El golpe de Estado es un típico producto latinoamericano, como el tabaco y la cocaína, pero bastante más mortífero. Adopta variadas formas y la elegida, el domingo 5 de abril, por Alberto Fujimori, para destruir la democracia peruana, se llama «Bordaberrización», por el presidente uruguayo de ese nombre que, aunque no la inventó, la actualizó y patentó. Consiste en que un presidente elegido clausura, con apoyo de militares felones, todos los organismos de contrapeso y fiscalización del Ejecutivo —el Congreso, la Corte Suprema, el Tribunal de Garantías, la Controlaría—, suspende la Constitución y comienza a gobernar por decretos-leyes. La represión acalla las protestas, encarcela a los líderes políticos hostiles al golpe, y amordaza, intimida o soborna a los medios de prensa, los que muy pronto empiezan a adular al flamante dictador.
Las razones que ha dado Fujimori para justificar el autogolpe son las consabidas: las «obstrucciones» del Congreso a las reformas y la necesidad de tener manos libres para combatir con eficacia el terrorismo y la corrupción. Al cinismo y a la banalidad se añade en este caso el sarcasmo. Pues quien ahora se proclama dictador para «moralizar» el país protagonizó, en las últimas semanas, un escándalo mayúsculo en el que su esposa, su hermano y su cuñada se acusaban recíprocamente de hacer negocios sucios con los donativos de ropa hechos por el Japón a «los pobres del Perú». La familia Fujimori y allegados podrán en adelante administrar el patrimonio familiar sin riesgo de escándalo.
Hay ingenuos en el Perú que aplauden lo ocurrido con este argumento: «¡Por fin se puso los pantalones “el chino”! ¡Ahora sí acabarán los militares con el terrorismo, cortando las cabezas que haya que cortar, sin el estorbo de jueces vendidos o pusilánimes y de los partidos y la prensa cómplices de Sendero Luminoso y del MRTA!». Nadie se ha enfrentado de manera tan inequívoca a la subversión en el Perú como lo he hecho yo —y, por eso, durante la campaña electoral, ella trató por lo menos en dos ocasiones de matarme— y nadie desea tanto que ella sea derrotada y sus líderes juzgados y sancionados. Pero la teoría del «baño de sangre», además de inhumana e intolerable desde el punto de vista de la ley y la moral, es estúpida y contraproducente.
No es verdad que los militares peruanos tengan las manos «atadas» por la democracia. El Perú ha sido declarado por organismos como Amnistía Internacional y America’s Watch el primer país del mundo en lo que concierne a violaciones de derechos humanos, ejecuciones extrajudiciales, empleo de la tortura, desapariciones, etcétera, y hasta ahora ni un solo oficial o soldado ha sido siquiera amonestado por alguno de esos abusos. A los horrendos crímenes cometidos por los terroristas se añaden, también, por desgracia, horrendos crímenes de la contrainsurgencia contra inocentes en esa guerra que ha causado ya cerca de veinticinco mil muertos.
Dar carta libre a las fuerzas armadas para luchar contra el terrorismo no va a acabar con éste; lo va a robustecer y extender a aquellos sectores campesinos y marginales, víctimas de abusos, ahora sin posibilidad de protestar contra ellos por las vías legales o a través de una prensa libre, a quienes Sendero Luminoso y el MRTA vienen diciendo hace tiempo: «La única respuesta a los atropellos de la policía y el Ejército son nuestras bombas y fusiles». Al perder la legitimidad democrática, es decir, su superioridad moral y jurídica frente a los terroristas, quienes mandan hoy día en el Perú han perdido el arma más preciosa que tiene un gobierno para combatir la subversión: la ayuda de la sociedad civil. Es verdad que nuestros gobiernos democráticos apenas la consiguieron; pero ahora, al pasar el gobierno a la ilegalidad, surge el riesgo de que la colaboración civil se vuelque más bien a quienes lo combaten con las armas.
Es también inexacto que una dictadura pueda ser más eficiente en el combate contra el narcotráfico. El poder económico que éste representa ha hecho ya estragos en el Perú, poniendo a su servicio a periodistas, funcionarios, políticos, policías y militares. La crisis económica, que ha reducido los ingresos de empleados públicos y de oficiales a extremos lastimosos —el sueldo de un general no llega a 400 dólares mensuales— los hace vulnerables a la corrupción. Y, en los últimos meses, ha habido denuncias muy explícitas en el Perú de colusión entre los narcotraficantes del Alto Huallaga y alguno de los oficiales felones que encabezan el disimulado golpe militar. No se puede descartar, por eso, lo que la revista Oiga, de Lima, venía denunciando hace tiempo: una conspiración antidemocrática fraguada por el entorno presidencial y militares comprometidos con los narcos del oriente peruano.
A algunos han impresionado las encuestas procedentes del Perú según las cuales más del 70% de los limeños aprobarían el asesinato de la legalidad. No hay que confundir desafecto por instituciones defectuosas de la democracia con entusiasmo por la dictadura. Es verdad que el Congreso había dado a veces un espectáculo bochornoso de demagogia y que muchos parlamentarios actuaban sin asomo de responsabilidad. Pero eso es inevitable en países donde la democracia está dando sus primeros pasos y en los que, aunque haya libertad política y elecciones libres, la sociedad aún no es democrática y donde casi todas las instituciones —partidos y sindicatos incluidos— siguen impregnadas de los viejos hábitos de caciquismo, corruptelas y rentismo. No se cura un dolor de cabeza decapitando al enfermo. Clausurando un Congreso representativo y fabricando uno ad hoc, fantoche, como hacen todas las dictaduras y como el ingeniero Fujimori promete hacer, no van a mejorar las costumbres ni la cultura democrática del Perú: van a empeorar.
El desencanto de los peruanos con el Poder Judicial es grande, desde luego. Los jueces, que ganan sueldos de hambre —menos de 200 dólares al mes, como promedio— no se atreven a condenar a los terroristas ni a los narcos, por temor o porque se doblegan al soborno. Y tampoco a políticos como el ex presidente García Pérez, a quien la Corte Suprema, en una decisión escandalosa, hace poco se negó a juzgar pese a la solicitud del Congreso y de haber muy serias evidencias de millonarios negociados mientras ejercía la Presidencia. (Los jueces habían sido nombrados por él, en previsión de esta eventualidad).
¿Va a moralizar la Administración de Justicia el gobierno dictatorial? La va a degradar aún más. Así ocurrió durante la dictadura militar que gobernó el Perú desde 1968 hasta 1980, entre cuyas justificaciones figuraba, por supuesto, acabar con la corrupción de los jueces. La reforma judicial que hizo aquella dictadura menoscabó aún más los restos de competencia y decencia que quedaban en los juzgados peruanos, los que, desde entonces, han sido instrumentalizados de una manera inescrupulosa por el poder político. Me apena la fantástica inocencia de mis compatriotas que se ilusionan con la idea de que el nuevo führer de Palacio de Gobierno vaya, a golpe de ucases, a materializar por fin su anhelo de tribunales competentes y jueces incorruptibles en todo el Perú.
No me apenan, en cambio, sino me irritan —porque en ellos no hay la excusa de la ignorancia, del hambre y la desesperación— esos empresarios y dueños de periódicos y canales que se han precipitado a aplaudir el golpe, convencidos de que por fin tienen en casa al Pinochet con el que soñaban. Después de todo lo que les ocurrió con la dictadura del general Velasco, a quien celebraron y festejaron y que luego los nacionalizó y expropió, todavía no han aprendido. Siguen creyendo que los tanques en las calles, la censura en la prensa y los generales en Palacio son mejores garantías para la empresa y la propiedad privada que una genuina democracia. No es de extrañar que con gentes como ellos el capitalismo jamás haya podido despegar en el Perú y haya sido sólo su caricatura mercantilista, de industriales sin imaginación y sin espíritu, a quienes aterra la sola idea de la competencia y cuyos esfuerzos, en vez de producir, se orientan a conseguir privilegios, prebendas y monopolios.
Ojalá los países democráticos de Occidente reaccionen frente a lo ocurrido en el Perú como lo hicieron cuando el golpe militar de Haití y sigan el ejemplo de Estados Unidos, cortando toda relación económica con el ilegítimo gobierno peruano mientras no se reabra el Congreso y se restablezca el imperio de la Constitución. Sólo una resuelta respuesta de la comunidad internacional puede poner fin a un mal ejemplo que de cundir retrocedería a los países latinoamericanos a una época de barbarie que ya parecía superada. En todos ellos hay nostálgicos del cuartelazo que, como se vio hace poco en Venezuela, sólo esperan el momento propicio para dar el zarpazo.
Aunque aún no esté en condiciones de funcionar, hay un gobierno legítimo en el Perú. De acuerdo a la Constitución vigente, una mayoría absoluta de parlamentarios, representantes de todos los partidos —incluido Cambio 90, el de Fujimori— reunidos en semiclandestinidad, aprobaron el 9 de abril una resolución legislativa declarando la vacancia de la presidencia por incapacidad moral de Alberto Fujimori para ejercer el cargo y reemplazándolo por el segundo vicepresidente, doctor Carlos García y García, hasta que el primer vicepresidente, Máximo San Román, que se halla en el extranjero, pueda pisar territorio nacional. Es preciso repetir que todo el espectro político peruano, deponiendo las rivalidades que separan entre sí a comunistas, socialistas, apristas, acciopopulistas, libertarios, popular-cristianos, etcétera, están unidos en la condena del golpe y en el reconocimiento al nuevo mandatario.
Si los organismos internacionales y los gobiernos democráticos actúan de manera consecuente, reconocen al gobierno del doctor García y García y a sus representantes y sancionan a los usurpadores que ocupan Palacio de Gobierno, desconociéndolos y cortando toda relación con ellos, el golpe de Estado peruano tiene los días contados. Si no lo hacen y sucumben también a la ilusión de que «un hombre fuerte» puede ser la solución a los problemas del subdesarrollo, la trapera puñalada a la democracia de la madrugada del 5 de abril, en Lima, inaugurará otra larga noche de brutalidad y salvajismo políticos para toda América Latina.
Desde que salí del Perú, el 12 de junio de 1990, dos días después de perder las elecciones ante quien ha traicionado ahora esa democracia gracias a la cual llegó a la Presidencia, me prometí no volver a opinar sobre política peruana, ni dejarme arrastrar nunca más por una ilusión como la que me llevó a ser candidato. Rompo ahora aquella promesa para dejar constancia de mi condena a lo que me parece un crimen contra una de las pocas cosas buenas que le quedaban al Perú —la libertad— y de la tristeza y la vergüenza que me da saber —si las encuestas no mienten— que el autor del crimen tiene tantos cómplices.
Berlín, 9 de abril de 1992