Por esos días me la pasaba en la casa porque había decidido sentar cabeza. No salí ni a la esquina a tomarme un aguardientico en el granero de don Tedio ni tampoco a dominguiar al centro. Dejé de ir al parque de los Desempleados no porque me hubiera transformado en un ser hogareño y asentado, sino porque los desconocidos que conocía de allá se habían trastiado a tertuliar a otra parte por pura presión social, corriéndole a la gente responsable, emprendedora, trabajadora y echada palante que sacaba siempre un tiempito para fregarles la existencia. Además mis desconocidos se habían movido del parque para que sus familias no fueran por ellos a llevárselos a las malas, cansadas de que hicieran tanta falta en la casa para tener a quién regañar y mortificar por dedicarse tiempo completo al hermoso pero mal visto arte de hacer nada. Más de una vez quise ir a ese nuevo lugar y visitar a esa gente bella, pero no tenía pasajes y nos separaba una distancia tortuosa, sofocante y cancerígena de tres cajetillas de cigarrillos a pie limpio.

De tanto conversar conmigo mismo me estaba quedando sin voz en la mente y sin mente por ahí derecho de tanto pensar nada. «Definitivamente la gente hace mucha falta», pensé más de una vez, «así sea para sacarle el cuerpo y escondérsele». Esos días me la pasé todo el tiempo conmigo en la pieza, solo, y empecé a caerme gordo. No me soportaba a pesar de que no me hacía nada malo ni me metía conmigo y decidí dejarme de hablar. Una noche, para entretenerme un poco y desaburrirme y evitar un futuro dilema o perendengue conmigo, agarré el teléfono y marqué un número al azar.

—Aló… Aló… —dijo una vocecita al otro lado, como me gustan a mí, de muñequita.

Me quedé como paralizado de por vida, como si me acabara de caer parado de un caballo al lado de la mesita de noche. Ni colgar pude. «Se me enmarañó la vida», me dije porque yo me conozco, «me tragué». Luego pensé que la vocecita debía estar empiyamaíta o en bola porque eran casi las doce de la noche. «Qué rico», pensé todavía paralizado y callaíto la boca.

Ahora después de todo lo que pasó es que pienso que por ponerme a buscar nada encontré más de la cuenta.

—¿Quién habla? —preguntó con un tonito divino.

Al rato empezó a respirar por la bocina y yo le contesté de la misma manera. Parecía que no tenía nada que hacer y tuviera ganas de charlar conmigo. «Le encanté», me dije.

A la media hora, para darle un respirito a la nariz, dejé de conversarle con la respiración. Me desparalicé, me acosté en la cama dentro de las cobijas y me puse a imaginarme a la vocecita sin ropa a mi lado recostada en mi pecho. Cuando suspiraba yo tapaba el teléfono con la almohada para que ella no se pinchara de a mucho y empezara de una vez a despreciarme y a ponerme a hacer mandados en la tienda o a tomar batidos de penca o a lavar el baño y arreglar la casa o a untarme aguacate en la cara sin mi permiso y cosas así que acostumbran hacer las mujeres con uno cuando uno les demuestra y se deja.

Contento por lo que estaba viviendo tan espectacular fui al baño a hacer fuerza a la fuerza para hacer tiempo y hacerme esperar con la intención de que se diera cuenta desde el principio que conmigo las cosas no iban a ser como a ella se le diera la gana y también para saber si estaba dispuesta a esperarme y comprobar que nuestra relación fuera lo suficientemente sólida para entregármele del todo. A los cuarenta minutos regresé y me dio por soplar la bocina por física pena de hablar. «Verdad que yo soy penoso de frente», me acordé y puse el teléfono sobre la cama para poder esconderme la cara entre las manos, «pero por teléfono soy de lo más lanzado».

—¿Hablo con el mudo? —preguntó la vocecita en el preciso momento en que le iba a lanzar un monosílabo.

—No, conmigo.

—¿Quién es migo?

—Yo —dije y me envolví la cabeza en la toalla para que nadie, así no hubiera nadie en la pieza, me viera la pena instalada en la cara, porque si algo me da pena en esta vida es que me vean la pena.

Se quedó callada, pero esta vez el silencio fue distinto al de toda la conversación, que ya iba para dos horas sin hablar. Parecía que la vocecita no hablaba no porque no quisiera, sino porque las palabras se le quedaban enredadas en alguna parte dentro de ella. «Le fascinó mi voz», pensé. Al momentico empezó a llorar y por la bocina del teléfono que yo tenía muy pegada a la oreja se me metió una tristeza descomunal que llegó caminando desde la quinta porra por ondas electromagnéticas.

—¿Qué te pasa, amor? —le dije de aventado, pero en vez de la vocecita me respondieron unos berridos desconsolados. Luego no paró de sonarse la nariz.

Puse el teléfono en el tocador y me guardé otra vez entre las cobijas, decaído, y me imaginé unos ojos azulitos y saltones inyectados de rojo y apagaítos y una nariz respingada y pelaíta de tanto cosiampirarse con papel higiénico y una boca reseca escondiendo una lengüita rosada y juguetona y una cara pulidita pegada a una cabeza vuelta nada por dentro de darle mente a cosas que había dejado de pensar hasta que a mí se me dio por aparecer.

Me sentí de lo peor porque ella no merecía que la pusiera a sufrir de semejante manera. «Yo no hago nada y la embarro, hago algo y la embarro, hablo y la embarro, me quedo callado y la embarro, pienso y la embarro, luego existo y la embarro… Prácticamente embarrarla es como un don mío», pensé. Anidé lo más que pude, di vueltas en la cama, le di vueltas a la cama, me arrodillé, fui y volví varias veces de una pared a otra, me senté en el piso, me acuclillé hasta que sin querer me sentí saludable, como si hubiera hecho una maratón en la pieza. No sabía qué hacer conmigo. A la hora, agitado, con el corazón brincando de agradecimiento, agarré el teléfono con miedo de que la vocecita siguiera ahí y también de que no siguiera.

—Ssssssssssssssssssssssss —le dije más o menos así con la nariz.

—¡¡¡Pedro Luis!!! —dijo muy convencida.

Le dije que sí mientras me imaginaba a Pedro Luis, que con quién más, que yo era él, y continuó la llorada donde la había dejado empezada hacía un momentico hasta que se le acabó del todo. Luego empezó una nueva con un tonito distinto, de menos calidad que la primera, igual que un radio con pilas de mil. «Llora en jornada continua», pensé.

Le escampó el llanto y me puso conversa con la respiración. Cuando creí que se había calmado recayó y se puso a berriar como si se acabara de llenar otra vez de desdicha. Lloraba a toda carrera y eso me hizo pensar que tenía afán de gastarse de una vez por todas las lágrimas y quedar contenta o por lo menos sin material triste en los ojos para no quedar como una llorona delante de mi persona. Al rato le pedí que jugáramos a hablarme de mí, de Pedro Luis, para irme conociendo y poderme desenvolver.

De tanto hablarme de él, que en ese momento venía siendo yo, me empecé a coger pereza. Me contó que yo era un periodista muy famoso y yo le dije, modestia aparte, que no era para tanto, aunque me alcancé a emocionar porque mi sueño siempre había sido ser alguien en la vida para no tener que hacer nada en la vida para ser alguien. Además, me contó, a pesar de que odio el frío, la velocidad y los atados de gente caminando por ahí apeñuscada, que yo estaba viviendo en Bogotá en una casa bien bonita que no conocía de un barrio muy prestigioso que jamás había oído mentar.

Al rato me enteré de que era un papacito, alto, peliliso, ojiclaro, acuerpado, y, no sé por qué, sabiendo eso de mí, me sentí mal, una cosita de nada, y me dio envidia de mí. Enseguida se despachó enumerando todos mis defectos y embarradas. En ese momento respiré profundo y conté hasta diez varias veces, pero así y todo me dieron ganas de tirarle el teléfono para que no siguiera trapiando el piso conmigo. Luego hice un acto de contrición y me acepté como era, con virtudes y defectos, con debilidades y fortalezas, con oportunidades y amenazas. «Yo sí soy mucho guache», me dije decepcionado de mí, con pena ajena de mí, siendo autocrítico conmigo. Y luego me dije: «Dejar de semejante manera tan descarada a la mujer de mi vida, a un ser tan especial y dulce, vos si no».

Le pedí disculpas y cuando dijo que listo me sentí livianito. Después le dije que hiciéramos como si nos acabáramos de conocer y se describiera. Como a la hora, cuando terminó, yo me dije: «Como me gustan a mí». Y luego pensé: «Yo me caso».

La vocecita era preciosa, perfecta, veinteañera, como me gustan a mí. Yo suspiraba y le inventaba ojos y boca y nariz y cara y abdomen y piernas y todas esas cosas que tiene la gente normal en el cuerpo y se los ponía en el lugar que era, ni más pallá ni más pacá, perfeccionista, ya que podía y estaba inspirado. A las tres de la tarde, sin haber dormido un segundo, nos despedimos de pico lo más de bueno y yo le prometí que no la iba a volver a dejar. «Yo sí soy muy de buenas», pensé apenas colgamos. Y luego me dije entre dichoso y descrestado: «Me ama todavía».

Después de trasnochar todo el día conversando con ella madrugué en la nochecita. El remordimiento me estaba matando. Temblando como si me hubiera tragado un taladro prendido agarré el teléfono y marqué para confesarle que aunque me moría por ser Pedro Luis, hay que ser sinceros, yo no podía más que ser Chiquito, un hombre bueno, tierno, espectacular, caluroso, sensible, excepcional, cariñoso, humilde, fogoso, un amasijo de virtudes, un filólogo hispanista y un cuentista sin cuentos que no abandonaba, un ser capaz de enamorarse a primera oída y de casarse por teléfono si tocaba. El teléfono no alcanzó ni a repicar.

—Qué triste fue decirnos adiós, cuando nos adorábamos más, hasta la golondrina emigró, presagiando el final. Qué triste luce todo sin ti, Pedro Luis, los mares de las playas se van, se tiñen los colores de gris, hoy todo es soledad. No sé si vuelva a verte después, no sé qué de mi vida será, sin el lucero azul de tu ser, que no me alumbra ya —dijo y luego dijo que se quería ir a vivir conmigo.

Entonces no pude conmigo de la felicidad porque a pesar de que esas palabras tan bellas no eran para mí, nunca una mujer me había dicho cosas tan bonitas. «¿Cómo habrá hecho Pedro Luis para hacerse querer tanto?», pensé y, por impulso, bobo que es uno, soñador, iluso, soso, mientras me rascaba la cabeza y miraba en el espejo al peor hombre del mundo, al más cruel y desalmado rascándose la cabeza, le dije:

—Si querés nos casamos en una capillita toda bonita que conozco allá, acá, acá, en Chapinero.

«No me quiero ni ver», me dije y le colgué para que su felicidad no me entristeciera.

Después de unos días de encierro resentando cabeza fui al granero de la esquina a parar codo. Le pedí mediecita a don Tedio y por ahí derecho disculpas por mirarlo feo, robarle la papa nevada del bulto sin siquiera pedirle permiso y por mi mala maña de irme sin pagarle el guaro la noche que me había dado por odiar a todo el mundo parejo en el epílogo de mi época de querendón. «Me le voy a desaparecer otra vez», pensé pensando en la vocecita y brindé conmigo chocando la copa con el aire, «nos estamos haciendo mucho daño».

Al otro día saqué el teléfono de la pieza y seguí sentando cabeza encerrado. Las manos se me querían mandar solas y cuando medio me descuidaba, amangualadas con los pies, arrancaban a la carrerita a llamarla del teléfono de la sala.

Una mañana agarré los binóculos y me asomé por la ventana a ver familias madrugadoras y pobres viendo despegar aviones del Olaya Herrera, donde murieron Gardel y tres canciones inéditas, y en esas me imaginé a la vocecita un minuto después de que le hice la propuesta de matrimonio, feliz porque sí, sin necesidad de proponérselo, y después me la imaginé en tiempo presente, desconsolada, echaíta por ahí en cualquier rincón al lado del teléfono esperando que sonara, dejándose morir. En la tarde, como no me gusta hacerle falta a nadie, la llamé para contarle la verdad y pedirle perdón y decirle que si algún día se le daba por volver con Pedro Luis me tuviera en cuenta, que yo no tenía ningún problema en irme con ellos.

—Aló… Aló… —dijo una voz de mujer, como me gustan a mí, de muñeca.

—¿Con quién hablo? —pregunté imaginándome a la vocecita diciéndole al oído que si era Pedro Luis no estaba.

Leticia, la tía de la vocecita, cuarentona como yo, como me gustan a mí, bracifornida de escribir libros, alentada, voz sensual, cautivante, parrandera, conversadora, liberal, alegrona, dicharachera, arrebatada, montañera, acuerpada, voluptuosa, buena gente, nalgas grandes, tangas chiquitas, como me gustan a mí, bronciaíta de terraza, aguardientera…, me contó que la sobrina estaba viviendo en Bogotá con Pedro Luis.

«Que lo dejen a uno por un famoso da hasta alegría», pensé.

Estuve desconsolado como media hora con unas ganas impresionantes de morirme por pura curiosidad aunque fuera cinco minutos para ver qué se sentía, pero Leticia, siempre dispuesta a escucharme así yo no hablara, consejera, pechos grandes sin brasieres, como me gustan a mí, empecinada en consolar al otro, a oírlo llorar, ropa ajustada, amiguera, chistosa, ninfómana a veces, lengüilarga, pilla, comprensiva, hogareña, pilosa, ardiente, fogosa, jugosa, creativa del lenguaje, chef chafa interrumpidora de hechura de almuerzo desremordimientada del filo de hermana y mamá, acomedida, burletera, trasnochadora y morena, mecatera…, me calmaba y me decía que bregara a olvidar y que contara con ella para lo que fuera.

A diario le hacía la visita por teléfono. Nos emborrachábamos por teléfono los fines de semana y nos contábamos cómo iba mutando la prenda en rasca. La llamaba para que escuchara una canción, para leerle un poema, un cuento, una novela, para festejar dos meses, tres meses, cuatro meses de conocernos, de charlar de lo más de bueno, para confesarle que adoraba a Pedro Luis porque en un momento de mi vida se había dado el lujo de ser yo y a la vocecita porque sin querer me había llevado a ella. Nos bañábamos por teléfono. La llamaba para contarle un chiste, para preguntarle la hora, qué había desayunado, almorzado y comido, qué ropita llevaba puesta, de qué color eran los cuquitos, si ya se había cepillado los dientes, para regalarle la luna. «La amaba tanto», leí en un libro, «que hasta le prometí perdón por anticipado por cualquier equivocación que cometiera en el futuro». Y eso hice.

Nos cuadramos por teléfono.

«La vida es lo más lindo que hay en esta vida, carajo», pensaba por instinto todo el tiempo.

La sonrisita se me instaló en la cara, no se movía ni para respirar ni salía a dar vueltas por ahí ni se desinstalaba cuando yo hacía mala cara, como si hubiera encontrado por fin un lugar donde vivir tranquila. Barría y trapiaba la casa, le pedía prestado el uniforme y el delantal a Chigüira y le ayudaba a hacer oficio. Una vez hasta le di un abrazo a papá sin necesidad de pedirle plata. El amor me estaba cambiando, tanto que a mi reloj biológico se le arregló el despertador: a las once de la mañana madrugaba todos los días pensando en ella.

—Eres un alma antigua de esas que ya no se consiguen en la calle.

Y después me dijo que me idolatraba y que iba a lanzar una novela al otro día, nuestro día, en el Teatro Lido, y que si nos íbamos a ver. Yo le dije que sí y salí volado a meter el cachaco y la cachucha a la lavadora. El resto del día me la pasé intranquilo, con una rasquiñita dentro de mí que no se me quitaba rascándome por fuera, yendo y viniendo del baño. En ocasiones me ponía frente al computador a leer la novela de Leticia.

En la primera página, la que leí, Leticia mataba gente inventada por montones sin pesar ni nada, como si estuviera acostumbrada a esos trotes y no le diera ni una pizca de remordimiento. «La gente evita matar para no irse a enviciar de pronto», pensé. Y luego me dije: «Matar debe ser hasta rico». Ya de noche, cuando empecé a cabeciar, puse el lector del computador para que continuara donde iba, pero, a pesar de la balacera, del derroche de chumbimba, las explosiones y las cabezas rodando por ahí en la pantalla, al momentico el lector del computador se quedó dormido. Tanta sangre leída casi no me deja dormir.

Al otro día me arreglé, almorcé y antes de salir de la casa, nervioso, pensé llamar a Leticia para decirle que tuviéramos nuestra primera cita por teléfono, por favor, Leti, que si quería nos encontrábamos por celular a las seis en punto, yo desde mi casa y ella desde el Lido, que yo entraba por teléfono a la tertulia y me acomodaba juicioso, sin pronunciar palabra, poniendo cuidado y todo, en la mesa, al lado del vasito de agua y el letrerito con su nombre, si es que había. Mis nervios estaban bravos conmigo y se desquitaban mandándome cada rato al baño. «¿Será que me estoy enfermando de aposta sin querer para no ir?», sospeché de mí.

Faltando dos horas para el encuentro me bajé del bus en el parque de San Antonio hecho todo un galán. La semana anterior había tenido mi primera lectura en público y quería encontrarme con Leticia antecitos para darle consejos y evitar que le pasara lo que me pasó a mí. Por mi pinta estaba muy provocativo para los ladrones que así robaran todo el día a todo el mundo durante toda la vida la gente no se les acababa. Caminé con un caminao y puse una cara que ni mandados hacer para un intimidador o para un repeledor de malandrines, con el propósito de no entrar en la lista de opcionales a atracables.

Me senté entre las patas de una paloma de Botero a mirar la paloma vecina que tenía un hueco en el buche que le había hecho una bomba que mató a mucha gente en junio del 95. Luego miré el resto de esculturas haciendo la siesta, esperando a que les pasara la llenura. «¿Qué comerán?», pensé, «¿o serán solo apariencias?».

San Antonio es un parquecito agitado del centro de Medellín donde se reúnen todos los negros de la ciudad a burlarse de los blancos y a veces de los albinos. Me quedé viéndolos un rato aprovechando la luz del día para hacer tiempo. «¿Cómo harán para encontrarse después de las siete de la noche?», pensé y arranqué a caminar por la avenida Oriental.

Las nalgas de las mujeres se me llevaban los ojos sin mi consentimiento como arrastrados por una cuerdita invisible. El centro estaba lleno de cuerditas. Los ojos de los hombres rebotaban de una nalga a otra y muchas veces terminaban sentados en un par que amenazaba con salir disparado del escote. «Tanta silicona, escote y minifalda en Medallo y yo cotizando por teléfono», me recriminé.

Luego miré el reloj y a medida que se acercaba la hora de encontrarme con Leticia más y más ganas me daban de entrar al baño. La gente iba y venía de arriba pabajo caminando como si fuera a llegar tarde a toda parte o se estuviera cagando, sin nada que hacer, cada uno con cada uno embolatado en sus pensamientos y yo conmigo esquivando ladrones, gente desgualetada, deschavetada y sospechosa.

Las mujeres se antojaban con un ojo puesto en las vitrinas y mostradores de los almacenes y con el otro pistiaban el bolso y sus partes por si una mano con ganas. Una mujer de ombliguerita y minifalda a punto de derramarse, de salirse de la ropa por los lados y por todas partes, le coquetiaba a un viejito que coleccionaba arrugas. «Qué paz da ver gente», me dije contento, «así haya tanta gente peligrosa intranquilizando». Juninié hasta que me cogió la noche mirando pura gente igualitica pero muy distinta.

Antecitos de las seis estaba en el parque Bolívar parado en todo el atrio de la Catedral Metropolitana mirando para adentro con mucha devoción por si alguna estatua o cuadro estaba desocupado y me quería iluminar. Comiéndome una empanada de Versalles caminé hasta el CAI que queda al frente del Lido y me puse a ver un montoncito de gente noveleriando un muerto que estaba al lado de otro montoncito que se desahogaba dándole con todo al culpable de que hubiera un muerto dentro del primer montoncito.

Una señora menudita intentaba mirar desesperadamente dentro del primer montoncito y gritó y gritó como loca hasta que se quedó sin gritos. Luego se puso a llorar para tener qué hacer. Un muchacho desconsiderado que escuchaba reguetón sin audífonos me convidó para que fuéramos a entretenernos mirando uno de los montoncitos. Yo, por educación, le dije que pasaba, que ahorita, bacán, que ahorititica cuando la gente se desbalagara y se armara otro montoncito iba y él me dijo que listo pues, parce, sin pensar que era un desplante porque él sabía que a esta ciudad le sobraban, le sobran, le siguen sobrando, montoncitos de esos. «En Metrallín llegan primero los gallinazos que la policía», pensé mirando el primer montoncito.

A las seis en punto, diez y cuarenta en el reloj de la iglesia, me paré en toda la puerta del Teatro Lido, pero Leticia no apareció. «Te esperé hasta las once y cuarenta», le iba a decir cuando la llamara en la noche para que se sintiera mal. Cuando los carros se llevaron al muerto y al muchacho casi muerto que había matado al muerto la gente de los montoncitos abandonó su respectivo montoncito y se puso a buscar otros montoncitos para acabarlos de llenar y matar el tiempo. Me llevé arrastrado a la casa porque no estaba acostumbrado a cargar tanta tristeza. «Me caramelió», pensé.

A la semana llamé a Leticia para reclamarle por haberme dejado plantado.

—Aló… Aló… —dijo una voz de mujer, como me gustan a mí, de muñeca grande.

—¿Con quién hablo? —pregunté imaginándome a Leticia muerta de la pena diciéndole al oído que si era yo no estaba.

Doña Graciela, la mamá de la vocecita y hermana de Leticia, quince o veinte años mayor que yo, como me gustan a mí, toda querida, me contó todo.

Destrozado y sin hablar caminé hasta la ventana de la pieza con el teléfono pegado a la oreja y me puse a ver aviones despegar con los ojos encharcados. Al rato me puse a recordar los gritos de doña Graciela, cuando yo no sabía que doña Graciela era doña Graciela, al pie del montoncito de gente rodeando a Leticia, cuando yo no sabía que la de adentro del montoncito era Leticia.

—La vida es lo más horrible que le toca vivir a uno en esta vida —le dije.

Doña Graciela dijo que sí, que estaba de acuerdo. Luego nos pusimos a conversar sin hablar, solo acompañándonos y respirando durito, como con la vocecita, para saber que no nos habíamos ido. «Hubiera sido más duro verla acostada con otro en una cama que acostada en el piso frente al Lido», me dije para consolarme. Después me puse a verle el lado bueno a la cosa: Leticia, muerta, iba a vender más libros, no tantos como si se hubiera suicidado, pero iba a vender más libros y donde estuviera iba a estar muerta de la dicha.

—Usted es muy afortunada, doña Graciela —le dije—… Usted por lo menos charló con ella de frente y la vio de cerquita el último día así fuera dentro de ese montoncito de gente.

Volví al encierro durante un mes, no para sentar más cabeza (ya había sentado lo suficiente) sino para evitar a la gente, porque la gente en cualquier descuido deja de ser gente y lo deja a uno solo y finado por dentro. Acostado en la cama me la pasaba pensando que la soledad estaba alcanzando para todo el mundo, sobre todo para los solos, sin despreciar ni discriminar a los acompañados, que estaba muy brava y como amañada con la gente que cuando medio se alcanzaba a juntar si no los podía separar por las buenas mataba al que fuera para que quedara sobrando uno.

Una noche no me aguanté más y me fui al granero de don Tedio a llorar a Leticia a moco tendido. «Estiró las patas, estiró las patas», gritaba dentro de mí para desahogarme, «se las estiraron, se las estiraron». Durante quince días seguidos los borrachos del granero me llevaron cargado a la casa. Me acostaban, me quitaban el pantalón, me cobijaban y hasta me daban la bendición. A los diítas paré porque no me soportaba en la mera chanda de tiempo completo. Sobrio descubrí que Leticia ya no me mortificaba.

Doña Graciela, acabaíta de conocer y todo, me estaba haciendo mucha falta. Por eso una tarde la llamé y le pregunté por preguntar cómo había sido el entierro de Leticia, si había ido mucha gente, si se había largado a llover, cuánto le había cobrado el cura por la misa, si hubo cuórum en la novena, si no le daba miedo vivir en esa casa sola con su mamá y si se estaba alimentando bien.

Al otro día la llamé para preguntarle cómo había seguido y por ahí derecho qué había almorzado, en qué había parado la telenovela de las ocho, si ya había arreglado la casa, si había llegado puntual a la cita médica, qué le había dicho el doctor. El resto de la semana la llamé para regalarle la luna, bajarle las estrellas, dedicarle melodías, declamarle versos, leerle cuentos de Felisberto, hablarle de mis cuentos no escritos y hasta trovarle. Hacíamos reunioncitas y fiestas por teléfono, bailábamos, bebíamos y nos desenguayabábamos por teléfono. Nos tocábamos con los oídos. Un día nos acordamos de que habíamos olvidado a los demás.

—Te juro, mi Chiquito hemocho, que no me voy a ir ni me voy a morir hasta que me muera —me prometió una noche en que yo había recaído en la angustia porque me estaba acostumbrando a perder gente que no tenía.

Todos los días amanecía con una felicidad pegada que andaba conmigo pa toda parte como si yo fuera de ella, una felicidad que yo no me conocía y que me ponía triste a veces, una felicidad que me deprimía por no haberla experimentado antes. Me mantenía flotando, impregnando de felicidad los muebles de la sala, el comedor, la cama, la mesita de noche, la biblioteca y el piso de madera, que eran los únicos que me determinaban y no me hacían mala cara en la casa; hacía barullo revocando los sócalos, podando la manga del jardín, lavando los platos, barriendo y trapiando.

«El amor me está dando sopa y seco», me decía mientras pensaba en doña Graciela, mujer capaz de hablar por teléfono, cocinar, coser saquitos, arreglar a la mamá y vestirse al mismo tiempo, rezandera, seria, devota, como me gustan a mí, madurita, gordita, menudita, amorosa, piadosa, sabrosa, perjudicable, fiel, hacendosa. Doña Graciela era distinta a todas las igualiticas desconocidas que había conocido y si con la vocecita y con Leticia me quería arrejuntar con ella estaba dispuesto a engarzarme de por vida.

—Te quiero convidar a almorzar mañana —dijo con un tono de seguridad que pretendía esconder el miedo.

Cuando le dije que sí, que aceptaba, me preguntó que qué quería. Le respondí que calentao y que cuando el amor llega así de esta manera uno no tiene la culpa, quererse no tiene horario ni fecha en el calendario cuando las ganas se juntan; caballo le dan sabana y tiene el tiempo contao y se va por la mañana con su pasito apurao a verse con su potranca que lo tiene embarbascao… y así, como la tonada, hasta que me interrumpió para decirme que yo era un angelito y que nos encontráramos a la una de la tarde en el edificio Coltejer, que apenas saliera de la cita médica me llegaba y pegábamos si Dios quería para su casa, que quedaba cerquita. Charlamos hasta el amanecer. De un momento a otro dejó de hablarme sin decirme nada ni despedirse siquiera, sin tirarme el besito de las buenas noches. «Se quedó dormida sin darse cuenta», pensé. Para no ir a despertarla hice la bullita rutinaria pasito, colgué el teléfono con mañita y al momentico me dormí.

A las doce y media del otro día estaba parquiado en toda la puerta del Coltejer, el edificio más alto de Medellín. El sol parecía clavado en la puntica descansando del sofoco, bajito en lo más alto del edificio regalándole un poquito de cáncer a la gente sin sombrilla, bloquiador ni sombrita.

Me fumé un cigarrillo viendo las ganas de la gente desvistiendo gente delante de toda esa gente vestidita y ensopada en sudor. Un Papá Noel con megáfono, en junio, invitaba a la Feria del Brasier y Solo Kukos. Miré el reloj. Me comí una uña. Un hombre estatua para no perder credibilidad le pidió ladinamente a una señora que le rascara la espalda. Vicente Fernández, Michael Jackson, Galy Galiano, Madonna, Darío Gómez, los Rolling Stones, el Charrito Negro, Frank Sinatra, Julio Jaramillo, los Beatles, Juan Gabriel, Bob Dylan, Bob Esponja cantaban cada uno por su lado a todo taco como si estuvieran peliados, encaramados en buses, chazas, negocios y radiecitos portátiles.

A las tres de la tarde me fumé el último cigarrillo de la cajetilla y me fui sin importarme si doña Graciela se había matado de aposta después de lo que le dijo el médico o si la habían dejado internada en la clínica o si se había enamorado de otro una cuadra antes de llegar o si se había arrepentido.

Caminé por la avenida Oriental con las manos en los bolsillos, con un peso de desdicha que no dejaba bien a los pies hacer su trabajo y con unas ganas tremendas de comerme un calentao. En el parque de San Antonio antes de coger el bus de Rosellón para la casa me comí un vasito de chunchurria acabaíta de hacer para contrarrestar el desconsuelo. «Algo le tuvo que haber pasado», pensé mientras asomaba la cabeza por la ventanilla del bus, «porque si no le pasó nada algo le tuvo que haber pasado».

Me bajé del bus y me escampé del aguacero en el granero de don Tedio porque estaba acalorado y para no irme torcer. Le pedí mediecita de aguardiente y me senté en la mesa del rincón que ya era como mi casa. En la entraíta una muchacha agarraba con la lengua las goticas de agua que caían de un tubo que venía del techo y me acordé de la vocecita. Luego, viendo el agua peliar con ella misma para entrar a la alcantarilla me acordé de Leticia y del caminito de sangre abriéndose paso entre el montoncito de gente. «Esa familia se amangualó para tirarse en mí», pensé. Pagué la mediecita y antes de irme grité duro como todo un varón lo que cantaba la radiola para que los borrachos de don Tedio supieran de una vez por todas lo que de ahora en adelante iba a ser mi vida: «Cruzo caminos, arriando mulas, tomando trago y comiendo frutas, de las mujeres desengañado, ¡ay!, no me enamoro ni por el putas».

En la mañana la cuerdita invisible del centro que lleva los ojos de la gente a las nalgas de la gente me cogió del cuello y me jaló hasta la sala, me metió la mano a la gaveta donde había escondido el teléfono en la noche, luego me obligó a conectarlo y aunque yo hice todo lo posible para que eso no pasara me cogió un dedo que intentó encogerse desesperadamente y salir corriendo y lo hundió siete veces en el aparato.

—Aló… Aló…

Me contestó la abuela…