Capítulo extra
Dos años después del nacimiento de Hera
ARES HIDALGO
—Nada de dulces después de las nueve de la noche
Yo suspiro mientras Artemis procede a leerme un documento de cuatro hojas con indicaciones por ambos lados. Luce serio y concentrado, como un abogado brindando su defensa ante un jurado, con sus pantalones negros y su camisa blanca bien abotonada. Mi hermano siempre porta una elegancia increíble, aunque hoy también carga con unas inmensas ojeras debajo de sus ojos. Hera ha cumplido dos años, y al parecer es una edad bastante difícil. Por alguna razón le llaman los «terribles dos años».
—Artemis, la he cuidado antes, estará bien —repito por segunda vez, pero mi hermano me ignora y continúa con su lectura.
Me dejo caer en el sofá y comparto una mirada con Raquel, que está en el otro lado, con Hera sentada sobre sus piernas. Ella me dedica una mirada cargada de calma y me susurra:
—Déjalo, es normal.
Claudia baja las escaleras con una mochila y un vestido de verano. Al ver a Artemis leer el manual de instrucciones, pone los ojos en blanco.
—Artemis. —Ella se detiene a su lado y le quita los papeles de las manos—. Basta, ellos saben leer perfectamente.
—Pero...
—Pero nada, nos vamos. —Ella me pasa los papeles y me guiña el ojo—. Cualquier cosa, nos llaman. Y ya saben, Hera puede ser muy convincente. No dejen que haga lo que quiera con ustedes.
—Entendido.
Observo cómo Artemis se inclina y acaricia el pequeño rostro de Hera, con una devoción clara en sus ojos. Y eso me hace sonreír. Jamás esperé ver a mi hermano tan feliz; Artemis era un hombre frío, de expresión sombría y postura rígida hasta que Claudia volvió a su vida. Mis ojos caen sobre la pelirroja, que también le da un beso lleno de amor a Hera mientras se despiden de ella. Son una hermosa familia.
Raquel y yo compartimos una mirada profunda. ¿Tendremos algo así algún día? La pregunta se formula en mi cabeza y me toma desprevenido, así que aparto la mirada. Es demasiado pronto para pensar en algo así.
Raquel y yo nos quedamos solos con Hera. Y encendemos el televisor de la sala para ver algo que una niña de dos años pueda mirar. Hera juega con el cabello de Raquel y yo ruedo para quedar más cerca de ellas. La carita de Hera se ilumina cuando me ve y estira los brazos.
—Reeesss. —Así me llama, algunas veces logra meter la A ahí, pero me he quedado en Res por ahora.
Yo no dudo en agarrarla y ponerla en mi regazo, ella me abraza y entierra su cara en mi cuello con cariño. No puedo evitar sonreír, Hera es muy cariñosa y la verdad no tengo ni idea de a quién ha salido porque ni Artemis ni Claudia son la máxima expresión de cariño físico.
—¿Cómo es que eres el favorito cuando solo la ves en vacaciones y algunos fines de semana? —Raquel sacude la cabeza. El cabello le ha crecido mucho en los últimos meses, ya le roza la cintura.
Yo le muestro una sonrisa arrogante.
—Soy yo, ¿qué esperabas?
—Idiota.
—Bruja.
—Bruuaaah —dice Hera en murmullos y yo la levanto un poco para sacudirla con cuidado de forma juguetona.
—Así es, Hera, ella es una bruaaah. —Raquel me echa una mirada de pocos amigos. Y yo le saco la lengua.
Hera me agarra los cachetes, la nariz, el pelo, todo lo que puede en unos segundos y aprieta con fuerza. Tiene muy buena motricidad, eso seguro.
—¿La llevamos a dar una vuelta? —propone Raquel levantándose. Me la quedo mirando porque esos vaqueros se le ajustan perfectamente en los lugares indicados—. ¡Ares!
—Sí, vamos.
Sentamos a Hera en el cochecito de bebé. Le encanta salir a pasear por las tardes y está muy contenta. Al parecer es un hábito y algo que debe hacerse todos los días según el documento bíblico que preparó Artemis. Él y Claudia necesitaban un fin de semana largo a solas. Al parecer necesitaban un respiro de Hera y no los juzgo. No pudieron contar con la ayuda de los abuelos porque se iban a un retiro de verano, así que solo estábamos Raquel, Apolo y yo, pero mi hermano no llega hasta mañana de la universidad. Tardó más en empezar las vacaciones de verano.
Raquel empuja el coche y salimos a la acera de la calle; el atardecer tinta de naranja los pequeños árboles podados en las áreas verdes de la acera. Raquel suspira, parece perdida en un recuerdo. La brisa le mueve su largo cabello castaño hacia atrás.
—¿En qué piensas? —pregunto, metiendo las manos en los bolsillos.
Ella vuelve a suspirar.
—Recuerdo caminar por esta calle, llorando... por ti.
Eso me hunde el pecho. Recordar las veces que le hice daño al principio cuando luchaba contra lo que sentía me entristece porque ella no se lo merecía, nadie se merece ser herido de esa forma.
—Fui un verdadero idiota.
Ella me mira y me sonríe, y eso me mata porque Raquel nunca ha dejado de regalarme esa sonrisa genuina, nunca ha dejado de sonreír con todas las ganas sin importar lo que pase. Sin importar nuestros momentos difíciles en esta relación a distancia, ni cuando discutimos o nos reclamamos falta de tiempo o interés cuando estamos muy ocupados con nuestras carreras.
Me acerco a ella y la tomo del rostro, estampando mi boca contra la suya. La familiaridad de su sabor, de la textura de sus labios, me hace sentir completo, como si finalmente estuviera en casa después de un largo invierno solitario. Aún puedo sentir su calidez y ese amor tan puro en cada roce, sin importar el paso del tiempo.
—¿A qué se debe eso? —me pregunta cuando nos separamos y yo le beso la nariz.
—Te amo —digo con honestidad. Ella me toma la mejilla, intensificándose el brillo de sus ojos.
—Yo también te amo, dios griego. —Me da un beso corto y se gira para seguir empujando el cochecito de Hera. La veo dar unos cuantos pasos y me quedo ahí parado unos segundos. Ella se detiene al oír que Hera lloriquea un poco, y revisa que todo esté bien. La observo como tantas veces he hecho en el pasado. Ella saca a Hera del coche y la sostiene en sus brazos.
Esa pregunta vuelve a mi mente: ¿tendremos algo así algún día? ¿Una familia? Supongo que el tiempo lo dirá, pero ahora mismo, al verla levantar la mirada y sonreírme mientras sostiene a Hera en sus brazos, puedo decir con seguridad que intentaré con todo mi corazón compartir con ella mi futuro.
Con la bruja acosadora que solía verme a través de su ventana.