La noche anterior a mi primera lectura en público no dormí bien. Me la pasé imaginando embarradas mías que más que imaginaciones eran presentimientos que tenían todo el derecho y toda la razón de instalarse en mi cabeza. Me conocían de tanto andar conmigo para toda parte viéndome hacer el ridículo. La desconfianza que me tengo se cogió confianza y por eso pensé que si yo fuera el conocido mío, por mi bien, por el de los dos, no me hubiera invitado a leer mi cuento en ese evento tan importante en el teatro de la Universidad de Antioquia.

En la mañana me prometí no defraudarme ni equivocarme escandalosamente y me di la oportunidad de confiar en mí. De repente recaía en el negativismo y la desconfianza, así hubiera practicado tanto mi intervención. Entré a la universidad y como sentí el error y el ridículo más cerquita consideré la opción de devolverme para la casa. Al fin y al cabo nadie me conocía y tampoco nadie iba a ir al evento a verme a mí, el aperitivo, un simple telonero, el partido preliminar. La gente, que seguro llenaría el Camilo Torres, iba por el maestro sin saber ni siquiera que yo había nacido.

Faltando una hora me acerqué al teatro y miré por la ventanita por donde entregan las boletas. En esas, viéndome asomado como si espiara a una mujer desvistiéndose, apareció una muchacha al fondo moviendo la cabeza de un lado para el otro. Caminó hacia la ventanita con paciencia y cara de pesar por mí y me dijo:

—Se agotaron.

Yo me inventé una cara que quería decir «qué falla» o «ni modo» y me alejé un poquito. Ella regresó al fondo. Luego caminé hasta la ventanita que estaba al otro extremo donde había una cara pegada a las barandas que parecía encarcelada. Yo me quedé mirándola sin decir palabra mientras pensaba que una cara encarcelada era un buen personaje para mi próximo cuento.

—Se nos acabaron desde ayer.

Yo iba a repetir la cara de «qué falla» o «ni modo» y me iba a ir a otra ventanita a ver si alguna otra cara me reconocía y se alegraba de verme y me abría el teatro, pero como no había más ventanitas tuve que decir:

—Yo soy Chiquito, el cuentista.

—¿Quién? ¿Quién me dijo que es usted?

Quise decirle que yo, el mejor cuentista de mi barrio, o de la cuadra, por lo menos, o de la casa para no sonar muy sobraíto, pero simplemente le dije:

—Yo.

—Sí, claro, señor… Yo sé que usted es usted, pero ¿quién es usted?

Le dije quién era y a qué iba, pero como yo no tengo cara de nada no me creyó ni poquito. Luego le hablé del conocido mío, y la mujer, después de repararme, se puso a buscarme en las letras de un cuaderno. Enseguida pegó para adentro a averiguar algo. Yo miré la ventanita sin la cara de ella y se me ocurrió un cuento sobre una cárcel de caras descarriadas de donde se volaba la cara que me estaba atendiendo. Al momentico medio se abrió la puerta del teatro y apareció la cara encarcelada montada en un cuerpo muy bonito.

—Qué pena con usted… Bien pueda, siga.

Yo la seguí hasta una piecita que antes había sido un baño y ahora hacía las veces de camerino. Me invitó a sentar en una sillita humilde y autista que no se achicopalaba por ser anónima y estar en un rinconcito al lado de un orinal. La sillita parecía estar escondiéndosele a un sillón arrogante y pispo que estaba al frente marcado con el nombre del maestro. Yo no busqué mi nombre ni nada en la parte de arriba de mi sillita para no irme a despedazar el ego y me hice el que sabía que para ella también había letrerito con mi nombre. Ese letrerito que no había me emocionó mucho. La mujer de la cara encarcelada me pidió que la esperara, que iba al baño. Aunque yo tenía muchas ganas me las aguanté para que ella no fuera a pensar que yo era un envidioso.

Apenas salió saqué de mi libro de Felisberto Hernández la hoja con mi cuento y me paré frente al espejo. A la vez que leía, con el tono de voz que había escogido y practicado durante un mes entre muchos otros tonos que fui descartando, miraba de reojo a la puerta por si se les daba por entrar a la mujer de la cara encarcelada y al conocido mío. Luego leí el cuento varias veces sin ponerle atención a las palabras ni a lo que ellas decían. Eso era lo de menos. Me concentré en las manos, en los pies, en los gestos a ver si se comportaban como había ensayado. Mi nueva forma de ser me salía espontánea, como si hubiera nacido conmigo.

Me sentía interesante viendo en el espejo a ese yo distinto al yo que había sido durante cuarenta años. De pronto me angustié pensando que como mi cuerpo se había aprendido de memoria una nueva manera de ser, era muy probable que olvidara la manera de ser de toda la vida. Entonces quise poner el tono de siempre y la entonación de siempre y moverme y pararme y agarrar la hoja como el yo de siempre, pero desistí por el puro susto de olvidar el yo que había practicado tanto. «A mi cuento le luce más el yo nuevo», pensé y enseguida, palito de queso en mano como micrófono, me imaginé que yo era el público que me estaba viendo a mí en la tarima y no pude evitar pensar lo que seguramente pensaba la gente: «Tiene chispa». Yo le creí y me sentí muy agradecido por su generosidad. Cuando iba a reiniciar la rutina apareció el conocido mío que me había invitado y tuve que pegarle un mordisco al palito para disimular.

—Tenía mucha hambre —le dije como si me estuviera disculpando.

El conocido mío se quedó mirándome sin decir palabra. Yo me hice el tranquilo para que él creyera que yo era un hombre de esos que nacen, crecen, se reproducen, mueren y reencarnan sin miedo y no desconfiara de mí tanto como yo desconfiaba de mí. Puse cara de seguridad y después le exhibí, como lo había ensayado también, una cara de sobradez impresionante que aprendí viendo fotos y videos de argentinos. Él, en cambio, se veía inseguro, intranquilo por mí, desconfiado. Por eso intenté calmarlo.

—Contá hasta diez y respirá profundo —le dije mirándolo fijamente a los ojos y con las manos sobre sus hombros—… Tenés que confiar en vos, en tus elecciones.

No hablamos en mucho rato. Mientras él comía uñas y se agarraba la cabeza y miraba la puerta y miraba el celular y me miraba a mí con desconfianza yo me preguntaba por qué el conocido mío me había invitado a mí, un escritor que no había escrito nada, solo una página en veinte años, habiendo tantos escritores que escriben. Se me ocurrió que tal vez era porque yo no cobraba ni un peso y porque por traer al maestro había caído en la quiebra. «Qué rico tener plata para colaborarle», pensé.

—Si es por mi cuento no te preocupés —le comenté al conocido mío mientras le masajiaba la espalda—… No te preocupés, que llevo años buscando por todas partes de dónde fue que saqué yo esa inteligencia, que a veces pienso que no se me pudo ocurrir a mí, y nada, por ningún lado. ¡Parece como que mi cuento sí lo escribí yo!

Al rato, cuando la bullita de la gente empezó a agarrarse confianza y a meterse por debajo de la puerta, el conocido mío salió despavorido. Apenas se fue me asomé por la línea delgadita de la puerta entreabierta para espiar el teatro. No cabía ni una almita flaca de lado. En la última fila vi una silla vacía que me tranquilizó un poquito. «Una persona menos que va a hablar mal de mí a la salida», pensé. Cerca de la silla estaba la mujer de la cara encarcelada comiéndose las uñas. Cuando se dejó venir yo salí a la carrerita y me senté en mi silla y me volví a hacer el tranquilo. Un rato me entretuve viéndola caminar de una pared a otra, ansiosa como si se le hubiera escondido la salida.

—¿Le pasa algo?

—El maestro está perdido por el Pueblito Paisa —dijo y siguió comiendo uña—… Y ya la gente empezó a acosar.

En ese momento me dio envidia porque nunca en la vida nadie se había comido las uñas por mi culpa. Al poco tiempo entró el conocido mío y la acompañó a comer uña, pero de la mano de él. Fumaban cigarrillos apagados porque en el camerino había un letrero que decía que ese era un espacio libre de humo, miraban el reloj y hacían puras caras espontáneas de preocupación. El conocido mío hablaba por tres celulares a la vez.

—Se va a ir la gente —dijo él.

—O tumban el teatro —comentó la mujer de la cara encarcelada—... Estamos en la Universidad de Antioquia.

Me quedé mirándolos y sentí lástima y compasión por ellos, tanta tanta que casi casi me ofrezco a ir a buscar al maestro.

Me paré al frente de la puerta y por una aberturita el ojo derecho se puso a ver gente mientras el izquierdo, consciente de que no tenía panorama, resignado, se quedó cerrado para no desconcentrar a su compañero. Lo primero que vio fue a un señor mirándolo fijamente que daba la impresión de que pensaba: «El ojo de un famoso». Yo, no puedo negarlo, me sentí importante. «Si ahorita me va bien y me vuelvo famoso los escritores malos, envidiosos y estancados van a formar colectivos para atacarme y me van a odiar sin yo hacer los méritos necesarios», pensé, porque no es sino que a un desconocido lo empiecen a conocer para que la gente lo odie y lo ataque y lo publicite sin querer y lo desconozca sin conocerlo.

—Que salga él mientras tanto y los entretenga —alcancé a escuchar que dijo la mujer de la cara encarcelada.

Ese comentario me alebrestó el miedo y la desconfianza. Desconfié de mis piernas porque las conocía y facilito en un momento de presión podían salir corriendo sin importarles ni poquito que yo quedara mal con mi público. Desconfié de la tarima porque había visto por televisión que algunas tenían el vicio de hacer caer a la gente nerviosa, sobre todo a las reinas de belleza. Desconfié de la hoja donde vivía mi cuento porque de pronto en plena lectura a los renglones les daba por brincar o moverse bruscamente para que me los saltara y la gente dijera que yo era un tipo incoherente. Desconfié del cuento que me había inventado porque quién sabe quién se lo había inventado antes. Desconfié del viento por lo que podía hacer con la hoja. Desconfié de mis manos porque sabía de otras que quebraban jarras y vasos y agitaban el micrófono y tumbaban cosas por estar temblando a toda hora por culpa del susto. De tanto desconfiar desconfié de todo lo que había ensayado porque desconfiaba de mi memoria, maldadosa y desmemoriada, que no se me hacía extraño que me borrara la información relacionada con mi nueva forma de ser.

—¿Qué sabe hacer aparte de escribir cuentos? —me preguntó el conocido mío mientras charlaba a la vez por los tres celulares y con la mujer de la cara encarcelada personalmente.

—Varias cosas.

—¿Qué cosas?

—Si le contara.

De repente me vi caminando delante de él. Me empujaba como si yo fuera una nevera grande y pesada ranchada en no querer entrar a su nueva casa. Sin darme cuenta aparecí andando solo por un caminito de tapete rojo que dividía al público en dos. Era una especie de lengua larga y bien cepillada que conducía a la tarima. A medida que avanzaba sentía que me estaba internando en una boca que me tragaría sin misericordia. A pesar de los nervios mis pasos eran idénticos a los que había entrenado. Mi actitud era arrolladora y mi seguridad extrema, tanto que me dio por pensar que si un inseguro me veía iba a reflexionar sobre la inseguridad que venía llevando e intentaría cambiar su manera de ser para parecerse a mí.

Nadie se movía y el vocinglerío se fue apagando, y luego los cuchicheos mientras hacía mi entrada triunfal. Mis pasos salían espontáneos, como si no se acordaran de que eran producto de un arduo entrenamiento. La gente estaba indecisa, no sabía si aplaudirme o solo mirarme. Me acerqué al atril para que el público pensara que yo era el muchacho de la prueba de sonido. Yo iba a agarrar el micrófono y decir «undostresprobandoreprobando», pero me arrepentí porque, ¡ay!, de pronto me cogía la fuerza. Luego caminé hasta el centro de la tarima, miré a los asistentes y doblé el cuerpo como la gente famosa cuando termina un concierto para que la ovacionen. En ese momento todos supieron que yo era un desconocido famoso y arrancaron a aplaudir.

Me senté en una silla que estaba al frente de una mesa cargando un letrerito con mi nombre. Ese letrerito hizo que sintiera un gran compromiso conmigo, con el público y sobre todo con la persona que había invertido su tiempo haciéndolo. Después me puse a ver gente y para mi desgracia, en la primera fila, mis ojos se encontraron con Chigüira. Al lado estaban mamá, el abuelo, la tía Yiyi y el primo Pelufo. En la fila de atrás las manos de don Tedio y de otros vecinos me saludaron.

De un momento a otro Chigüira empezó a gritar mi nombre en corito, con los mismos gritos que pegaba cuando de niño la acompañaba a mercar en la plaza y me quedaba elevado viendo gente, y después chicanió conmigo diciendo a todo taco que yo era figólogo. «Filólogo, a mi pesar», la corregí en la mente. Me hice el que no la escuchaba y entonces ella batió las manos de una manera que me hizo pensar en un ventilador con un bigote que cualquier ventilador adolescente quisiera para él. Rápidamente toda la familia imitó a Chigüira, pero me hice el loco porque si los saludaba iba a ser un hombre más terrenal, menos inalcanzable e importante, más bárbaro. En ese momento la tía Yiyi me empezó a mirar de una forma que delataba este pensamiento sobre mí: «Se le subieron los humos a Chiquito».

Mientras esperaba que llegara el maestro, o que el conocido mío o la mujer de la cara encarcelada me dijeran que leyera el cuento, cruzado de brazos como estaba establecido según la rutina ensayada, practicada y aprendida durante un mes, sin que nadie lo notara para que no fueran a decir que yo era un falso espontáneo, un impostor de la postura, repasé mi nueva forma de ser.

Agarré la jarra y llené el vaso de agua igual a como lo había entrenado sin meter la pata. Luego tomé del vaso sin cometer ningún error y me fui cogiendo confianza. En un segundo me descuidé y la espalda aprovechó para inclinarse haciéndome quedar como un maletón delante de toda esa gente derechita. Antes de que se cogiera confianza la desconfianza y me obligara a cometer estragos superé el percance rápidamente enderezándome y ahí, espalda erguida y frente en alto sin ceño fruncido, me di cuenta de que tenía unas habilidades extraordinarias para desenvolverme en público que ni mejor dicho. Muy motivado conmigo me ilusioné con un futuro exitoso que estaba empezando a construir y me visualicé, emocionado, en un escenario donde caían tangas y brasieres lanzados por mi fanaticada excitada en el momento de yo pisarlo. Enseguida me vi entrevistado por Julito y recibiendo en el culo, qué maravilla, la pataíta de la buena suerte de don Jorge Barón.

De pronto el conocido mío llegó al atril y se puso a leer un montón de hojas escritas de una manera tan complicada que seguramente escapaban a la propia comprensión de la persona que las había escrito. Yo no tenía previsto bostezar, pero tanta carreta me modificó el libreto. «La lectura en público es aburridísima», pensé con conocimiento de causa, y por eso entendí a los demás bostezadores despiertos que se merecían toda mi admiración, pues me había dormido todos los festivales de poesía de Medellín y los espectáculos de lectura en público.

A pesar de eso me dio mucha angustia de solo pensar en lo triste y traumático que sería para mí que una sola agobiada y doliente humanidad de esas se echara un sueñito mientras yo leía mi cuento corto. Viendo gente («Que en paz descanse», me dije mientras lo veía y le daba la razón) me encontré con el primer dormido, que, sin culpa, pobrecito, me alborotó la inseguridad y me trajo a la cabeza el cuento del primer concierto de piano de Felisberto Hernández. «¿Y si se duermen todos?», preguntó el masoquista que yo tengo adentro. Después el conocido mío dijo pasitico, agachando la cabeza como un penoso regañado, solapado, en una especie de letra chiquitica de contrato, que el maestro se había perdido por ahí y no iba a venir. La gente gritó y chifló enfurecida.

Yo me alegré por ellos porque se habían salvado de escuchardormir una perorata sobre lo nefasto de perpetuar la especie humana; lo muerta de la dicha que vivía la gente que no había nacido, viviendo en la paz de la nada; el animal como prójimo, la inexistencia de Dios y la retahíla de insultos contra Colombia, el presidente, el papa y los humanos, incluidos nosotros, como si nos conociera y le constara. Luego voltió a mirarme y leyó un montón de cosas sobre mí que yo ni sabía de mí, pero que me pusieron muy orgulloso. Cancherito, me aplanché el cachaco con las manos mientras me sonreía por dentro y los miraba a todos, tenía motivos, me lo merecía, por encima de los hombros.

—La vida me vive amargando la vida —el conocido mío leyó el título de mi cuento y me señaló—… Adelante, maestro Chiquito.

La gente aplaudió por pura urbanidad y costumbre. Me paré, me quité la cachucha para devolverles el gesto y doblé mi cuerpo como al principio. Chigüira gritaba mi nombre y aplaudía como si no se acordara de las veces que le había dicho que era muy fea, que tenía más bigote que Pancho Villa y que la comida estaba maluca. Prendí el micrófono que estaba en la mesa y, como lo había ensayado, no lo probé con palabras sino con tres golpecitos con el dedo gordo de la mano derecha, al que había encomendado esa misión. Si al micrófono le daba por no sonar, también estaba en mi libreto, los cinco dedos de la mano izquierda entrarían, uno por uno, del gordo al chiquito, a respaldarlo. Si seguía sin sonar entraría yo en persona a pedirle ayuda a un experto. Sonó. Tomé agua como sabía.

Yo tenía una frase redactada en mi memoria para ganarme al público y caerle bien de entrada por si no les gustaba el cuento de todas maneras me aplaudieran y a la salida me pidieran autógrafos, pero cuando le llegó su turno la frase no quiso salir. La busqué por todo lado haciendo fuerza interna antes de que se volviera olvido. «Está escondida y el recuerdo no la encuentra», pensé y entonces dije otra que se me ocurrió:

—Los que se vayan a ir, por favor háganlo en silencio para que no despierten a los que se quedan.

La gente se estregó los ojos, suspiró y anidó en las sillas pensando tal vez que era hora de la siesta. Yo quería decirles que me disculparan, que sabía muy bien que la lectura en público era aburridísima, un pecado mortal, una especie de marea alcalina o mal del puerco, una falta de respeto con el respetable, un invento para juntar gente miserable para sacarle plata, un somnífero, que conocía personas que sufrían de insomnio y, como terapia, les recetaban recitales de poesía o lecturas en tabernas y que lo peor de todo era que se aliviaban, que yo no tenía la culpa, que si algo le reclamaran al conocido mío que me había invitado, pero lo que dije fue:

—Tranquilos —y levanté la hoja para que vieran que no iba a abusar—… Es un cuento corto, una paginita nomás.

Cuando caí en cuenta de que mi comentario me hacía indigno se me alborotaron la desconfianza que me tengo y el susto que me vive persiguiendo para molestarme y hacerme cometer errores. Las manos se me salieron del libreto improvisando un temblor que me impedía agarrar bien la hoja y el micrófono, y que los pies y la mandíbula imitaron para no quedarse atrás. Para despistar a la desconfianza y al susto miré a la gente y me la imaginé empelota. Luego suspendí porque de pronto me excitaba e iba a salir muy mal parado del evento. Miré la hoja y me tranquilizó un poquito que las letras siguieran ahí acostadas, inmóviles, como lo había practicado. Los renglones cooperaban quedándose quietecitos.

—La vida me vive amargando la vida —leí lentamente.

Esperé unos segundos, como estaba definido en mi libreto, para que la gente digiriera el título, le echara cabeza, lo disfrutara, elogiara el juego de palabras y me perdonara y me aplaudiera con efusividad si el cuento no les gustaba. También había practicado en la casa un pensamiento para ese instante, que pensé, no mío, sino del público: «Si el cuento es malo, noliase, el título lo salvó». Luego de lo que había pensado el público en mi mente tomé aire y más tranquilo comencé la lectura.

El silencio hizo que yo me sintiera la respiración. No le paré bolas a ese inconveniente que me incomodaba y me distraía y continué leyendo. Si el cuento hubiera tenido un tiempo muerto lo habría aprovechado para recriminarme mi falta de planeación ante posibles inconvenientes como ese. Lo hice al otro día. Fui rudo y severo conmigo. Es que no hablaba bien de mí que no hubiera ensayado en el mes que tuve de entrenamiento una respiración distinta, sin sonido, una respiración callada del todo. Leí despacito y con mucho cuidado para que los ojos no se me fueran a resbalar de un renglón a otro. Cada vez, también lo había entrenado, para generar tensión y esas cosas, leía más, más, más, más despacio, como empujando un carro varado, hasta que, más adelantico, en pleno clímax de la historia, qué falla, me pasó eso tan maluco que me pasó.

Afuera del teatro no estaban ni mi familia ni la gente del barrio esperándome, precisamente en ese momento de mi vida, cuando más los necesitaba. Yo miraba para el piso sin prestarle atención a las risitas de la gente ni a los comentarios. De repente sentí miles de ojos encima y me dieron puras ganas de ponerme a llorar. Caminé hacia la cancha de fútbol con el andado desgarbado de toda la vida. Las manos, en cambio, se meneaban elegantes, armoniosas, amañadas con mi nueva forma de ser.

Me senté en una banquita al frente de un partido de fútbol entre el Instituto de Filosofía y los señores del aseo. A veces cuando yo me sorprendía comiendo uñas recordaba a la mujer de la cara encarcelada y por ahí derecho al conocido mío y me daba pura pena con ellos por haber hecho lo que hice sin querer. En la banquita del lado se hicieron dos muchachas que ni mandadas a hacer. «Para chuparse los dedos», pensé. Y luego me dije: «No son de la Universidad de Antioquia».

Me miraban de reojo, se decían secretos, se tocaban con el codo y a veces se les salía la risita. Estaban felices viéndome y dándome casquillo. Si yo en ese momento no hubiera sido yo me les hubiera arrimado y pedido el teléfono. Cuando el partido se acabó volví a recordar lo que me había pasado y me puse muy mal. Alegué un rato conmigo, me dije cosas feísimas sin medir bien las palabras, me hice daño sicológico, me recriminé por haber hecho lo que hice en el teatro y cuando me cogió la noche me paré para irme.

Caminé sin afán por el frente de las muchachas para darles tiempo de que me disfrutaran e inventaran un piropo. Sin pena ni permiso ni disimulo ni nada me manosiaron con los ojos. A pesar de que yo tenía dos maneras de caminar, la nueva y la de toda la vida, las piernas se me comportaron muy mal e improvisaron otra más torpe. Trastabillé varias veces, como si esos ojos me pusieran zancadillas. Más adelante, cuando ya no me veían, me dio por pensar que la miradera y el murmullito y la guachafita de ese par no eran porque yo les parecía lindo, aunque uno nunca sabe, sino porque leyendo mi cuento corto en el teatro, delante de tanta gente, me había quedado dormido.