Esa tarde salí disparado sin recoger la maleta que papá había llenado a la guachapanda con mis cosas. Antes de tirar la puerta con todas las ganas me advirtió que si volvía a aparecer me voltiaba el mascadero y me las iba a ver con él. El riendazo me sopló la cara y los gritos me empujaron hasta el parquecito del frente desde donde miré con tristeza la casa que me había cuidado desde que nací.
La casa me miraba por las ventanas y arrugaba la fachada. Esas afugias de ella hicieron que me dieran ganas de abrazarla, pero como no me alcanzaban los brazos para abarcarla toda con la sombra la abracé con el pensamiento. Luego le dije con la mirada que algún día iba a volver por ella, que no se me fuera a ir y que no se preocupara por mí. «Tan linda que es», pensé extrañando desde ese momento los muebles de la sala, la biblioteca, el armario, a Chigüira, que para mí era como una cosa, la mesa del comedor y sobre todo mi pieza y mi cama que se habían portado siempre muy bien conmigo.
La casa me quería (me lo había demostrado) y era muy alcahueta y especial e incondicional conmigo así yo viviera sin cinco en los bolsillos para pagarle los servicios y el arriendo e invitarla a pintaíta. La miré por última vez y arranqué para ningún lado con la depresión en estado de alborotación. «La casa es lo que más quiero de la casa», pensé. «Lástima lo que tiene por dentro», pensé después, convencido de que ella no tenía la culpa de guardar gente como papá.
Impulsado por una parte de mí que quería distraerse y no echar mente ni sentirse triste, sin darme cuenta me vi parado en toda la entrada de San Diego donde esa noche tocaba Bajo Tierra. Al principio mis pies caminaron desconfiando del piso y de pronto se cogieron confianza y me llevaron a vitriniar. La gente era la misma pero diferente que había visto de niño cuando mis papás me llevaron una vez, la misma gente cargada de paquetes que el centro comercial quería y exprimía y estaba acostumbrado a ver. La mayoría llevaba un cono en la mano. Los niños, casi todos, andaban llevados por tenis con ruedas y lucecitas.
Al fondo, por los baños, entre la gente de siempre sobresalía, como sostenida en el aire, una cresta de colores envalentonada, prepotente, enérgica, que retaba a la gentecita normal, y sobre todo a la gravedad, que daba la impresión de que podía durar parada toda la vida, ajustada a la cabeza de un flaco adolescente con pelusitas en la cara. «Si un gallo la llega a ver se muere de la envidia», pensé.
«Va para donde voy», me dije y perseguí al alfeñique desde lejos, disimulando con los ojos metidos en mi libro. Las señoras lo señalaban y algunas se echaban la bendición como si en vez de cresta tuviera a Lucifer encaramado en la cabeza. «Es un metálico, pobrecito», le alcancé a oír a una señora. «Demás que no tiene mamá», dijo otra que estaba a mi lado. «Si no tiene mamá», quise decirle, «entonces quién le pone y le quita ese pantalón tan apretado».
Mientras lo seguía, contentón, me quité la cachucha con la mente, le despegué la cresta con mañita sin que se diera cuenta y, antojado que es uno, me la puse en la imaginación. Para que no se me fuera a caer y porque no tenía con qué responder caminé un momentico a lo equilibrista, hasta que me sentí más juvenil de la cuenta. Entonces le devolví su amasijo de pelos tiesos y coloridos al flaco y continué con mi cabeza con las entradas y canas de siempre escondidas debajo de la cachucha.
El lugar que el centro comercial le había prestado por un ratico al concierto estaba lleno de espacios vacíos. Eso me hizo acordar de una frase que había leído hacía mucho tiempo y con la que inicié más tardecito la conversación con Juana.
Mientras empezaba el concierto me puse a extrañar la casa y a pensar y a pensar en la noche que me iba a tocar pasar por fuera, sin asomárseme por la mente que ella me iba a hacer la cosa tan maluca que me hizo. De repente un equipo de sonido me sacó de los pensamientos.
El equipo de sonido, que con toda seguridad había animado antes fiestecitas guapachosas en la sala de su casa o en la cuadra, bullanguero, se trasportaba en el hombro de un muchacho atrapado en un bluyín ajustado, adherido a una oreja considerable gritando música que sonaba igual a una lavadora prendida, y muy vieja, pero con letra. Esa imagen me dio una idea para mi próximo cuento. El bluyín, como casi todos los bluyines que habían ido al concierto, tenía aire acondicionado casero hecho con tijeras. «Debe haber una fábrica especializada en hacer roticos», pensé. De pronto los ojos se me fueron corriendo hasta unas botas platineras que me trajeron la imagen de una matera de la que salían dos piernitas de palitroque tambaliantes que pertenecían a un bonsái desgualetado y chapolo que bebía vino de maracuyá de una garrafa de plástico.
Retrocedí caminando depatrás, intimidado por unos ojos adolescentes que me estudiaban y se burlaban de mi pinta elegante (como si al dueño de esos ojos que apenitas empezaban a ver mundo el tiempo no lo fuera a vestir y a hacerle otras maldades y estragos en la juventud como a mí y a Juana), hasta que llegué donde estaban cruzados de brazos, serios, amargados, feos, con canas y gafas, los jovencitos de moda de hace veinte años. Los miré con cariño y solidaridad. «Estos son de los míos», pensé sabiendo que con ellos estaba a salvo y me identificaba en achaques.
Luego me puse a ver a los muchachos de adelante, uno por uno y después en tumulto, lindos así fueran feos, relucientes y pulcros aunque sucios y olorosos, lúcidos, beodos y enyerbados al mismo tiempo, alentados aunque flacos, estilizados a pesar de lo desgarbados, una maravilla, mi envidia, la juventud, y me vi en ellos a los dieciséis, qué belleza, una plaga, no obedece, tiene pilas, no se cansa, no se baña, y quise beber barato sin guayabo y fumar al escondido y tirar piedra y tirar paso al piso parcero y salir a toda, hacia atrás, corriendo para esa edad, dejarme abandonado.
En esas estaba cuando la vi a ella al lado mío mirando fijamente a la tarima, pero escondiéndosele para que la tarima no se diera cuenta de que la estaba mirando. Un ojo miraba hacia el frente y el otro parecía buscar monedas en el piso. «Tiene ojos independientes», pensé. Tomaba aguardiente del pico de la botella y prendía los cigarrillos con el último signo de vida del anterior. Lloraba por los dos ojos y eso me hizo cuestionar mis pensamientos sobre la supuesta independencia que tenían. Igual que una lagartija cazando agarraba con la lengua las lagrimitas que se deslizaban cerquita de la boca.
De repente sus ojos se pararon en mí. La partecita de adentro de ella que autoriza a los ojos a llorar así la gente no quiera interrumpió la orden y se activó la partecita de adentro de ella que hace sonreír a la gente así la gente esté llorando. A mí no se me activó ninguna partecita, entonces le sonreí por mis propios medios.
Tenía cara de que había nacido brava y con el ceño fruncido de una vez incorporado para que en el futuro no le tocara fruncirlo por su cuenta a toda hora y de pronto se fuera a arrugar. «Le pasó algo», pensé. Me entregó la mediecita de aguardiente, me tomé mi trago y se la devolví. Nos quedamos callaítos la boca. En ese momento, para romper el hielo, le dije la frase que había recordado hacía un momentico.
—A este concierto le faltó tanta gente que si llega a faltar uno más no cabe.
—Juana, ¿y vos? —dijo y me dio la mano.
—Yo soy aquel que ayer no más decía, el verso azul y la canción profana, en cuya noche un ruiseñor había, que era la alondra de la luz por la mañana —le dije por chacotiar—. Yo supe del dolor desde mi infancia, mi juventud... ¿fue juventud la mía? Sus rosas aún me dejan su fragancia, una fragancia de melancolía.
Después le dije mi nombre y ella volvió los ojos a la tarima. No dejaba de vigilarla. Parecía intranquila, como con miedo de que la tarima saliera corriendo para otra parte y la dejara sin para donde mirar. Toda Juana estaba en un lado donde algo malo le habían hecho así estuviera a mi lado malaparentando contentura.
De pronto la poquita gente que había gritó durísimo creyéndose mucha gente o por lo menos más gente de la que había. Juana se bogó la mediecita y viendo a los músicos ahí parados calentando los instrumentos dejó de escondérsele a la tarima. Ahora hacía piruetas para que la tarima la viera.
—Mal-pa-ri-do —le deletreó lentamente.
«La tarima le hizo algo malo», pensé.
Enseguida las piruetas hicieron que muchos ojos, incluidos los de la tarima y los de los músicos que estaban sobre la tarima, se nos vinieran encima. En ese instante Juana aprovechó sin pedirme permiso ni nada ni preguntarme si yo quería o tenía novia para zamparme un beso largo que duró una canción cortica. Yo me sentí precioso. Más tarde se la pasó deletreándole muchas groserías a la tarima. «¿Y si la tarima se pone celosa?», me dije.
Al poco tiempo se armó un remolino al pie de la tarima de muchachos excitados que giraban dándose guarapazos, patadas, puños y codazos con mucho respeto. En ese momento pensé en una licuadora prendida. Le miré los labios a Juana por si quería chupar trompa otro ratico y terminé persiguiendo con los ojos una palabra deletreada que fue a parar en toda la humanidad del vocalista, que por tener la vista clavada en mí no alcanzó a leer. Esa mirada que tenía cara de estar enojada conmigo me emocionó mucho, pues nunca en la vida me había mirado un medio famoso.
—¡Vamos, Chiquito! —me dijo y me sujetó de la mano para llevarme.
—Esperemos a que se acabe el otro disquito por lo menos —le dije poniéndole una cara de tristeza pura para que se conmoviera y me dejara quedar hasta el final.
Me soltó la mano con rabia y se fue a toda sin agradecerme ni el beso ni que la hubiera ayudado a matar la mediecita de aguardiente. Me fui quedando hasta que me arrepentí y me fui. Cuando la alcancé le toqué el hombro. Apenas me vio se le hizo una sonrisa que le subió los cachetes más de la cuenta, desviando las lágrimas hacia las orejas.
—Vamos pues, que ese cantante está todo desafinado —le dije.
—Me la cometió… Yo lo vi… En el volco de la camioneta… —dijo llorando. Rápidamente me agarró de la mano como a su mascota y me llevó por ahí.
«Me está utilizando», sospeché, pero me dejé arrastrar con gusto. De vez en cuando Juana frenaba y miraba para atrás. Al mismo tiempo yo me imaginaba al vocalista bajándose de la tarima y corriendo hacia nosotros. Cuando paró la música un ratico, entre canción y canción, llegué a pensar que había dejado tirado el concierto y que venía a la carrerita con sus seguidores detrás para desquitarse conmigo porque Juana se estaba desquitando de él conmigo. Ella lo estuvo esperando hasta que salimos de San Diego, pero él siempre estuvo con nosotros sin estar, detrás de las canciones.
En la bomba de gasolina de la 33 sacó un papelito del bolso (al principio yo creí que era cofio o minisigüí) y en él hundió un dedo cargado de un polvito que llevó a una ventanita de la nariz que se lo tragó. Después hizo lo mismo en la otra ventanita y enseguida hizo lo mismo en las dos ventanitas mías sin preguntarme nada. El polvito me entró en forma de remordimiento. Nos montamos a un taxi en el que estaban dando una misa a todo taco. Juana le pidió al taxista que le bajara volumen al cura y a las viejitas que cantaban igual a cualquier viejita de saquito gricesito o rosaíto del mundo, desafinadas y excitadas, como poseídas, y él apagó el radio de mala gana, tal vez porque tenía hambre y le habíamos interrumpido la parte de la comunión. Luego le dijo que nos llevara al Guasabro y después se arrepintió y le dijo que mejor al parque del Periodista.
—Mejor al Colombo Americano —dijo después.
El Colombo Americano es un lugar que queda a la vuelta del parque del Periodista donde va la gente a aprender inglés y sobre todo a ver películas francesas que nadie entiende. Por eso pensé: «Me va a llevar a tirar perico al cine». En el taco de la avenida Oriental sacó del bolso el CD de Bajo Tierra, La lavandería real, y dijo poniendo una sonrisa maliciosa:
—Adentro hay un tesorito.
—No hay canción mala —le dije—… El mejor álbum que ha dado el rock colombiano.
De la cajita, sin abrirla, sacó la hoja con las letras y se puso a buscar algo. Enseguida me leyó susurrado: «A veces lo que más duele resulta ser lo mejor… y a veces lo que más quieres resulta ser lo peor». Después regresó la hoja a su lugar y con suspenso abrió la cajita donde en vez del disco había una pastillita blanca. La partió en dos y la dejó donde estaba. A continuación cerró la cajita y me picó el ojo.
—Ahorita —dijo y por primera vez la sentí contenta.
Más tarde se le olvidó que estaba aparentando contentura y las lágrimas se le dejaron venir en cascada. Entonces, de arrebatado, le lancé mi boca a la de ella, pero me estrelló. De repente sacó la cabeza por la ventanilla del carro y gritó a todo pulmón la palabra que la gente grita para desahogarse o cuando se cae o porque sí. La grosería nacional. Cuando entró la cabeza me miró con unos ojos de persona livianita, pero no livianita del todo. Yo iba a sacar la mía por la ventanilla y a gritar como ella por solidaridad, pero no lo hice porque, por un lado, me daba pena con el taxista y, por el otro, no soy casi grosero aunque disfruto de las groserías de los otros, sobre todo cuando no son para mí. Al ratico volvió a sacar la cabeza y gritó la misma palabra con más ganas, seguida de la primera palabra que le había deletreado a la tarima.
En el Colombo Americano sacó plata del cajero y en un estanquillo compró un litro de aguardiente. El parque del Periodista daba la impresión de que estaba dormido así la gente estuviera prendidita dentro de él.
—Las lámparas tienen alzhéimer, mirá, se les olvidó prenderse —le dije y Juana sonrió lo más de bonito.
Nos sentamos en un murito al frente de El Guanábano y alargamos los oídos para robarle la musiquita. Cuando Juana se daba pases de perico la gente no la miraba indignada como mira la gente, sino antojada. De pronto, encima de la musiquita se montó otra musiquita más desafinada que salía de la boca de un verdadero artista del libar (famoso por la mala fama, sentimental, tufiento y guapachoso) y que, dirigiéndose a una lámpara como pidiéndole un favor, decía «Queriiiiiiidaaaaaaa, hazlo por quien más quieras túúúúúúú, yo quiero ver de nuevo luuuuuuuz en todaaaaaaa mi casaaaaaaa, oh oh, queriiiiiiidaaaaaaa, ven a mí que estoy sufriendooooooo, ven a mí que estoy muriendooooooo, en esta oscuridad, en esta oscuridad, que no me sienta nada bien». De sopetón, al terminar la tonada el entonado, como si se hubieran conmovido, las lámparas se prendieron en gallada. La gente las chifló. De todas maneras no hicieron caso y continuaron con su trabajo, iluminando de pura pica más de la cuenta a esas personitas sopladoras y enfiestadas. Muchos las miraban feo y ellas devolvían la mirada hacia abajo, encandilando, como pidiendo tolerancia.
—A la gente de acá no le gusta que le alumbren lo que hace —dije y chocamos las copitas de plástico.
—¿No has visto que en las partes decentes apagan las luces para que la gente se vaya? —dijo Juana arrastrando la lengua—. En cambio en estos lugares las prenden.
Le dije que ya regresaba y eché a andar con alegría entre esa gente maravillosa y alucinada y alucinógena y alumbrada y ensacolada, aspirándome el parque, robándole sin ningún remordimiento los olores densos que se escapaban de distintas fiestecitas. En la pared de una casa que en el día es Profamilia y en las noches orinal dejé lo que me estaba atormentando desde hacía rato mientras la miraba. Juana seguía al frente de El Guanábano, pero en realidad nunca se había ido de San Diego. Miraba todo lo que se le atravesaba en los ojos, pero seguía viendo la tarima.
Cuando llegué Juana tenía la cabeza escondida dentro de las rodillas. Me le senté al lado y me puse a verle las lagrimitas estrellarse contra un charquito. Se tiraban en clavado, de a una, por turnos, como desde un trampolín. Era como si hubiera una filita de goticas de agua triste en sus ojos que esperaban a que cayera la de adelante para saltar. Le toqué el hombro.
—Se te están suicidando —y señalé el charquito.
—¿Chiquito, vos tenés casa? —dijo, me miró con los ojos envolatados y volvió a guardar la cabeza entre las rodillas.
«¡Qué talento! ¿Cómo hará para llorar y dormir al mismo tiempo?», me dije.
Mucho rato me la pasé tomando mientras admiraba el sonidito que le salía por la boca y la nariz a la vez. Nunca en la vida había oído a alguien roncar tan bonito. De pronto la despertó un recuerdo. Abrió el bolso y del CD de Bajo Tierra sacó media pastillita blanca.
—¿Vos tenés casa? —volvió a preguntar. Enseguida se metió la media pastillita a la boca e impulsó con fuerza la cabeza hacia atrás.
—Una.
—¿Puedo ir?
—Si querés.
—Te la ganaste.
Juana cogió la media pastillita blanca que quedaba y me la metió a la boca con el cuidado de un cirujano que saca y mete un corazón. Después me la empujó para adentro con un beso mojaíto.
Al poco tiempo las palabras empezaron a salirme cansadas, espaciadas, como por entregas, arrastrándose en chanclas como si tuvieran sueño o anemia. Al momentico se cargaron de energía y agarradas de las manos saltaban de la boca pegadas armando sinalefas incomprensibles. Veía todo en hipérboles y metáforas. Juana me miraba con detalle, reconociéndome, con una ternura igual que cuando uno mira un conejo chiquito. Me chupaba piña parejo y a mí no me importó que me llamara como el vocalista, al contrario, eso me hizo sentir importante.
En un momento de la noche, viéndome como estaba, me prometí no tomar más, pero varias veces me hice trampa. El mundo se movía furioso tumbando a más de uno del parque. Parecía sacudiéndose el polvo. Muchos se quedaron acostados en el piso de una vez para que el mundo no los siguiera tumbando.
En una banquita del parque de Envigado me di cuenta de que ya no estaba en el parque del Periodista. Juana me respiraba en el cuello, me jalaba trompa y me manosiaba como si al frente estuviera la tarima y la tarima la estuviera atisbando a ella, para ponerla celosa. Me acosaba para que fuéramos a mi casa. Quería desquitarse.
—¿A diez minutos a pie, me dijiste?
Yo eché cuentas y le dije que a siete más o menos y arranqué a caminar en zigzag.
—Parecés esquivando balas —me dijo muertica de la risa.
Cuando logré estabilizarme caminé igualitico que cuando salgo de la pieza a orinar en las noches, con las manos en frente como tomando distancia. El piso caminaba a toda en dirección contraria. Me caía dos veces por cuadra. De vez en cuando me caía la tercera de aposta para que ella me quisiera más. Juana me habló de un amigo que se caía más que yo y que antes de salir a beber, «para sobrebeber», dijo, se ponía el casco de la moto.
Cerca de la casa mis piernas, entumidas, beriberiadas, revolucionarias, hicieron huelga. No querían transportarme más y me amenazaban con dejarme varado. Las engañé imaginándome a Juana empelotica en mi cama. Entonces, a pesar de que estaban fundidas, se pusieron de acuerdo y me siguieron llevando. Agradecido con ellas les prometí que al otro día las iba a dejar quietecitas para que hicieran pereza todo el día y se recuperaran. De un momento a otro Juana frenó en seco y se puso las manos en la cintura. Tenía la lengua afuera, sequita.
—¡Por acá ya pasamos! ¿Qué pasa? ¿Pasa algo? Es la tercera vez que pasamos por acá.
—No hemos pasado todavía —le dije. Luego hice un barrido con los ojos—… Lo que pasa es que a este barrio lo hicieron igualitico.
Enseguida miré la terminal de buses de Rosellón y le reproché con los pensamientos por aparecerse tanto y en todo lado. Era como si la terminal estuviera jugando pesado conmigo, como si me quisiera espantar. Pasé la calle y subí por la acera de la casa para no correr el riesgo de seguir de largo. De pronto se me ocurrió la idea de que lo que estaba pasando era que una mano gigante bajaba desde el cielo, nos agarraba sin darnos cuenta con dos dedos que hacían de pinza y antecitos de llegar a la casa, fastidiosa, infantil, nos soltaba en la terminal para que volviéramos a empezar.
A toda hora las manos se me metían solas a los bolsillos y desesperadas buscaban algo, sin saber qué.
—¡¿Botaste la llave de la casa?! —me preguntó afirmando.
En esas mis manos salieron de los bolsillos y me agarraron la cabeza.
—A mí se me perdió algo, pero no me acuerdo qué —cuando terminé la frase recordé lo que se me había perdido.
Al instante mis manos volvieron a esculcarme los bolsillos y enseguida se fueron otra vez a agarrarme la cabeza.
—¿Qué se te perdió?
—Si te digo no me creés.
Yo sabía dónde podía estar y por eso, antes de que se perdiera del todo, de que la recogiera alguien que pasara por donde ya habíamos pasado, agarré a Juana de la mano y caminé por la lomita. Juana miraba para el piso. Parecía barriéndolo con los ojos. Les daba pataítas a las hojas que se habían bajado de los árboles.
El balcón de una casa se reía de mí sin que Juana se diera cuenta y amagó varias veces con tirarse del balcón. La casa blanca del vecino me miró por las ventanas con arrogancia. Adelantico dos casas grandotas hacían fuerza para apachurrar a la del medio.
—Si querés que me vaya me decís que yo cojo un taxi aquí mismo y listo el pollo —dijo irritada.
—Perá, perate que yo creo que está embolatada aquí adelantico… Yo creo que sé dónde está perdida.
Me senté a descansar en una rana de piedra que está abajito de mi casa, donde yo a veces me siento a fumar. Juana siguió parriba mirando pabajo. Desde la rana escuché roncar la casa de un vecino lo más de querido. La casa que estaba al lado, humilde, pobre, desarreglaíta, sin maquillaje ni nada, pelada, como acabaíta de salir de quimioterapia, y que nunca había visto por la cuadra ni por el barrio, parecía incómoda porque esa bullita maluca la estaba trasnochando. «La cogió la noche en el barrio», pensé, «y si no se va temprano mañana la sacan a patadas».
Juana, ahora enojadísima, dejó de buscar en el piso y caminó ligero hacia la ranita.
—Yo no soy boba. Vos me estás sacando el cuerpo.
—¿Para dónde se habrá ido a esta hora? —dije y mis manos volvieron a agarrarme la cabeza, angustiadas. Después por su cuenta me requisaron todo.
—Vos estás todo loco. ¡Aterrizá!
—No, qué va, lo que estoy es todo preocupado… ¿Dónde se habrá metido?
—No botaste nada… Lo que pasa es que vos no me querés llevar.
—Yo no la boté, ella se botó sola —le dije convencido de lo que decía y le pegué una palmada a la rana.
Me miró con una lástima que me hizo sentir lástima de mí. Al instante me miró con piedra, como si yo tuviera la culpa, y me dijo que renunciaba, que no más, que me las arreglara solo y que se le habían quitado las ganas. Salió a la calle y estiró la mano.
—Te putió media pastillita. Vos sí sos muy flojo.
El taxi frenó y se llevó otra pérdida más en mi vida. Más tarde la mano maldadosa que bajaba desde el cielo me soltó de nuevo en la terminal de buses de Rosellón. Caminé un ratico a ver si la mano se aburría de fregarme hasta que mi angustia se volvió resignación.
El sol me despertó. Las señoras y los niños acabaítos de bañar pasaban por mi lado con huevos, paquetes de arepas, bolsas de leche y cosas para el desayuno. Un vallenato a todo taco montado en un bus parquiado a mitad de la cuadra se empeñaba en despertar a los perezosos que dormían más de las siete de la mañana de ese domingo. A fuerza de lidias me levanté y sin necesidad de buscarla ella me encontró a mí. Estaba a mi lado. Me fumé un cigarrillo mirando el azulito culposo y madrugador del cielo y me rasqué la espalda con la llave.
Con mañita abrí la puerta. El piso de madera, que es el alma de la casa y el tema preferido de las visitas, no hizo la bullita acostumbrada cuando entré para que papá no se despertara y me recibiera a punta de pereque y cantaleta, ¡ay!, y me voltiara el mascadero y me sacara otra vez a la fuerza. El piso se hizo el loco o el dormido o el entretenido en sus cosas. Me quería. Era mi cómplice. Entré a la pieza, me acosté vestido y antes de dormirme me puse a imaginar las puras cosas que hubieran pasado con Juana en mi cama si a la casa no se le hubiera dado la bendita gana de escondérseme.