En septiembre al sol se le dio por molestar a la gente. Se metía en las casas y en las oficinas y dentro de la ropa y los cuerpos de todo el mundo y se aparecía en los colegios y en las guarderías y en las universidades a interrumpir a las personitas aplicadas e incendiaba bosques que no se metían con nadie y se encaramaba en la capota de los buses como si se estuviera bronciando en la terraza de su casa y ahí montado andaba por toda la ciudad sin pagar pasaje, sofocando, empegotando, cocinando, chamuscando, calcinando, descongelando y sulfurando a los acalorados. En la noche, cuando se iba a dormir, dejaba el espíritu en todos lados con el encarguito de fastidiar. Por eso, porque yo sabía cómo se estaba comportando el sol y cómo nos hacía comportar, antes de montarme a ese sauna con llantas en pleno mediodía, compré un vaso gigante de limonada.
Me senté en la última silla y entretuve mis ojos en mi libro para que no se antojaran de ver gente ensopada en sudor y mi mente se acordara de que el sol estaba puto y se le diera por fregarle la vida a mi persona que estaba tan fresquita. De pronto, cuando el bus frenó, mis ojos, cansados y aburridos de leer siempre y a toda hora el mismo libro que mi mente ya se sabía de memoria, se asomaron por la ventanilla con mi cabeza y todo. Miraron sin pararle bolas una filita de gente medio derretida subiéndose y después se quedaron pendientes estudiando a dos hombres que tenían la cara cubierta con medias veladas detrás del último acalorado. «Caras empacadas al vacío», pensé. El chofer les recibió las monedas sin verles las caras aunque no se les vieran, les entregó la devuelta, hundió el botoncito que cierra puertas y antes de arrancar miró por el espejito el trancón tan tremendo dentro del bus («Deberían de ponerle pico y placa a las personas», razoné, «o implementar el día sin gente») y gritó:
—Recórrasen patrás.
El primer hombre, que lucía en su cara una sensual media roja que me trajo a la imaginación un muslo despampanante con un ganglio benigno en la mitad en forma de nariz, se sentó al lado del chofer y le puso una pistola en la cabeza. El segundo, con una media gris matapasiones que tal vez le había pedido prestada a la tía, se recostó en la máquina registradora y sin decir palabra nos apuntó con su pistola a todos y a ninguno al mismo tiempo. «Nos van a atracar», sospeché aunque desconfiaba de mi sospecha porque no tenían cara. Estiré los oídos hasta adelante y los puse entre la boca del muchacho de la media sensual y la oreja derecha del chofer.
—Hágame el cruce, por favor, cucho —le dijo con toda la gentileza del mundo—, y arrincone este puto tiesto ahí, rapidito, o si no se muere, maricón.
Esas palabras fueron directo al miedo mío. Prendí un cigarrillo y me asomé por la ventanilla sin preocuparme por la indignación de la gente de todos los días cuando siente humo. El bus se arrinconó en un rinconcito más arrinconado de la cuenta y el de la cara empacada en la media de la tía gritó:
—Esto es un atraco —y se movió y puso una cara de puro apenado con nosotros—. Tengan la bondad, parranda de hijueputas, y se despojan de sus pertenencias, háganme el favor, malparidos.
Yo no podía creer que existieran ladrones por la tarde en esta ciudad tan caliente, a pesar de lo calentona, habiendo tanta noche. Por eso seguí creyendo que estaban charlando o que todo era una puesta en escena, el trabajo final o la tesis para graduarse de Teatro de la Universidad de Antioquia. Entonces pensé: «No son verosímiles». Enseguida me quedé viéndoles las caras y me dije: «Prácticamente no tienen cara de maldad los descarados». El de la media sensual abrió mediecita de guaro que llevaba en el bolsillo de la sudadera y se bogó la mitad de un solo trago. Luego se la ofreció al chofer.
—Tomá, hijueputa marica, no me despreciés, plis.
«Esas dos groserías en ese orden no combinan, y al revés sí», filosofé. Luego me dije: «Qué cacharro, así no suenan groseras».
El chofer se tomó el aguardientico no con miedo, sino como un alcohólico que dejó de tomar y no quiere tomar aunque quiera. Yo, viendo que no sabían ser groseros ni intimidantes, me convencí más de que eran estudiantes de Teatro, gente preparada y leída practicando Shakespeare en el servicio público, gente dicotómica que combinaba perfectamente un lenguaje educado con uno guache.
El de la media gris de la tía, con un costal en la mano, pasó de silla en silla pidiendo una colaboración obligatoria con la devoción de las señoras de las canasticas de las iglesias. Robaba sin sacarle una gotica de sangre a nadie, como una persona buena. Yo me puse a mirar relojes, anillos, cadenas, un juego de losa, billeteras, un muñequito con alfileres, computadores, celulares, el motor de una licuadora, memorias USB, ovejitas de pesebre, tabletas, cositos, monedas, llaves, cigarrillos electrónicos, candongas, una cubeta de hielos, espejitos, peinillas, santicos de plástico, pintalabios, un collar de arepas como uno que se me comió Chigüira, condones, una tina, brújulas, termómetros, la llanta de un triciclo, pulseras, la bandera de Colombia sin el palo, desodorantes, bloquiadores, bronciadores, vibradores, un control remoto, piedras… En fin: puras carajadas de esas que las mujeres llevan en el bolso cayendo adentro del costal y se me ocurrió que lo que querían los ladrones era montar una prendería bien miscelánea por Carabobo.
A una jovencita sudorosa se le cayó el reloj quitándose el anillo. Él se agachó, lo recogió del piso ardiente y se lo entregó para que ella misma, con la pistola en la sien, decidiera, dejándola usar su libre albedrío, si lo quería meter al costal. «Un ladrón honrado», pensé y ahí mismito se me ocurrió que un ladrón que no le robara a nadie era un personaje que ni mandado a hacer para un cuento mío con aspiraciones de Nobel de Paz.
Miré y remiré al de la media gris que no invitaba a imaginar una pierna bonita y provocativa sino una cara con pecueca y pude ver que le faltaban mañas y facha y temperamento en las piernas y en las manos temblorosas y le sobraba un físico de perro de taller impresionante. Entonces se me ocurrió una idea. «Lo voy a desmediar», me dije a pesar de que podía ser un estudiante de Teatro sin futuro (excusen la redundancia) y a pesar de que le estaba cogiendo ese cariño raro y de solidaridad o lástima que me coge la gente cuando se da cuenta de que estudié Filología.
En el preciso momento en que mi cariño hacia ese ser inseguro y débil se estaba convirtiendo en algo así como un amor alcahueta, aletosito, alzado, se puso a estrujar gente y a gritar a todo taco con errores de ortografía y letra pegada, como si en vez de Teatro hubiera estudiado para policía.
El tonito de la voz y la torpeza se me hicieron conocidos.
Dejé de verlo y vi para adentro de mí esforzando al cerebro a que me trajera algún recuerdo. Até cabos un ratico. Como no pude dar con la cara de un conocido que no recordaba me dio por pensar que no era un conocido, sino un ladrón que conocía así el ladrón que conocía tuviera otro tonito en la voz y moviera el cuerpo diferente. Entonces, ya sí preocupado por mis pertenencias e integridad física y desconfiando seriamente de que fueran estudiantes de Teatro de verdad, mariguaneros pacifistas de la academia, viendo la impactante escena de una niña comiendo parva a pesar de ese sol amarillo y caliente como con fiebre, se me ocurrió la idea. «Solo a un genio se le podía ocurrir lo del vaso», pensé y sonreí, «solo a un genio».
No les iba a acolitar otro atraco a mi persona.
Lo primero que hice fue bogarme la limonada sin respirar. Luego, en ese vaso gigante de icopor, de esos de tapita donde empacan las sopas cuando uno pide un corrientazo a domicilio, eché con mañita y disimulo lo mío: el reloj, chichiguas, el anillo, un billete de García Márquez que estaba estrenando, la billetera, la cucharita y no sé qué más. Después le puse la tapita, me abaniqué con el libro, me soplé la cara de parriba para que me vieran más acalorado de lo que estaba y me puse a tomar nada por el pitillo para que pensaran que estaba reseco.
El libro no cabía en el vaso y por eso no lo moví del muslo. La cachucha la dejé de comodín en la cabeza para que no me fueran a quitar la vida por no tener nada en la vida para que me quitaran. Enseguida me hice el manso y me quedé esperando mi turno con ansias desbordadas, poniendo una cara de pobre que me salía espontánea y de lo más profundo de mi ser, así yo intentara encubrirla todos los días. En un instante pensé que si por alguna razón el de la media gris no se me acercaba para robarme iría yo mismo en persona a pedírselo, para poder experimentar el placer de engañar y burlarme de alguien peligroso.
El de la media roja sensual y tentadora arrancó el radiecito y cuando el bus se quedó sin reguetón disminuyó el calor. Empacó el producido del día y se despidió del chofer con un cariño que me provocó, cuando pasó por mi lado antes de salir corriendo por la puerta de atrás, abrazarlo y darle las gracias por robar lindamente, con educación, urbanidad, civismo y cultura metro, inclusive por convidar a traguito al chofer para restarle miedo y por ser un buen ejemplo para todos aquellos de esta ciudad que viven de las cosas ajenas. Viéndolo irse pensé: «De gente así, tan escasa en Medellín, da gusto dejarse robar».
El otro, el de la media gris matapasiones, me miró y siguió de largo como si yo fuera cualquier bobo por ahí, como si yo fuera un colombiano más. De repente, como si acabara de ver algo interesante que no vio, voltió a mirarme, ya con juicio e interés, a ver si yo era yo o yo era un parecido a mí. Cuando me reconoció dejó de desvalijar a la señora del lado y se me acercó. Arrimó la media velada empapada en sudor a mi cara y se quedó viéndome fijo. Al momentico dijo con efusividad:
—Chiquito, como estás de grande, marica.
Yo le sonreí, pero no le dije que ni tanto ni le di las gracias por el cumplido. La media le lloraba de calor. Una gotica se asomaba como por un balconcito con barrotes grises pegaítos, miraba al vacío y, de repente, así muchas veces hasta emparamarme la tapa del libro, otra gotica pidiendo campo la empujaba.
—¿Y yo con quién hablo? —le pregunté.
—¡¡¡¿No me reconocés?!!! Pues con el futuro de Colombia, con quién más, güevón.
La imagen de su cara de verdad me llegó nítida a la mente. «Se desencauzó», pensé. De todas maneras no lo podía creer y por eso me quedé mirándolo a la cara, queriéndomele meter con los ojos por la media, pero por ningún lado se veía el futuro de Colombia.
En medio segundo se me vinieron los recuerdos en tracamanada y vi al futuro en el presente de ese pasado con la camiseta por dentro, saludando, rezando, obedeciendo, llegando temprano, en la primera fila del salón, el primero en todo, izando la bandera, apartaíto del mal presente que éramos nosotros, los no futuro, las malas compañías y por lo que hacíamos en el presente los futuros ladrones, matones, fracasados, los antónimos de la semilla fecunda de Colombia, del futuro de Colombia, el de las medallas, el premiado, el felicitado, el homenajeado, el que saludaba y se despedía y le huía a la recochita y no iba a zafarranchos ni decía groserías ni se morbosiaba a la profesora de español, el que no fallaba, el ángel difuminado entre las nubes, el que no chistaba, al que no chitaban, al que los curas y los profesores le decían, le prometían, le aseguraban que iba a ser el futuro de Colombia y nos probaban la envidia diciéndonos que lo íbamos a ver en la televisión y en la casa del presidente y el futuro se creyó el cuento y nosotros los descreídos nos lo creímos también y por eso en el bus yo no lo podía creer.
—Como estás de cambiado… Estás irreconocible… En serio, parecés otro —le dije porque con la media se veía muy distinto. Luego agregué señalando la pistola—. ¿Y eso?
Fingí tomarme un traguito de limonada e hice «ahhhhhhhhhhhhh» para que fuera verosímil el sorbo mientras pensaba, orgulloso de mi idea, que solo a un genio se le podía ocurrir lo del vaso.
—Entonces pa qué estudiamos pues, güevón.
Me miró un segundo y como que se conmovió o se alegró o algo viéndome o viéndose o viéndonos en el pasado porque la media velada que le había prestado la tía para cubrirse sonrió como si se hubiera puesto contenta.
Luego, para que mis compañeros de bus no pensaran que yo era su cómplice o un infiltrado o un señor encachacao de negro de cuello blanco, me quité la cachucha, cogí el libro y se los ofrecí. El futuro de Colombia movió las manos como diciendo que cómo se me ocurría que me iba a robar a mí lo mío, así yo le hubiera robado todos los días el desayuno en el recreo y él tuviera que llevar dos, después de veintipunta de años viéndonos las carátulas todos los días en el colegio. El de la media sensual, con el costal al hombro, lo acosaba y lo acosaba y lo acosaba desesperado. Enseguida el futuro miró por el vidrio de atrás y con el brazo se limpió el sudor que le caminaba como una cascada por el cuello, miró a la niña que estaba comiendo parva y después apuntó al cielo. «Va a matar al sol», pensé, «lo va a calentar».
—Estoy reseco, marica —dijo.
Y ¡zas! Salió corriendo a mil detrás de su amigo acosón, sin despedirse ni nada.
El chofer retrocedió el bus guiado por los gritos de «hagaliágale, hagaliágale, dele que el golpe avisa». Yo, mientras miraba para el piso, ayudé a gritar para no irnos por un volao. Un señor empezó a resumir el atraco, a contárnoslo con exageraciones y puros buques y todo, como si nosotros no lo hubiéramos visto o tenido la dicha de presenciarlo en persona. Una monjita se arrodilló en el piso hirviente, de penitencia, a pedirle a Dios, tal vez, que la disculpara por todas las groserías que había y estaba pensando por culpa de la rabia y la indignación. Un niño le dijo a la mamá que el de la media roja sensual se parecía al Hombre Araña y el de la gris al Enmascarado de Plata.
Durante todo el camino a ninguno se la salió ni un comentario ni una grosería ni una palabra ni una risita tan siquiera. De pronto me acordé de que me había quedado sin pasaje de regreso. En el centro comercial Monterrey me bajé del bus y desde la calle les dije adiós moviéndole la mano a todas esas personitas atracadas que me miraban con odio.
De sombrita en sombrita y con las manos en los bolsillos caminé para la casa por toda la avenida El Poblado. Como a la hora, sudado hasta el alma, me senté a descansar en la acerita de Otraparte y, al momentico, iluminado por Fernando González, el filósofo de Antioquia que algún día vivió en esa casona que ahora hace de bar con repisita con libros, pensé que si a mí se me hubiera ocurrido la idea del vaso antes de que ese bendito genio anónimo se hubiera inventado el sol y la sed, no me hubiera pasado aquello con lo mío.