V

«Te he dicho que olvides ese nombre»

ARTEMIS

Después de una sesión rápida de sexo en la oficina, me separo de Cristina, ella baja su falda, respirando agitadamente. Arreglo mis bóxers y subo mis pantalones mientras ella se pasa la mano por la cara.

—Guau, hoy estás especialmente apasionado.

No digo nada y voy al pequeño baño privado a un lado de mi despacho, me aseo y acomodo mi corbata para volver a sentarme en mi escritorio.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunto, porque ella sabe que no me gusta que me visite en el trabajo.

Ella sonríe, levantando una ceja.

—¿Ahora preguntas?

La había atacado apenas había entrado por la puerta sin dejarla hablar, sin saludarla, sin nada. Necesitaba el sexo, necesitaba relajarme.

Ella se sienta al otro lado del escritorio.

—Solo quería verte, llevamos días sin vernos.

—He tenido mucho trabajo. —Y ella lo sabe, una de las razones por las que hemos funcionado es porque Cristina lo entiende todo, no exige, no se queja... Ella sabe cómo soy y se ha amoldado a eso.

—Lo sé, solo te extraño —dice suspirando.

Mis ojos se posan sobre ella y puedo ver cómo baja la mirada, en un intento de ocultar la tristeza en su expresión.

—¿Quieres ir a cenar esta noche?

Ella me mira, sonriendo de oreja a oreja.

—Claro.

Le dedico una sonrisa.

—De acuerdo, reservaré en algún sitio.

Ella se levanta, rodea el escritorio, se inclina y me da un beso rápido en la boca.

—Bueno, te veo esta noche.

La veo dirigirse a la puerta, saludar a Hannah, la gerente de compras de la empresa, que se acerca a mi despacho antes de irse. Hannah me dedica una sonrisa amable al tiempo que deja una carpeta sobre mi escritorio.

—Buenas tardes, señor.

—Buenas tardes, espero que sean buenas noticias.

—Sí, el buldócer está funcionando perfectamente, aquí le dejo los informes de las maquinarias, las piezas, el coste de la mano de obra..., si tiene alguna duda me lo hace saber.

Dejo salir una larga respiración de alivio, el buldócer es una de las máquinas más costosas que tenemos.

—Bien, muchas gracias.

Ella me sonríe de nuevo con amabilidad y se va. Involucrarme personalmente en cada pequeña cosa que pasa en la empresa está en contra de lo que me ha recomendado el médico para combatir el estrés. Según él, debo confiar más en mis trabajadores y darles más responsabilidades. Lo he intentado, pero no puedo. Me siento inmensamente responsable de esta empresa, mi padre ha confiado en mí y no puedo defraudarlo. Me paso la mano por la cara, enterrándome en la silla. Cierro los ojos, masajeándome las sienes. Estoy exhausto, mis noches de insomnio me están pasando factura.

—Qué vista tan desmotivadora.

La voz de Alex me sorprende y cuando abro los ojos lo veo de brazos cruzados sentado al otro lado de mi escritorio.

—Sin ofender, pero te ves fatal.

Alex es mi mejor amigo, nos conocimos en la universidad. Coincidimos en la misma facultad, pero él estudió finanzas. Cuando tomé el control de la empresa, lo contraté; es una de las pocas personas en las que confío. Relajo los hombros.

—¿Qué haces aquí?

Él sonríe abiertamente, su cara se ilumina. Alex es muy alegre.

—Siempre tan encantador. ¿No puedo visitar a mi mejor amigo?

—Estoy trabajando.

—¿En serio? Porque te ves como si estuvieras a unos segundos de morir por cansancio.

—Estoy bien.

—No iré a tu funeral si te mueres así.

Le dedico una mirada cansada.

—Estoy bien.

—Seguro. —Alex estira las manos hacia atrás para apoyar su cabeza mientras se pone cómodo en la silla—. Me encontré a Cristina en el pasillo, pensé que no mezclabas trabajo con placer.

Entorno los ojos.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que, obviamente, se veía recién follada.

—No hables de ella de esa forma.

Él quita las manos de detrás de su cabeza y las levanta en paz.

—Perdón, señor caballero. Estás de malhumor hoy. —Hace una pausa como si pensara—. En realidad siempre lo estás.

No digo nada y él solo me observa con atención; si hay alguien que me conoce bien es Alex.

—Estás más obstinado de lo normal. ¿Qué te pasa?

—Que no me pasa nada.

—Ahorrémonos toda la conversación en la que yo te pregunto si te pasa algo y tú niegas hasta que terminas contándolo.

—Creo que fui demasiado duro con alguien.

—No. —Él alza un dedo—. No lo crees. Si la culpa te está carcomiendo es porque fuiste demasiado duro con alguien. ¿Con quién?

Aparto la mirada, y me hundo todavía más en mi silla, Alex alza una ceja.

—No me digas que...

—Alex.

—Conozco esa mirada; fue Claudia, ¿cierto?

No sé cómo aún puede recordar su nombre.

—Te he dicho que olvides ese nombre.

Él pone los ojos en blanco.

—Es difícil olvidar el nombre que mi mejor amigo mencionaba cada vez que se emborrachaba su primer año de universidad.

—Eso pertenece al pasado.

Él asiente.

—Claro, claro. ¿Qué le hiciste?

Mi mente viaja a ese momento, al verla limpiando el té frente a mí, la escena completa me atormenta. No entiendo por qué tengo tanta rabia cuando estoy cerca de ella.

—Me golpearás si te lo digo.

Alex abre la boca en un gesto de sorpresa.

—Guao, fue realmente malo, ¿eh?

La expresión de Claudia me atormenta de nuevo, pero no digo nada. Alex me mira seriamente; todo rastro de juego ha abandonado su cara.

—Artemis, necesitas dejarla atrás, han pasado años, no puedes seguir guardando rencor por algo que pasó hace tanto tiempo.

—No tengo rencor, ya no siento nada por ella.

—Puedes mentirle a quien quieras, incluso a ti mismo, pero yo sé que eso no es verdad. La rabia, el descontrol que te rodea, viene de alguna parte.

—Es suficiente ya, cállate.

—Solo discúlpate con ella, pasa página y trata de tener una relación civilizada.

No le respondo, y me levanto para salir a dar la vuelta de rutina por la empresa.

Después de cenar con Cristina, la dejo en su casa y voy a la mía. Al cruzar la puerta me aflojo la corbata. Me paso la mano por el cuello tratando de calmar la tensión. Puedo escuchar ruido proveniente de la cocina, y con la intención de beber un poco de agua me dirijo a la misma. No he puesto un pie en la cocina desde aquella mañana que puse a Claudia en su lugar, no puedo negar el remordimiento que me carcomió después de eso, y ese uniforme... No pensé que le quedaría tan bien.

El sonido de su voz se esparce por la cocina, ¿está cantando? En silencio me paro en el marco de la puerta para observarla, ella está cocinando algo y cantando, usando la cuchara como micrófono. Una sonrisa involuntaria se forma en mis labios. Su voz suena muy bien y me trae recuerdos de nuestra juventud.

—¿Tienes algún sueño? —le había preguntado por curiosidad.

Ella meneó la cabeza.

—No, la gente como yo no se puede permitir tener sueños.

Arrugué las cejas.

—¿Por qué?

—Porque solo perdemos el tiempo ilusionándonos con algo que nunca podremos cumplir.

Tomé un sorbo de mi soda.

—Eres muy pesimista, ¿lo sabes, no?

—Y tú eres muy callado, ¿lo sabes, no?

Eso me hizo sonreír.

—No contigo.

—Lo sé, pero sí con el resto de la gente, necesitas hacer otros amigos.

—¿Te molesta ser mi única amiga?

Ella sonrió, poniendo un mechón de cabello detrás de su oreja.

—No, no me molesta.

Nos quedamos en silencio, estábamos sentados en la orilla de la piscina con los pies dentro del agua. Claudia comenzó a tararear una canción y entonces recordé lo mucho que le gustaba cantar.

—Ya sé cuál es tu sueño.

Ella movió los pies en el agua.

—A ver.

—Te gusta cantar, ¿no te gustaría ser una cantante famosa?

Ella bajó la mirada, perdida en el agua cristalina.

—Eso sería...

—¿A qué le temes? Admitirlo no causará ningún daño.

Ella se mordió los labios, pero finalmente me miró: sus ojos tenían un brillo obvio.

—Sí, ese podría ser mi sueño, pero si se lo dices a alguien lo niego. —Suspira antes de sonreír—. Me gustaría ser cantante.

Me pregunto si aún conservará ese sueño... ¿Y a ti qué te importa eso, Artemis?

Me aclaro la garganta para hacerle notar mi presencia, ella se congela, me dedica una mirada rápida y baja la cuchara para ponerla en el lavaplatos. Cuando se gira hacia mí, su expresión molesta me sorprende, pensé que estaría avergonzada, pero parece que eso no es lo que está en su mente ahora. Está molesta conmigo y tiene todo el derecho a estarlo.

—¿Se le ofrece algo, señor? —Lo helado de su voz me sorprende.

No está molesta, está furiosa.

Todo su lenguaje corporal indica que está a una palabra que la incomode de estallar e insultarme. Esa es la cuestión con Claudia, no la he intimidado lo más mínimo. Solo obedece y se muerde la lengua porque tiene que hacerlo para conservar su trabajo, no porque me tema, lo cual es novedad para mí. Hasta mis hermanos me temen un poco, pero no ella.

—Quiero un té —respondo, sentándome en la mesa de la cocina. Ella me echa una mirada tan fría que casi me hace bajar la cabeza—. Por favor —termino, aclarándome la garganta.

Ella suspira y lo prepara en silencio. Me quedo observándola, su cabello rojo está recogido en una trenza completa desde la frente hasta atrás, revelando las facciones de su cara perfectamente, aunque solo puedo ver su perfil. Masajea su hombro, haciendo una pequeña mueca de cansancio. Parece que ha tenido un día largo, ya somos dos.

El recuerdo que vino a mi mente hace poco me revive el sentimiento de culpabilidad con el que he lidiado últimamente por lo que pasó el otro día. Es una sensación desagradable y a la que no estoy acostumbrado, no suelo arrepentirme de las cosas que hago. Paso mi dedo por el borde de la mesa, distraído. Una taza de té aparece en mi campo de visión y levanto la mirada para verla frente a mí. Su mirada ártica me incomoda.

—Su té, señor. —No hay respeto o admiración en su voz, es solo disgusto.

—Gracias —digo, y la observo girarse para seguir trabajando en la cocina.

Tomo un sorbo y me quedo con la taza en la mano, mirándola. Los minutos pasan y me concentro en saborear el té. La sensación de que hice algo mal palpita en lo más profundo de mi mente. Como si ella sintiera mi mirada se gira hacia mí, con una expresión decidida, una mano sobre su cadera.

—Si vas a disculparte, solo hazlo.

¿Qué?

Es la primera vez que me habla tan informalmente y para mi sorpresa no me molesta. Ella debe leer la confusión en mi rostro, y su expresión cambia, como si hubiera dicho lo que estaba pensando en voz alta.

—Olvídalo.

Se dirige a la puerta de la cocina y antes de que pueda cruzarla las palabras dejan mis labios.

—Lo siento.

Ella se congela, pero no se gira, y se lo agradezco, eso me facilita decir esto.

—Lamento lo de la otra mañana, fue demasiado, fui un idiota, no ocurrirá de nuevo.

No espero una respuesta, la conozco, una disculpa no apaciguará su molestia tan fácilmente. ¿La conoces? Quieres decir, la conocías; ya no sabes nada de ella. Y no me interesa saber nada de ella tampoco.

—¿Lo sientes? —Se gira hacia mí, la rabia clara en sus ojos—. Me tratas como la mierda, me humillas delante de tu hermano y ¿lo sientes?

Me pongo de pie.

—Claudia...

Ella da tres pasos hasta la mesa, agarra el té y lo vacía sobre la superficie, se gira, va por un trapo y me lo lanza; apenas alcanzo a atraparlo.

—Limpie, señor. —Sus ojos negros brillan con furia, no puedo negar que me asusta un poco—. Y si vuelve a tratarme así, lo golpearé donde el sol no brilla. Disculpa aceptada.

Tenerla frente a mí me permite observar su rostro en detalle, tiene ligeras ojeras bajo los ojos, pero aun así sigue siendo jodidamente bonita. Limpio la mesa en silencio y ella me observa de brazos cruzados.

—Ya me he disculpado y he limpiado —digo al terminar—. Diría que estamos en paz —comento indiferente.

Ella tuerce los labios.

—Supongo, tratemos de tener una relación civilizada. Soy la empleada de esta casa, tú eres el hijo del jefe, punto.

¿Solo soy el hijo del jefe? ¿Es todo lo que he sido para ti? Bien, tú solo eres una empleada y nada más.

—De acuerdo —accedo, me dedica una última mirada cautelosa y desaparece por la puerta de la cocina.

Me deja solo con el recordatorio de la distancia que ella siempre ha puesto entre nosotros, una distancia tan inmensa que, incluso teniéndola frente a mí, me impide sentir su presencia.