Se ha escrito ya mucho sobre Sendero Luminoso y la guerra revolucionaria que inició hace once años en el Perú, pero probablemente el primer trabajo serio, desapasionado y totalizador sobre el tema sea el del periodista Gustavo Gorriti Ellenbogen: Sendero: historia de la guerra milenaria en el Perú (Lima, Apoyo, 1990). Se trata de un primer volumen, que cubre la insurrección senderista desde sus inicios, en 1979, hasta 1982, al que seguirán otros dos, con los pormenores de la acción terrorista desde entonces hasta el presente y la historia de la gestación política e ideológica de Sendero como un desprendimiento maoísta del Partido Comunista peruano.
En su relación de los primeros años beligerantes de Sendero, Gorriti no hace revelaciones espectaculares, no ofrece primicias ni se jacta de haber tenido acceso a testigos o protagonistas de excepción. Ha entrevistado a mucha gente, sí, de todos los sectores, pero el grueso de su material de trabajo era más o menos público: partes policiales y militares, informaciones periodísticas y los documentos puestos en circulación por la propia organización subversiva.
Y, sin embargo, su libro tiene un semblante notablemente novedoso, como aquella inesperada imagen que aparece en el tablero cuando se colocan en su debido lugar todas las piezas del rompecabezas. Lo que a muchos parecía hasta ahora un caótico conjunto de crímenes y brutalidades, un empeño nihilista y anárquico sin más plan ni concierto que los que puede esperarse de una conducta psicópata, resulta, aquí, un orden riguroso, una secuencia lógica de iniciativas concatenadas inteligentemente para lograr un objetivo bien definido. Este proceso ha costado ya más de veinte mil vidas y daños materiales equivalentes a toda la deuda externa peruana. Pero esto no parece lo más grave. Porque la conclusión no escrita, aunque obvia, que extrae el desconcertado lector de este libro es que, por terrible que sea aquel balance, se trata apenas de un comienzo. Ya que no hay nada en perspectiva que pueda ser capaz, en un futuro inmediato, de poner fin al avance de la insurrección senderista.
Dos peligros acechan a quien se enfrenta, como adversario o como tema de estudio, a Sendero Luminoso: la subestimación y la sobrestimación. La primera actitud es la que ha caracterizado a los gobiernos peruanos. Desde un año antes de que estallara, el levantamiento estaba anunciado y podía enterarse de lo que se venía todo el que tuviera ojos para ver y oídos para oír. Pese a ello, la dictadura militar —la del general Velasco y la del general Morales Bermúdez— bajo la cual se gestó, planeó y anunció la rebelión, se mantuvo ciega y sorda y no movió un dedo para conjurarla. Y ni siquiera se dio por aludida cuando sus propios agentes policiales de Ayacucho —que, aunque parezca mentira, tenían infiltrado a Sendero Luminoso en sus organismos de dirección— le hacían llegar informes precisos sobre los lugares donde los senderistas hacían prácticas militares y las acciones que premeditaba. El país que dejó la dictadura en 1980 estaba ya minado.
Pero la ceguera y sordera continuó —en verdad, se agravó— con el gobierno democrático que eligió el pueblo peruano en 1980. El testimonio que ofrece Gorriti es concluyente. En su primer año, la insurrección era precaria, mal organizada y huérfana de apoyo popular. Las poblaciones del campo y las aldeas la rechazaban abiertamente. Con los medios a su alcance, algo de visión y sentido común, el régimen hubiera podido derrotarla. En vez de ello, operó con una ineptitud que quita el habla. Una de las primeras medidas del ministro del Interior —hombre bueno y honesto pero negado para el cargo— fue marginar al jefe policial resuelto y limpio que quería actuar contra el terror y reemplazarlo por otro que, además de incompetente, resultaría vinculado al narcotráfico.
Los reveses que experimenta la insurrección en el interior de Ayacucho en esta primera etapa son obra, antes que de las fuerzas del orden, de los campesinos y aldeanos. Ellos capturan a los asaltantes de comisarías y asesinos de gobernadores; ellos delatan a los subversivos infiltrados en los caseríos y colaboran —mejor dicho, tratan de colaborar— con el poder constituido, en contra de un levantamiento cuyas razones ni siquiera entienden. ¿Qué hace la autoridad? Se desentiende del problema. Niega que exista. No hay «terrorismo» en el Perú, sólo «petardismo». Es decir, los disfuerzos extravagantes de unos excéntricos. Y, más tarde, cuando la violencia ya ha alcanzado unas proporciones que es imposible soslayar, la exorciza, atribuyéndola a una conspiración extranjera, a «un portaaviones anclado en el Caribe».
Pero, mucho más grave aún, vuelve la espalda a las poblaciones ayacuchanas, dejándolas a merced del terror. En el verano de 1983, cuando, como miembro de la comisión que investigó la muerte de ocho periodistas en Uchuraccay, supe que hacía cerca de dos años las autoridades habían cerrado las comisarías y retirado a los guardias civiles de los distritos de Ayacucho más acosados por la insurrección, creí estar soñando. Pues, como era previsible, junto con los policías habían huido de aquellos lugares los gobernadores, los jueces, los alcaldes y hasta los párrocos (ésta era la condición de Tambo, cuando la visité). Las explicaciones que escuché, para justificar esta deserción, tenían un retintín surrealista y farsesco: se trataba de proteger a las dotaciones policiales contra previsibles atentados, de reforzar las guarniciones de las capitales de provincias y cosas por el estilo.
Ahora, leyendo el libro de Gorriti, y viendo que aquella decisión de dejar abandonadas e inermes a las poblaciones civiles ayacuchanas no fue aparentemente cuestionada por ninguna autoridad civil ni militar del régimen democrático, he vuelto a sentir el mismo asombro de entonces. Por lo visto, a quienes eran responsables de defender la recién restablecida democracia no se les pasó por la cabeza la sospecha de que, en su loable designio de privar al terror de víctimas uniformadas, estaban entregando a regiones enteras al control absoluto de Sendero Luminoso. Y enviando un mensaje clarísimo a los campesinos que colaboraron con el gobierno: que habían sido temerarios al confiar en unas instituciones y unas personas de las que se podía esperar cualquier cosa menos responsabilidad. No es sorprendente que en aquellas zonas pudiera instalar Sendero sus primeras «bases de apoyo» y que en ellas plantara los cimientos de lo que llama «Nueva Democracia».
Éste es un episodio, entre muchos, que muestra cómo los avances de Sendero Luminoso se deben tanto a la involuntaria colaboración de unos gobiernos incapaces de comprender lo que ocurría a su alrededor, como a la disciplina, dedicación y convicción fanática de sus militantes. Pero este segundo factor no debe ser desatendido.
Para vencer a una organización como Sendero Luminoso —caso de veras excepcional en la historia de las revoluciones latinoamericanas— es imprescindible comprenderla. Esto no es fácil, pues, además de lo escasos y abstrusos que son sus documentos y los escritos de su líder, ideólogo, estratega y santón, Abimael Guzmán —el famoso Camarada Gonzalo—, lo que de veras cuenta es la mentalidad que está detrás de aquellas ideas, que las ha generado, las mantiene vivas y día a día las traduce en acciones.
Esta mentalidad está más cerca de la religión que de la filosofía y la política. Su maoísmo radicalizado —si cabe la expresión— es un rosario de actos de fe, camuflados de historicismo, en el que a los estereotipos marxistas y maoístas se injertan consignas emocionales, delirios mesiánicos, razonamientos tautológicos y proclamas hiperbólicas que desmoralizan por su primitivismo, banalidad y confusión. Ese galimatías ideológico, sin embargo, no puede ser desaprensivamente echado a la basura por irreal e inactual, como si se tratara de una propuesta académica. Pues por él están matando y muriendo desde hace once años miles de personas, que, no importa cuán equivocadas estén, creen férreamente en esas ideas y consignas y están decididas a encarnarlas en la realidad social del Perú —del mundo—, aunque para ello tengan que sacrificar millones más de vidas y seguir matando y devastando por los siglos de los siglos. (En esto se muda, dentro del «Pensamiento Gonzalo», la doctrina maoísta de la guerra prolongada).
Quienes descubren la implacable coherencia con que actúan y el grado de entrega y sacrificio que Abimael Guzmán exige —y casi siempre obtiene— de sus seguidores, tienden a sobrestimar a Sendero Luminoso. A pensar que un partido así es invencible, sobre todo enfrentado a esos sistemas democráticos enclenques, y a menudo corruptos, que son todavía los nuestros. Algunos, incluso, caen en la locura de creer que sólo una dictadura militar genocida, como la que tuvo Argentina, podría acabar con él. Ésta es, claro, otra colaboración que los senderistas esperan de sus inhábiles adversarios: un régimen militar represivo que los legitime. (El asesinato de varios cientos de senderistas amotinados en las cárceles de Lima por el gobierno de Alan García no debilitó a la insurrección. Por el contrario, como lo predije en la carta que escribí protestando por la matanza[1], tuvo el efecto de una poda).
Sendero Luminoso no es invencible, como no lo es ningún grupo fanático que se cree autorizado a aplicar el terror de manera sistemática en pos de sus utópicos sueños. La mayoría de hombres y mujeres de una sociedad se sienten repelidos por esos métodos, que son alérgicos al sentido común y a los anhelos de paz, de orden, de seguridad que alienta el común de los mortales. Esa mayoría ha terminado siempre por derrotar, en los países democráticos, los intentos de fuerzas extremistas que, como Sendero, creen que se puede traer el paraíso a la tierra en un incendio apocalíptico.
Para ello sólo —pero ese sólo es mucho— se necesita que quienes tienen la responsabilidad de velar por la ley y el orden actúen como se espera de ellos. Dentro de los límites de la moral, a fin de que quede claro en todo momento que entre los dos ideales en pugna hay uno más humano y más digno que el otro, pero con la misma entereza y convicción que quienes quieren destruirlos. Esto es lo que ha faltado y ésta es la causa principal por la que le ha tocado al Perú ser el único país latinoamericano (excluyo a Cuba del proceso) que parece retroceder en vez de avanzar en la consolidación democrática y en el que la sinrazón parece ganar cada día puntos sobre la razón en el campo político.
San Salvador, 4 de marzo de 1991