Cuando me cansé de tocar, una mano misteriosa se asomó por la puerta del garaje y me dijo que fuera. Yo le obedecí a la mano que me llevó hasta donde estaba una señora más bastantona de la cuenta que era la dueña de la mano. Me dio un pico en la mejilla y antes de que yo dijera algo se puso un dedo parado en la mitad de los labios.
—Los niños no saben nada —dijo pasitico y señaló una pared que nos separaba de unas voces chiquitas que la atravesaban a punta de gritos—. Es una sorpresa.
Lo primero que hice fue mirar con atención a la dueña de la mano, que estaba metida en un vestido rojo que me hizo pensar en el Transmilenio con gente apretada adentro sacándole tumores y saliéndosele por el escote. Luego me puse a esculcar el garaje con los ojos y dudé de que en vez de estar en la legumbrería de don Braulio me hubiera metido al Jardín Botánico. Las frutas, las verduras y un montón de matas sospechosas me miraban con desconfianza a pesar de que yo fuera tan flaco, y yo las miraba a ellas con distancia, como si fueran un bosque que vivía en un garaje donde podían haber camuflados por ahí, escondidos entre el cilantro, el brócoli o la lechuga, animales salvajes y, uno qué sabe, en esta inseguridad que vivimos, guerrilleros diminutos.
—Acá hay una millonada en revuelto —le dije y le pegué un mordisco al pastel de pollo que venía conmigo desde la casa.
La mano que me invitó a entrar alzó el dedo que había estado parado en la mitad de los labios y señaló un cuadro de una ensalada toda violenta que estaba matando a un señor que estaba matando a un marrano, con un letrero que advertía que comer carne mata. Enseguida la gorda me decomisó el pastel de pollo, lo envolvió con fastidio en una chuspita y lo guardó en un cajón. «Me está molestando por molestar», sospeché y le sonreí. Luego le echó llave al cajón, y a mí, también por molestar, me dio por pensar: «¿Será que piensa que el pastel les puede hacer algo malo a las frutas y a las verduras?». Me agarró de gancho y me llevó por un corredorcito hasta el fondo. Abrió la puerta que separaba el bosque de un lugar donde había un poco de niños fregando la vida y haciendo chacota y cuando no vio ojos que nos vieran me jaló del brazo y en cuestión de segundos aparecí en una pieza donde vivían puras cosas viejas, feas, abandonadas, de mal aspecto, deplorables, dejadas, sin personalidad, como si no se quisieran: cosas sin autoestima.
De repente a la bullita de los niños se le subió el volumen, mutando a bullaranga en cuestión de segundos, y a mí, como yo nunca en mi vida había animado una primera comunión, se me metió muy adentro el susto. Al momentico una voz amplificada anunció la entrada triunfal de un personaje muy especial y la bullaranga pasó ligero a ser otra palabra más bullosa. La mujer Transmilenio me entregó el disfraz y yo dejé el cachaco, la cachucha y el libro de Felisberto encima de una mesita. Mientras me lo ponía me puse a recordar el tiempo en que fui niño. «El recuerdo más lindo de mi infancia es que mis papás me mantenían», pensé viéndome veinte, treinta años atrás. Y al instante pensé, viéndome veinte, treinta segundos atrás: «Como ahora, como siempre, como toda la vida». Después intenté adivinar, como los niños, quién era ese personaje maravilloso que estaba describiendo la voz amplificada, pero no pude dar con él.
—¿René Higuita? —me arriesgué a preguntarle a la vigorosa mujer.
—No, usted.
Sabiendo pues que yo era el personaje especial, el alma de la fiesta, me decepcioné por los niños, pero a la vez me sentí muy importante porque nunca en la vida había sido una sorpresa maravillosa que se esperara con tanta emoción y, además, y eso aumentaba mi responsabilidad, que la anunciaran por un micrófono tan bonito y tan platiado y que hablaba tan duro.
La mujer bastantona me sacó de la pieza donde vivían las cosas viejas sin autoestima y me sentó en un sofá al que se le notaba el cansancio de soportar tanta gente pesada en la vida, que estaba afuerita cargando a un ciego que yo no sabía que era ciego. Para distraerme del susto me puse a hablarle, pero el hombre parecía mudo. A lo lejos, por donde yo había entrado, pero del otro lado de la pared, se escuchaban vocecitas inconformes porque, según ellas, la personita que le estaba poniendo la cola al burro veía por debajo de la venda. En un solo intento le había puesto la cola al burro donde los burros llevan la cola y no en el hocico o en un ojo o en la pared o en el bluyín de algún atravesado.
—¿Cómo la ve, pues? —le dije al ciego sin saber todavía que era ciego—. Los niños vienen con la trampa incorporada.
Como no dijo ni mu, para integrarlo, pensé decirle que lo mejor en estos juegos era conseguir, así cobrara caro, a un ciego auténtico, de verdad verdad, para que la cosa fuera más limpia y transparente y real y no hubiera espacio para el chanchullo. No le dije nada.
Él, a pesar de que los ciegos son despilfarradores de palabras, no abrió la boca en todo ese rato. Ni se mosquió siquiera. Parecía obligado a estar en la fiesta, incómodo, asustado, enojado, repelente, triste. Entonces le hablé de otros temas más interesantes. Cuando le estaba cogiendo rabiecita por antipático fue que me di cuenta de que el ciego tenía los ojos malos de por vida. Así y todo le hice muecas por si de pronto se estaba haciendo el dormido con los ojos abiertos. A partir de ahí, dudoso, empecé a hablar de temas interesantes para ciegos.
De pronto mi cuerpo empezó a deslizarse hacia el lado donde no estaba el ciego que yo ya sabía que era ciego, como si hubieran inclinado el sofá. Yo quise agarrarme de él, pero me dio cosa despertarlo. Al poco tiempo quedé sentado en medio muslo de un hombre redondo que parecía muchos hombres gordos empacados en uno.
—Don Braulio, el amigo de su papá, el señor de los aliños —se presentó—. ¿Usted es el que estudió filo, nojerto?
«Eso no se estudia, eso se aguanta por haber estudiado lo que estudié», pensé decirle, pero mejor le di la mano mientras me fui quitando de su muslo. Después me anclé con mucha brega en la mitad del sofá donde estaba antes de que él llegara.
—Yo sí lo he oído mentar —le dije—. Usted en Envigado es más famoso que don Mesa y Pablo Escobar juntos.
Nos quedamos callados un rato. Pensé decirle, para entrar en confianza, que el ciego dormía con los ojos abiertos para engañar a la gente, pero me aguanté el comentario. A fuerza de lidias don Braulio se levantó. Mientras se le llenaban los pulmones al sofá, el hundido me hizo pensar que el mueble sufría. Cuando recuperó la figura me alegré por él. En esas apareció la gorda que me había decomisado el pastel de pollo y le dio un pico en la boca a don Braulio. «Llevan mucho de casados…: tienen la misma cara y el mismo cuerpo», deduje.
—Ya venimos por usted —dijo ella.
—Espere ahí —dijo don Braulio— que le quiero presentar al niño.
Yo les dije que bueno, me alejé del sofá y me recosté contra la pared. Caminaron despacio, pegaítos, como con ganas de abrazarse a pesar de que los brazos, por culpa de la amplitud, no les alcanzaban. «Un gordo vale más que un flaco, sinceramente», me dije y me puse a echar cuentas de la cantidad de plata que cada uno de ellos valía por dentro.
Tuve tiempo de imaginarme al niño. A una pelota destemplada le puse manos y piernas corticas a punto de estallar. Luego le encaramé a la pelota una cabeza y en ella acomodé una carita de la que se desprendía una papada monumental que bajaba hasta las tetillas, que en la pelota no eran exactamente tetillas sino dos pelotas que cualquier mujer en el mundo quisiera para su pecho.
Dos señores pasaron cargando el sofá con el ciego abordo y me distrajeron la imaginación. Soltaron el sofá en el patio y de inmediato sonó un estruendo de aplausos. «Ser ciego debe de ser hasta bueno», me dije y cerré los ojos un rato para ver si no ver era rico. Cuando los abrí, parados frente a mí había dos bultos.
—La pintica mía —dijo don Braulio y le sobó la cabeza a un bultico señero. Luego agregó con ese amor que hace mentir a los papás así crean que están diciendo una verdad absoluta—: ¿Cierto que muy lindo?
«¡No cierto que no!», pensé y de una quise decirle que sí, no porque fuera verdad, sino porque viéndolo ahí paraíto creí que todavía me lo estaba imaginando. El bultico era igualito a como me lo había inventado, incluso más igual de lo que era realmente. Para no partirle el alma, dije:
—Se ve que es muy inteligente.
Don Braulio, muerto de la dicha, me dijo que quedaba en buenas manos y entró al baño. Yo, asombrado no solo porque me lo había imaginado muy bien, sino porque se estaba comiendo un brócoli como si fuera una chocolatina, me quedé mirando al bultico. Tenía cara de llamarse Miguelito y cuerpo de llamarse don Plácido o don Antonio o don Argiro. «No hay cosa más triste en la vida que ver a un niño comiendo brócoli», pensé y me guardé esa imagen devastadora para mi próximo cuento.
—¿Te gusta el brócoli, criatura?
—Papá come muchas putas —dijo y señaló la puerta del baño—. Se va a demolar.
Me recosté contra la pared y alargué los oídos hasta donde estaba don Braulio. Enseguida le pregunté que si ahí, señalando con la boca el baño.
—En todas paltes.
—¿Mami sabe?
—Mamá también come putas —yo giré la cabeza que tenía en la cara los ojos abiertos, sorprendidos, y con disimulo miré donde estaba ella ruñéndose con disciplina y devoción un zapote—… Yo también como muchas putas.
«Qué promiscuidad la de estos tiempos», pensé, «por eso el mundo está como está».
Yo no le creí nada, aunque mis oídos seguían buscando jadeos y gemidos en el baño. De pronto sacó un banano del bolsillo, se lo tragó, tiró la cáscara al piso, me dijo que chito y me picó un ojo por el que se asomó una lucecita de maldad.
—Una vez casi me cago.
Después hizo como si se resbalara en la cáscara.
Yo me quedé atembado mirándole los bananos de carne asomándose entre la bermuda y la camisa y se me vino a la cabeza un mamoncillo reventado. Cuando la imagen me exasperó hice fuerza con los ojos y apreté fuerte los dientes, igual que los mentalistas que doblan cucharas y quiebran vidrios, para estirarle la camisa hacia abajo con toda la potencia de mi mente. De un momento a otro salió corriendo para el patio y yo experimenté una sensación de alivio.
Esperando a don Braulio recordé esas dos palabras dichas por su hijo y me dio rabia. No entendía cómo un niño tan grande y tan gordo no supiera hablar a los diez años y que además fuera tan boquisucio sin querer, sabiendo que el mundo está lleno, repleto, colmado, atestado, abarrotado, saturado, rebosante, totiao de sinónimos, y para acabar de ajustar que dijera esos términos que dijo acabaíto de hacer la primera comunión.
Don Braulio salió del baño con una tajada de piña que no había entrado con él. En ese instante pensé dos cosas: que se había demorado pelando la piña y comiéndosela allá adentro y que la había sacado del overol que podría ser una verdulería ambulante. Me entregó un billete de cien mil y me tiró encima una sábana blanca.
Caminamos por el corredorcito hasta el patio donde me destapó delante de un mundo de niños brinconiando que aplaudieron enloquecidos. Yo me puse muy contento y me sentí muy orgulloso de mí y muy importante por los aplausos y las demostraciones de cariño, aunque sabía, así yo no me lo quisiera reconocer, que tanta especialidad conmigo no era conmigo, no era para mí, no era para el Chiquito de cachaco de todos los días. «Ser zanahoria es hasta mejor que ser ciego», pensé.
Al rato pasó la euforia y llegó el silencio. Los niños se sentaron en el piso con los codos sobre los muslos y las manos en la cumbamba. Yo me sentí muy comprometido porque, a falta de presupuesto de don Braulio para contratar a un enano o a un payaso con talento intrínseco, de mí dependía el éxito de la fiesta.
Encima del silencio una vocecita gritó: «La zanahoria tiene cara de güeva». Eso me ofendió mucho. Entonces levanté la cara que el susto y la pena me habían agachado y me puse a buscar a la vocecita boquisucia para pedirle que se retirara si me hacía el favor. En esas la boca empegotada de un niño empalagoso que me trajo a la mente un escaparate con bocito dijo: «Mami, mami, la zanahoria se tragó al señor raro de la cuadra, el aliñao, el que no deja descansar la ropa ni la gorrita café». Recorrí el patio con los ojos furiosos y vi muchos ojitos puestos en mí, presionándome. El ciego me miraba fijamente con una oreja que como que estaba esperando que yo dijera algo para verme. Al momentico una niña ñuridita sintiéndose tumbada gritó: «Una zanahoria con manos, pies y cara de borracho». A mí me dieron ganas de llorar.
De pronto los murmullos y cuchicheos empezaron a cogerse confianza y amenazaban con embaucar, para que se hicieran compañía y trabajaran en equipo, a los silbidos, a las rechiflas, a los abucheos que ante mi silencio persuadirían a las manos de los niños para que me descalabraran con tomates, naranjas, aguacates, zanahorias, murrapitos y todos esos seres que estaban regados por toda la casa como si se hubieran escapado de la revueltería de don Braulio para no perderse la fiesta. Entonces, como mis palabras estaban escondidas, acobardadas, con miedo de decir algo delante de esa gente chiquitica, bataniadorcita y exigente, se me ocurrió hacer gracias, pero el susto me paralizó.
Al instante pensé que lo mejor era contar un chiste. Esculqué en la parte de la cabeza donde guardo los chistes y solo encontré uno más verde que todo lo que había en esa casa. El chiste hizo todo lo que pudo para salir, pero una parte de mí, que yo llamo prudencia y a veces hipocresía, lo atajó en la garganta y lo regresó a su lugar intacto y listo para salir en el momento y lugar oportunos. Los niños no paraban de decir cosas feas sobre la cara del vegetal que yo era en ese momento.
Una niñita como de dos años, la más madura de la fiesta, se paró a mi lado y pidió cordura, sospechando que se veía venir un ataque frontal en contra de la humanidad de la zanahoria que yo estaba representando. Antes de volver a su lugar les dijo a sus semejantes: «No la molesten más que ella también tiene sentimientos y le sufre el alma». Otro niño que tenía una cumbamba considerable aferrada a él, que parecía tener vida propia, dijo: «Entonces que hable». Y a mí lo primero que se me vino a la cabeza fue: «Esa cumbamba es mi salvación».
Cuando me disponía a decir que esa cumbamba debería tener salvoconducto, el ciego me enfocó con la nariz. La movía desesperadamente como comprobando si yo en realidad estaba donde la nariz estaba viendo. Enseguida me buscó con la oreja. «Si no hablo no me va a ver», me dije y me entró más presión porque ya no tenía solo un com- promiso con los niños, sino, y para colmo, de ñapa, con el ciego, y ciego que se respete es fregao. Descarté el comentario sobre la cumbamba y pensé en un comentario sobre el ciego, que no paraba de comer frutas sin ganas y de estirar trompa. Rápidamente, me puse a buscar imágenes en el ambiente que me inspiraran comentarios para animar la fiesta.
Mis ojos pasaron de largo por la boca de un negrito haciendo monerías al que le faltaba un diente para que se le cayeran todos. Tampoco se quedaron parados en una nariz puesta en la cara de una migajita que no tenía la culpa, castigada por el destino o la genética. «No es que sea narizón», pensé, «lo que pasa es que tiene la cara muy tirada para atrás». Los ojos tampoco le pararon bolas a una cabecita trasquilada, ni a una pierna vestida con un yeso, ni a una carita con el ceño fruncido exhibida por una mucharejita arrugada que tenía cara de llamarse Argemira, igual que Chigüira, ni a un carajito delicado que con toda seguridad se llamaba Norberto, ni a una plaguita inquieta desbaratando un balín, ni a una criatura pescando con un dedo en la nariz, ni a un mequetrefe intrépido y asocial jugando chucha cogida y seguida solo, ni a un pipiolo orinando el mataculín. Ni el ciego ni las imágenes lograron fabricar un comentario.
De repente, en el momento en que las lágrimas estaban por salírseme y las piernas por arrancar a correr, la imprudencia, desconociendo que en cuestiones de crueldad con los niños no se puede competir, me hizo decir:
—Esa cumbamba —y señalé al dueño— necesita rodilleras para no rasparse en el suelo.
Al segundo quise recoger lo dicho mientras el arrepentimiento me protestaba y la parte que juzga me acusaba de inmaduro y mala persona, pero no hubo manera porque lo dicho ya estaba puesto dentro de todas las cabecitas de la fiesta, flotando en el aire, zapotiando las bandejas con frutas y verduras que abundaban en ese bosque con puertas y ventanas, colgando de las matas. Entonces el dueño de la prominencia escondió la carita entre las rodillas, sin poder ocultar del todo el dolor provocado por mi comentario, ni tampoco la cumbamba, que al rozar el piso me hacía ver que mi comentario, aunque hiriente y cruel, era preciso.
De pronto los ojos de los niños se me fueron de encima y se acomodaron sin espabilar en un viejito que caminaba en pañales por el patio. La niña que tenía cara de llamarse Argemira, enternecida, dijo pasito, para sus oídos: «Un abuelo bebé». Yo agarré el micrófono, con la otra mano señalé al viejito en pañales y se me ocurrió decir duro:
—Un abuelo bebé.
El patio se totió de risa y los niños se fueron empitados detrás de él. Don Braulio, sequito de risa también por mi ocurrencia, me invitó a sentarme en el sofá.
—Usted es un genio, Chiquito —me dijo y medio me abrazó—. Su papá hizo bien en recomendármelo.
Mientras el señor de los aliños elogiaba mi repentismo, mi gracia y mi inteligencia, yo miraba al bultico llevando al abuelo por toda la casa con una cabuya, sin prestárselo a nadie, agalludo, y así y todo admirado por los amigos, no porque acabara de hacer la primera comunión, sino porque era un gordo difícil de conseguir en la calle y de igualar en el gremio de los niños. Algunos, sintiéndose estafados de como habían quedado hechos, se embutían cositas y chucherías aunque estuvieran llenos para intentar parecerse a él. Una migaja delgadita agarró un vaso con un líquido verde y espeso que antes se estaba tomando el bultico y se lo empezó a bogar. «Se va a inundar», me dije, sintiendo una frustración solidaria porque su ídolo era un gordo hecho con juicio y esmero, con disciplina y constancia, y nomás para acercársele en gordura se requerían años de práctica.
—A usted le voy a dejar más barato —me dijo don Braulio al oído para que al ciego, deduje, no le diera envidia.
Yo le di las gracias y me hice el emocionado. La emoción y la felicidad hubieran sido sinceras si la frase hubiera sido pronunciada por el carnicero o el muchacho de la licorera o el dueño de la Barra Ejecutiva. De pronto, por arte de magia, del overol salió una tajada de papaya metida en una chuspita. Me la ofreció. Yo le dije que no quería y entonces se la comió con el mismo placer que debería comerse un pedazo de carne grasosita, al mismo tiempo que se tragaba una guayaba y una ramita verde que aparecieron de la nada. «O quiere adelgazar o le está haciendo publicidad disimulada a la revueltería», pensé. De a poco la sonrisita se le fue yendo y yo sospeché que se estaba enojando conmigo porque no le recibía las cosas verdes y las ramitas, pero es que yo no me quería llenar con bobadas antes del almuerzo.
—¿Le puedo preguntar algo muy personal? —dijo con un toque de misterio mirándome a los ojos—: ¿Qué impresión tiene usted del tomate de riñón?
Como yo no tenía ninguna impresión del tomate de riñón le contesté con gestos y ademanes que tenía una buena impresión, así no tuviera una relación estrecha con ese tipo de tomate ni estuviera seguro de si era una fruta, una verdura o una hortaliza, porque hasta la fecha no me había hecho nada malo.
Más tarde el bultico soltó la cabuya y pegó pal patio. Cruzó los brazos y en la cara se inventó un puchero que pedía atención. De una rama que colgaba a su lado, como si fuera un animalito, comió entretenido. «Es herbívoro», me dije por bobiar. Varios niños se escondieron del sol detrás de él y entonces yo pensé: «Con el bultico hay sombra para toda la fiesta… Es sombra de pura espontaneidad». Don Braulio me pegó un codacito y con cara de nostalgia me confesó:
—La otra vez me encariñé con un tomate de riñón —los ojos se le fueron para adentro como buscando el recuerdo—… Y no lo quise vender ni me lo comí porque estaba tan vivo que me dio pesar. Yo pensaba que si lo mordía le iba a doler.
—Qué historia de vida tan bonita —le dije y me hice el conmovido.
—Para recordar a mi tomatico toda la vida, es que era como un hijo para mí, me tomé una foto con él y ahí está puestecita en el álbum familiar.
El niño que tenía la cara muy tirada para atrás se separó del grupo y se sentó en el rincón donde estaban la niña madura y el chiquillo de la cumbambita grandotota. El abuelo bebé fue perdiendo gracia y eso me preocupó. Quise preparar un comentario para que cuando me volvieran a parar al frente de todos saliera una genialidad, pero lo único que se me ocurrió fue charlarle a don Braulio para que me cogiera cariño, me dejara con él y no me expusiera ante ese público tan severo y radical.
—Don Braulio, con toda sinceridad, ¿qué piensa usted de la papa capira?
Se emocionó, se frotó las manos y se quedó pensativo. De pronto se alargó a hablar. La respuesta fue tan conmovedora y entusiasta que si una papa capira hubiera estado presente en ese momento se hubiera puesto a llorar. Luego me habló del cilantro, de la berenjena, de la alfalfa, de la coliflor y de otros seres verdes y coloridos que vivían en su casa por todos lados como si no se conformaran con ocupar la legumbrería.
El bultico apareció al rato y se sentó en un muslo de don Braulio. «Se está comiendo un bosque», pensé y me imaginé a unos jipis chiquitos acampando en el plato. Luego se me vino a la cabeza una vaca pastando. «Son gordos por aparentar», me dije viéndolos hacer cosas de flacos. Y después me interrogué: «¿O será que las verduras engordan?». Agarró un arbolito del bosque y con ternura lo quiso meter en mi boca. Yo no dejé.
—No desprecie al niño —dijo don Braulio y me miró fúrico—. ¿Acaso no le gustan los vegetales?
—A mí lo que me gusta es la carne, don Braulio, la grasita es lo mío.
Se miraron como si no lo pudieran creer, después miraron al ciego a ver qué pensaba y como no les dijo nada movieron la cabeza hacia los lados, negando, indignados.
El bultico, a pesar de que acababa de hacer la primera comunión y estaba recién confesado, me pellizcó con una mano y con la otra acarició al papá. Era un ser contradictorio en acciones y pensamientos. Un voltiarepas. Dentro de él convivían, llevándosela muy bien y respetándose los espacios, la ternura y la maldad. Cuando le salía la maldad, la ternura esperaba adentro sin asomar ni la nariz. Mientras la maldad descansaba y cogía fuerzas, el bultico le decía cosas lindas al papá. Cuando la ternura se le cansaba entraba la maldad a reemplazarla otra vez y a hacerlo decirme al oído «comecarne» y cosas muy ofensivas por el estilo.
—Esta es una casa decente, libre de crueldad animal —me alzó la voz don Braulio.
—Perdedor… fracasado —dijo el bultico y me zangolotió.
«No debió decirme esas palabras delante de mí», pensé esa frase tan inteligente, que seguro no me pude inventar yo, mientras me ideaba un insulto que le quedara al pelo.
Enseguida le dijo a don Braulio que no iba a volver a comer zanahoria y me señaló. Ahí recordé que estaba disfrazado. Don Braulio, piedro conmigo porque le estaba dañando al bultico, le dijo duro que la zanahoria era lo mejor para la vista. Yo miré al ciego con desconfianza y me le alejé. Luego, a la carrerita, esculqué la casa con los ojos a ver si veía a un carnívoro que me defendiera. Puros comecosasverdes. La fiesta era una especie de marranada de vegetarianos.
«Lo único que come carne en esta casa son las matas», pensé mientras miraba unas con boca y dientecitos afilados que se movían como obligadas por un cerebro.
—Don Braulio, usted que sabe, ¿las matas tienen alma o cerebro?
—¡¡¡Cómo puede caber en esa cabeza tan chiquita tanta ignorancia!!! —dijo y se levantó ofuscado.
—¿Qué piensa del pepino cohombro? —pregunté para arreglar las cosas.
—Acompáñeme.
—¿Qué propiedades tiene la piña perolera? —dije para que se calmara.
Lo seguí desganado mirando regueros de cosas verdes que en otra fiesta sería grasita en sus distintas presentaciones. Extrañé ver niños ruñendo ñervos y absorbiendo el juguito de los huesitos del pollo. El cuerpo me pesaba como si la pereza de toda la vida se hubiera reunido y se hubiera quedado al lado del ciego y ayudada por un tractor me jalara. Los alcancé y cuando iba a pedirles una ramita verde para empezar a hacer las paces don Braulio agarró el micrófono y el barullo se quedó callado. Yo me le paré al lado y miré a los niños mirándome y al abuelo vestido, que así era un viejito ignorado común y corriente.
—Qué falta de ignorancia —dijo y me señaló clavándome el micrófono en el pecho—. ¡¡¡¡¡Cooomeee aaaniiimaaaaaaaleeeeeeees!!!!!
Echando chispas llamó a los niños. Cuando me vi en medio de ese tumulto bajito quise brincarlo, pero un mundo de manitos me ancló. De repente las pequeñas fuercitas independientes se unieron para convertirse en una fuerza infantil unificada que me derribó. Enseguida el brazo del bultico enrolló mi cabeza. Yo iba a decirle al bultico que si no me tenía respeto que por lo menos me respetara, pero mejor le dije:
—Vos tan viejo y tan infantil.
—¿Quiere que le pase lo del carnicero de la cuadra? —el bultico me amenazó y miró a don Braulio para que le avalara el comentario.
Los niños, animados por un cumbambón resentido y rencoroso y un bultico latoso y lioso y vil, jugaban sequitos de risa a zurrarme hasta el alma. Para que intercediera por mí miré a la niña de dos años, la más madura de la fiesta, que estaba cruzaíta de brazos lejos de la crueldad infantil. Entonces se arrimó y dijo: «Le están sacando jugo de tomate a la zanahoria por la nariz».
Don Braulio me daba golpecitos en la cara con la punta del zapato. Parecía que estuviera tocando con el pie la puerta de una casa muy grande donde vivía al fondo gente sorda. Al poco tiempo muchas partes de mi cuerpo empezaron a dormirse como si acabaran de almorzar. Para distraer el dolor puse los oídos en la boca de una niña que le preguntaba al hermanito por qué había nacido primero que ella. «Porque quise», le respondió.
El bultico se alejó del tumulto y cuando todos voltiaron a verlo gritó: «Zanahoria piroba». Después del grito lo primero que se me vino a la cabeza fue: «Perdió la confesión». Pero como yo llevaba casi treinta años sin confesarme me paré y dije:
—Ya, ya, güevones. Se embobaron o qué. Respeten. Coman mierda —y me abrí espacio con las manos entre el tumulto y aturdido seguí revirando.
Con los dedos se taparon los oídos como si mis palabras dolieran. Luego salieron a toda, con los ojos más abiertos de la cuenta, a esconderse debajo de las mesas, detrás de las matas, entre los brazos de mamás jugadoras de cartas y malhabladoras de maridos.
—Usted empezó primero, Chiquito, usted me prendió la mecha —dijo don Braulio impactado por el caos en que se había convertido mi cara. Respiraba fuerte, alcanzado—… Usted habló mal de lo mío.
Yo quise decirle un poco de cosas. Que era un gordo hijueputa que hacía quedar mal a los gordos, al gremio más bonito del mundo, porque gordo que se respetara comía marrano y tomaba cerveza. Que le pasaba que fuera herbívoro si fuera flaco o modelo, pero que cómo se le ocurría engordarse a punta de matas. Que el mundo estaba como estaba por culpa de gente como él que traficaba, se enriquecía y se comía los bosques, o sea, mejor dicho, la comida de los animales que eran la comida de los gordos de verdad. Que por lo menos los animales tenían patas y podían huir. Que era un gordo artificial, un falso gordo espontáneo.
Cuando iba a decirle eso sentí como si un pájaro carpintero estuviera haciendo nido en mi cabeza. Me maluquié y caí al piso. «La matamos, qué pecao, la descalabramos», la frase me llegó dicha por un niño angustiado. Y otra vocecita que le pertenecía a un niño cruel agregó: «Esa zanahoria se lo merecía porque era una mala persona».
De pronto dejé de escuchar voces. Cuando abrí los ojos era de noche, no había niños, mi cuerpo estaba estirado en el sofá y mi cabeza recostada en las piernas del ciego que me la sobaba todo querido, tal vez creyendo que era un gato. Me senté con lidia, adolorido, y me toqué el cuerpo para verificar que estuviera completo. Completo estaba, pero me faltaban cosas: el esqueleto de espuma de la zanahoria que había animado la fiesta descansaba en el patio desinflado y repleto de manchitas rojas, como si lo hubieran agarrado a tiros, y el billete de cien mil se había trastiado de mi bolsillo quién sabe a dónde.
El ciego, misterioso como ciego que se respete, aspiró con insistencia por toda la casa y cuando vio con la nariz que no había nadie cerquita me dijo:
—Yo era el carnicero de al frente… Y vea —y se señaló los ojos—… ¡Pórtese bien! ¡Pórtese bien con don Braulio!
Al instante aparecieron don Braulio, el bultico y la bastantona, que ahora vestía de amarillo y se parecía a un taxi de los ochenta cargando en la capota una nevera. El señor de los aliños se me arrimó y me estiró un plato hondo lleno de un líquido espeso y verde echando humo. «Licuó la casa», pensé disimulando el asco.
—De espinaca, Chiquito, para que se mejore.
Por reflejo le miré los ojos al ciego, que todavía tenían una lucecita adentro que me decía que hasta hace poquito veían mundo, y sin pensarlo, con los ojos cerrados, me la bogué a toda carrera.
—Chiquito, ¿le gustó? —dijo con tonito amenazante, y los cuatro, contando al ciego, se quedaron mirándome embelesados.
—Don Braulio, esto es pura vida… ¿Puedo repetir?