Yo no sé la gente qué le ve de bueno a tener familia. En ocasiones estoy tranquilo en la casa disfrutando del ocio que no me deja tiempo ni de hacer pereza y de un momento a otro me empiezo a sentir culpable porque a ellos les estorba que uno ni se sienta ni peleche. Y vaya uno a explicarle a la familia que no pelechar es una forma de pelechar. No entienden. ¡Cada quien pelecha a su manera! En eso estaba pensando mientras me organizaba para salir.
Esa mañana quedé de verme con don Ramón en el centro. Cuando ubiqué la dirección que tenía apuntada en el papelito caminé en reversa y me senté al frente en una banquita de madera con la esperanza de arrepentirme y regresarme a dormir. «Si me dieran una moneda de cien por cada rechazo en un trabajo», pensé, «hoy tendría mis lujos».
Me puse a ver gente. Todos caminaban a toda. Los hombres estaban bien motilados, peinados de lado, lambidos, engominados, muy elegantes, como si los hubieran acabado de hacer. Algunos apenas estaban aprendiendo el arte del nudo de la corbata o los había cogido la noche o no tenían mujer. Las mujeres hacían equilibrio en sus tacones mientras se maquillaban, hablaban por teléfono, se peinaban, desayunaban y esquivaban gente. No tuve que mirar mucho para darme cuenta de que todos esos seres arreglaítos eran infelices.
En la cafetería donde me iba a encontrar con don Ramón vi entrar a dos pintas con los ojos empiyamados, sin plancha en la casa, risueños, desgualetados, como aparentando de sonámbulos, que, a diferencia de los puñados de gente madrugadora y triste que acababa de ver, se veían contentos, sin pretensiones ni ambición de pelechar, y a una mujer que no alcancé a ver bien por estar buscando con la nariz un olor a mariguana que alguien había soltado por ahí y que no se quería ir o se había quedado enmarañado en alguna parte. «Qué bonito», me dije, «tienen la cometrapo».
Me peiné las cejas con babas y atravesé la calle apostando conmigo a que iba a encontrar a los muchachos echándole diente a algo. En la puerta de la cafetería hice tiempo desamarrándome y amarrándome los cordones de los zapatos, nervioso, aguantándome las ganas de mirar para adentro y comprobar si había ganado la apuesta conmigo. Entré. Los muchachos habían desaparecido y a la muchacha que no había visto no la vi. «Se me están escondiendo debajo de una mesa para hacerme perder la apuesta», sospeché.
Descargué el sobre de manila en la mesa y me senté en una silla que estaba al frente de un mostrador de donde me atisbaban, como llamándome, empanadas, chorizos, pasteles de pollo, papas rellenas, chuzos, longanizas y butifarras echando humo. Yo miré disimuladamente a ver si veía a mis balijudos salir embutidos de cualquier parte. A las ocho en punto se me acercó una mujer de delantal, de cara ambigua, a la que le calculé entre veinte y cuarenta años. Se quedó mirándome de cerquitica como si le pareciera simpático o muy pispo para ese lugar y enseguida me preguntó si yo era yo.
Cuando le dije que sí, que yo era ese mismo, me dijo que esperara un ratico a don Ramón, que no demoraba, y se fue mientras yo miraba embobado una longaniza en el mostrador haciéndome ojitos. En esas me acordé de que estaba nervioso porque las empresas buscaban gente joven con sesenta años de experiencia y yo tenía cuarenta y la experiencia de hace veinte años cuando presenté mi última entrevista de trabajo se me había olvidado.
—Don, que aquí le manda don Ramón —dijo la mujer de cara ambigua y puso un vaso de agua sobre la mesa—… Que lo espere, que ahorititica viene.
«Tan lindo don Ramón, tan querido», me dije. Como yo sabía que ahorititica quiere decir un montón de tiempo me empecé a imaginar a don Ramón en un taco de esos que se arman en la avenida El Poblado, preocupaíto por mí, desesperado, dispuesto a pagar lo que hubiera en mi mesa cuando llegara.
—Deme una longaniza —le grité a la mujer de la cara ambigua y le señalé la que más me miraba—. Sin palo por dentro, por favor.
A la hora agarré el periódico y me puse a leer clasificados por si de pronto estaban dando empleo por ahí cerquita, pues como iban las cosas alcanzaba a ir a una empresa, presentar la entrevista, recibir la inducción, trabajar el primer día, regresar y don Ramón todavía en el taco. «Mejor me voy yendo», me dije impaciente y me paré, pero cuando me acordé de que tenía familia y un papá que me repetía todo el tiempo como una ametralladora que tenía que pelechar decidí darle a don Ramón una oportunidad conmigo.
—Deme un café oscuro con dos traguitos de ron. O no, mejor deme el café solamente, solo con los dos traguitos de ron, sin café, y dos hielos bien fríos.
Cuando esperaba verlo entrar por la puerta don Ramón apareció de adentro de la cafetería sudado y con las manos engrasadas. Ligero puse el libro de Felisberto Hernández sobre la mesa para que pensara que yo era un intelectual. La camisa no le alcanzaba a cubrir el ombligo ni el bluyín las espinillas. Le quedaba grande a la ropa. Acercó una silla Rimax de esas de primera comunión, pero más amplia, como mandada a hacer para su talla, se sentó en carrizo y sacó un tiempito para repararme sin decir palabra. Me quité la cachucha y agaché la cabeza para que me creyera un hombre educado.
Lo primero que me dijo fue que si yo estaba ahí porque estaba paila. «A mí la plata nunca me ha hecho falta porque nunca he tenido», pensé. Yo estaba ahí nada más para sacarle el cuerpo a la familia y porque estaba mamado de mi papá sonsacándome para que trabajara y cogiera juicio y pelechara, porque a él le estorbaba verme feliz.
—Repaila, don Ramón, si supiera…
Don Ramón cogió el sobre de manila que estaba sobre la mesa y se puso a ver con atención mi hoja de vida y los demás documentos. Abría los ojos con asombro y me voltiaba a mirar como si frente a él tuviera a un genio y no contara con un cargo digno para ofrecerme. Luego alzó la cabeza y miró al cielo, que dentro de la cafetería era una pared cremita con visos negros de humo y un poco de estrellas, lunas, galaxias y extraterrestres de grasa que no me explicaba cómo habían ido a parar allí. Enseguida empacó los papeles en el sobre y lo puso encima de la mesa mientras hacía unos gesticos que me dieron mala espina. «Me va a despedir», pensé, «sin contratarme y me va a despedir».
—No me acuerdo si no sé leer o se me olvidó —fue sincero conmigo y sopló el sobre que caminó hasta donde mí—… Yo lo que sí sé hacer es billullo.
Por petición de don Ramón abrí el sobre, saqué la hoja de vida, el diploma de filólogo hispanista de la Universidad de Antioquia, el resumen de «El dinosaurio» de Monterroso que me había publicado una revista hacía años y el certificado de lectura de mi cuento «Mi primera lectura en público», expedido por el director del Teatro Camilo Torres, temblando, con la inseguridad alebrestada, achicopalado. «Si fracaso en este intento, si no me contrata», me advertí, «hago una nueva vida sin mí».
—Le pido de la manera más encarnizada que inicie la lectura —dijo y con unas tijeritas se empezó a sacar mugre de unas uñas de guitarrista profesional.
Le acerqué la hoja de vida y le mostré mi foto para que don Ramón comprobara que ese sí era yo y enseguidita leí mi nombre, número de cédula, dirección de la casa, teléfono, estado civil, fecha de nacimiento, colegio y universidad de donde me había graduado, nombre de la carrera, título de la reseña y de mi cuento leído en público, nombres de mis referencias personales con sus respectivos teléfonos, direcciones…
—Se le nota que ha dormido parejo en la vida, Chiquito. Dormir es un arte y es bendito pal sueño. Yo como y me da sueño, despierto y me da hambre —dijo y se metió un dedo a la boca en busca de comida—. ¿Filófofo, me dijo que eso es usted?
—Filólogo, don Ramón, filólogo —corregí y le expliqué sin saber bien qué era eso.
—¿De esos que escriben puras inteligencias en libros que uno casi no entiende, repletos de gente muerta y desconocida? —dijo con propiedad, como si hubiera leído algún día, así no supiera leer—. Usted es un berraco, maestro Chiquito.
Don Ramón se levantó de la silla con silla y todo, caminó dos pasos y luego hizo presión hacia abajo para despegarse. «La silla no lo quiere largar», pensé riéndome para adentro, «se encariñó con él». Lo ayudé a hacer presión mientras pensaba que esa escena iba a ser el argumento de un cuento mío de terror, hasta que por fin lo dejó en paz la Rimax.
—Se está encogiendo —dijo muy convencido, cínico, y señaló la silla. Luego agregó—: ¡Está contratado!
Me quedé pensando mucho en nada. Aturdido. Zonzo. Luego me puse a alegar mucho conmigo por ponerme a buscar camello, como si no supiera que la felicidad está en hacer nada. Quise renunciarle porque me mortifi- caba verme como toda esa gente arreglaíta y triste y acelerada que había visto en la mañana. De repente me acordé de los muchachos que se había tragado la cafetería. De aposta dejé caer un lapicero, me agaché, levanté el mantel con disimulo y miré debajo de la mesa. Miré con sospecha el horno y la nevera porque la gente no podía estar desapareciendo así como así, así estuviéramos en Metrallo.
—Te voy a inducir ya, maestro Chiquito, para que empecés hoy mismo.
«Estoy pelechando», me consolé. Pensé pedirle a don Ramón que me dejara disfrutar tan siquiera de un diíta más de desempleo porque el empleo me había cogido desprevenido y así sí no le iba a rendir. Pagué la cuenta y salí a la entraíta sin decir palabra, angustiado porque no confiaba en mí mucho que digamos y porque no quería defraudar a don Ramón, un ser con una energía toda bonita y un jefe de esos que uno no respeta, pero al que uno le obedece porque se hace querer.
Afuera estaba parquiado un Renault 4 blanco descapotado que se creía convertible al lado de un Mercedes-Benz que lo miraba por encima de los hombros con desconfianza, apabullándolo, como si creyera que lo fuera a atracar o que era un carro bomba. Me recosté en el carro de don Ramón, sin discriminar a la carcacha destartalada que no tenía la culpa, a esperarlo para que me llevara a su empresa a firmar el contrato y recibir la inducción.
Prendí un cigarrillo mientras miraba a un tipo que parecía reteñido con carbón meterse al Renault 4 por la ventanilla del conductor. Luego se metieron por las otras ventanillas sin vidrios seis más, negros con todas las ganas también, como bañados en brea. Bregaron un rato, anidaron para desapeñuscarse y ya acomodados uno de adentro gritó «listo» y por la capota entraron los últimos dos. Al momentico el Renault 4 sin vidrios partió orgulloso con vidrios polarizados de piel que dejaban ver unas lucecitas que prendían y apagaban como ojos. «Tiene un túnel adentro», pensé. Me despedí con la mano y grité «hasta lueguito», contento por ese momento tan bello que me habían regalado y pude ver a lo lejos una mano negra toda educada atravesando el vidrio polarizado de la ventanilla de atrás diciéndome «adiós». El carro se fue volviendo chiquitico hasta que desapareció en el mismo momento en que llegó don Ramón.
—¿Cuál va a ser mi cargo, don Ramón? —le pregunté todavía contento a pesar de que en un ratico iba a estar frente a un computador poniendo comas, puntos, tildes...
—De empanada, Chiquito, su trabajo es de empanada —dijo como si tuviera amplificadores en la garganta y me llevó cogidito del brazo para adentro de la cafetería.
En el corredorcito nos encontramos de frente con una butifarra de espuma y tela de algo más de un metro de altura y amplia como don Ramón desplazándose con angustia y lidia arrastrada por unos pisahuevos amarillos que en algún momento habían sido blancos. Mientras conversaban me puse a verla. No tenía manos por fuera, pero a la altura del ombligo, suponiendo que las butifarras tengan ombligo, las manos de adentro agarraban por fuera unos volantes con publicidad.
—Este muchacho es un instruido —le cañó a la butifarra conmigo—. Tiene más cartones que un tugurio.
Ella debió sonreír, suspirar. Me dijo «chao» con una vocecita ronca y sensual que no hacía juego con ese cuerpo y se fue caminando como si el piso estuviera liso. «Ahí adentro hay una modelo empacada», sospeché y la miré con disimulo hasta que salió por la entraíta. Luego pensé: «La personita de adentro está parada de lado».
Al final del pasillo vi un chuzo de cerdo alto y flaco charlando con una papa rellena de, quizá, un hombrecito bajito y sudoroso. El chuzo se veía más provocativo. En la parte de arriba tenía una papita salada del tamaño de un balón de fútbol que escondía una cabeza y dejaba ver por una pequeña abertura unos ojos rojos, chiquitos y sospechosos. Este ser era sostenido por dos varitas peludas y escuálidas sin medias metidas dentro de unos zapatos Zodiak rojos. «Está parado en los nervios, prácticamente», me dije.
Chuzo y papa rellena salieron detrás de butifarra dejando el corredorcito ensolvado al olor que mi nariz había perseguido por la mañana. «Estos son los míos», me dije totalmente convencido de lo que me dije. El chuzo tambaliaba y hacía esfuerzos para que no se lo llevara el viento y la papa rellena para no irse a desparramar.
Seguí a don Ramón hasta una pieza al final del corredorcito escuchando en la mente la voz de la butifarra, cautivante, sensual, enviciadora, y me dieron ganas de conocerla por dentro porque lo de adentro es lo que importa. De un armario don Ramón sacó el esqueleto de una empanada de un metro y medio, sin relleno, comida por dentro, lo sacudió y lo extendió en el piso. Nos arrodillamos y me explicó por dónde se respiraba y se veía para afuera y en dónde, adentro, se ponían la botellita de agua y la coca del fiambre.
—¿Toca almorzar adentro? —le pregunté y, confundido, metí la cabeza entre el disfraz a ver si al menos había ventilador.
—Mi sobrino el chuzo se emborracha adentro y todo y hasta se fuma sus diablitos ahí —dijo y me señaló con el dedo y después señaló la empanada para que me empacara de una vez.
—Y cuando necesite ir al baño, don Ramón, ¿adentro?
No me respondió porque, para acabar de ajustar, un frasco de ají pajarito de espuma y tela como todos entró a la pieza sin decir palabra y le dio la espalda a don Ramón. Él le subió el cierre que iba desde la base del frasco hasta el guiso en la cúpula. Mientras tanto me acosté de espaldas al lado de la empanada a ver si yo, su nuevo relleno, cabía. El frasco de vidrio que era de espuma y tela se agachaba y se movía brusco y yo hice mucha fuerza para que no se fuera a derramar. El ají me picó el ojo y se fue. Yo me levanté.
—Instáleselo —me dijo. Yo empecé a desvestirme para trabajar en calzoncillos—. Encima del cachaco, hombre, Chiquito.
Me tiré al suelo, esta vez encima de la empanada, y subí el cierre conmigo adentro sin pedirle ayuda a don Ramón, por dignidad. Intenté pararme. Don Ramón me dijo que actuara siempre como una empanada, que me metiera en el personaje para que la gente creyera que yo era una empanada real, que me moviera con espontaneidad. Traté de arrodillarme mientras intentaba recordar empanadas vistas en la vida para saber bien cómo era una empanada espontánea. Luego me dijo que en la calle me parara siempre al lado del frasco de ají y me les acercara a los gordos y los rozara porque ellos eran un público débil y vulnerable. Me puse bocabajo e hice esfuerzos con las manos para impulsarme hacia atrás. Después me dijo que me agachara de vez en cuando y le mostrara la puntica nomás a la gente para antojarla. Me revolqué en el piso hasta que por fin me logré parar.
Caminé antojado de unas manos por fuera para apoyarme en la pared. Al fondo del corredor, en la entraíta, don Ramón y la mujer de la cara ambigua me animaban y me llamaban con soniditos, como si yo fuera un perro o un bebé gatiando. Andé con la torpeza que más pude, lento como nadando en yogur, jalado por una cuerda de ánimos. Cuando llegué me aplaudieron. El jefe me abasteció con botellita de agua y coca de almuerzo y subió el cierre. «Valió la pena estudiar», me dije y salí a la calle con los volantes agarrados por dentro, pero por fuera, como si la empanada tuviera manos invisibles.
En la acera, detrás de un poste, me puse a reconocer mi oficina, que era una cuadra enterita de la avenida La Playa, y a mirar trabajar a mi nueva familia. El chuzo caminaba entre los carros que pasaban a mil metiendo volantes por las ventanillas sin importarle que adentro tuviera una personita. La papa rellena y el frasco de ají conversaban recostados contra la Casa Barrientos y empujaban a la gente para adentro de la cafetería. La butifarra estuvo tranquila persuadiendo gordos al pie de la clínica Soma hasta que la mano del guache del chuzo sin salir del chuzo le tocó la nalga. Los niños les preguntaban a los papás si mis colegas eran comida de verdad o tenían gente adentro. Algunos señores inmaduros se reían y les tomaban fotos.
Aburrido de estar solo conmigo en esa cuadra tan amplia y larga y llena de gente conversadora y querida con la otra gente y de que nadie me tomara fotos ni se riera de mí atravesé la calle con mañita y me le hice al lado a una señora que vendía minutos, de la que salía un montón de cadenitas agarrando celulares, para ponerle conversa. Parecía un pulpo de pelito cogidito y brazos delgaditos de metal. Se reía todo el tiempo y hablaba y hablaba por uno de sus aparatos callaíta la boca. «Al que está en la otra línea le fascina que lo escuchen», pensé y me le puse al frente para que me viera y colgara y nos pusiéramos a charlar un ratico así fuera callados para no sentirme tan nuevo y tan solo.
Más tarde pasé otra vez la calle dejando caer volantes al escondido y me hice en una sombrita.
—Sofía —dijo la voz ronquita y sensual.
—Mucho gusto, Chiquito —y le estiré la mano, que retrocedí cuando me acordé de que no tenía manos por fuera.
Sin pedírselo arrancó a toda a contarme su vida. La butifarra vivía aburrida porque su hijito no pelechaba y se la pasaba echado reclamándole por haberlo traído al mundo sin consultarle si quería nacer y, además, y para colmo, sin plata y sin papá y con pereza y sin trabajo. La escuché desahogarse mientras caminábamos entregando volantes. «Le está buscando progenitor y yo con estas ganas que tengo de no tener familia», pensé.
—El chuzo me quiere violar —me soltó el dato con una tristeza punzante que le atravesó la espuma y se metió en la mía— y si no me dejo un día de estos me viola.
Voltié a mirarlo y en esas vi una mano que sin salir del chuzo le arrancó del cuello la cadenita a una señora que manejaba un carro que estaba descansando gracias al semáforo. Por culpa del semáforo tuvo que arrancar y quedarse con las ganas de darle bolso al chuzo. Por el celular, histérica, le gritaba a un incrédulo que le creyera, que no estaba tomada ni había fumado nada verde y le repetía que la había atracado un chuzo de tamaño familiar que corrió a esconderse detrás de una papa rellena.
Al rato me cogí confianza y empecé a andar entre los carros, tanta confianza que incluso ayudé a una viejita a pasar la calle. Seguí detallándome al chuzo. Por los poritos de la espuma le salía un humo denso, como si un bosque se estuviera quemando dentro de él o allí se le hubiera reunido un combo de mariguaneros. Tambaliaba y amagaba con caerse en el sartén hirviendo que era el piso de la calle al mediodía.
—A almorzar, esclavos —gritó don Ramón, burleterito, pegado a la silla Rimax.
Todos se acomodaron debajo de un árbol al lado de la señora de los celulares que seguía hablando sin decir palabra, como si a la persona del otro lado le encantara la manera de escuchar de la doña. Entonces pensé: «Le están leyendo un libro». Se sentaron en una banquita de madera. Pasé la calle, me les acerqué, me quedé mirándolos y los saludé a todos a la vez con un solo saludo para ahorrar palabras. A la banquita le faltaba mi puesto.
—Sentate por ahí paraíto —me sugirió el chuzo y se le escapó una risa desgonzada, densa, en cámara lenta.
Dejé caer los volantes, me recosté contra el árbol y a fuerza de lidias destapé la coca, extrañando un bombillo interno. Cada uno almorzaba con cada uno sin sacar la cabeza ni nada. El chuzo fumaba mariguana, tomaba aguardiente y comía dentro de él. Cuando acabó se recostó en la manguita a hacer la siesta y al momentico empezó a caminar alrededor mío. Le silbaba el pecho cuando respiraba, como si se hubiera melado un pajarito. Por la piel de espuma le salían el humo de todo el día y un tufito pachanguero. Cuando acabé de almorzar fue que sentí la guachafita sabrosona dentro de él. «Se tragó a Henry Fiol», pensé. Antes de irse, de pasaíta, le volvió a tocar la nalga a la butifarra.
—Por favor, hermano, cultura —le dije pasito cuando iba lejos para que no me escuchara.
La butifarra me comentó que el ají era electricista empírico y que estaba recuperándose del bazuco que lo llevó a vender su cuerpo así nadie se lo comprara. La papa rellena había trabajado toda la vida en un circo haciendo el papel de enano hasta que maduró y se cansó de los payasos y la mojiganguita diaria. La empanada antes de que yo fuera la empanada estaba rellena de un profesor de Teatro que renunció porque ser empanada no lo llenaba. El chuzo tenía su golpecito en la cabeza, sus desajustes, no era completo y le había quedado de herencia a don Ramón cuando sus papás lo desecharon.
Conmovido por eso último le dije que fuéramos donde el chuzo, que lo quería aconsejar y decirle, para animarlo, que no tener papás que lo perequiaran a uno era un lujo que solo los huérfanos se podían dar, que lo felicitaba. Dentro de él en ese momento estaba en concierto Celia Cruz. Tambaliaba como si los espectadores estuvieran enloquecidos brincándole adentro. Sin dejarnos ni llegar le volvió a tocar la nalga a la butifarra. Lo empujé y salimos a la carrerita, aprovechando el camino para entregar volantes. Desde el piso me gritaba puros nombres de enfermedades que seguro eran muy graves.
Más tarde se me paró al frente y se quedó mirándome fijo. «Dentro del chuzo hay un conejo gigante que le gusta la salsa», me dije mientras le miraba con detalle los ojos rojos y chiquitos. En el concierto dentro de él ahora cantaba Rubén Blades.
—¿Salsita pesada, cierto? —dije por decir y dejé sin querer que el miedo se me metiera por todo el cuerpo.
Me empujó y mientras yo hacía esfuerzos para levantarme, celoso, zarandió a la butifarra. El frasco de ají, indignado, le puso picante a la cosa y se le encaramó y lo apercuelló y ahí se armó el despelote. Parecía que se estuviera derramando sobre él. De repente Rubén Blades dejó de cantar. Viéndolo me imaginé a la gente del concierto saliendo del chuzo decepcionada por la interrupción a coger el taxi y señalándolo con pesar.
Se levantó y caminó hacia mí encorvado, no como si caminara, sino como si un muchacho desde una ventana de la biblioteca de Comfenalco lo sostuviera con una pita y lo ayudara a avanzar. La papa rellena se le metió en el camino, le dijo algo y al segundo empezó a chapaliar en el piso, como poseída. Continuó dando pasitos ayudado por la cuerdita hasta que se le rompió.
Luego se levantó con la misma lentitud y pereza con la que yo me había levantado en la mañana y de la mitad de él, donde sobresalía un gordito grasoso y provocativo, vi salir una navaja perforando su propia carne de espuma que perforó mi masa de espuma a la altura del cuello por donde se echa el ají después de morder la puntica. «A mí vivo no me mata nadie», me dije, pero no lo perseguí porque no corrió y porque de pronto lo alcanzaba y, ¡ay!, me mataba. Se sentó en la acerita donde estaba parquiado el carro con vidrios polarizados en la mañana y yo me recosté en el garaje de la cafetería. Parecía como si los dos hubiéramos perdido la pelea. «Adentro tiene una plaza», pensé cuando el olorcito me volvió a llegar, «o se tragó a un jíbaro».
—¿Usted me garantiza que yo estoy vivo? —le pregunté a la butifarra por pura curiosidad y también para confirmar.
Oí que no me dijo nada y entonces concluí que sí estaba vivo. Luego me toqué el mojaíto del cuello, pero la oscuridad no me dejó ver el color.
Embobado me quedé viendo el corrillo que se armó alrededor de la papa rellena que bailaba mapalé con el piso y gritaba que se estaba desangrando por dentro. La gente indolente y recochera le tomaba fotos y gritaba que le dieran respiración boca a papa. Un gamín se saboriaba mirándola chapaliar en el sartén de cemento hirviendo. «Mi radio, mi radiecito, hijueputa, me dañaron el radiecito», gritaba el chuzo que se movía adentro como un electricista epiléptico intentando arreglarlo.
Alargué los oídos hasta el corrillo y los puse en las bocas de todos. «La volvieron papilla», dijo un señor mientras la grababa con el celular. «Estaba salada», comentó un hare krishna. «Puré de papa», habló un mimo. Un lotero, un poeta y el gamín la llevaron cargada hasta la clínica Soma y la dejaron puesta en las escalas de la entrada. «Ahí adentro hay gente», le dijo la señora que vendía minutos de celular al vigilante de la clínica. Y luego agregó: «Un enano, pero gente al fin y al cabo». Un carro de la señora ley se estacionó adelantico del chuzo y yo me le acerqué.
—El chuzo nos chuzó a la papa y a mí con un chuzo que carga dentro de él —denuncié y el policía me miró extrañado—. Y tiene como mil gramos de dosis personal de mariguana porque se la pasa soplando parejo. Y hasta un estanquillo debe tener ahí. ¡Requísenlo!
Don Ramón caminó despacio y agachaíto hasta donde el chuzo, le dijo un secreto y se empinó para bajarle el cierre, metió las manos y las sacó y se las llevó rápido al bolsillo del bluyín y subió el cierre. «Están conspirando», sospeché. Agachó la cabeza como hace la gente cuando acaba de hacer una maldad y se puso a pensar cosas charras o se acordó de un chiste porque se le salió la risa. El policía requisó al chuzo y les dijo a los otros que estaba limpio.
—Requísenlo por dentro —ordené.
Don Ramón le bajó el cierre del todo y como de un huevo prehistórico salió un flaco desgarbado, simplón y enclenque en calzoncillos que no se podía sostener, apretando en las manos un transistor desbaratado. Soltó el transistor en el suelo, lo miró al borde del llanto y se puso de frente contra la pared con las manos en alto. No se movía, como si pensara que lo estaban dibujando los muchachos de Bellas Artes. Tenía un físico sacado con esmero a punta de tirar vicio y aguantar hambre y unas ojeras como hamacas le colgaban hasta los cachetes. Le faltaba una oreja, pero el radar que tenía le valía por tres.
—Requísenlo —pidió don Ramón. Luego cogió de gancho al policarpo y lo llevó donde su sobrino.
—¿Qué le vamos a requisar? No ve que está en calzoncillos —dijo el policía—. Ni que tuviera bolsillos.
«Qué pecao: dejó el culo en el disfraz», gritó una viejita que estaba viviendo tiempo de reposición. «Qué boleta de man, qué papeleta», dijo un pipero acabaíto de trasquilar jugando con una peinilla. Cuando el corrillito se volvió corrillo don Ramón se acercó y dijo que los ojos rojos, el olor a zona de tolerancia y la lentitud y deslucidez del pelagatos de su sobrino eran de familia, que así había nacido y que él qué culpa, apolismado, insulso, desabrido, atronado, buchipluma, cerril, chichipato, lioso, picado, antojado, gárrulo, asado, azarado, zalamero, aturdido, turbado, voltiarepas, promiscuo, mañé, ronciador, fachudo, achilado, abejorriador, granuja, esnobista también aunque tampoco porque no sabía casi bien qué quería decir esa palabra ni las otras que había dicho, pero más que todo su sobrino era un muchacho noble, decente, de bien, bueno, bonito y barato, fundamentoso, que no valía lo que pesaba, juicioso, camellador, hacendoso, rebuscador, que no era ningún caído del zarzo ni mucho menos ningún desbarajustado por ahí ni nada por el estilo y que metía las manos al fuego por él. Los incrédulos, o sea todos los presentes, incluido el propio don Ramón, no se rieron por el respeto que inspiraba su barriga.
—Requisen el esqueleto del chuzo que ahí están las pruebas —rezongué y señalé con el zapato el arrume de espuma en el piso.
Los policías se arrodillaron a esculcar mientras don Ramón caminaba en cámara lenta, agachaíto y en puntas de pies hacia mí. Me agarró por detrás, abrió el cierre, dejó caer algo adentro y lo subió veloz para que yo no me fuera a volar. El flaco con las manos en alto no se movía y ya sí parecía un van Gogh estampado en la pared.
—Está limpio —gritó uno y le entregó el esqueleto del chuzo a don Ramón, que ahí mismo pidió que me raquetiaran a mí porque yo le daba mala espina.
—Hasta filófofo es —complementó don Ramón y puso cara de indignado—… Y en esa gente no se puede confiar, ¿o sí?, señor agente.
El tombo dijo que no moviendo la cabeza hacia los lados y enseguida me requisó por fuera. Luego don Ramón bajó el cierre y salí contento de volver a ser yo. Me sacudí el cachaco y me puse contra la pared al lado del flaco, con la inseguridad y los nervios del que no ha hecho nada pero desconfía de él porque los demás desconfían de él. Me toqué el cuello, pero no me encontré ningún hueco ni sangre siquiera. Los policías escarbaban desesperados el esqueleto de la empanada sin tener consideración de mí, que los estaba esperando con las manos en alto.
—Gonorrea, me dañaste el radiecito —me dijo el flaco con una cara de tristeza que le provocaba a uno abrazarlo a pesar del golpe de ala que tenía y llevárselo a vivir a la casa y recuperarlo y reinsertarlo.
—Todo tiene su final, nada dura para siempre —le dije cantaíto—, tenemos que recordar que no existe eternidad —y agregué—: Maestra vida, camará, te da y te quita y te quita y te da.
—Es un delincuente encachacao de cuello blanco —gritó el poeta señalando la bolsita que el policía había sacado de la empanada que fui.
«Poeta maldito», pensé.
Patas de mariguana, paqueticos de perico, una botella de alcohol para despintar paredes, una navaja con la puntica roja, una cadenita de oro reventada con piel de la señora del carro, un anillo, una manzana con huequitos y la cédula del flaco que en la foto estaba acabaíto de levantar y con los ojos verdes salieron de la bolsita.
—Qué mañas —dijo don Ramón y le estiró la mano al policía para que se la entregara—. Quién sabe qué cochinadas pensaba hacer con la cédula de mi sobrino.
—Mal hecho, don Ramón, mal hecho… Y yo que con usted fui todo un amor —le dije.
Miré al frasco de ají rascándose el guiso y luego a la butifarra para que sacaran la cara por mí y dijeran que yo era una persona muy bonita, un ser doméstico, un hombre de luz y que lo de los tombos conmigo era un falso positivo, una injusticia la berraca.
El flaco, con el esqueleto del chuzo al hombro, abrazó a don Ramón, que cargaba el esqueleto del ser que yo había interpretado en todo el día, y haciendo pucheros le mostraba el transistor destrozado para que le diera la liguita para comprarse otro porque se estaba portando muy bien. Don Ramón le pegó un mordisco a la manzana verde que rescató de la bolsita y el flaco le dijo que, por favor, no se le comiera la pipa.
Luego entraron a la cafetería seguidos por el frasco de ají y la butifarra que miraban al suelo y caminaban arrastrando los zapatos. Cerraron la puerta y yo sentí como si me hubieran dejado encerrado en la calle. «La vida no me deja vivir la vida en paz», me dije y me subí al carro de policía, que cogió por la avenida Colombia en dirección a la Biblioteca Piloto, «ni que yo me comportara mal con ella o tratara mal a esa malparida».
—Empanada, usted tiene derecho a una llamada, pero no se demore que los servicios están muy caros —me dijo el tombo en la estación con sonrisita burlona y me entregó el teléfono.
No quise llamar a la casa para evitar que papá se despachara con un sermón. Para entretenerme me puse a conversar conmigo mientras regresaba el policía por el aparato. Le recriminé al vago que tengo dentro de mí por no ajuiciarme, por mortificar a la familia toda la vida, así yo tuviera apenas cuarenta años, por no pelechar. Luego le recriminé al yo mío echao palante, al trabajador que yo no sabía que existía dentro de mí, que me había sacado a la fuerza en la mañana y que por su culpa, por su culpa, por su gran culpa, amén, yo estaba ahí, solo, sin familia, listo y resignado para aguantar una noche larga en el calabozo.
De pronto metí la mano en la chaqueta buscando un cigarrillo y me encontré el papelito con los datos de la cafetería de don Ramón. Lo miré indeciso hasta que me decidí.
—¿Don Ramón, usted por qué me hizo eso? —sin decir nada me colgó, como si yo le hubiera hecho eso a él.
Tarde en la noche llegaron a reclamarme.
Cuando pregunté que quién el policía dijo que la familia. Salí a la entraíta de la estación sin entender nada, con las manos en los bolsillos del pantalón y la cara clavada en el piso, reaccionando desde antes al regaño de papá. Recostada en la puerta había una señora gordota y chiquita hecha como a la guachapanda. Agarrado de su mano iba un señor canoso de mi edad que quizá esperaba con ansias la salida de su padre, un individuo muy peligroso para la sociedad, como mi persona, con plata e influencias, como otras personas.
Miré para todas partes buscando sin querer encontrar a papá y a mamá y al abuelo y al primo Pelufo y a la tía Yiyi y a Chigüira y a don Tedio y a la gente del granero, juntos como hermanos, miembros de una iglesia, con el pereque en la boca y la cantinela y las recriminaciones de todos los días.
—Chiquito —gritó una vocecita ronquita y sensual—… Vinimos por ti.
Me presentó al hijo, al niño, como le decía, el despelechado, el petardo, el desgonzado, el antojado de papá, que se le veían por encima, además de una pobreza de espíritu considerable, unas ganas impresionantes de abrazarme. No di gracias por rescatarme, no me despedí del policía, no dije palabra por estar pensando que Sofía se veía, porque no se veía Sofía, mejor dentro del disfraz.
Andamos un rato y de repente aparecí en la mitad de los dos, cogiéndonos las manos como una familia feliz. Me sonreían y yo los miraba con desconfianza. Sabía que me querían para ellos, para completarles la familia. «Yo no sé la gente qué le ve de bueno a tener familia», pensé.
Enseguida miré fijamente los ojos del niño mimado e inútil de cuarenta años y me ericé, como si me hubiera electrocutado por dentro. Lo solté de inmediato, como si me hubiera electrocutado por fuera. Me miraron sorprendidos y quisieron agarrarme las manos de nuevo. Lo volví a mirar y ahí fue que me vi en él. Él era yo y yo era él. Entonces, sin pensarlo, corrí a toda como volador sin palo porque, sinceramente, no estaba dispuesto a vivir con dos zánganos atenidos en la misma casa. Conmigo solo me bastaba.