Las dos culturas

Gracias a la buena biblioteca de Harvard he podido leer los textos originales de la controversia de hace tres décadas entre C. P. Snow y F. R. Leavis sobre la cultura y algunas intervenciones que ella suscitó, de comentaristas tan solventes como Isaiah Berlin y Lionell Trilling.

Al pronunciar la Rede Lecture de 1959, el novelista y científico británico C. P. Snow señaló con alarma una división en el mundo occidental entre una «cultura literaria» y una «cultura científica», separadas por una infranqueable barrera de ignorancia y prejuicios recíprocos. Cada una de ellas habría generado no sólo dos tipos de saber, sino psicologías y sensibilidades diferentes, al extremo de dificultar extraordinariamente la simple comunicación entre «intelectuales» y «científicos».

Para C. P. Snow la «cultura científica» representa la modernidad, el futuro, y la «literaria» es la cultura tradicional, que, ciega y sorda ante las formidables transformaciones operadas en la vida social por los descubrimientos científicos y las innovaciones de la técnica, pretende ingenuamente encarnar ella sola la cultura con mayúsculas y «administrar la sociedad occidental». Los héroes del ensayo de C. P. Snow (The Two Cultures and the Scientific Revolution, Nueva York, Cambridge University Press, 1959) son los científicos, en especial los físicos, adelantados del progreso, y, en cambio, los que él indistintamente llama humanistas, literatos o intelectuales son más bien una curiosa rémora para la evolución de la humanidad y la universalización de la cultura, una falange arrogante de «especialistas» empeñados, en contra de la historia, en sostener la preponderancia del humanismo literario en pleno auge de la revolución científica, como alquimistas exorcizando la química o guerreros que optan por el caballo y la lanza en la era del tanque y la bomba atómica.

La respuesta del profesor Frank R. Leavis a C. P. Snow sorprendió a todo el mundo por su ferocidad. A mí me sorprende más bien aquella sorpresa. Leavis era en ese momento el más ilustre de los críticos literarios anglosajones y, desde su cátedra, en Cambridge, la revista que dirigía, Scrutiny, y sus investigaciones sobre la «gran tradición» de la novela inglesa y escritores como Joseph Conrad y D. H. Lawrence, había hecho de la poesía y la ficción la piedra de toque de la cultura, el mejor exponente y el barómetro más sutil de la espiritualidad, la moral, la fantasía y el grado de humanización de un pueblo. Aunque no lo mencionara y expusiera sus ideas con buena crianza, el severo ataque de C. P. Snow contra el humanismo literario —concebido como emblema de vetustez reaccionaria— era una recusación integral de todo lo que Leavis simbolizaba.

No es extraño, por eso, que su réplica (Two Cultures? The Significance of C. P. Snow, Nueva York, Ramdon House, 1963) fuera planfetaria y comenzara de la peor manera posible, es decir, por la descalificación ad hominem: «Como novelista (C. P. Snow) no existe; no ha comenzado aún a existir. Ni siquiera sabe lo que es una novela»; «Pensar es un arte difícil y requiere formación y práctica en alguna disciplina específica. Resulta una ilusión patética, cómica y amenazadora por parte de Snow creer que puede aconsejarnos sobre los asuntos que aborda».

Pero, además de insultos y exorcismos, el ensayo de Leavis contiene también ideas, expuestas con la rotundidad y la pasión con que acostumbraba ejercer la crítica literaria. De él se decía, en la Universidad de Cambridge, cuando yo fui allá en 1979, que para el reverenciado (y odiado) profesor Leavis cultura y literatura eran sinónimos, sí, pero a condición de que se entendiera que literatura y literatura inglesa lo eran también. (Pese a ello, escribió un libro sobre Tolstoi). En su ensayo no llega a tanto, pero lo que dice en él no puede ser más iconoclasta.

Para Leavis la noción de cultura, de actividad cultural, implica un enriquecimiento del espíritu, no la adquisición de nuevos conocimientos, algo que puede ser complementario de aquella experiencia espiritual o no serlo. Si no lo es, estos conocimientos no forman parte de la cultura, son meras informaciones que en sí mismas carecen de valor, algo que sólo alcanzan indirectamente, cuando —y si— la técnica las aprovecha para determinada función o servicio. Leer a Dickens, escuchar a Mozart y ver un Tiziano son actividades esencialmente distintas a averiguar qué significan la aceleración o la partición del átomo. Aquellas experiencias son de instantáneo y largo efecto a la vez, e imposibles de cuantificar de manera funcional, pues decir que producen placer a quien las vive y predisponen al espíritu para comprender mejor al resto del mundo, para soportarlo y soportarse a sí mismo no las agota; éstos, son conocimientos objetivos, cuya importancia depende exclusivamente del beneficio práctico que para una colectividad pueda extraer de ellos la técnica. Confundir cultura con información es cosa de gentes incultas, convencidas de que la cultura tiene o debería tener un valor de uso, semejante al de aquellos saberes que dan derecho a un título o el ejercicio de una profesión.

El doctor Leavis no estaba contra las profesiones liberales ni los oficios técnicos, pero, en las antípodas de C. P. Snow, que aspiraba a reformar la Universidad, acercándola cada vez más a la ciencia y a la técnica y alejándola de las humanidades, proponía, más bien, apartar a la Universidad de toda enseñanza práctica y concentrarla en la preservación y promoción de los conocimientos humanísticos más imprácticos, como las lenguas clásicas, las culturas y las religiones extinguidas, y, por supuesto, la literatura y la filosofía. Politécnicos y escuelas especializadas se encargarían de formar a los futuros abogados, ingenieros, médicos, economistas y expertos en las cada vez más numerosas variedades de la tecnología. Como en la Edad Media, o poco más o menos, la Universidad sería un recinto imperturbable a la solicitación de lo inmediato y pragmático, una permanencia espiritual dentro de la contingencia histórica, una institución entregada a la preservación y continuación de cierto saber, «inútil» desde una perspectiva funcional, pero vivificador y unificador de todos los otros conocimientos en el largo plazo y sustento de una espiritualidad sin la cual, a merced únicamente de la ciencia y la técnica, la sociedad se precipitaría tarde o temprano en «actualizadas» formas de barbarie.

En los treinta y pico años corridos desde aquella polémica, la sociedad occidental, y el resto del mundo a su remolque, han ido encaminándose por el rumbo que les señaló C. P. Snow y dando la espalda al irascible profesor Leavis, cuyas tesis suenan ahora todavía más excéntricas que entonces. Aunque sumida en una crisis de la que no se vislumbra la salida, resulta evidente que la Universidad es y seguirá siendo cada vez más «científica» y menos «literaria». Las sociedades modernas, incluidas las más prósperas, están cada vez menos dispuestas a invertir recursos, que distraerían de lo pragmático, para financiar en gran escala y de manera significativa aquellos quehaceres académicos o creativos sin valor de uso que, para el doctor Leavis, eran los únicos con derecho a representar la cultura. La manera literaria de entender la vida del espíritu ha pasado a ser un anacronismo de los países atrasados, los que perdieron el tren de la modernidad, e incluso en ellos éste es un estado de cosas transitorio: a medida que progresen, se volverán más realistas, es decir, más prácticos.

Sin embargo, cuando uno relee ahora los capítulos de aquel debate no es esta demorada victoria de C. P. Snow lo que más llama la atención. Sino el que en el interregno se haya hecho mucho más importante —e incluso dominadora— una tercera opción cultural, que algunos exigentes llamarían subcultural, y a la que, aunque ya era muy visible en esa época, ninguno de los polemistas concedió la menor importancia. Una cultura que no puede ser considerada ni literaria ni científica, y tal vez en sentido estricto ni siquiera cultura, pero sí algo que hace sus veces para una vasta porción de la humanidad, cuya vida intelectual y espiritual mayoritariamente ocupa y alimenta. Me refiero a aquella que fabrican, vulgarizan y diseminan los medios masivos de comunicación, todo ese polifórmico material que provee al gran público —ese que grafica la expresión: el lector o espectador promedio— de los conocimientos y también las experiencias, mitos, emociones y sueños que satisfacen sus necesidades prácticas y espirituales básicas para funcionar dentro de la sociedad moderna.

Es fácil, pero como jugar al avestruz, subestimar esta tercera opción cultural, diciendo que no es serio reemplazar a Shakespeare por Twin Peaks o cualquier otro culebrón, que hay años luz de distancia espiritual entre un canto gregoriano entonado bajo las gárgolas de una catedral gótica y los espectáculos evangelistas de Pat Robertson, o mesarse los cabellos de indignación porque hoy día el principal vehículo de educación antropológica y geográfica para un segmento numeroso de la humanidad sea el National Geographic y, de astronomía, los programas de Carl Sagan, etcétera. Puede gustarnos o disgustarnos, pero es un hecho que, literaria o científica, la cultura que llega cada día más a más gente en el mundo, desplazando a las otras, es aquella hecha, o rehecha a su medida, por la industria audiovisual, que ha reemplazado el púlpito, el aula y el libro, por la pantalla del televisor. Frente a esa todopoderosa maquinaria populizadora y niveladora del saber y de la sensibilidad que el siglo XXI consagrará sin duda como la cultura representativa de nuestro tiempo, las diferencias que puedan existir entre literatos y científicos serán de orden menor; ambos, en todo caso, habrán sido hermanados por su condición de supervivientes de una época ida, de mantenedores de mentalidades y quehaceres relegados por la historia a la periferia y a la catacumba.

 

Miami, 22 de diciembre de 1992