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El mundo real

«¡Tenemos que demandarlos!». Kent deambulaba por la sala de estar de mi familia. Llevábamos unas semanas de nuestro tercer año de secundaria. Yo estaba a punto de cumplir dieciséis años; Kent era apenas algo mayor.

Me mantuve callado mientras él despotricaba ante mi padre sobre lo injustamente que estaba tratándonos ISI. Después de todo el esfuerzo que habíamos hecho, de los centenares de horas invertidos, ISI nos estaba negando el tiempo gratuito con una computadora que nos había prometido. Mi padre, en actitud de abogado, escuchaba pacientemente con las manos entrelazadas ante él.

Kent estaba convencido de que mi padre usaría todo el peso del bufete Shidler, McBroom, Gates & Baldwin contra la compañía de Portland. Yo pensaba que su reacción era excesiva, pero, qué diablos, era divertido verlo en acción. Para entonces, ya sabía que, siempre que se aprovechaban de él o que algo de este mundo le parecía injusto, se ponía como un basilisco. A veces encontraba una válvula de escape razonable para su ira. Ese mismo mes, por ejemplo, escribió una severa carta a nuestra filial local de la CBS para protestar por la decisión de la cadena de prescindir de Roger Mudd como presentador de las Sunday Evening News. Otras veces daba rienda suelta a su furia, como había hecho en el mes de mayo anterior, cuando acusó a Paul y Ric de hurto mayor por nuestras cintas DEC desaparecidas. Para Kent, que ISI incumpliera lo acordado sobre el tiempo gratuito de computadora alcanzaba el nivel de hurto mayor.

Cuando finalmente se hubo cansado de despotricar, mi padre empezó a hacerle preguntas sobre nuestro programa, sobre la última vez que habíamos hablado con ISI y sobre el contrato que habíamos firmado. Al final de la conversación, papá dijo que haría una llamada a la compañía. Y lo hizo en ese mismo momento.

Le dijo al presidente de ISI que era el padre de Bill y que intervenía a petición de nosotros dos para ver si podían llegar a un acuerdo sobre el tiempo que nos debían.

El presidente de ISI habló largo rato, mientras mi padre se limitaba a escuchar; y, cuando concluyó, mi padre dijo simplemente: «Ya le entiendo».

Esas tres palabras de mi padre, y su tono, se me han quedado grabadas para siempre. «Ya le entiendo». Para mí, contenían la esencia del tranquilo poder de mi padre. Impasible ante los argumentos del hombre, mi padre se limitó a transmitir que había tomado nota de ellos; al no decir nada más, dejó claro que no los aceptaba. Los chicos habían cumplido, y ahora ellos estaban obligados a respetar lo que habían prometido, fue el mensaje implícito que yo extraje, y el presidente de ISI pareció captarlo también. Sin más discusión, accedió a darnos el tiempo de computadora.

Mi padre nos ayudó a redactar una carta con la propuesta de pagos y otros detalles. En menos de dos semanas, firmamos un acuerdo para recibir cinco mil dólares en tiempo de computadora, que la compañía estipuló que podía usarse hasta el mes de junio del año siguiente, para lo que faltaban siete meses. Mi padre firmó el acuerdo como «padre/asesor». Como cualquier abogado, nos cobró sus servicios: 11,20 dólares para cubrir el coste de la llamada de larga distancia de cincuenta y cinco minutos.

Así es como recuerdo nuestra disputa con ISI: la compañía actuó injustamente y mi padre estuvo de acuerdo con nuestra postura. Revisando ahora los documentos, me doy cuenta de que la cosa no era tan sencilla. En un principio, los ejecutivos de ISI pensaron que estaban haciendo un favor a un grupo de chicos al ofrecerles una singular oportunidad educativa en negocios y programación. No creo que esperasen que nos tomáramos en serio el trabajo. Pero, cuando lo hicimos, decidieron que era apropiado algún tipo de pago. Es decir, hasta que descubrieron que al escribir el programa habíamos consumido ya más de veinticinco mil dólares en tiempo de computadora, además de los gastos de almacenamiento. Ahora, también puedo ver que mi padre en parte estaba interpretando un papel en nuestro provecho, una experiencia de aprendizaje para su hijo y el amigo de su hijo.

Me alegré de que obtuviéramos tiempo gratis con la computadora, pero también me encantó el simple hecho de que habíamos creado nuestro primer producto de software. Nos habíamos lanzado de cabeza sin el menor conocimiento sobre impuestos, Seguridad Social y otros factores esenciales en un sistema de nóminas. Al cabo de un año, cualquier gerente de una empresa mediana con una terminal de computación podría utilizar nuestro programa para emitir correctamente las nóminas de sus doscientos o sus dos mil empleados. No era un programa perfecto ni refinado, pero funcionaba, lo cual me dejaba atónito. Y habíamos recibido un pago por nuestro trabajo. No era dinero contante y sonante, pero ya era algo.

Aquello era un punto de partida para seguir adelante. Ese otoño removimos cielo y tierra buscando otras oportunidades.

Presentándose en las cartas como «director de marketing» del Lakeside Programming Group, Kent ofrecía nuestras cintas DEC a los posibles clientes. Incluíamos envío gratuito y descuentos dependiendo del número de cintas que adquiriera el cliente. Muy pronto habíamos cobrado unos cientos de dólares de un museo de ciencia y de una empresa de electrónica industrial de tecnología punta, ambos en la zona de Portland.

Mientras seguía en Lakeside, Ric había conseguido un trabajo de programación a tiempo parcial en una empresa que estudiaba los flujos del tráfico en las calles de la zona de Seattle. Era un trabajo de tecnología punta en una empresa de bajo nivel tecnológico. La empresa, llamada Logic Simulation Co., recogía datos sobre el flujo de tráfico con unas cajas instaladas en un lado de la calle. Cuando un coche o un camión pasaba por encima de un tubo de goma, la caja registraba la hora perforando diminutos orificios en una cinta de papel. Las ciudades y los estados utilizaban estos datos para tomar decisiones sobre cosas como la sincronización de los semáforos y la reparación de calzadas. Las cajas producían rollos y rollos de cinta de papel que debían tabularse manualmente. Durante un breve periodo, Kent y yo hicimos ese trabajo a destajo, una tarea muy tediosa. Kent quería ampliar el equipo, subcontratar a chicos más pequeños de Lakeside. Se dirigió a la administración de la escuela y muy pronto tuvimos a un puñado de alumnos de séptimo y octavo curso trabajando para nosotros.

Además, teníamos nuestros cinco mil dólares de ISI en tiempo de conexión. Kent quería encontrar una empresa que necesitara acceso a una computadora y ofrecérselo con un descuento respecto a lo que ISI cobraría. Me opuse a esa idea. Competir con ISI usando su propia computadora no me parecía ético. Fred Wrigth, el profesor de Matemáticas que supervisaba el cuarto de la computadora, opinó lo mismo. Se enteró del plan y, para asegurarse de que sus padres conocían la posición de la escuela, escribió en el boletín de notas de Kent: «Las actividades del Lakeside Programming Group no siempre parecen completamente legítimas. Me preocupa que vayan a vender el tiempo que ISI finalmente les ha concedido a clientes potenciales de ISI. Quiero asegurar­me de que ustedes son conscientes de que los chicos están actuando en esta iniciativa por su cuenta». Kent abandonó el plan.

Aquel otoño, Lakeside fue un caos a causa de la fusión con St. Nick’s. La tarea de programar las clases con una computadora, de la que se encargaba el profesor de Matemáticas Bob Haig, estaba demostrando ser mucho más complicada de lo que él esperaba. Algunos alumnos, al llegar al campus aquel mes de septiembre, descubrieron que tenían programadas clases que no existían. A otros les habían asignado Francés I en un aula donde estaban dando Latín II. Todos atosigaban a sus tutores con preguntas y formaban largas colas en la oficina de secretaría. «¿Podría cambiarme mis horarios, porque tengo todas mis clases seguidas y luego cuatro horas libres?».

Había también una inquietud más profunda. Durante cincuenta años, Lakeside había sido un bastión masculino, y sus alumnos se sentían seguros al abrigo de ese ámbito cerrado. Algunos creían que adoptar la enseñanza mixta degradaría aquel ambiente familiar. Uno de mis compañeros de clase publicó un artículo en el periódico escolar lamentándose de la decadencia de nuestro equipo de fútbol, que él atribuía a la atmósfera cada vez más libre e informal de la escuela, en lo que incluía la «distracción» de tener chicas en el campus. (¡Por no hablar, Dios no lo permita, de la creciente popularidad del fútbol europeo!). Otro compañero argumentaba, por el contrario, que los cambios se quedaban cortos, señalando con tino que treinta chicas jóvenes no suponían ninguna revolución, y que Lakeside, compuesta ma­yormente por chicos blancos, estaba lejos de representar a la sociedad en su conjunto. Kent, por su parte, estaba tremendamente preocupado por nuestros estándares académicos. Tenía la convicción —una convicción que resultaría equivocada— de que la St. Nick’s no era una escuela tan rigurosa como Lakeside desde el punto de vista académico. De un modo muy típico suyo, se infiltró en las reuniones del claustro para defender su punto de vista, e incluso contribuyó a diseñar un nuevo plan para evaluar el rendimiento del profesorado.

Mi único problema respecto a la incorporación de las alumnas de St. Nick’s era que no tenía ni idea de cómo hablar con ellas. Ya me costaba incluso comunicarme con chicos de mi edad que no fueran frikis. En cuanto a las chicas… Aparte de mis hermanas y de algunas amigas de la familia, para mí eran un territorio desconocido. Y ellas ¿qué pensarían de mí? Aún era flacucho y tenía aquella voz de pito: era más un crío que un adolescente. Ya había empezado a conducir, pero no tenía coche. Un recurso que utilizaba para manejar mis inseguridades era considerarme a mí mismo un antihéroe, un imitador de Steve McQueen en El caso de Thomas Crown, descontando su atractivo aspecto. Había visto la película hacía poco y me había encantado la seguridad de aquel actor; era el irresistible cerebro de la operación. Lo más cerca que yo me sentía de esa seguridad era cuando estaba en el cuarto de la computadora. Nuestro profesor de Física había puesto a sus alumnos un problema que implicaba escribir un breve programa de computación. Me instalé en el cuarto de la computadora, sabiendo que la mayoría de los alumnos nunca habían tocado una y que necesitarían ayuda. Algunos de ellos, razoné, serían chicas.

Cuando empezó el segundo trimestre, di un paso radical que esperaba que tuviera resultados más seguros: me apunté a la clase de teatro. Desde luego, el principal incentivo para mí era el elevado porcentaje de chicas que había en el grupo de teatro. Y, como la actividad principal de la clase era leer diálogos entre nosotros, las probabilidades de hablar con alguna eran altas.

Mientras exploraba mis dotes interpretativas, Kent se zambulló en su nueva afición: la escalada. Ese invierno estaba obsesionado con sumarse a una excursión de Lakeside para escalar el enorme volcán inactivo del monte Santa Helena, con botas de nieve, crampones y cuerdas. La excursión fue cancelada una vez por mal tiempo, y luego una segunda vez. Aquello era algo serio de verdad, muy diferente de la caminata que habíamos hecho juntos, que requería un equipo mínimo sin importar el tiempo que hiciera. Me sorprendió el deseo de Kent de aprender técnica de escalada. Para él, era un reto tan grande como lo era el teatro para mí. Kent no era un deportista; todo lo que implicara fuerza o coordinación le resultaba difícil. Pero no se arredraba: era plenamente consciente de sus limitaciones y estaba resuelto a superarlas. Ya había hecho lo mismo con el esquí. Tras terminar una temporada de clases, explicaba con orgullo que había ganado un trofeo por haberse convertido en el mejor del peor grupo de esquiadores. Ese mínimo progreso le bastaba.

Pese al hercúleo esfuerzo que hizo en otoño un grupo de profesores para ayudar al señor Haig, los problemas de los horarios persistían. A mediados de enero, Bob se presentó ante la junta escolar para tratar de explicar los motivos. Mientras tanto, seguíamos dando la clase de computación de Bob, y ahora, en los pupitres frente a nosotros, había también alumnos de último año, además de los estudiantes de secundaria básica.

Bob, otro de los antiguos pilotos de la marina e ingenieros de Boeing de Lakeside, era un dotado profesor de Matemáticas y un entregado tutor, pero tenía una experiencia limitada con computadoras. Al ver a todo el mundo en pie de guerra por aquel desbarajuste, Kent y yo decidimos que debíamos echar una mano. Nos reunimos varias veces con Bob para ver cómo podíamos arreglar las cosas para el trimestre de primavera. En la biblioteca de la Universidad de Washington, Kent desenterró años de literatura académica sobre programación de clases universitarias con títulos como «Construcción de horarios lectivos con métodos de flujo». Pero nada de aquel montón de documentos nos sirvió.

Había muchísimas variables que coordinar, empezando por las necesidades y los deseos de cientos de alumnos, cada uno de los cuales tenía nueve clases dentro de una jornada dividida en once periodos. A eso había que añadir los horarios de setenta cursos, ciento setenta secciones de esos cursos y una larga lista de consideraciones especiales: la clase de percusión no podía programarse en el aula situada encima de la sala del coro; y mientras que la mayoría de las clases abarcaban un solo periodo, algunas, como danza o laboratorio de biología, abarcaban dos. Era un problema matemático muy complejo.

Sin embargo, casi sin darme cuenta, yo había estado trabajando en ese problema durante los últimos seis meses. Mientras iba a clase o estaba en la cama por la noche, mi mente barajaba diferentes permutaciones de los horarios: X número de clases, Y número de alumnos, etcétera, incluyendo los muchos conflictos y restricciones que era necesario factorizar en la ecuación.

Enero de 1972 fue en Seattle uno de los meses con más nevadas registradas, lo cual significaba días sin colegio. El martes 25 de enero, cayeron casi veinte centímetros de nieve, dejando prácticamente paralizada la ciudad. En lugar de salir a esquiar o a deslizarme en trineo, me encerré en mi habitación y, con un bloc de notas y un bolígrafo, empecé a trabajar en lo que era el problema más difícil que había intentado resolver hasta entonces: cómo satisfacer las distintas y en apariencia mutuamente excluyentes necesidades de centenares de personas, y hacerlo de un modo que una computadora lo pudiera entender. Es lo que en matemáticas se llama un problema de optimización, el mismo puzle que resuelven las aerolíneas para sentar a los pasajeros y las ligas deportivas, para programar los partidos. Dibujé una matriz de alumnos, clases, profesores, horas y todas las demás variables. Poco a poco, esa semana fui refinando mi gráfico, y progresivamente se fue volviendo más claro. El sábado salí de mi habitación consciente de que había resuelto los conflictos de una forma sistemática, una que me constaba que una computadora podría captar. Por primera vez en toda la semana, el cielo estaba completamente despejado.

Al día siguiente, domingo 30 de enero, Bob Haig despegó pilotando un Cessna 150 de un aeropuerto del norte de Seattle. La temperatura se había mantenido bajo cero toda la semana y se anunciaba un día soleado para esa mañana. El señor Haig iba acompañado por Bruce Burgess, un profesor de Literatura de Lakeside que era también el gurú de la fotografía en la escuela. El objetivo de ambos era sacar una fotografía perfecta del campus cubierto de nieve, con el monte Rainier al fondo. Cuando llevaban pocos minutos de vuelo, tuvieron problemas con el motor; el avión chocó con un cable de electricidad y se estrelló en un barrio del norte de Seattle. Ambos murieron.

Lakeside era una escuela pequeña. Los alumnos, así como sus familias, establecían estrechos lazos con sus profesores. Bob y Bruce, como profesores de secundaria básica, habían conocido a muchos alumnos de pequeños y los habían visto a lo largo de su trayectoria escolar. El hijo de Bob iba a mi clase. Bruce había sido mi primer profesor de Literatura en Lakeside. Con frecuencia se colaba en el cuarto de la computadora con su cámara. (Él sacó la que es seguramente la fotografía más famosa de Paul y de mí en Lakeside, alzando la vista mientras trabajábamos en dos máquinas de teletipo).

La muerte era una constante en las noticias a causa de la guerra de Vietnam y de la violencia de aquel periodo. Los asesinatos de Robert Kennedy y Martin Luther King habían dejado al país traumatizado; más cerca de nosotros, el líder de los derechos civiles de Seattle, Edwin T. Pratt, había sido abatido a tiros en la puerta de su casa. Aun así, en mi propia experiencia, arropado por la riqueza y los privilegios de Laurelhurst y Lakeside, la muerte siempre se producía lejos. Aparte de mi abuelo y mi bisabuela, ninguna persona cercana había muerto nunca.

Dos días después del accidente, Dan Ayrault nos convocó a Kent y a mí a una reunión con un grupo de profesores. El director nos animó a trabajar en equipo para terminar los horarios. No había tiempo de reescribir un nuevo programa con la solución que yo había encontrado. Para tenerlo en primavera, tendríamos que optar por una solución provisional. Dan nos dijo que la escuela podía pagarnos 2,75 dólares la hora por el trabajo.

Pese a toda la presión que habíamos sentido al escribir el programa de nóminas, la mayor parte de esa presión era autoimpuesta. No teníamos un plazo de entrega estricto. En el caso del programa de horarios, la sensación era totalmente diferente. Toda la escuela, mi propia escuela, esperaba que lo solucionáramos. Y, si fracasábamos, todo el mundo lo sabría. Aquella fue la primera vez que me sentí responsable por algo que iba más allá de mí mismo. Kent y yo empezamos a recordarnos el uno al otro: «Esto no es un proyecto de clase. Es el mundo real».

Durante unas tres semanas, Kent y yo trabajamos las veinticuatro horas con cuatro profesores para intentar improvisar a tiempo unos horarios para el siguiente trimestre. Nos saltábamos las clases y, a medida que transcurría cada noche, nos esforzábamos para no cometer errores y mantener a raya la fatiga. Recuerdo una guerra de lanzamiento de gomas elásticas, a altas horas de la madrugada, con un profesor de Literatura de nuestro equipo. Recuerdo que me quedé dormido una vez mientras tecleaba en la máquina perforadora de tarjetas; sabía que eran las tres de la mañana, pero no recordaba qué día de la semana era. Recuerdo que otro profesor nos sugirió que fuéramos unas horas a casa para ver a nuestros padres. Llevábamos días sin hacerlo.

Hicimos la mayor parte del trabajo en la Universidad de Washing­ton, donde la escuela tenía acceso a una computadora. Ya entonces, la máquina estaba un poco desactualizada. Hacía lo que se conoce como procesamiento por lotes —ocupándose de los programas de uno en uno— mediante tarjetas perforadas, el sistema ahora en desuso en el que escribías tu programa en una máquina que perforaba agujeros en unas finas tarjetas de cartón. Cuando terminabas de perforar, tenías un montón de tarjetas. En la Universidad de Washington, la computadora estaba en el sótano. Yo cogía mi montón de tarjetas, recorría el pasillo hasta el ascensor, bajaba a las entrañas del edificio y le daba las tarjetas al operador de la computadora. Después, esperaba. Por fin, el operador cargaba las tarjetas en la computadora, que imprimía los resultados. Cualquier pequeño problema en nuestro código hacía que la computadora se bloqueara. Algo tan tonto como un error sintáctico en la línea 10 desbarataba todo el programa y nos obligaba a subir de nuevo por el ascensor para empezar otra vez a perforar tarjetas nuevas. De principio a fin, una ejecución de prueba del programa podía durar cinco horas. Siempre que un alumno de posgrado preguntaba si estábamos haciendo algún trabajo para clase, Kent y yo repetíamos nuestro mantra: «No es para clase. Es para el mundo real».

Por fin, conseguimos que nuestro programa funcionara la noche anterior a la fecha de entrega. Al comienzo de las clases esa primavera, apenas había cola en la secretaría.

El programa que habíamos desarrollado era una especie de prototipo unido con pegamento y saliva. Unía trozos aportados por el señor Haig —escritos en FORTRAN, un lenguaje computacional que utilizaban científicos y técnicos— y partes centrales que habíamos improvisado durante aquellas noches. Incluso exigía que uno de los pasos del proceso de definición de horarios se hiciera a mano, porque no habíamos tenido tiempo de incluir esa parte en el programa. Dan, el director, se quedó tan contento que dijo que podía reunir financiación para pagarnos para que elaboráramos una versión actualizada con todos los elementos que necesitaba la escuela, y que la hiciéramos en BASIC, el lenguaje que habíamos escogido. Como siempre, Kent vio de inmediato una oportunidad mejor. Estaba convencido de que, con nuestro éxito en Lakeside, podríamos convencer a otras escuelas del país para que nos pagaran la organización de sus horarios utilizando nuestro software. Redactó un texto promocional en el que ofrecía nuestros distintos proyectos, incluido el del recuento del tráfico, que seguía yendo muy bien. Para entonces, contábamos con tres chicos que trabajaban para nosotros y habíamos asignado a un alumno de octavo que se llamaba Chris Larson la gestión de ese trabajo. Diseñamos unos folletos que pegamos por la escuela en los que anunciábamos que queríamos contratar a más gente para el Lakeside Programming Group y el trabajo del tráfico que estábamos haciendo para Logic Simulation Co.:

LPG y LSC son dos organizaciones dedicadas a la computación que están desarrollando distintos proyectos para ganar dinero. Entre ellos están la organización de horarios de clase, estudios sobre volumen de tráfico, la edición de libros de cocina y la «simulación de árbol de fallos». En la próxima primavera y verano, es posible que deseemos ampliar nuestra mano de obra, ¡que ahora mismo está compuesta por cinco integrantes de Lakeside! No es solo para «frikis de las computadoras». Creemos que vamos a necesitar personal que sepa escribir a máquina y/o hacer dibujo técnico o arquitectónico. Si te interesa, habla con Kent Evans o Bill Gates (de secundaria), o con Chris Larson (de secundaria básica).

En la solicitud, hicimos constar que éramos una empresa que promovía la igualdad de oportunidades de empleo.

Esa primavera fue ajetreada. Tuve que compensar el tiempo de clase que había perdido trabajando en el programa de los horarios, a la vez que empezaba también a trabajar en su siguiente fase. Tenía las materias de todo un curso y seguía impartiendo las clases de computación de Bob. Kent tenía una agenda aún más cargada. Además de las clases, estaba muy concentrado en sus colaboraciones con el claustro de Lakeside redactando un documento para nuestros gerentes sobre lo que consideraba una débil disciplina entre los alumnos y diseñando un programa piloto para dar clases de cálculo a los alumnos de los primeros cursos de enseñanza secundaria. Además de esto, empezó un curso de iniciación al alpinismo en la Universidad de Washington. Comenzó a asistir los lunes por la noche a clases sobre técnica y pasaba los fines de semana practicando en las montañas y afloramientos del oeste de Washington.

Como siempre, cada noche hablábamos por teléfono, y me llamaba cuando llegaba a casa después de sus clases y escaladas. Igual que con la navegación, Kent adoptó el léxico del alpinismo, empleando palabras como «pared» y «paso clave», «asegurar» y «mosquetones». Hablaba de la superación del miedo en su primera gran escalada, su primer «grado 5», como decía él. («Difícil, con una subida constante, muy comprometida y pocos vivacs», según un sistema de clasificación). Yo estaba contento por él, y también sus padres. Creían que era bueno que ampliara sus horizontes, que hiciera alguna actividad sin mí, que entablara nuevas amistades entre los universitarios y parejas de su clase de alpinismo.

El viernes anterior al Memorial Day, el día de los Caídos, tras varias semanas perfilando los detalles, firmamos el contrato con Lakeside para que nos pagaran la siguiente fase del trabajo de los horarios. La escuela aceptó concedernos un estipendio y sufragar el tiempo de computadora que hiciera falta.

Esa noche, Kent me llamó como era habitual. Me dijo que no tenía tiempo para trabajar ese fin de semana. Se iba al monte Shuksan, un macizo glaciar de dos mil setecientos metros a unas horas al norte de Seattle, como última escalada de su clase. Sus padres habían estado debatiendo si debía ir; el fin de semana anterior, el grupo estuvo haciendo alpinismo en un sitio que se llamaba Tooth, una roca cedió y dos de sus compañeros cayeron por la pendiente congelada hasta las rocas. Kent había visto cómo dos helicópteros los llevaban de vuelta a Seattle. Al final, sus padres decidieron que no pasaría nada. Kent siempre había sabido manejarse por sí solo. «Te llamo cuando vuelva», me dijo.

No estoy seguro de qué hice ese fin de semana. Probablemente, lo pasé en el cuarto de la computadora de Lakeside diseñando el horario de clases.

El lunes 29 de mayo, estaba en mi habitación cuando oí el teléfono y el murmullo de las voces de mis padres a través del techo. Mi padre me llamó desde lo alto de las escaleras para decirme que Dan Ayrault estaba al teléfono y que quería hablar conmigo. Subí los escalones de dos en dos mientras pensaba en lo raro que era que el director me llamara a casa. Mi padre me llevó a su dormitorio, donde mi madre me pasó el auricular.

Dan fue directo al grano. Había habido un accidente en la escalada. Kent se había caído. Un equipo de rescate con helicóptero lo había recogido y lo había llevado al hospital.

Yo esperaba que me dijera cuándo podía ir a visitarlo.

«Por desgracia, no ha sobrevivido, Bill. Kent murió anoche».

No tengo ningún recuerdo de colgar el teléfono ni de lo que mis padres me dijeron para consolarme. Me replegué en mí mismo, viendo una presentación de diapositivas en mi cabeza, pasando distintas imágenes de los días recientes, buscando pruebas de que lo que acababa de oír no era verdad. Kent en clase. Kent escribiendo en la terminal, mirándome. Los dos hablando por teléfono. «Te llamo cuando vuelva». Imaginé la montaña y a él cayendo. Dan había dicho algo de un helicóptero. ¿Dónde estaba en ese momento?

Tengo un vago recuerdo de ir a ver a los padres de Kent a su casa al día siguiente con Tim Thompson, otro amigo de Lakeside. Volvimos el día posterior y nos dijeron que habían organizado un acto de homenaje para la semana siguiente. Los padres de Kent nos pidieron que les contáramos a Paul y a Ric la trágica noticia y les preguntáramos si podrían asistir.

El recuerdo más claro que tengo es de estar sentado en los escalones de la capilla de la escuela, llorando, mientras cientos de personas iban entrando al acto de homenaje de Kent. Los padres de Kent y su hermano, David, sentados en la primera fila. Nuestro profesor de Arte, Robert Fulghum, saludando a cada uno de los que entraban. Me senté con mi familia y clavé la mirada en el suelo. Robert ofició el acto. Mientras amigos y profesores se levantaban a compartir sus recuerdos de Kent, sus palabras resbalaban sobre mí.

«Kent apreciaba el lado absurdo de la vida…».

«Daba la cara por lo que pensaba que era justo…».

«Un joven que llevó sus recursos y capacidades tan lejos como pudo y con todo el esfuerzo que le fue posible…».

«Nunca era más feliz que cuando una situación se volvía frenética, confusa o complicada…».

«Inteligente, independiente, que hacía malabarismos con sus cursos avanzados, el alpinismo, la enseñanza…».

«Un gran urdidor y emprendedor, un marino consumado y el peor artista de Lakeside…».

Yo tenía un papel en la mano en el que había escrito mis pensamientos. Quizá tenía previsto leerlos delante de todos, no estoy seguro. Pero no podía moverme; me quedé sentado, inmóvil. Al salir, cuando terminó el acto, se me acercó muchísima gente para darme el pésame. Todos sabían lo unidos que estábamos: el alto y desgarbado muchacho del maletín, el fanfarrón larguirucho y bocazas. Los dos con sus grandes ambiciones para el futuro. Podía ver que su compasión era auténtica. Pero, aun así, jamás podrían imaginarse todas esas horas y lo que habían supuesto. Nuestras tontas bromas privadas. Nuestros intensos estallidos de trabajo. Me parecía raro que me dieran un trato especial. Después, vislumbré a los padres de Kent. ¿Quién era yo para compadecerme tanto de mí? Esta era la mayor tragedia de sus vidas.

Este pensamiento tomó toda su forma durante la reunión que celebró la familia tras el acto. Paul, que había conducido cuatro horas y media desde la universidad para asistir, me acercó junto con otros con el coche. Entramos juntos y el padre de Kent nos recibió y nos estrechó la mano. La madre de Kent estaba acurrucada en el sofá, llorando. Fue en ese momento cuando entendí que, por grande que fuera mi pena, jamás sería tan profunda como la suya. Era mi mejor amigo, pero para ella era su hijito. En cierto modo, supe que esa pérdida dejaría para siempre a los señores Evans a la deriva. Las expresiones afligidas en los rostros de los amables y dulces padres de Kent ese día jamás las he olvidado.

Los amigos de Kent, según nos había dicho su padre, podíamos llevarnos cualquier cosa suya que tuviese algún significado para nosotros. Me entristeció mucho entrar en su pequeña habitación con sus habituales montones de papeles y libros de computadoras apilados en el suelo, el enorme escritorio hecho con una puerta apoyada sobre dos archivadores y su lámina de A favor de la brisa en el tablón de corcho. Resultaba demasiado doloroso llevarse la más intrascendente de sus pertenencias. Le di las gracias al señor Evans y le dije que no necesitaba nada.

Tiempo después, supe con detalle qué había ocurrido en la montaña el día en que Kent murió.

La clase de alpinismo y sus dos instructores habían conseguido llegar a la cima del Shuksan a última hora de la tarde. Cuando bajaban, se detuvieron en lo alto de una pendiente muy escarpada, por encima del campamento base, y un instructor y un alumno descendieron para asegurarse de que la zona era segura y los demás les siguieran. Hubo un momento de tensión cuando uno de los alumnos que estaba arriba cambió el lado en que apoyaba el peso de su cuerpo y desató una pequeña avalancha que arrastró a ese alumno pendiente abajo, pero consiguió sujetarse e hizo una señal al grupo para indicarles que estaba bien.

El alivio del momento duró poco. Kent tropezó, cayó hacia delante y, durante una décima de segundo, se giró para mirar hacia arriba —a los alumnos les habían enseñado que, si empezaban a caer, debían hacerlo de cara al suelo, con la cabeza en dirección a la cima, y servirse de los piolets para no seguir deslizándose— antes de caer de espaldas por la pendiente hasta chocar con las rocas del fondo. Seguía con vida cuando los demás llegaron hasta allí. El grupo construyó un iglú por encima de él para mantenerlo abrigado mientras otros dos salían a buscar ayuda. Entre los alumnos había dos médicos que atendieron a Kent lo mejor que pudieron.

Aquella noche, un helicóptero del ejército lo llevó a un hospital de Bellingham. Cuando llegaron ya estaba muerto.

Supe que quizá era el más entusiasta de aquellos alumnos de alpinismo, pero también el que más tenía que esforzarse. Era el último en subir en casi todas las escaladas. También me dijeron que, a medida que fue avanzando el curso de un mes de duración, cada vez más gente lo había ido dejando al ver que era demasiado difícil y peligroso. Pero Kent estaba decidido a llegar hasta la última subida. Era propio de él traspasar siempre el límite de lo que se esperaba.

En 1973, una revista de alpinismo local publicó un pequeño artículo que declaró el año anterior «como el año con más accidentes de la historia del montañismo en Washington». Enumeraba una larga lista de fallecidos y heridos en las montañas, incluido Kent, y culpaba de esa racha de accidentes, en parte, a la popularidad de las clases de alpinismo, que exponían a alpinistas inexpertos a situaciones peligrosas. Ponía en duda la capacidad de juicio y la preparación de los nuevos montañeros. Sinceramente, yo también me lo cuestionaba. Una parte de mí estaba enfadada con Kent. No entendía por qué tenía que retarse a sí mismo con algo tan extremo como el montañismo. En cierto modo, todavía tengo esa sensación.

Más que a ningún otro a quien haya conocido, lo que motivaba a Kent era la promesa de todos los sitios increíbles a los que la vida le iba a llevar, desde el éxito profesional hasta un viaje por las carreteras de Perú en un Land Rover que conseguiría donde fuera y como fuera. Aquel verano había estado elaborando un plan para prestar servicios como asistente de guarda forestal, aunque sabía que no aceptaban a muchos estudiantes de instituto. Este optimismo sobre lo que él —igual que yo— podía lograr era el eje principal de nuestra amistad. Y también la convicción de que lo haríamos juntos.

Cuando alguien cercano a ti muere, lo que se espera que digas es que desde ese momento vivirás tu vida como esa persona vivió la suya. Que has encontrado rasgos en su existencia que te van a servir para seguir adelante. Lo cierto es que, en esa época en la que yo tenía dieciséis años, Kent ya había causado un profundo efecto sobre la persona que era yo. Cuando nos conocimos, yo era un niño de trece años con un coeficiente intelectual sin perfilar y una tendencia a la competitividad, pero con pocos objetivos aparte del de ganar a cualquier juego en el que participara. Kent me ayudó a tener un rumbo, dejándome clara la importancia de definir el tipo de persona en la que quería convertirme. Yo no tenía todavía una respuesta para ello, pero sí impulsaría muchas de las decisiones que tomé después.

Hace poco estuve leyendo el gran cuaderno de bitácora de letras doradas del barco de los Evans, el Shenandoah, y me detuve en las notas que su madre escribió durante nuestro viaje del verano de 1970. En sus anotaciones de la primavera de 1972, dejó registrado cada vez que Kent decidía ir a hacer alpinismo en lugar de salir a navegar con la familia. Como a un tercio del cuaderno, dejó dos páginas en blanco, salvo por la parte central de una de ellas, en la que escribió:

Kent Hood Evans

Nacido el 18 de marzo de 1955

Muerto el 28 de mayo de 1972

Kent murió en un accidente de alpinismo en el monte Shuksan

A lo largo de toda mi vida, me he enfrentado a la pérdida evitándola: aplacándola durante las primeras etapas del luto y, después, concentrándome rápidamente en una distracción que ocupara por completo mi mente. Como familia, no nos hemos recreado mucho en el pasado; siempre hemos mirado hacia delante con la esperanza de que nos aguardaba algo mejor. Y en 1972, se prestaba mucha menos atención al tratamiento activo de la pena que en las décadas posteriores. No era habitual ir a terapia; simplemente seguías adelante con tu vida. Los padres de Kent lloraron su inimaginable pérdida a su manera: tres semanas después del homenaje, salieron con el Shenandoah para realizar un largo crucero por el norte hasta el sitio favorito de Kent, el Desolation Sound. Pronunciaron una corta oración en el barco antes de zarpar.

En cuanto a mí, justo después de que Kent muriera, llamé a Paul, que estaba en su casa por las vacaciones de verano de la universidad. Le dije que iba a intentar terminar el horario de clases antes de que acabara el mes, antes de que se agotara nuestro tiempo gratis para el uso de la computadora. Quedaba todavía muchísimo trabajo por hacer. No se lo dije, pero para mí era importante terminar lo que había empezado con Kent; además, la escuela contaba conmigo. Lo que sí le dije fue: «Necesito ayuda. ¿Quieres hacerlo conmigo?».

Al día siguiente, estábamos en el cuarto de la computadora de Lakeside programando durante doce horas seguidas y durmiendo en viejos camastros del ejército. En la escuela nos dieron llaves maestras del edificio, permitiéndonos durante todo el verano acceso libre al campus vacío, lo cual me encantaba. Sin duda, Paul tenía cosas mejores que hacer, pero se unió a mí en nuestro antiguo espacio y dio instrucciones a la computadora para asignar a un chico su clase de laboratorio de biología antes de comer, o una hora libre para otro los jueves antes del fútbol europeo, o lo que fuera que cualquiera de los quinientos ochenta alumnos de Lakeside necesitara para incluir todas sus clases en un solo horario.

Durante un mes, Paul y yo vivimos en aquella sala. Me quedé dormido delante de la terminal en numerosas ocasiones, con la nariz pegándose poco a poco a las teclas durante una o dos horas. Después, me despertaba de golpe y empezaba rápidamente a programar de nuevo. A veces, estábamos tan groguis que llorábamos de la risa. Cualquier cosa nos hacía saltar. No recuerdo al detalle aquellas noches sin poder dormir, pero Paul sí. En su libro Idea Man cuenta el momento en que descubrimos que, sin saber cómo, una letra «X» había aterrizado en medio de nuestro código, una errata. Nos pusimos histéricos y empezamos a gritar «¡Equis!» una y otra vez como si hubiésemos desenmascarado a nuestro enemigo secreto.

Al recordarlo ahora, todo aquel proyecto tan loco formó parte de nuestro luto, una misión que desarrollamos sobre nuestro pasado compartido con Kent y entre nosotros mismos. Paul sabía más que nadie lo que yo estaba sufriendo. Sabía que para mí la mejor forma de soportarlo era sumergirme en la complejidad de aquel rompecabezas de programación, y quiso estar presente. Por supuesto, nunca hablamos de esos sentimientos. Pero estaban ahí.

Cuando se comparte tanto tiempo con una persona, es imposible no intimar más con ella. Yo nunca había pasado mucho tiempo en casa de Paul, pero le visité varias veces aquel verano. Su padre era callado, lo que se puede esperar del director adjunto de bibliotecas de la Universidad de Washington. Su madre, por el contrario, era muy simpática, se notaba que estaba deseando conectar, y lo hacía a través de los libros. Con el tiempo, me di cuenta de que era una de las mayores lectoras que me he encontrado nunca. Había leído todos los libros que yo conocía y cientos más de los que ni siquiera había oído hablar, desde clásicos hasta novelas publicadas más recientemente de autores como Chinua Achebe.

Con esa edad, al conocer a la familia de alguien se revela buena parte de lo que queda oculto entre la neblina social de la escuela y la afectación que los niños adoptan en público. Vi la pasión de Paul en todo su esplendor y a unos padres que, como los míos, sabían que su hijo no encajaba con la mayoría, pero, aun así, eran un gran apoyo. En el sótano, Paul tenía lo que podría considerarse como un laboratorio, incluido un enorme equipo de química y un artilugio que generaba electricidad entre esferas de aluminio, un regalo de Navidad de su padre con el que Paul casi se electrocutó una vez. Guardaba cajas de repuestos electrónicos, soldadoras y diversas herramientas misteriosas que encontraba en tiendas de segunda mano. En la planta de arriba, su habitación estaba llena hasta el techo de lo que aparentemente eran todos los libros de ciencia ficción que se hubiesen escrito. A mí me gustaba la ciencia ficción, pero Paul subsistía a base de una dieta compuesta únicamente por Heinlein, Asimov, Herbert, Bradbury, Dick y muchos otros autores del género menos conocidos.

En los descansos intermitentes que nos tomábamos, paseábamos por el campus desierto de Lakeside mientras él me instruía con sus opiniones sobre el sexo, la droga y el rock and roll. Estaba mucho más versado que yo en esos tres campos, lo cual es como decir que yo no había catado los dos primeros y apenas sabía nada del tercero. Paul había tenido citas de verdad e incluso una novia. Le gustaba mucho la música, lo que normalmente quería decir guitarristas influyentes como Robin Trower, de Pro­col Harum, o su héroe, Jimi Hendrix.

Ay, Hendrix. Para Paul, Jimi Hendrix era el principio y el fin del genio creativo. Aquel verano estaba entusiasmado con la forma en que, con seis cuerdas y mucha distorsión, Jimi podía llevarte hasta el cosmos y traerte de vuelta a casa sano y salvo, todo en un simple solo. Los fines de semana, Paul se ponía pantalones de campana y un sombrero de ala ancha. Para entonces, había convertido el álbum Are You Experienced? en un mantra y también en una prueba. La pregunta de la canción que daba título al álbum debut de Hendrix era la clave de Paul para saber si una persona se conocía bien a sí misma y si había experimentado con las drogas. Al dirigirlo a mí, el estribillo de la canción era como otra provocación de Paul: «Are you experienced? Have you ever been experienced? Well, I have».[3]

Empecé con el whisky. Uno muy barato que Paul trajo al cuarto de la computadora. Me emborrachó por primera vez, tanto que vomité y perdí el conocimiento aquella noche en la sala de profesores de Lakeside. A ese episodio le siguió días después una demostración de cómo fumar porros. Y luego, claro, Paul afirmó que yo no podía estar experimentado sin haber probado el LSD. Dije que no.

Aquel verano sufrí una presión tremenda. Sentí el peso de la confianza que la escuela había depositado en mi capacidad de aparecer a tiempo con un programa de horarios. Se suponía que, en menos de un mes, tenía que ir a Washington para trabajar como ujier del Congreso durante parte del verano (había pasado una temporada como ujier en la Cámara de Representantes de Olympia durante mi segundo año de secundaria, y estaba deseando ver el Congreso de Estados Unidos). No soportaba la idea de que, si fracasábamos, todo recaería sobre mis hombros.

Por suerte, el trabajo incesante tuvo su recompensa. Paul y yo terminamos a tiempo el programa. En otoño, funcionó a la perfección y el código que desarrollamos ese verano se utilizaría durante muchos años más. Los chicos ya no tenían que ir corriendo a sus orientadores en busca de ayuda. Y nos pagaron.

Un legado de mi tiempo compartido con Kent fue el hecho de ser consciente de que otra persona puede ayudarte a ser mejor. Aquel verano, Paul y yo forjamos un compañerismo que definiría el resto de nuestras vidas, aunque entonces no lo sabíamos. Un compañero aporta algo a la relación de lo que tú careces; te sirve de inspiración para esforzarte más. Con Paul de compañero, me sentía más seguro a la hora de enfrentarme a un desafío que me llevaba hasta el límite de mis capacidades. Tener a alguien que daba el mismo paso arriesgado que tú te sirve de aliento para dar el siguiente.

Paul y yo vimos que nuestras formas de trabajar eran complementarias. La mía era más trepidante. Me enorgullecía de mi velocidad para programar, de poder encontrar la respuesta correcta, la mejor, al segundo. Impaciente e improvisando sobre la marcha. Y podía trabajar de manera incesante, durante muchos días, sin apenas parar. El estilo de Paul era más calmado, más silencioso. Dentro de su cabeza pasaban muchas cosas. Lo sopesaba bien todo. Escuchaba y procesaba a solas. Su inteligencia era paciente. Sabía esperar a que aflorara la respuesta correcta. Y lo hacía pronto.

A Paul siempre le había interesado lo relacionado con el hardware. Leía todas las revistas que encontraba sobre los detalles de los avances técnicos que se desarrollaban en los laboratorios y las empresas de computadoras. Aquel verano de 1972, hablaba mucho sobre las innovaciones que estaban haciendo en una pequeña compañía californiana que se llamaba Intel. Paul había sido el primero que me había hablado de esa empresa en el otoño del año anterior. Me había enseñado un anuncio en Electronic News en el que Intel declaraba que había inventado «una computadora microprogramable en un chip». Es decir, que había introducido las funciones principales de una computadora en una sola pieza de silicona. Lo llamaron microprocesador 4004.

Fue un gran avance. Los ordenadores hacen lo que hacen gracias a impulsos eléctricos que siguen un orden lógico de instrucciones. Cuando yo nací, en 1955, esa labor la realizaban unos tubos de vacío que parecían bombillas pequeñas y que estaban dentro de computadoras grandes. Los frágiles tubos de cristal ocupaban mucho espacio, necesitaban mucha energía y generaban mucho calor. Aproximadamente por la misma época, unos ingenieros inventaron el transistor de silicona, que realizaba la misma función que los tubos, pero a través de unos diminutos circuitos electrónicos grabados en microchips del tamaño de una uña del pulgar. Intel dio un paso más allá al utilizar esos circuitos para meter la mayoría de las neuronas de una computadora en un único chip de silicona.

El 4004 era emocionante para un entusiasta de la electrónica como Paul, con sus cajas de cartón llenas de radios antiguas y su soldadora. Pero era muy limitado. Intel lo había desarrollado para una empresa japonesa que lo iba a usar en una calculadora de mano. No podía hacer mucho más.

En aquel momento, Paul me habló de una predicción que a mediados de la década de 1960 había hecho Gordon Moore, ingeniero y cofundador de Intel. Moore había estudiado los avances de la ingeniería y la fabricación que los creadores de ese semiconductor estaban utilizando para introducir en sus chips circuitos cada vez más pequeños. Moore predijo que aquellas innovaciones estaban surgiendo a un ritmo que probablemente doblaría el número de transistores en un chip cada año (una estimación que más tarde modificó a dos años).

¿El doble cada dos años? Eso era un crecimiento exponencial. Cuando Paul lo dijo, me imaginé una línea de un gráfico que se elevaba poco a poco y, después, se disparaba hacia arriba, con la forma de un palo de hockey. Tendemos a experimentar el mundo de una forma lineal y gradual: poco a poco, paso a paso. La industria de las computadoras no era diferente. Durante mucho tiempo, los avances habían sido graduales, limitados por las restricciones del tamaño, la generación del calor y el consumo de energía de sus muchos componentes conectados entre sí para formar el cerebro de una computadora. La predicción de Moore implicaba que la velocidad de los microprocesadores aumentaría exponencialmente. Si eso sucedía, una computadora que entonces ocupaba una habitación entera algún día cabría en un escritorio. El mismo Moore escribió que la tendencia podía dar lugar a «maravillas tales como las computadoras domésticas».

Así que, pese a que el 4004 no podía hacer gran cosa, los futuros microprocesadores podrían hacer muchísimo más. Es decir, si es que la predicción se hacía realidad. Hasta entonces, lo había hecho: el último chip de Intel, el 8008, podía procesar datos al doble de velocidad que su predecesor.

¿Había llegado ya? ¿Era esa la simiente del ordenador personal? Miré las características y le dije a Paul que no. Era imposible que ese chip nuevo pudiera ejecutar programas que hicieran algo interesante como juegos o gestionar nóminas. Le dije a Paul que tendríamos que esperar hasta que Intel sacara algo mejor.

Había una posibilidad, dijo: el trabajo de recuento de tráfico que Kent y yo habíamos puesto en marcha justo antes de que él muriera. Esa podría ser la aplicación perfecta para el chip: imagina que pudiéramos sustituir el tedioso recuento y la introducción manual de los datos con una computadora basada en el 8008. Le dije que el problema era lo suficientemente sencillo como para que el 8008 pudiera hacerlo: con un lector de cinta y software, la máquina podría convertir esos agujeros en datos digitales que se pudieran usar. A lo mejor seríamos capaces de crear la computadora que convirtiera rápidamente los agujeros del papel en datos de tráfico que pudieran usarse en cientos, si no miles, de ciudades de todo el país.

El primer paso era encontrar a alguien que hiciera el soporte físico. Visitamos a Paul Gilbert en la Universidad de Washington. Cuando estábamos en C-al-Cubo, Gilbert formaba parte de un círculo más amplio (aunque aún muy pequeño) de entusiastas de las computadoras de Seattle. Unos años mayor que nosotros, ahora era un estudiante de Ingeniería eléctrica. Con su trabajo en el laboratorio de física del campus, tenía acceso a todo tipo de herramientas y equipos electrónicos. Basándose en poco más que una descripción verbal de nuestra idea, accedió a ayudarnos. Pero ¿dónde podíamos conseguir el chip de Intel?

En julio, Paul Allen escribió una carta a Intel planteándole algunas preguntas sobre los planes de la empresa. Como muestra de lo pequeña que era en aquel entonces toda esa industria, le contestó un director diciendo que Intel tenía como objetivo la fabricación de una nueva familia de chips dos años después, probablemente en 1974. Paul le preguntó también dónde podíamos comprar un 8008. Un gran proveedor de componentes electrónicos que se llamaba Hamilton/Avnet había firmado un acuerdo como primer distribuidor de Intel. Por fortuna, esa empresa era un importante proveedor de Boeing. Tenía una oficina de ventas en Seattle.

Así fue como, en el otoño de 1972, Paul y yo terminamos en la zona industrial del sur de Seattle contándole a un tipo de ventas que queríamos comprar un chip Intel 8008. Todavía me río al imaginar lo que debió de sorprenderse aquel hombre de la tienda mientras se preguntaba qué demonios nos habíamos creído.

Le puse delante los trescientos sesenta dólares en efectivo —unos dos mil cuatrocientos hoy en día— que había ganado trabajando en el programa de los horarios. El tipo nos dio una caja que, si hubiésemos estado en otro tipo de tienda, habría contenido una bonita joya. Mi primer pensamiento fue: «¿Cómo podía ser tan cara una cosa tan pequeña?».

Resulta increíble recordar aquel momento conociendo el impacto del invento de Intel. La duplicación de circuitos se conocería después como Ley de Moore y aquellos microprocesadores provocarían la revolución digital que nos proporcionaría los ordenadores personales y los teléfonos inteligentes. La invención del microprocesador terminaría siendo el suceso más importante de mi vida profesional. Sin él, no habría ningún Microsoft.

Por supuesto, todo aquello quedaba en un futuro lejano para un empollón de dieciséis años y su friki y hippy compañero de diecinueve. Deseosos de saber cómo era un microprocesador, arrancamos el envoltorio de aluminio en la misma tienda y vimos lo que parecía una barra de chicle con dieciocho patitas doradas. Con miedo a que alguna descarga eléctrica de nuestras manos friera aquella cosa, volvimos a envolverla y nos fuimos de allí.