa amable y se aleja con su esposa. Entro para ver al abuelo Hidalgo en la camilla, mi corazón se arruga y corro a abrazarlo.

—¡Viejo testarudo! —Las lágrimas corren libremente por mi rostro, él me da palmadas gentiles en la espalda.

—Estoy bien, estoy bien.

Me separo de él, mis labios temblando por las ganas de llorar, tomo su rostro entre mis manos y beso su frente.

—Te quiero mucho, viejo testarudo.

Él pone sus manos sobre las mías. Y cuando me separo de él y nos miramos a los ojos, me sorprende ver lo húmedos que están; él nunca ha sido de llorar con facilidad.

—Yo también te quiero mucho, hija.

Hija...

Él parece leer la sorpresa en mi cara.

—¿Qué? Tú eres mucho más importante para mí que todos esos buitres que dicen llamarse hijos míos. Si no fuera por ti y por Apolo, no habría sobrevivido la soledad en ese asilo. —Sus manos acarician mi rostro—. Gracias, hija.

—Viejito... —Mi voz se rompe.

—¿Qué te parece si me llamas «abuelo» porque «papá» sería extraño, no? ¿O eso sería mucho? Entiendo que te incomode, ya eres mayor y...

Pongo la mano sobre mi corazón.

—Es un completo honor llamarte «abuelo».

Él me sonríe, sus arrugas se hacen más notables. Me quedo hablando con él hasta que se acerca la hora de que pase el último bus. El abuelo volverá a la casa Hidalgo mientras se recupera y yo no podría estar más feliz. Así puedo cuidar de él y no preocuparme de que esté solo en el asilo. Me despido de él con un fuerte abrazo y salgo de la habitación. Sofía Hidalgo está ahí fuera sola. ¿No ha vuelto el señor Juan? Ella se me queda mirando por un rato de pies a cabeza.

—Has crecido bastante bien, Claudia —comenta, pero no se me escapa ni por un segundo la malicia en su voz—. Deberías usar tus atributos para lograr lo que quieres y salir adelante. ¿Quieres ser una sirvienta toda tu vida?

Una falsa sonrisa se dibuja en mis labios.

—Jamás seré tan rastrera como usted, no gracias.

Ella se ríe.

—¿De verdad? Y yo que pensaba que ya te estabas tirando al viejo Hidalgo, agarrando el pez gordo y todo eso.

Aprieto los puños a mis lados.

—Está proyectándose en mí, ¿no? No todas somos como usted.

—¿Como yo? ¿O como tu madre? —Da un paso hacia mí—. ¿O es que pareces olvidar cómo vendía su cuerpo a cambio de droga barata? Siempre me pregunté si llegó a venderte a ti también, ya sabes. —La bofetada que le doy hace eco en el silencioso pasillo.

Hablo entre dientes.

—Puede decir lo que quiera de mí, pero jamás vuelva a hablar de mi madre.

—¿Quién te crees que eres para ponerme una mano encima? —me gruñe, levantando el brazo para golpearme, pero le agarro la muñeca en el aire. La suelto, manoteando su mano.

—Ya me voy, señora.

Sus ojos llenos de odio me dan una última mirada antes de darme la vuelta e irme. Apenas agarro el último bus, mis ojos viendo pasar todo el camino a la casa. Me alegra que ya esté en una posición donde no le temo a esa señora, ya no soy la chica que era hace cinco años.

Cuando llegué a la casa Hidalgo de mi clase extra de lectura, la chimenea estaba encendida, lo cual era inusual en pleno verano. Estaba a punto de pasar de largo a mi habitación cuando vi a la señora Hidalgo sentada frente a la chimenea.

—Oh, buenas noches, no la había visto, señora. —Trataba de mantener el mínimo contacto con ella.

—Claudia, a ti te estaba esperando —me dijo con una sonrisa poco natural—. Toma asiento. —Me ofreció el mueble frente a ella.

Obedecí y me senté frente a ella. Iba a preguntarle qué necesitaba cuando vi el pequeño diario en su regazo: mi diario.

—Sabes, no esperaba encontrar esto en tu habitación, solo pasé por curiosidad pero estaba ahí arriba de la mesita de noche, tan expuesto. —Sacudió la cabeza—. Para tener quince años, aún eres bastante tonta.

Tragué con dificultad.

—No debería tomar las cosas personales de los demás.

—Esta es mi casa, puedo tomar lo que a mí me dé la gana. —Abrí la boca para decir algo pero ella siguió—. Lo cual tú pareces olvidar, Claudia. Esta es mi casa. Os hemos acogido a ti y a tu madre, a pesar de todo... —hace una mueca de asco— todo lo que tu madre ha hecho en las calles.

—Y mi madre y yo le estamos muy agradecidas, señora.

—¿Sí? ¿Cuán agradecida estás, Claudia?

Su pregunta me provocó escalofríos.

—Mucho.

—Qué bueno, eso quiere decir que estarás dispuesta a hacer lo que te digo sin tantos peros —me dijo, abriendo una página del diario para leerlo—. «Artemis me ha tomado de la mano hoy de nuevo y sentí que mi corazón iba a explotar. La sostuvo por un rato y me puse muy nerviosa porque pensé que él iba a notar lo mucho que me sudaba la mano». Ah, qué tierno.

Bajé la cabeza, avergonzada. Pero ella no había terminado, pasó la página y siguió.

—«Artemis me ha invitado a ver los fuegos artificiales este fin de semana, dijo que tenía algo importante que decirme, espero que me pida que sea su novia. Aunque él es mayor que yo, y mamá se va a enojar, no me importa, lo que siento con él vale la pena. Yo sé que somos jóvenes pero lo que sentimos es de esos amores de verdad, como los de las películas».

—Señora, por favor.

—Sí, creo que ha sido suficiente, te hemos acogido en esta casa y ¿tienes el descaro de fijarte en nuestro hijo? —La frialdad en su voz era atemorizante—. Escúchame bien, Claudia, vas a alejar a Artemis de ti, él se irá a la universidad cuando termine el verano y seguirá con los planes que tenemos su padre y yo para él, y tú no te vas a interponer. ¿De acuerdo?

—Señora, lo que yo siento por él es de verdad, yo...

—Silencio. —Levantó la mano—. Si lo que sientes por él es de verdad, querrás lo mejor para él, ¿no? —Asentí—. Entonces, estamos de acuerdo, porque tú no eres lo mejor para él, Claudia, y lo sabes. La hija de una exprostituta drogadicta no es suficiente para un chico como Artemis.

—Creo que eso es algo que tendría que decidir él, no usted.

Su expresión se endureció.

—Oh, cuida tu tono, esperaba que lo hicieras por las buenas. —Suspiró dramáticamente—. Bien, será por las malas entonces. Ya lo he hablado con mi marido y, si no decides cooperar, desgraciadamente tu madre y tú tendrán que salir de esta casa esta misma noche.

El miedo congeló la sangre en mis venas. No, la calle otra vez no, los incontables hombres buscando a mi madre. Ella había estado limpia de drogas durante años, no podía permitir que volviera a ese mundo de nuevo. Y no teníamos nada afuera, ni siquiera suficiente dinero para dormir en un hotel esta noche. La señora se cruzó de piernas.

—Oh, ¿te he puesto en una situación difícil? Solo debes escoger, tu madre o este amor infantil que tanto describes en tu diario.

Por supuesto que escogería a mi madre, una y mil veces, y ella lo sabía.

—Está bien, señora, lo alejaré de mí como usted pide. —Me puse de pie porque podía sentir las lágrimas nublando mi visión—. Me voy a dormir.

Esa noche lloré en silencio hasta quedarme sin lágrimas, hasta que el pecho me dolía cuando tomaba una respiración profunda.

Cuando llegó el 4 de Julio, la noche de los fuegos artificiales, pasé la mejor noche de mi vida a su lado. Artemis me compró algodón de azúcar, un helado y hasta un cerdito de peluche por el que tuvo que pagar porque nunca pudimos ganarlo jugando a esos juegos de feria.

Llegó la hora de los fuegos artificiales y nos sentamos en el césped para observar el espectáculo en silencio. Le eché un vistazo a Artemis, su atractivo rostro iluminado por los fuegos artificiales... pero eso no es lo que me hace quererlo tanto, es quien es él conmigo, ha sido tan bueno, tan compresivo, ha estado en cada una de mis pesadillas, de mis momentos débiles, ha golpeado a los que me han acosado en la escuela por ser pobre o porque se han enterado de lo que solía hacer mi madre. Él siempre ha estado ahí para mí, con la calidez de su mirada y la paz de su linda sonrisa. Quería quedarme así por un buen rato porque sabía que después de esta noche, todo terminaría. Volví a mirar el cielo, absorta en los colores cuando sentí su mano sobre la mía. Mi corazón comenzó a latir como loco, pero no aparté su mano.

«No lo digas, Artemis, por favor, vamos a quedarnos así un poco más.»

Me di la vuelta para mirarlo, pero él se movió tan rápido que apenas tuve tiempo de registrar sus acciones. Me tomó de la cara y me besó, sus suaves labios presionados contra los míos, y sentí que me derretía ahí mismo.

Mi primer beso...

Me alegró tanto que fuera con él.

«Solo debes escoger, tu madre o este amor infantil que tanto describes en tu diario».

Contra todo instinto y con el corazón apretado lo empujé, alejándolo de mí. Fingí la mejor cara de indiferencia que pude, abrí la boca para decir algo, pero no pude, rompería a llorar si lo hacía. Su expresión herida me dolía tanto, lo observé levantarse y darme la espalda.

—Artemis... —lo llamé, mi voz rompiéndose, pero él ya se había alejado.

Lo siento, Artemis, lo siento tanto.

Después de llegar a la casa, subí a mi habitación. Mi madre estaba dormida y me senté a su lado, viéndola dormir. Ella ha cometido muchos errores, pero es mi madre, siempre la escogería a ella. Mis ojos recaen sobre mi mesilla de noche y veo al cerdito de peluche que Artemis compró para mí aquel 4 de Julio. Lo tomo con ambas manos, mi pecho apretándose con nostalgia y dolor.

—Sí quería ser tu novia, Artemis —le digo al peluche—. Sí quería estar contigo.