Emmanuel Terray, discípulo de Althusser, antropólogo y militante maoísta, examina su pasado y el presente y futuro de la revolución, en un ensayo de título desafiante: Le troisième jour du communisme (Actes Sud, 1992). El libro lleva una cita bíblica («Lo matarán, y al tercer día resucitará», Mateo, 17-23) y se abre con esta pregunta dramática: «¿Hemos perdido nuestra vida?».
Él no lo cree, por supuesto, aunque está muy consciente de los cataclismos experimentados por el movimiento comunista desde 1989 y su estado calamitoso en el mundo de hoy. Como muchos jóvenes, Terray no llegó a la militancia por razones ideológicas sino sentimentales y éticas —disgusto de la sociedad y de su propio medio, lecturas de Malraux, elección de aliados y amigos que quería tener— y lo salvó del estalinismo, el maoísmo o, mejor dicho, el mito maoísta, en el sentido soreliano del término, la creencia en una gran purificación y democratización del marxismo por acción de las masas, algo que para él y los maos franceses encarnó en los años sesenta la Revolución Cultural.
El mito pudo estar muy divorciado de lo que en realidad ocurrió en China Popular en aquella época, pero Terray reivindica aspectos centrales de aquel sobresalto sísmico en el partido comunista más numeroso de la tierra, mediante el cual, dice, por primera vez se intentó de manera concreta quebrar la dictadura de una cúpula burocrática, devolver la iniciativa a las masas, establecer una auténtica libertad de expresión y de crítica en la base —los dazibao— y, aunque a un costo muy alto, abolir la tradicional jerarquía entre trabajadores manuales e intelectuales, de modo que el igualitarismo pasara por fin de fórmula retórica a realidad social.
En nombre del comunismo, Terray defiende al comunismo de sus taras, excesos, errores y horrores, los cuales, afirma, no estaban implícitos en la doctrina marxista, así como la Inquisición no fue consecuencia inevitable de los evangelios ni del cristianismo primigenio. Fue el espíritu religioso que impregna la cultura occidental lo que desnaturalizó el marxismo de los fundadores, convirtiéndolo en la religión secular del siglo XX. Al apartarse de la ciencia, de la mano de la cual había dado sus primeros pasos, y pretender convertirse él mismo en ciencia, el marxismo se volvió una dogmática y se inmunizó contra disciplinas y conocimientos fundamentales, como los que aportaron Freud y el psicoanálisis, que hubieran impedido la disolución del individuo en la noción de clase y que aquél fuera tratado por los regímenes colectivistas como una pieza dispensable del organismo social.
Su metamorfosis en religión laica fue apartando al marxismo del mundo real y tornándolo un sistema de ilusiones. E hizo del partido una Iglesia de rígidas jerarquías en las que el vértice —Comité Central, Buró Político, secretario general— tenía el atributo de la infalibilidad. El militante debía obedecer, con la fe del carbonero, las directivas, tesis e interpretaciones de los guardianes de la verdad absoluta, aun en contra de la razón y del simple sentido común. De este modo, el espíritu religioso —la superstición, en el lenguaje del siglo de las luces— consiguió sobrevivir y aun fortalecerse a través de un movimiento nacido, según el designio de Marx, para poner fin al reino de la fe e instaurar el de la razón en la historia.
Aunque las iniquidades del gulag soviético y de los campos nazis de exterminio son igualmente condenables, Emmanuel Terray pide que no las confundamos. Si lo he entendido bien —es la única página oscura para mí de su diáfano ensayo—, las primeras serían menos graves en un plano moral por la naturaleza del sistema que las produjo: el comunismo es una filosofía inspirada, en teoría al menos, en la fraternidad universal, algo éticamente superior al nazismo antisemita y propugnador de la supremacía racial de los arios. Semejante distingo no puede ser más religioso, ya que valoriza los actos humanos por las intenciones secretas de las almas y resulta paradójico encontrarlo en una crítica tan empeñosamente racionalista como la de este libro. Lo atroz en Auschwitz o en Siberia no son las motivaciones de los verdugos, sino los cadáveres de los exterminados.
Para que el comunismo reviva, dice Terray, hay que purgarlo de vicios capitales, como asimilar el marxismo a la idea de una ciencia, y reemplazar el espíritu religioso que lo ha animado por el espíritu científico; librarlo del determinismo económico y sociológico y de la utópica ambición de establecer alguna vez la sociedad armoniosa y sin contradicciones, que tanto se parece al paraíso terrenal de los creyentes. ¿Qué queda, entonces? Las categorías del análisis económico y social; la teoría de la lucha de clases; la crítica del capitalismo; la alternativa socialismo o barbarie y una preferencia por la acción colectiva sobre la individual.
Pero la propuesta revolucionaria de Terray es política. Para que el comunismo vuelva a vivir debe renunciar a la conquista del poder, es decir, a ser un partido y a ocupar jamás el Estado. Porque el Estado es en sí mismo fuente de discriminación y de injustas jerarquizaciones sociales —esa división de la sociedad en una élite que manda y una masa que obedece— y no se puede, a la vez, gobernar y trabajar por «una reducción masiva de las prerrogativas del Estado» y, en última instancia, por «su disolución», requisito insustituible para que haya una auténtica justicia social.
Terray afirma que la noción leninista del partido, como una vanguardia esclarecida y férreamente militarizada, pervirtió al comunismo, inoculando en él la semilla antidemocrática y autoritaria, tal como lo denunciaron Rosa Luxemburgo y otros espartaquistas alemanes, cuyas críticas deben ser reivindicadas por los comunistas del futuro, los que deberán restaurar aquella tradición democrática y libertaria que Lenin interrumpió. Y éstos deben, también, hacer suyos aquellos llamados a la acción directa de la clase obrera con que los anarquistas atronaron los Congresos de la II Internacional, oponiéndose a las tesis de la «vanguardia». El revolucionario de mañana actuará sin el temor de que su libertad sea expropiada por la dirección burocrática del partido, pues ya no habrá partido, sólo acciones individuales y de grupos coordinadas por muy amplios y flexibles colectivos creados para metas específicas. Y no correrá riesgo alguno de que su acción se aparte y desentienda de la clase obrera, y abandone el recinto de la fábrica por el de la oficina sindical o el cónclave de la dirigencia, pues su único campo de batalla serán la propia fábrica o el taller, donde militará al mismo tiempo que comparte con sus hermanos de clase los rigores del trabajo obrero y padece día a día la explotación clasista.
En verdad, lo que Emmanuel Terray propone como proyecto de acción a los futuros comunistas lo llevaron a la práctica algunos de sus camaradas maos, luego de las fiestas revolucionarias del 68 en las calles de París. La casualidad ha hecho que yo haya leído, al mismo tiempo que su libro, el testimonio de uno de aquellos militantes, Daniel Rondeau (L’Enthousiasme, Quai Voltaire, 1988). En su elegante y melancólico relato, Rondeau recuerda cómo abandonó la Universidad y la capital y, para cambiar su piel burguesa por la de un obrero, emprendió el camino de la provincia y de la fábrica. Durante algunos años intentó propagar el maoísmo entre aquellos compañeros que le enseñaron a servirse de sus manos para ganarse la vida y cuyas rutinas, sordideces y diversiones compartió, hasta que la organización a la que pertenecía, La Cause du Peuple, decidió autodisolverse.
En esos años, Daniel Rondeau descubrió que la injusticia social no era menos severa de lo que consignan los manuales y la teoría de la revolución. Sino que categorías como las de «clase» y «condición obrera» son demasiado crudas y abstractas para abarcarlas en toda su complejidad y sutileza, para apresar a todos sus niveles y manifestaciones los abusos, discriminaciones y atropellos que los fuertes y poderosos infligen a los débiles siempre que pueden y en todos los estamentos y niveles de la vida social. Para combatir de manera más o menos eficaz la injusticia, omnipresente en la sociedad capitalista moderna, la teoría de la lucha de clases es inservible pues aquella injusticia recorre todo el organismo social y echa raíces donde encuentra un terreno propicio, que es por doquier. Desde luego que también en la injusticia hay jerarquías. No se puede poner en el mismo plano moral los tres mil millones de dólares que le robó al pueblo filipino Ferdinando Marcos y los menudos latrocinios del estibador que «vende» su derecho de trabajar en el puerto a un infeliz que carece de aquel privilegio y debe, por lo tanto, compartir el salario con un parásito. Pero lo importante es que la fuente de la injusticia está en un sistema que reproduce a todos los niveles el abuso, sin distinción de «clases».
La realidad económica contemporánea ha desvanecido casi por completo aquellas nítidas fronteras entre «obrero» y «burgués» que pudo trazar Marx en el siglo XIX, en función de la propiedad de los «medios de producción». Daniel Rondeau descubrió que uno de los mayores obstáculos para convencer a sus camaradas de trabajo, en las fábricas, de que asumieran su condición obrera, era que existía entre los obreros una heterogeneidad tan vasta y compleja como la que reina en ese ampuloso conglomerado que quiere uniformar la metafísica categoría marxista de «burgués».
Así, me temo que en ese valeroso strip-tease al que Emmanuel Terray somete al comunismo para que, como el Ave Fénix, renazca de sus cenizas, tendrá también que desasirlo de esa última prenda con la que aún lo viste: la lucha de «clases». ¿Significa eso que, una vez arrojada la última antigualla, despojado de todo aquello que lo cubrió y engalanó a lo largo de siglo y medio, sólo habrá un vacío desolador, el nimbo de un fantasma donde estuvo el poderoso cuerpo de la religión laica de la civilización moderna que derrumbó imperios, cambió la historia del mundo, produjo tragedias y sacrificios vertiginosos y encandiló a muchas generaciones de idealistas?
No. Porque lo que Terray se empeña todavía en llamar comunismo no es una doctrina sino una aspiración ética e intelectual que, por debajo de cualquier vestidura teórica, conserva intacta su razón de ser: la necesidad de eliminar la explotación económica y los abusos y discriminaciones sociales. Pero, debido a su terrible trayectoria, mucha agua deberá correr antes de que la sola palabra «comunismo» parezca de nuevo compatible con la idea de una sociedad en la que todas las injusticias puedan ser remediadas y alcance a todos una vida decente.
Berlín, junio de 1992