La más atrevida de las afirmaciones de Aleix Vidal-Quadras en su libro de ensayos sobre el nacionalismo —contra el nacionalismo—[4] es también la más exacta: se trata de un producto intelectual inferior, de ideas rudimentarias, que no se propone fundamentar racionalmente una verdad sino revestir con la apariencia de una doctrina lo que es nada más que una pasión, un instinto y un acto de fe.
No es casual que no haya grandes pensadores nacionalistas, nadie que pueda ni remotamente compararse a lo que representan para el liberalismo un Adam Smith, un Montesquieu para la democracia o un Marx para el socialismo, y que lo más presentable que la ideología nacionalista pueda exhibir, entre sus clásicos, sea el simpático anacronismo de un Johann Gottfried Herder oponiendo su visión de un mundo-archipiélago de pintorescos islotes culturales —das Volk— a las pretensiones universalistas de la Revolución Francesa. Pero a sus más representativos teóricos, los nacionalistas de nuestros días están obligados a desconocerlos y ocultarlos, pues se trata de una espeluznante colección de excentricidades intelectuales, en las que se codean el racismo de un Fichte, el ultramontanismo reaccionario de un Joseph de Maistre, el fascismo de un Rosenberg y de un Charles Maurras y el tercermundismo terrorista de un Franz Fanon.
El nacionalismo ha sido incapaz de enriquecer el conocimiento de la realidad social, de los mecanismos del devenir histórico y de la condición humana porque se sustenta en meros prejuicios y miedos atávicos que no resisten el análisis racional. Y porque todo su empeño doctrinario consiste, como dice con mucho acierto Vidal-Quadras, en el paralogismo de querer «transformar las contingencias en absolutos sacralizados».
Nacer en medio de las pródigas y ventosas colinas del Ampurdán es un accidente, no una fatalidad; como lo son el haber nacido entre católicos o ateos o mahometanos o en una familia de vegetarianos o de caníbales, o entre hispano o catalanohablantes. Todos esos datos son importantes para determinar la identidad de una mujer y de un hombre, pero ninguno es fatídico ni esencial, salvo en sociedades extremadamente primitivas y bárbaras, en las que el individuo y la libertad aún no han comenzado a existir y los destinos humanos quedan sellados de manera irremediable desde la cuna, como en el caso del pez, el pájaro y la fiera.
La civilización puede ser definida de muchas maneras, pero seguramente la más persuasiva es la de llamarla el proceso gracias al cual el ser humano se individualiza y emancipa de la tribu, se convierte en un ser capaz de superar los condicionamientos naturales y sociales y de trazar su propia historia, mediante actos de voluntad, trabajo y creatividad. En este largo transcurrir del devenir humano, la aparición, a partir del siglo XVIII, de las naciones fue un retroceso y un traspié que frenó y enturbió esta marcha ascendente del individuo hacia la adquisición plena de su soberanía —es decir, de su libertad—, regresándolo a la condición tribal, de mero figurante o comparsa de una totalidad colectiva dentro y gracias a la cual se definía y existía.
Como esto fue siempre y para todos los casos una pura mentira, pues ninguna nación surgió jamás sobre esa armoniosa y coherente unidad cultural, étnica, religiosa, política y territorial con que sueña todo nacionalismo, la historia de las naciones ha sido la de las apocalípticas violencias ejercidas en el seno de todas ellas para imponer artificialmente la unidad, haciendo desaparecer las diferencias, exterminando a las culturas, creencias e individuos que desentonaban, expulsándolos, prohibiendo y censurando toda manifestación de diversidad, particularismo y disidencia, hasta conseguir esas apariencias de sociedades integradas semejantes a las que, en nuestros días, están edificando los croatas y los serbios de la ex Yugoslavia sobre un vasto cementerio de cadáveres bosnios.
El miedo y la violencia son componentes inevitables de todo nacionalismo. Miedo al otro, a lo diferente y a lo nuevo, a cambiar y a innovar, al movimiento de la historia y a la plena soberanía del individuo que es incompatible con toda reducción colectivista, miedo al mestizaje, al pluralismo, a la coexistencia en la diversidad que es principio básico de la cultura democrática. Y es natural que así sea pues, como la tribu, la nación, una vez constituida, necesita del inmovilismo, de inercia ontológica, para justificarse como principio unificador y definitorio de un conglomerado humano. Como esta realidad contradice la propensión natural de individuos y colectividades a interrelacionarse, mezclarse y confundirse —sobre todo en este tiempo de acelerada internacionalización de la vida—, el nacionalismo tiene que oponer a ello, para no perder toda razón de ser, la coerción, un vasto repertorio de posibilidades que incluye desde el sangriento genocidio hasta la, en apariencia, muy benigna «normalización lingüística». Es verdad que ambos extremos se hallan muy distanciados uno de otro, pero un cordón umbilical los une: la voluntad de establecer por la fuerza una «unidad» —racial, religiosa o cultural— que previamente no existía.
La pobreza conceptual y filosófica que lo sostiene, y los traumas y extravíos sociales a que puede llevar, no impiden que el nacionalismo seduzca a grandes públicos y sea una fuerza política pujante en el mundo de hoy. Él ha reemplazado a la utopía colectivista como el desafío mayor que deberá enfrentar en el futuro inmediato esa cultura democrática que acaba de desintegrar al comunismo y el dique más firme que se interpone en los avances alcanzados por la humanidad en la paulatina disolución de las fronteras y la creación de una civilización mundial bajo el signo de la libertad política y la articulación y apertura de todos los mercados.
Éste es uno de los temas recurrentes en los polémicos ensayos de Vidal-Quadras y sobre el cual sus tesis me parecen más lúcidas. Es cierto que «el nacionalismo resulta extraordinariamente motivador» «porque descansa en instintos y atavismos profundamente enraizados en la naturaleza humana». La propensión natural de la especie es la horda, no el individuo; la servidumbre y no la rebeldía; la superstición y la magia y no la averiguación inteligente de los fenómenos; la pasión y el instinto en vez de la racionalidad. El individualismo, la razón y la libertad se alcanzan luego de ímprobos esfuerzos, son elecciones intelectuales y vitales que exigen arrojar por la borda un pesado lastre que arrastramos desde los remotos tiempos del taparrabos y el cuchillo de sílice. Estas elecciones deben renovarse continuamente, pues, a cada nueva situación o circunstancia —sobre todo en períodos críticos, de dificultades y trastornos—, corremos el riesgo de perder lo adquirido, abdicar y retroceder de individuos a parte de la horda, de seres inteligentes a bípedos irracionales y de seres libres a instrumentos y epígonos de una voluntad superior ante la que hemos abdicado y que habla y decide por nosotros. Ésta es la tremenda y magnética atracción que ejerce el nacionalismo, sobre todo cuando lo promueven esos astutos manipuladores de la incultura y las pasiones humanas que son los llamados «líderes carismáticos». Ellos saben sacar partido provechoso de esta realidad certeramente descrita por Vidal-Quadras: «La seguridad que proporciona la conciencia de pertenecer a un grupo homogéneo, el odio o el temor a lo que es distinto o extraño, la satisfacción narcisista de percibir el universo a través de lo que uno es o pretende ser y la necesidad de autoafirmación frente a los demás laten en el núcleo oscuro y oculto de los fervores nacionalistas».
Muchos reprocharán al autor de estos ensayos la viveza dialéctica que los recorre y su beligerancia. Hay que recordar que han sido escritos haciendo pequeños apartes en medio de la lucha política cotidiana, y por momentos ella les ha contagiado su incandescencia. Pero constituyen un valioso esfuerzo para enriquecer a la acción política con ideas y reflexiones, de modo que ella no quede confinada en la cruda lucha por el poder y sea también debate intelectual, ejercicio de la imaginación crítica. Aparte de la valentía moral y las agudas afirmaciones que contienen estos ensayos, ellos tienen el gran mérito de poner en el centro del debate, como le corresponde, el tema del nacionalismo, que es ya el gran protagonista de la vida política contemporánea, no sólo por los incendios que provoca en tantos países, sino porque en torno a él irán reordenándose las fuerzas políticas y los grandes debates y antagonismos ideológicos venideros. Una anticipación de ello no son sólo las matanzas de Bosnia-Herzegovina, Abjazia, Alto Karabaj, Tayikistán, Afganistán, sino los rebrotes de xenofobia y racismo en Alemania y otros países europeos, así como la recientísima alianza de intelectuales fascistas y comunistas en Francia —el llamado nacionalbolchevismo— para «defender la soberanía nacional amenazada por Wall Street».
A diferencia de lo que ocurre en otras partes, el nacionalismo contra el que arremete principalmente Aleix Vidal-Quadras es el muy civilizado, pacífico y democrático que gobierna la región autónoma de Cataluña. Nadie, a menos de estar fuera de su sano juicio, podría ver en el presidente Jordi Pujol a un destemplado dogmático capaz de poner a sangre y fuego a su país, como ha hecho el serbio Radovan Karadzic, para materializar su proyecto nacionalista. Y yo menos que nadie, pues lo conozco y me consta que es un hombre sensato y tolerante. Pero ello no impide que el caballo que monta este benigno jinete sea potencialmente chúcaro y pueda, en un momento dado, desbocársele y causar estropicios. Porque no importa cuán suave y elegante sea la mano que la agite, la bandera nacionalista remueve las bajas pasiones humanas, tiende a reemplazar el diálogo por el ucase, la coexistencia por la excomunión y la discriminación, y a confundir, en el campo de la cultura, la rama con el bosque.
Siempre ha sido para mí sorprendente la fuerza popular del nacionalismo en Cataluña. La política cultural represiva de que fue víctima a lo largo de la historia, y en especial durante el franquismo, no es una explicación suficiente, pues ella no impidió que Cataluña desarrollara una muy rica vida cultural —y, acaso, la más europea y la menos provinciana de toda España— y alumbrara una larga serie de escritores y artistas de estirpe universal. Y, más bien, debería haber inmunizado a sus élites políticas e intelectuales contra las aberraciones nacionalistas que padeció en carne propia. ¿Qué puede tener que ver la tierra de un Carles Riba, de Foix, de Josep Pla, de Dalí, del Tàpies que en el ápice de su gloria exhibe camas y esculpe medias con agujeros, de Carlos Barral, Gil de Biedma, Juan Marsé, Eduardo Mendoza, los tres Goytisolo, Félix de Azúa, Vázquez Montalbán y tantos otros escritores de primera fila, de esos arquitectos revolucionarios que diseñan edificios y recomponen ciudades por el mundo, de sus editores vanguardistas y sus teatristas revoltosos y cosmopolitas, con una ideología fundamentalmente pueblerina y visceral que, si alguna vez fuera llevada allí hasta sus últimas consecuencias, subdesarrollaría a Cataluña y la convertiría en una sociedad del Tercer Mundo?
El amor a Cataluña no tiene nada que ver con el nacionalismo y lo demuestra luminosamente este libro de Aleix Vidal-Quadras, catalán, español, europeo, liberal y hombre de su tiempo.
Londres, agosto de 1993