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Chico afortunado

«Good morning to you, good morning to you, good morning, good morning, good morning to you!». Esta era la canción que entonaba mi madre todas las mañanas de mi infancia desde quinto curso. La canción crepitaba por el intercomunicador que conectaba nuestros dormitorios de abajo con la cocina justo encima, donde ella estaba preparando el desayuno. No estoy seguro de si el tamaño de nuestra nueva casa justificaba la presencia de un intercomunicador, pero para mi madre era una herramienta eficaz, pues le permitía despertarnos por la mañana, prepararnos para ir a la iglesia, llamarnos para cenar…, todo eso sin interrumpir lo que estuviese haciendo. Una llamada desde el intercomunicador significaba que había que subir rápidamente.

Después de mudarnos a Laurelhurst, mi madre inició su ininterrumpido ascenso desde voluntaria a miembro del consejo de administración de empresas importantes que cotizaban en bolsa, y, con frecuencia, fue la primera mujer en ocupar ese cargo. Salía por la puerta, maletín en mano e impecablemente vestida, de camino a una reunión. O estaba al teléfono perfilando los detalles de alguna recaudación de fondos. Mucho después de que los demás nos fuéramos a la cama, mi madre permanecía delante de la máquina de escribir redactando cartas de agradecimiento por la última recaudación de fondos o haciendo una propuesta para la siguiente.

Mi madre jamás se consideró una pionera, pero estuvo muy a la vanguardia de lo que una mujer podía lograr en el limitado mundo laboral de su época. Hoy se la habría considerado feminista, pero a ella no le habría gustado esa etiqueta y habría preferido agachar la cabeza y buscar plataformas aún mayores para llevar a cabo los cambios que consideraba importantes. Hacía todo esto mientras seguía completamente comprometida como madre. Por supuesto, mi abuela siempre estaba presente para ayudarla.

Mis hermanas y yo éramos muy conscientes de que nuestra madre no era una persona convencional. Ninguna de las madres de nuestros amigos salía corriendo a reuniones vestida con traje ni expresaba sus opiniones ante abogados, políticos y empresarios que pertenecían al círculo social de mis padres. Era mediados de la década de 1960, dos o tres años después de que Betty Friedan argumentara en La mística de la feminidad que las mujeres necesitaban algo más que labores domésticas, pero antes de que las mujeres estadounidenses empezaran a subir peldaños en la escala empresarial. Mi madre quería las dos cosas. Más tarde, mis hermanas y yo hablaríamos del orgullo que sentíamos al ver cómo equilibraba sus ambiciones con la maternidad, con todo el frenesí que eso suponía. Con diez años, Libby apuntó a mi madre en un concurso local de «Madre del año». En su presentación escribió que, además de su «alegre estado de ánimo habitual», nuestra madre siempre estaba dispuesta a ir a jugar a los bolos o al tenis y a sentarse en las gradas de los partidos de fútbol europeo. Cuando ganó, mi madre, por supuesto, recortó el artículo y lo pegó en su libro de recortes.

Mientras tanto, mi padre apoyaba la ambición de mi madre hasta un punto que no creo que fuera normal en aquella época, cuando los roles, al menos en las familias de clase media, estaban muy bien definidos: el hombre era el que traía la comida y la mujer era el ama de casa. Estoy seguro de que mi padre no quiso cometer el error de su padre de someter a su madre y su hermana a los estrictos roles de género tradicionales. En las cajas de recuerdos que mi madre guardaba, encontré un trabajo universitario en el que mi padre imaginaba el mundo perfecto, un lugar llamado Gateslandia: «En Gateslandia, la gente entendería que no hay diferencias entre los hombres y las mujeres salvo por la constitución física. Máximas como la de “el lugar de una mujer está en su casa” y expresiones como la de “superioridad masculina”, “el hombre, sostén de su hogar” y “el sexo débil” no tendrían cabida. Los hombres y las mujeres estarían exactamente al mismo nivel en todas las iniciativas empresariales […], sería igual de común ver tanto a mujeres como a hombres en profesiones y empresas y el hombre aceptaría la entrada de la mujer en estos campos como algo normal y no como un suceso insólito».

En la Gateslandia real, una casa de cuatro dormitorios de mediados del siglo XX, el sonido del intercomunicador de mi madre dando el toque de diana significaba que teníamos que levantarnos, vestirnos, hacer las camas y subir, donde encontraríamos el desayuno preparado en la barra de la cocina, siempre en el mismo lugar y orden, de mayor a menor. Mi madre se sentaba enfrente de nosotros y usaba la tabla de cortar extraíble como su improvisada mesa de desayuno. Para entonces, mi padre ya estaba en el trabajo. Le gustaba llegar al bufete el primero, leer el periódico mientras el despacho estaba en silencio y saludar a todos conforme iban llegando.

Al empezar el quinto curso en la escuela de primaria de Laurelhurst, yo tenía los típicos miedos e inseguridades de cualquier alumno nuevo. No conocía a nadie. ¿Podré hacer amigos? ¿Los demás chicos me acosarán? Mudarnos apenas unos kilómetros podría parecer una distancia insignificante, pero éramos unos recién llegados a una hermética comunidad de familias cuyos hijos llevaban juntos toda su corta vida. Dos chicos de mi clase bromeaban con que se habían conocido cuando aún estaban en el vientre de sus madres.

Una de mis primeras impresiones me provocó una mezcla de miedo y fascinación. La escuela tenía un paso elevado que nos conectaba con un patio de juegos al otro lado de la calle Cuarenta y cinco. Las riñas que empezaban en el colegio eran después resueltas en el suelo de tierra del patio, lejos de las miradas de los profesores. Una tarde, mientras cruzaba esa pasarela, me quedé inmóvil. Dos niños se estaban dando una paliza delante de mí con una ráfaga de puñetazos dirigidos a la cabeza y a la cara. Los dos estaban en mi clase, pero eran mucho más grandes que el resto de nosotros. Uno era musculoso, el otro simplemente grande. Nunca había visto una pelea así. Y jamás me había imaginado ese tipo de agresiones en el colegio. Un par de profesores subieron corriendo, separaron a los chicos y todo terminó.

Lo primero que pensé: «Más me vale mantenerme alejado de esos dos». Yo pesaba veintisiete kilos y, aunque no era el niño más esquelético de mi clase, no andaba muy lejos. Y, con mi pelo rubio Barbie y mi voz aguda, llamaba la atención. Era un objetivo fácil.

Hubo otra cosa que me sorprendió de esos dos matones: tenían una identidad social. Ser fuertes y malos les otorgaba algo así como un estatus especial en la escuela. No era el tipo de estatus que ni yo ni la mayoría de los niños deseábamos, pero esos grandullones habían dejado claro su lugar en el orden social de los alrededor de ciento cuarenta alumnos de nuestro quinto curso. En lo alto de la escala jerárquica estaban los niños que procedían de familias prominentes de Laurelhurst: los Timberlake, los Sto­ry y otros a los que todos conocían y respetaban. Formaban una clase aparte. Por debajo de ese estrato estaban los chicos deportistas, los inteligentes y uno o dos frikis. Yo no era fuerte ni deportista, así que esos puestos quedaban fuera de mi alcance. Tampoco me identificaba aún como un friki y no estaba seguro de querer ser percibido como un chico aplicado. Imaginaba que mostrarse diligente en clase era algo que los chicos guais evitaban, el tipo de cosas por las que se burlarían de mí.

Tal y como yo lo veía, sí que tenía un rasgo diferenciador: el humor. En mi antigua escuela había descubierto que el payaso de la clase ocupaba un lugar especial entre los demás. Levantar la mano para soltar una broma te hacía ganar más popularidad que si la levantabas para dar la respuesta correcta. La gente se reía. Con la esperanza de conseguir la misma reacción ante un nuevo público, me empeñé en forjarme el puesto de bromista en la escuela de primaria de Laurelhurst. Fingía que no me importaban los estudios, holgazaneaba en mi desordenado pupitre y hacía los deberes en el último momento. Sobreactuaba cuando teníamos que leer algo en voz alta; me reía sin venir a cuento cuando el profesor hablaba. Si me esforzaba en algo, ocultaba ese esfuerzo tras el humor. Nuestra profesora, la señora Hopkins, nos encargó una redacción de una página sobre cualquier tema que eligiéramos. No recuerdo el mío, pero sí me acuerdo de que me ocupé de redactarlo usando una sola frase continuada que recorría las cuarenta líneas de la página. Me regodeé en silencio cuando la señora Hopkins me llamó para hablar de mi proeza, destacando que mi larguísima frase, aunque fastidiosa, tenía una puntuación perfecta.

Mi profesora, mis padres y el director no sabían qué hacer conmigo. Mis notas eran un lío; mi actitud cambiaba según el día y la asignatura. Y por encima de todo lo demás, alguien decidió que había que arreglar mi voz aguda. A principios del quinto curso empecé a ver a la logopeda del colegio. Unas cuantas veces por semana, iba a su despacho para trabajar en mi «voz de papá oso» (uf) y practicar la pronunciación de la letra erre mientras lamía crema de cacahuete del extremo de un colín. A mí me parecía una estupidez, pero, por raro que parezca, le seguí la corriente. El resultado de esas sesiones fue que la logopeda recomendó a mis padres que me retrasaran un año, que repitiera quinto curso. Creo que dijo que yo era «retrasado», una palabra que ahora resulta anticuada y ofensiva, pero que entonces se aplicaba a niños que no parecían encajar en su clase. Por suerte, mis padres no siguieron su consejo. Su veredicto llegó un año después de que otro educador hubiera recomendado que me saltara un año. Yo pensé: «Si estos supuestos expertos no saben qué hacer conmigo, ¿por qué tiene que importarme lo que opinen?».

En general, estaba feliz yendo a lo mío. Empecé a hacer amigos y encontré al menos un alma gemela en mi forma de ver la escuela. Se llamaba Stan Youngs, pero todos le llamaban Boomer, un apodo que le había puesto su padre por su forma de llorar cuando era un recién nacido. Boomer era listo y tenía una vena de inconformismo que combinaba bien con mi personaje de bromista.

Nos conocimos en 1965 y durante los siguientes dos años fuimos los mejores amigos. Boomer encajaba en el tipo de persona que yo quería tener cerca el resto de mi vida. Mostraba mucha seguridad en sí mismo para su edad y aparentemente era inteligente. Dispuesto y capaz para discutir sobre cualquier cosa en cualquier momento, aunque solo fuera como ejercicio men­tal para ponerse a prueba, como en el tema de por qué los Green Bay Packers eran el mejor equipo de fútbol americano de la historia.

En mi sótano nos enfrentábamos en partidas épicas del Risk para ver quién dominaría el mundo. También tenía una cualidad física que yo admiraba. Aunque era un niño bajito y rubio como yo, a él no le daba miedo quedar al otro lado de la pasarela de la calle Cuarenta y cinco para saldar cuentas, aun sabiendo que perdería. Fue mi madre la que me apuntó a fútbol americano, pero Boomer fue la razón por la que continué toda la temporada. Ser bajito suponía en realidad una ventaja, porque implicaba que no nos ponían en la línea ofensiva, que para mí era mucho menos interesante que mi posición, en el centro de la retaguardia defensiva. Desde mi lugar podía ver toda la acción, el ataque, cómo ponían el balón en juego e incluso al que pasaba corriendo por mi lado para hacer un touchdown.

Un día en el colegio, nuestra profesora anunció que la clase se iba a dividir en dos grupos para debatir sobre la guerra de Vietnam. Todos eligieron argumentar en contra de la guerra. Así que, como era lógico, Boomer se puso del lado defensor de la guerra solo por el desafío que suponía. Yo me uní a él. Éramos los únicos de ese grupo. Él era más conservador políticamente que yo e incluso leía el National Review. (Cuando pidió la suscripción como regalo del día del Padre, escribió a la revista una carta de cortesía y se quedó asombrado cuando el mismo Wil­liam F. Buckley Jr. contestó elogiando a mi amigo por ser un chico tan inteligente). Con la familiaridad de Boomer con una postura a favor de la guerra y el montón de lecturas que yo tenía a mis espaldas, nos armamos de argumentos sobre el efecto dominó y la amenaza comunista. Ganamos aquel debate sin despeinarnos.

Nuestra nueva casa de Laurelhurst tenía dos plantas y estaba ubicada en una colina con vistas al monte Rainier desde el porche trasero. La puerta de la calle daba a la planta principal con la sala de estar, la cocina y el dormitorio de mis padres. Abajo, en el sótano, teníamos nuestros dormitorios Kristi y yo; cuando Libby se hizo un poco mayor, se cambió al tercer dormitorio de abajo con nosotros.

La disposición de planta de arriba y sótano de la casa implicaba que yo podía retirarme a mi habitación y evitar el tráfico diario de la vida doméstica. Tenía mi cama y mi escritorio, que a menudo eran lo único visible en medio de un mar de libros y ropa desparramados. Era un verdadero caos. Mi madre lo odiaba. En un momento dado, empezó a confiscar cualquier pieza de ropa que yo dejara en el suelo y a cobrarme veinticinco centavos si quería recuperarla. Empecé a llevar cada vez menos ropa.

A solas en mi cueva, leía o me quedaba sentado pensando. Podía estar eternamente tumbado en la cama reflexionando sobre alguna cuestión. Oía el motor de un coche, las hojas que se movían con el viento, los pasos sobre el techo que tenía encima y me preguntaba cómo llegaban esos sonidos hasta mi oído. Misterios como ese podían mantenerme ocupado durante horas. Más tarde, encontré un artículo sobre el sonido en la revista Life, consulté la Enciclopedia Mundial y leí libros de la biblioteca sobre ese tema. Me encantó saber que el sonido es una propagación de energía producida por las vibraciones y afectada por muchas cosas, incluidas la densidad y la rigidez del material por el que se desplaza. Al final, utilicé mis nuevos conocimientos en un trabajo de ciencias de la escuela: «¿Qué es el sonido?». La profesora me bajó puntos por no respetar los márgenes de la página y llenarla desde arriba hasta abajo. A mí me pareció una locura. Había muchas cosas que decir sobre ese asunto como para ocuparse de esos detalles tan aburridos.

Ahondé aún más en las matemáticas y la mayoría de las noches hacía con Kristi sus deberes de séptimo curso. Fue entonces cuando me obsesioné con ser mejor jugando a las cartas y esforzarme al máximo para ganar algunas partidas contra mi abuela.

En algún momento de aquel primer año en Laurelhurst, la señora Hopkins pidió a sus alumnos que sacáramos números de un sombrero. Según tu número, escogías un estado de Estados Unidos para hacer un trabajo. Todos querían California, Florida o algún lugar colorido. Mi compañera de clase Leslie sacó el número uno y eligió Hawái. Cuando salió mi número, me decanté por el pequeño estado de Delaware. Era una elección a contracorriente que estaba seguro de que nadie quería. Sabía una cosa de ese estado gracias a mi padre: trataba con amabilidad a las empresas.

Me empapé de todo lo que pude encontrar sobre Delaware. Busqué en los estantes de la biblioteca, saqué Delaware, una guía sobre el primer estado y otros libros sobre la historia de Delaware y su papel en el Ferrocarril Subterráneo. Escribí al estado de Dela­ware para pedir folletos sobre turismo e historia. En casa, Gami me ayudó a seleccionar artículos de las publicaciones The Christian Science Monitor, Life, National Geographic y The Seattle Times. Escribí a varias empresas de Delaware, incluyendo sobres con franqueo pagado, para pedirles sus informes anuales.

Iba escribiendo a la vez que investigaba. Escribí sobre la historia del estado desde los indígenas lenni-lenape hasta el presente, incluyendo una cronología de cuatrocientos años. Recopilé una guía turística de Wilmington y un texto sobre la pintoresca e histórica ciudad de Arden. Reuní los relatos ficticios de las vidas de un pescador de ostras de Delaware y un minero de granito. Por si acaso, redacté un informe del libro Elin’s Amerika, la historia de una joven en el Delaware del siglo XVII.

Pasé mucho tiempo investigando sobre la empresa DuPont de Delaware. Escribí sobre su estructura administrativa; me di cuenta de que su junta directiva estaba compuesta solamente por hombres, la mayoría poseedores de acciones con derecho a voto. Describí al detalle los productos de DuPont, sus operaciones en el extranjero y su actividad de investigación y desarrollo, y resumí la historia de la invención del nailon, acompañada de las mejores descripciones que pude conseguir sobre la química de la polimerización. Redacté el obituario de un miembro del consejo de dirección que había ido ascendiendo desde un puesto bajo de vendedor hasta el de miembro del comité ejecutivo.

Cuando hube terminado, había reunido ciento setenta y siete páginas sobre el pequeño Delaware. Resulta difícil describir el orgullo que sentí con aquel trabajo tan largo. Incluso fabriqué una portada hecha con madera. Era, en todos los aspectos, un trabajo fantástico. En la intimidad de mi dormitorio, lejos de la mirada crítica de otros niños, podía hacer lo que más me gustaba: leer, recopilar información y sintetizarla. Nadie esperaba que el bufón de la clase entregara todo un mamotreto. Me gustó ver las miradas de confusión y admiración de los demás niños. A mi profesora le encantó.

Al recordar aquel trabajo veo atisbos del adulto en el que me convertiría después, de cómo mis intereses intelectuales empezaban a echar raíces. Con un poco de esfuerzo pude, para mi asombro, ensamblar en mi cabeza modelos de cómo funcionaba el mundo, ya fuera la forma en que viajaba el sonido o la articulación del gobierno de Canadá (otra redacción). Cada conocimiento que adquiría se añadía a una sensación de empoderamiento, la de saber que poniendo en marcha mi cerebro podría resolver hasta los misterios más complejos del mundo.

Ese año escolar, rellené un formulario de una página donde señalaba cuáles eran mis intereses y asignaturas favoritas. Era algo que mi madre nos obligaba a hacer todos los años. En la parte que decía: «Cuando sea mayor quiero ser…» me salté respuestas sugeridas como «vaquero» o «bombero» (las niñas tenían otra lista con opciones aún más limitadas y sexistas, como azafata de vuelo, modelo o secretaria). En lugar de eso, elegí «astronauta» y anoté a lápiz cómo me veía en realidad: «científico». Quería ser una de esas personas que se pasan el día tratando de comprender cosas que otras no entienden.

Las expectativas de mi madre respecto a mí eran más variadas e insistía en sus intentos de completar mi formación apuntándome a todas las actividades habituales. Jugaba al béisbol, pero me ponía tan nervioso la posibilidad de que me dieran un golpe con algún lanzamiento fuerte (lo cual no era raro en aquellos juegos en los que los niños estaban todavía aprendiendo lo que podían hacer con los brazos) que lo dejé. Vestí la camiseta en aquella única temporada de fútbol con Boomer. Pero los deportes organizados no eran para mí. Seguía siendo muy pequeño para mi edad, un palo bajito de torso estrecho, incluso entre un grupo de niños a los que aún les quedaban años para dar el estirón. Normalmente me sentía inferior a los demás niños de los equipos, tímido a la hora de esforzarme y parecía un tonto. No me movía con la misma facilidad que ellos. Casi podía decirse que daba brincos a un ritmo que no era caminar ni tampoco correr.

El esquí y el tenis fueron esenciales para el desarrollo de mi madre, así que lo serían también para sus hijos. Empezó a enseñarme a esquiar desde pequeño, durante las excursiones familiares a las montañas de la zona, y, más tarde, me hacía montar en el autobús que los fines de semana llevaba a los niños de Seattle a una montaña cercana. Me gustaban la velocidad y la emoción de dar saltos, pero, sobre todo, lo que me encantaba era hacer el tonto con los demás chicos en la trasera del autobús. Estuve un tiempo en el equipo de esquí de Crystal Mountain, pero nunca me lo tomé muy en serio. Con las clases de tenis me pasaba lo mismo.

Mi carrera musical empezó con el piano, luego pasé a la guitarra y terminé en los metales. No tengo ni idea de quién decidió que aprendiera a tocar el trombón, pero arrastré ese pobre instrumento por todas partes en su gran estuche negro mientras ensayaba la cuarta posición durante dos años antes de dejarlo.

En un momento dado, decidieron que debería encargarme de repartir periódicos. Gané algo de dinero, pero se trataba de una tarea ingrata en la que distribuía una publicación gratuita a la que nadie se suscribía y que pocos querían recibir. Mi principal recuerdo de aquella época era lo difícil que me resultaba conducir la bici cargado con todos aquellos ejemplares. Más de una vez, tuvo que rescatarme Gami, que me llevaba por mi ruta en el coche mientras yo lanzaba los periódicos a los porches de las casas.

Lo cierto era que me sentía más cómodo dentro de mi cabeza.

Y sin embargo, a pesar de mis aspiraciones, mis notas seguían siendo malas y mis peleas en casa empeoraron. Durante esa época, podía pasar varios días sin hablar y salía de mi habitación solo para comer o ir a clase. Si me llamaban para cenar, yo no hacía caso. Si me decían que recogiera mi ropa, tampoco. Recoger la mesa…, para nada. Subir al coche para salir a cenar, silencio. Años después, mis padres contaron a la prensa que, en una ocasión en la que mi madre trató de sacarme a la calle, le espeté: «¡Estoy pensando! ¿Es que tú no piensas nunca? Deberías intentarlo alguna vez». Por mucho que me duela reconocerlo, así fue.

Había días en los que temía oír el sonido de los pasos de mi padre cuando llegaba después del trabajo y saludaba a mi madre. Oía el murmullo de mis padres hablando, mi madre contándole la pelea que habíamos tenido ese día o algún problema que yo hubiese tenido en la escuela. Poco después, mi padre bajaba y aparecía en mi puerta. Hubo veces en las que me dio unos azotes. Fue en raras ocasiones y estoy seguro de que sufría al hacerlo. También creo que no siempre estaba de acuerdo con los métodos disciplinarios de mi madre. Pero eran socios en la empresa de la crianza de sus hijos, por lo que siempre se puso de su lado. Normalmente, me soltaba un sermón. No tenía que decir mucho para conseguir un efecto. Su presencia, su cuidadosa elección de las palabras y su voz grave eran suficientes para que me sentara con la espalda recta a escucharle. Era intimidatorio, pero no en un sentido físico, a pesar de su gran estatura. Se trataba más bien de su mente intrínsicamente racional: «Hijo, tu madre dice que le has hablado mal cuando ella estaba al teléfono. En nuestra casa, como bien sabes, no hacemos esas cosas. Creo que lo justo es que subas ahora y te disculpes», decía, con una distancia emocional que dejaba claro que hablaba en serio y que más me valía hacer caso. No es de extrañar que todos pensáramos que su verdadera vocación era ser juez.

Durante un corto periodo, mis padres se apuntaron a una clase de Formación en Eficiencia Parental en nuestra iglesia. Creados a principios de la década de 1960, estos cursos proponían a los padres que prestaran atención a las necesidades de sus hijos y que nunca hicieran uso de una disciplina punitiva. Fueron los precursores de las técnicas modernas de educación de los hijos que enseñan a los padres a ocupar una posición más colaborativa o incluso equitativa con sus hijos. Al recordarlo ahora, me doy cuenta de la frustración que debieron de sentir al tener que recurrir a algo así, y lo duro que debió de ser para mi madre admitir que necesitaba ayuda externa. También siento vergüenza al escuchar los recuerdos de Kristi de esa época, de cómo mi conducta succionaba tanta energía de mi madre que le quedaba muy poca para dedicarle a ella.

No estoy seguro de cuánto tiempo estuvieron mis padres en aquel curso, pero lo que fuera que intentaran conmigo no funcionó.

Nuestras tensiones llegaron a un punto crítico una noche durante la cena. Yo me enfrasqué en otra discusión con mi madre. No recuerdo el motivo, pero sí me acuerdo de que, como era habitual, la insulté y la traté con pedantería. Y, a juzgar por lo que ocurrió después, con especial maldad. Desde el otro lado de la mesa, mi padre me tiró el agua de un vaso a la cara. Yo me callé, con la mirada fija en mi plato. «Gracias por la ducha», espeté. Despacio, dejé el tenedor, me puse de pie y bajé a mi habitación.

Nunca había visto a mi dulce padre perder los estribos. Ver cómo llevé a mi padre hasta ese extremo me impactó.

Para entonces, yo estaba provocando tanta agitación que mis padres buscaron la ayuda del doctor Charles Cressey, un asistente social que tenía consulta propia. Era conocido por su asesoramiento a estudiantes de Medicina sobre cómo tratar a los pacientes y parejas en momentos difíciles. La familia entera acudió a la primera visita, pero todos sabían que nos encontrábamos allí por mí.

«Estoy en guerra con mis padres», le dije al doctor Cressey.

Todos los sábados por la mañana, mis padres me dejaban en una casa victoriana de colores dorados cerca del restaurante Jack in the Box del distrito universitario de Seattle. Yo entraba y me quedaba en la sala de espera hasta que el doctor Cressey terminaba con otros pacientes. Mientras esperaba, podía oír a través de las paredes de yeso voces de parejas que trataban de solucionar sus problemas maritales. Cuando empecé a acudir allí, me preguntaba: «Esta gente tiene problemas de verdad. ¿Qué hago yo aquí?».

Durante nuestras sesiones, el doctor Cressey y yo nos sentábamos en unas sillas junto a un ventanal soleado y hablábamos por espacio de una hora o así. Su despacho parecía especialmente diseñado para la calma, más parecido a una sala de estar que a la imagen que yo tenía de la consulta de un terapeuta. La ventana daba a un jardín con un árbol grande y flores blancas en primavera.

Sería muy difícil conocer a una persona más encantadora y empática. Sabía hablar conmigo, haciéndome preguntas inteligentes y perspicaces sobre cómo había ido mi semana, las clases y cómo me iba con mi madre. Normalmente, yo tendía a bloquear preguntas así, pero él parecía realmente interesado en lo que yo tuviera que decir más que en darme algún tipo de lección o querer que hiciera algo. Y era una persona interesante. Antes de graduarse en Trabajo Social, el doctor Cressey había sido piloto de combate en la Segunda Guerra Mundial y había pasado un corto periodo como vendedor farmacéutico, durante el cual había ahorrado suficiente dinero para abrir la consulta. Me iba dando ese tipo de detalles con moderación. No hablaba mucho de sí mismo. Por el contrario, se centraba en mí. Se limitaba a hacerme preguntas. Nunca me dijo qué debía pensar yo o si lo que hacía estaba bien o mal. «Vas a ganar», me aseguró sin más explicaciones. Ahora me doy cuenta de que me iba haciendo de guía para que sacara mis propias conclusiones.

Era un ávido estudiante de su materia y leía constantemente cosas sobre psicología y terapia en busca de conocimientos que pudiera incorporar a su consulta. Compartió conmigo muchos de esos libros y me encargaba lecturas de Jung, Freud y otros expertos que después comentábamos. Me causaba curiosidad que hubiese gente que quería entender el cerebro y el comportamiento humano.

A través de nuestras charlas empecé a ver que tenía razón: yo estaba destinado a ganar mi guerra imaginaria con mis padres. Cada año, iría aumentando mi independencia. Con el tiempo, estaría solo. Mientras, tanto en ese momento como en el futuro, mis padres me iban a querer. ¿No era eso estupendo? Ganar la guerra y no perder nunca su amor. Sin mostrarse autoritario, el doctor Cressey me ayudó a ver que (a) mis padres me querían; (b) yo no iba a estar toda la vida bajo su techo; (c) en realidad, ellos eran mis aliados en cuanto a lo que de verdad importaba; (d) era absurdo pensar que habían hecho algo malo.

En lugar de malgastar mis energías enfrentándome a mis padres, debía dedicarlas a adquirir las habilidades que iba a necesitar cuando saliera al mundo.

Más tarde supe que el doctor Cressey había tenido una infancia difícil, con malos tratos físicos que le provocaron mucha rabia. Después de la guerra, tomó la decisión de deshacerse de esa rabia y dedicar su vida a lo que él llamaba sembrar amor. Era evidente que sabía que mis problemas eran poca cosa en comparación con los que él tuvo de niño y, estoy seguro, en comparación con los de muchos de sus clientes. Sin embargo, nunca menospreció lo que yo estaba sufriendo. En una ocasión, me dijo: «Eres un chico afortunado». Yo estaba mirando por la ventana y no respondí, pero sabía que tenía razón.

Podía oír el murmullo de voces a través de la pared, pero no los detalles de la conversación. El doctor Cressey estaba hablando con mis padres; yo había salido de la habitación para que los adultos pudieran conversar en privado. Más tarde, mi padre me contó lo que el doctor Cressey les había dicho: «Ríndanse. Él va a ganar». Estoy seguro de que les dijo muchas más cosas, pero la esencia era esa. Déjenlo, no lo fuercen. Den más libertad a su hijo.

Cuando mi padre recordó aquella visita años después, me dijo que mi madre y él se quedaron estupefactos. Aquel consejo frustró sus esperanzas de que el doctor Cressey les proporcionara algunos pasos que pudieran seguir para meterme en vereda. Darme libertad tuvo que parecerles una derrota, algo que se hace cuando ya no te quedan opciones. Debió de ser especialmente duro para mi madre, cuya solución a cualquier problema era emplear más energías. Aunque mis padres siempre mantenían un frente unido, mi padre tenía una visión más libre de lo que era educar a un hijo. Él había conseguido su propia independencia desde muy joven. Creo que de forma instintiva sabía apreciar el valor de que un chico siguiera su propio camino, solo que para su hijo ese momento llegó mucho antes de lo que esperaba.

Las cosas entre nosotros mejoraron poco a poco. No porque, de repente, mis padres cedieran y me permitieran hacer todo lo que yo quería, sino porque la nueva perspectiva que el doctor Cressey me había proporcionado me permitió tranquilizarme, cambiar. Reorientar mis energías.

Muchos años después —en 1980, para ser exactos— vi la película Gente corriente cuando se estrenó en los cines. La he visto muchas veces desde entonces y casi siempre me quedo sin palabras. Es una película estupenda, casi perfecta. Si eliminamos las partes más extremas —el trauma de la muerte de un hermano, una madre que no sabe amar lo suficiente y un hijo cuya lucha le lleva al borde del precipicio— hay elementos que reconozco de mi propia niñez. Era joven, me sentía confundido y me peleaba con una madre que deseaba que todo fuera perfecto, especialmente de cara al mundo exterior. Tenía un padre —abogado, como el personaje de Donald Sutherland— que hacía lo posible por enderezar a su familia. Y al igual que Conrad, el hijo en la película, yo contaba con la guía de un terapeuta inteligente que me ayudó a buscar la lógica dentro de mi situación y a sacar mis propias conclusiones sobre cómo podía cambiar. Con el tiempo, tendría que aceptar a mi madre tal y como era, igual que ella entendió que yo jamás encajaría del todo en el modelo que tenía pensado para mí. Cada vez más, fui redirigiendo mis energías desde mi negativa a cumplir su voluntad hacia mi preparación para cuando de verdad fuese independiente. Ese cambio de perspectiva no pudo llegar en mejor momento. Era cada vez más consciente de lo amplio que era el mundo de los adultos. Y tuve la suerte de vivir en una familia donde era natural, casi lo esperado, que yo me lanzara a él.

En aquella época solía ir a ver a mi padre a su bufete, en el ajetreado corazón del centro de Seattle. Montaba en el ascensor hasta la décima planta del edificio Norton, la primera torre moderna de oficinas de la ciudad, de solo veintiún pisos. Mientras esperaba en su despacho a que él acabara su jornada, sentía curiosidad por la gente tan elegante con sus trajes y corbatas que pasaba por mi lado mientras yo leía mi libro. Iban en silencio y pensativos o manteniendo una animada charla sobre algún caso mientras acudían a una reunión. Todo aquello tenía un impresionante nivel de seriedad y yo me imaginaba que las cosas de las que hablaban eran muy relevantes.

Si era sábado, la oficina estaba vacía y yo exploraba los montones de libros de derecho y las filas de dictáfonos. Pasaba las hojas de las copias impresas de casos legales y trataba de descifrar las anotaciones escritas a mano en los márgenes. Ojeaba los registros de tiempo que los abogados tenían en sus mesas; mi padre me explicó que, para que les pagaran su sueldo, todos tenían que llevar un meticuloso registro de los minutos y horas que trabajaban. Supe que había una cosa que se llamaba declaración, durante la cual los abogados hacían preguntas detalladas a los testigos. Para eso eran los dictáfonos.

Estas visitas confirmaron mi sensación de que mi padre, como socio principal, era responsable de la supervisión de asuntos complejos e importantes. Me di cuenta de que el calmado sentido del orden y de estabilidad firme que proporcionaba a nuestra familia contribuía también a su éxito en ese despacho de la décima planta con toda esa gente tan bien vestida. Aquellas visitas influyeron para que yo me creara un modelo mental de vida laboral y establecieron la métrica por la que yo terminaría midiendo los logros.

Las historias de éxito que oía en casa no estaban protagonizadas por héroes del deporte ni estrellas de cine, sino por personas que hacían cosas: productos, políticas e incluso edificios, como era el caso de un amigo de la familia, un ingeniero civil que era propietario de una empresa de construcción en la ciudad. A mediados de la década de 1960, mis padres y sus amigos estaban a pocos años de cumplir o hacía pocos que habían cumplido los cuarenta, y habían pasado años trabajando para abrirse camino hacia puestos de influencia en el gobierno y en los negocios. Cuando yo estaba en secundaria, el compañero de bridge de mis padres, Dan Evans, era el gobernador de nuestro estado (más tarde, llegó a entrar en el Senado de Estados Unidos). La participación activa de mi padre en asociaciones legales, tanto municipales como estatales y nacionales, y la labor de mi madre en instituciones benéficas ampliaron su círculo social con profesionales emergentes que compartían los mismos objetivos, característicamente ambiciosos, tanto para Seattle, en el estado de Washington, como para todo el país.

Estas personas y sus historias me interesaban, y mi acceso a ellas no pudo haber sido más sencillo. Solo tenía que dejar el libro que estuviese leyendo y subir a la planta de arriba, donde casi cada semana me los iba a encontrar.

Mis padres siempre celebraban muchas fiestas y reuniones. (Al igual que con sus felicitaciones y sus invitaciones, antes de aquellas fiestas mis padres diseñaban una ingeniosa tarjeta con un rompecabezas que el receptor tenía que resolver para averiguar a qué le estaban invitando y cuándo y dónde se celebraría. Para entonces, ya teníamos nuestra propia máquina de serigrafía en el sótano). A menudo, la finalidad de esas reuniones era tratar sobre un tema o reclutar a gente para una nueva causa. No podías ser invitado a la casa de los Gates solo para sentarte a charlar. En cada fiesta, en cada cóctel había un asunto previamente planeado. Mis padres podían invitar a miembros del Colegio de Abogados de Seattle para llamar la atención sobre el modo de proporcionar mayor poder a los abogados jóvenes dentro del colegio o para financiar una beca para estudiantes de Derecho negros en la Universidad de Washington. Antes de la fiesta, apartábamos los muebles y colocábamos mesas plegables donde sentar a todos por grupos pequeños. Mi madre introducía una cuestión que se trataría durante la cena. En el postre, pediría a todos que miraran debajo de su taza de café, donde encontrarían el nuevo asiento que se les había asignado en otra mesa. Este juego de la taza era la forma que tenía mi madre de fomentar la polinización cruzada de ideas y ayudar a todos a hacer nuevos contactos. Era una ingeniera social magistral.

Antes de que empezara la reunión, mi madre nos sentaba a mis hermanas y a mí en el sofá para informarnos. Mientras Libby y yo nos peleábamos y hacíamos el tonto, mi madre nos hacía un repaso detallado de la lista de invitados, de uno en uno. Armados con esta información, se esperaba que entabláramos conversación con ellos. Posiblemente, Kristi tendría que tocar algo al piano; en años posteriores, mi madre traía al coro de Libby para que cantara. Por lo general, yo me libraba limitándome a servir la bebida, y me abría paso entre conversaciones sobre cómo limpiar el lago Washington, buscar más donantes importantes para la United Way o ayudar en la campaña de Joel Pritchard como senador estatal. Me gustaba la sensación de plantear a algún invitado una pregunta ingeniosa y poder participar en la conversación.

Un visitante habitual de nuestra casa era un cliente de mi padre, un cardiólogo llamado Karl Edmark. Además de haber realizado una de las primeras operaciones a corazón abierto en Seattle, el doctor Edmark había inventado un nuevo tipo de desfibrilador, el aparato que reinicia el corazón con una descarga eléctrica. (Los primeros desfibriladores usaban corriente alterna —hay que imaginarse la electricidad de un enchufe de pared—, lo que no solo provocaba un shock en el corazón, sino también violentos espasmos en el paciente. El doctor Edmark diseñó uno que funcionaba con corriente directa de baja intensidad; resultaba más cómodo para los pacientes y era portátil). Desarrolló y comercializó su invento a través de una empresa llamada Physio-­Control.

Conocí esta historia a trozos, mientras iba evolucionando, a través de conversaciones dispersas y en cenas familiares. Mi padre me explicó que el doctor Edmark se había ocupado de su empresa durante años sin ganar apenas ningún dinero, hasta que finalmente se enfrentó a la posibilidad de tener que abandonar. Con la ayuda de mi padre, contrató a un gerente profesional que aportó una mentalidad de marketing a la empresa. A mi padre le pidieron que buscara inversores. Poco a poco, aumentaron las ventas, se incrementaron los beneficios y el negocio acabó siendo un éxito. A mí me fascinaba esta historia de un médico-inventor que había creado un aparato para salvar vidas, pero también todo lo que mi cerebro de sexto curso podía asimilar sobre captación de capital, patentes y beneficios, investigación y desarrollo.

Poco después, me sorprendí a mí mismo en la oficina de Physio-Control, en el centro de Seattle, reuniéndome con ingenieros y entrevistando al nuevo presidente, Hunter Simpson, que vivía en nuestro barrio y a quien yo había conocido en una fiesta de mis padres.

Tomé lo que había aprendido y lo convertí en un trabajo escolar sobre una empresa ficticia —la llamé Gatesway— que producía un sistema de cuidados coronarios de mi invención. Mi trabajo detallaba los factores de producción y exponía cómo esperaba captar capital de inversores para desarrollar mis productos. «Si mi idea es buena y soy capaz de contratar a buenos profesionales y de conseguir dinero, debería tener éxito», escribí. El profesor me puso un sobresaliente1, la máxima nota para el máximo esfuerzo. Por mucho que me hubiera quejado del sistema de calificaciones, esta vez estuve de acuerdo.

Una muestra de que me sentía mucho más cómodo socialmente es el hecho de que monté un club aquel año, básicamente una versión júnior de las reuniones de mis padres. Lo llamé el Contemporary Club e invité a un grupo de compañeros de mi curso para debatir cuestiones actuales. El Contemp Club, como lo llamábamos para abreviar, contaba con seis miembros: tres chicas y tres chicos, incluido mi amigo Boomer. Nos reuníamos una o dos veces al mes en casa de unos de los miembros, turnándonos como anfitriones. Mientras tomábamos zumos y galletas, nos dedicábamos a debatir; los temas en concreto se me escapan, pero seguro que abordamos la guerra de Vietnam, los derechos civiles y otros asuntos entonces candentes. (También organizamos una fiesta de Halloween, con el toque especial de que debías llevar un disfraz para que se lo pusiera otro; de ahí que pueda decir ahora que una vez en mi vida me vestí de gondolero veneciano, con camiseta a rayas azules y un sombrero de paja de ala ancha).

Con la ayuda de nuestros padres, el Contemp Club organizó excursiones a ONG locales y a la Universidad de Washington. También recaudamos donaciones para Head Start, el programa de educación infantil para niños desfavorecidos. Nuestro mayor logro, o al menos así nos lo pareció entonces, fue visitar un think tank local propiedad de Battelle, la gran compañía de I+D sin ánimo de lucro. Sus oficinas estaban en nuestro barrio. Mientras jugaba al fútbol en sus prados de césped, siempre me había preguntado qué sucedía en aquellos elegantes edificios. De algún modo contactamos con ellos e, increíblemente, nos invitaron a pasar una tarde para conocer el centro. Battelle era famosa sobre todo por la invención de la fotocopia en seco, una tecnología que se desarrolló hasta convertirse en Xerox. Allí nos explicaron la historia de esa tecnología entonces revolucionaria, la fotocopiadora de oficina, y cómo habían invertido el dinero en sus patentes. Me asombró que nos tomaran en serio y nos hicieran tanto caso. Al salir de Battelle, pensé: «Esto es lo que hace la gente inteligente. Se juntan con otras personas inteligentes y resuelven problemas realmente complicados. Me parece perfecto».

Seguí viendo al doctor Cressey durante unos dos años y medio. En un momento dado, nuestras sesiones de los sábados llegaron a su fin. Entonces ya reinaba la paz en nuestra casa. No puedo decir que yo fuera un hijo ideal, pero me esforzaba en serlo más que antes. Entretanto, mis padres me dieron más libertad para que fuera yo mismo. Notaba agradecido que mi madre procuraba concederme más espacio; al mismo tiempo, su carrera estaba despegando y ahora tenía una niña pequeña que cuidar. De modo retrospectivo, aunque necesitaron un tiempo para hacerse a la idea, creo que mis padres habían aceptado que su hijo se apartaba varios grados de lo que muchos padres consideraban normal. Como dijo el doctor Cressey, su amor jamás flaquearía. Y tenía razón.

Mis padres, además, siguieron alimentando mi necesidad constante de estímulo intelectual. Durante el verano después de sexto curso, nos llevaron a Kristi y a mí (Libby, de tres años, se quedó en casa con Gami) de viaje por el este, empezando por Montreal, donde se celebraba la Expo 67, una especie de Exposición Universal canadiense. Desde allí fuimos a Boston, Nueva York y Washington D. C., así como al museo Colonial Williams­burg. Cada día estaba trufado de experiencias, una combinación de sustancia y diversión, con todo un listado de sitios educativos: la réplica del Mayflower, Broadway para ver El violinista en el tejado y la Bolsa de Nueva York. Asistimos a una sesión del Senado en el Capitolio, hicimos el tour de la Casa Blanca, fuimos al Cementerio Nacional de Arlington, deambulamos por el museo Smithsoniano y visitamos prácticamente todos los demás lugares importantes de la capital.

Ese viaje al este era una especie de celebración, un regalo para Kristi y para mí. Mi hermana iba a empezar en otoño en la Roosevelt High School y yo también iba a cambiar a una nueva escuela. Mis padres habían decidido que debía ir a Lakeside, una exclusiva escuela privada para chicos situada en el norte de Seat­tle. La decisión no les resultó fácil. Ellos dos habían estudiado en colegios públicos —mi madre se había graduado en la Roosevelt— y eran partidarios de defender el sistema educativo público. Y la matricula anual de mil cuatrocientos dólares suponía un gran gasto incluso con el sueldo de mi padre. Pero ambos se daban cuenta de que me faltaba motivación y necesitaba más desafíos. Tal vez Lakeside sirviera para estimularme, pensaron. Yo, al principio, odié la idea. Había oído que los alumnos mayores debían llevar chaqueta y corbata y llamar «señor» a sus profesores. Cuando fui allí a hacer el examen de admisión, consideré la posibilidad de suspender deliberadamente. Pero, una vez que empecé a responder las preguntas, no pude contenerme. Mi orgullo se impuso y aprobé.