Contacto visual

A la lucha de clases sucedió la de las razas y, a ésta, la de los sexos, hoy protagonista estrella de la vida norteamericana. Se equivocan quienes criticaron al presidente Clinton por inaugurar su mandato provocando una polémica con su decisión de eliminar las barreras para que los homosexuales sirvieran en las Fuerzas Armadas, como si éste fuera un asunto marginal. Lo era hasta hace algunos años; ahora, integra el contencioso más debatido por la opinión pública en Estados Unidos, un tema que, bajo múltiples envolturas, asoma a diario en litigios jurídicos, conflictos administrativos, campañas religiosas, acciones políticas y genera una copiosa literatura, académica y periodística.

En el mundillo universitario en el que me muevo desde hace algunos meses, primero en Harvard, y ahora en Princeton, lo detecto por doquier: las «minorías sexuales» de gays y lesbianas explayan sus demandas y sus quejas en las publicaciones y paneles oficiales, cuentan con oficinas y asesores que les provee la propia institución, y generan en la sociedad académica la hipersensibilidad, embebida de temor, que inspiraban, la última vez que vine a enseñar a este país, las minorías étnicas. Entonces, la sospecha más grave que podía rondar a un profesor era la de racista; ahora, la de sexista.

Todo esto me parece altamente civilizado, un esfuerzo muy loable para combatir la discriminación de que son víctimas, en todas las sociedades en el mundo, las mujeres y quienes no practican la ortodoxia sexual. (La magnitud de estos prejuicios pudo medirse, hace poco, en el Perú, donde el presidente Fujimori echó a la calle, de un plumazo, a un tercio del servicio diplomático, acusándolos de «homosexuales», y, en vez de provocar una tempestad de críticas, la bellacada aumentó su popularidad). Como la explotación económica o la discriminación racial, el machismo es fuente de innumerables e insidiosas injusticias, una forma de abuso, legitimada por la cultura, del fuerte contra el débil, y de aquello que Hayek consideraba, en sus años finales, el talón de Aquiles de la democracia: la prepotencia de las mayorías en perjuicio de las minorías.

Pero como, en este caso, el origen del mal está en la urdimbre de la propia cultura y forma parte de la naturaleza de aquel cuerpo de ideas, usos, maneras, presupuestos éticos, mitos y códigos que dicta nuestras conductas, el verdadero remedio para este problema sólo vendrá de una profunda renovación cultural. Las disposiciones administrativas y las acciones judiciales pueden atenuarlo, resarcir a algunas víctimas, corregir los más bochornosos atropellos, pero difícilmente extirparlo. Mientras no se produzca aquella reforma raigal en la manera de entender el sexo, y de entenderse los sexos, en el mundo en que vivimos, el prejuicio seguirá haciendo daño y escurriéndose como el azogue entre aquellos obstáculos superficiales.

Y hay, además, el riesgo de que, por golpear demasiado en uno solo de los flancos del enemigo, o por ver enemigos donde no los hay, el combate contra el sexismo se desnaturalice y caiga en el ridículo, o produzca injusticias equivalentes a las que quiere desterrar. Éste es el tema, explosiva mezcla de fuego y de hielo, del último drama de David Mamet, Oleanna, que, dirigido por él mismo, se estrenó en Boston hace algunos meses y se presenta ahora en Nueva York.

En una universidad privada, Carol, una estudiante con problemas, acude al despacho de un profesor, John, a discutir sus notas. Éste se halla a punto de comprarse una casa y de obtener la permanencia académica. A John le gusta enseñar y profesa ideas heterodoxas, que ha volcado en un libro, en el que, por ejemplo, impugna la idolatría de la educación superior como derecho universal y sostiene que, a menudo, las lecciones universitarias enajenan las mentes de los jóvenes. Es seguro de sí mismo y ligeramente arrogante. Pero parece un profesor comprensivo y responsable, pues, al advertir la inseguridad y la angustia de la muchacha, se ofrece a ayudarla: que se olvide de las notas, aprobará el curso, que venga a este despacho a discutir lo que no entiende en las clases. La despide con una cariñosa palmada en el hombro.

Este diálogo, banal a más no poder, del primer acto, pende luego como un objeto mágico, que se metamorfosea y envenena hasta lo inconcebible, en el segundo y el tercero, a medida que descubrimos que, deconstruido y reconstruido por Carol, ahora militante en un grupo feminista, todo lo que John dijo en él —todas aquellas palabras que sonaban tan obvias y tan insípidas— sustenta un expediente por acoso sexual, que pone en peligro la permanencia y terminará por destruir la carrera del profesor.

Los verdaderos personajes de este drama son las palabras, movedizas arenas que pueden tragarse a cada paso las mejores intenciones, trampas siniestras que, al menor descuido, cazan al propio cazador. En efecto, lo que John dijo en aquella ocasión también puede hacer de él un abusivo y un aprovechador, alguien que se excede en el ejercicio de su poder y saca ventaja de su condición masculina. Pero, para que esta interpretación sea posible, hay que haber escuchado, anotado, retorcido y acomodado esas frases de John con la enfermiza susceptibilidad de Carol, y haber inyectado sus gestos y silencios de una significación que sólo resplandece a la luz de una religión o una ideología.

La ceremonia que tiene lugar en el anónimo college de Oleanna remite a una problemática de nuestros días y entra a tallar en una animosa polémica contemporánea en los Estados Unidos, pero, en verdad, reproduce, con atuendos modernos, un viejísimo conflicto: el de la intolerancia y sus víctimas, el del fanatismo y sus devastadores efectos. Se trata de la vieja historia del inquisidor, escarbando la intimidad más recóndita de lo anodino para detectar la herejía, y la del comisario que fabrica disidentes y conspiradores a fin de apuntalar la ortodoxia.

La verdadera tragedia de John, las nefastas consecuencias de la acción de Carol, sólo comenzarán a percibirse luego de la caída del telón. Porque, aunque consiga otro puesto, ¿volverá este purgado profesor a confiar en las palabras, a verterse en ellas, cuando dicte sus clases, aconseje a sus alumnos o escriba sus libros, con la espontaneidad y convicción con que lo hacía antes de descubrir, gracias a Carol, lo peligrosas, lo destructivas que podían ser? En adelante, siempre tendrá un secreto censor agazapado en el fondo de su conciencia, alertándolo y frenándolo. Y aunque viva en una sociedad cuyas leyes y reglamentos garantizan la libertad, a la hora de pensar, escribir y enseñar John no será nunca más un hombre libre.

Es muy claro el servicio que la adopción de una ideología ha prestado a Carol. Ha tornado seguridad lo que eran inhibición y complejos frente a los demás; y ha dado dirección y forma a la violencia que la habitaba, transformando en beligerancia contra el hombre, el sentimiento autodestructivo que antes le impedía estudiar o, mejor dicho, aprender. Pero, ese feminismo que en ella adopta esos extremos sectarios y grotescos no es un mero producto neurótico, una construcción enteramente ficticia. El espectador lo descubre, de pronto, en los últimos escalofriantes minutos del drama, cuando John, fuera de sí, se abalanza sobre la muchacha y la golpea y la insulta, valiéndose de todo el arsenal de la escatología machista. O sea que, después de todo, el endriago con faldas tenía algo de razón.

Esta obra de David Mamet, como otras suyas, tiene una punzante vitalidad, porque, además de estar construida con la buena ingeniería del consumado técnico que es, constituye una reflexión polémica sobre una problemática de actualidad. ¿Retorna el teatro «comprometido» que parecía enterrado bajo muchas capas superpuestas de happenings, piezas absurdas o las espantosas comedias musicales tipo Evita o Los miserables? En todo caso, éste es teatro de verdad, que, no por estar lleno de ideas y de incitaciones a reflexionar, es menos imaginativo o audaz que aquel otro, despectivo de la historia y de la realidad, que se pretende ficción pura, nada más que espectáculo. Y el público conecta muy bien con él, a juzgar por las interminables colas en el Orpheum Theatre y los precios de la reventa.

Algunas feministas acusan a David Mamet de haber hecho una caricatura de Carol, de haber acentuado sus defectos hasta la irrealidad. Yo creo, más bien, que Oleanna hace una descripción bastante aproximada, y acaso se quede corta, de los excesos del combate contra el machismo en ciertos campus universitarios estadounidenses. Me he quedado maravillado con la cantidad de casos que he llegado a conocer de profesores reprendidos, mutados o separados de sus puestos por supuestas faltas de esta índole. Tanto que, exagerando algo, pero no mucho, me atrevería a decir que un fantasma recorre los departamentos de lenguas románicas en las universidades de Estados Unidos: el acoso sexual. Los más nerviosos son, naturalmente, mis colegas italianos. Lo que más les preocupa es el llamado «contacto visual», que en algunos planteles se admite ya como falta grave, iniciativa que una estudiante tiene derecho a considerar una ofensa, una tentativa sexista de degradación de su condición femenina. ¿Cómo evitar que la mirada se cargue inconscientemente, en el momento menos pensado, de una humedad lujuriosa, de un brillo pecador? Matando la libido con cucharadas de bromuro, por lo visto, o, los enemigos de la química, como yo, mirando siempre al techo, a la pared.

 

Princeton, febrero de 1993