Una representación y cinco nueves
Cuando redacté mi solicitud para Harvard, condensé el amplio abanico de mi experiencia con computadoras en seiscientas palabras con aquella letra cursiva de la máquina de escribir Selectric de mi madre. Empezando por el «fructífero acuerdo» con una empresa local (C-al-Cubo) y siguiendo con las nóminas, los horarios y nuestros contadores automáticos de tráfico, les conté una versión resumida de la Historia del Lakeside Programming Group. Respecto a mi periodo como profesor, confesé: «De todas las cosas que he hecho es la más difícil. Por lo general, en una clase hay alumnos que muestran mucho interés y continúan trabajando con la computadora. […] Por otra parte, hay otros para los que la computadora es aún más misteriosa cuando me marcho que cuando llegué».
Si el encargado de admisiones que leyó mi solicitud llegó hasta el final, es posible que se sorprendiera con mi conclusión: «El trabajo con las computadoras ha resultado una gran oportunidad para pasarlo muy bien, ganar un poco de dinero y aprender mucho. Sin embargo, no tengo pensado seguir centrándome en este campo. Ahora mismo, estoy más interesado en el mundo de la empresa y el derecho».
En realidad, sabía que una carrera centrada en las computadoras —en el software, en concreto— era una posibilidad, quizá incluso la más probable si el microprocesador daba lugar a ordenadores más baratos de uso general, como Paul y yo esperábamos. Pero en el otoño de 1972 aún constituía la gran incógnita. Por el momento, para satisfacer mi curiosidad y como plan alternativo, quería explorar nuevos mundos.
Aquel verano había pasado un mes en Washington D. C., trabajando como ujier en la Cámara de Representantes. Fue una experiencia fantástica vivir en una residencia con otros ujieres, todos ellos estudiantes de secundaria, y tener que ir todos los días a Capitol Hill. El tiempo que pasé allí coincidió con la decisión del candidato demócrata a la vicepresidencia, Thomas Eagleton, de abandonar la carrera electoral de 1972, tras saberse que había sufrido depresión y otros problemas de salud mental. Su compañero en la campaña, el candidato a la presidencia George McGovern, había mantenido su apoyo a Eagleton durante un par de semanas, pero, al final, terminó buscando un sustituto. Yo me dejé atrapar por este drama, que era lo más parecido a un thriller político que había visto nunca. También traté de sacarle provecho. Antes de la dimisión de Eagleton, un amigo y yo nos habíamos hecho con todas las chapas de la campaña de McGovern y Eagleton que habíamos podido reunir, seguros de que iba a dimitir. Cuando lo hizo, vendimos las chapas a trabajadores del Congreso y a cualquier otro del Capitolio que quisiera una pieza de colección de esos dieciocho días históricos. Utilizamos parte de nuestras ganancias para pagarnos unas buenas cenas y salidas nocturnas con los demás ujieres.
Es casi imposible pasar un tiempo en el Congreso, incluso en un nivel tan bajo, y no dejarse llevar por él. Aquel mes me animó a pensarme más en serio hacer carrera en el gobierno y la política, un camino que probablemente habría empezado con estudiar Derecho.
Aunque yo me encargué de la elección de las universidades y de enviar las solicitudes, sé que mi madre estaba tremendamente entregada al resultado. Estaba previsto que todos los hijos de los Gates irían a una universidad importante. Había visto lo contentos que mis padres estaban con mi hermana Kristi en su segundo año en la Universidad de Washington. Estudiaba contabilidad —una especialización práctica que seguro que la llevaría a conseguir un trabajo bueno y respetable a ojos de mi madre— y estaba muy involucrada en el consejo estudiantil, igual que lo había estado nuestra madre cuando era una husky de la Universidad de Washington. Yo era el siguiente. Mi madre nunca había dicho específicamente que tuviese Harvard como objetivo, pero estaba claro que era así.
Aquel otoño, centré toda mi atención en mi nuevo rol: el de artista nervioso. Sorprendido ante lo bien que lo había pasado en la clase de teatro de mi penúltimo año, me había vuelto a apuntar. Descubrí que, en lugar de estresante, actuar resultaba liberador; con cada lectura me sentía más seguro. Pero era del todo consciente de que cualquier observador objetivo de Lakeside habría tenido muy pocas esperanzas en mí como actor. Yo era el chico de las computadoras. Y me enfurecía aquella clasificación tan limitante. El teatro supuso un intento de ampliar mis horizontes, probar algo nuevo y ver si sabría hacerlo.
La obra que representamos fue El apagón, del dramaturgo británico Peter Shaffer. Se trata de una comedia centrada en Brindsley, un artista joven e inseguro, y su prometida, Carol, la joven hija de un estricto coronel retirado del ejército. A lo largo de una sola noche, Brindsley verá al coronel por primera vez y también a un famoso coleccionista de arte, «el hombre más rico del mundo». Si todo sale bien, el nervioso Brindsley conseguirá la aprobación del coronel y tendrá la gran oportunidad de venderle una escultura al coleccionista. No sale bien. Se funden los plomos, las luces se apagan y los personajes pasan la mayor parte de la obra moviéndose a tientas en una oscuridad que solo ellos perciben (el público los ve inundados de luz, lo cual es mejor para disfrutar de las caídas y las alocadas confusiones de identidad). Había visto la obra en un viaje a Nueva York con mi familia, el verano anterior a mi comienzo en Lakeside, y me había gustado mucho. Se trataba de una obra agradable para cualquier público, en la que Brindsley se cae sobre el mueble antiguo y muy valioso que «ha tomado prestado» para impresionar al coleccionista e intenta ahuyentar a una exnovia que aparece en un momento inoportuno.
Contra todo pronóstico, me dieron el papel de Brindsley. La coprotagonista era Vicki Weeks, una de las chicas más populares de nuestro último curso. Tres tardes por semana, nuestro elenco se reunía en la capilla para tratar de precisar con exactitud el ritmo cómico de la obra.
Por muy alejada que estuviera la obra de las pasiones que me habían acompañado a lo largo del instituto, terminó siendo una de mis mejores experiencias en Lakeside. Llegaba a aquellos ensayos y me sumergía en el personaje. Correr por la capilla moviendo los muebles y fingir que andaba a tientas entre la oscuridad era una auténtica y disparatada diversión que me sirvió para estrechar lazos con el reparto y el equipo. Fue como aquella primera época en el cuarto de la computadora, pero con una diferencia fundamental: las chicas. Y una de ellas en especial, Vicki, cuya confianza impulsó la mía y me ayudó a ser más arriesgado a la hora de interpretar. Nos gastábamos bromas llamándonos el uno al otro con los estúpidos nombres de la obra, como «cariño» esto y «amorcito» lo otro. Envuelto en la seguridad de mi personaje, tuve mi primera experiencia práctica con el flirteo. Nervioso por echar a perder la actuación, me iba a casa, cerraba la puerta de mi habitación y repasaba mis diálogos una y otra vez.
No había imaginado lo gratificante que sería salir de mi zona de confort. Fue algo que estaba deseando hacer cuando llegara a la universidad: la oportunidad de redefinirme una vez más. Si iba a un lugar como el MIT, sería un friki matemático rodeado de otros iguales. Esa perspectiva me parecía demasiado… estrecha (razón por la que no había ido a mi entrevista en el MIT ese verano y me quedé jugando al pinball). Revisando los catálogos de cursos universitarios, vi un tentador menú de diferentes posibilidades: Matemáticas puras, Psicología cognitiva, Política de guerra, Teoría de la administración, Química avanzada… Eran el tipo de clases que podrían ampliar mis horizontes en toda clase de formas nuevas. Mientras rellenaba las solicitudes, experimenté con mi personalidad. Tal y como había aprendido en clase de teatro, cada una era una actuación: un actor, tres personajes.
Para Princeton dije que quería ser un ingeniero que supiera desarrollar software. Alardeé con ejemplos de mis programas e hice hincapié en mis calificaciones en Matemáticas. Para Yale dije que quería estudiar Administración pública, quizá Derecho. Hice hincapié en mi experiencia en Washington D. C., en mi afición por los Boy Scouts y mi interés por el arte dramático. Para Harvard, tal y como escribí en mi ensayo, expresé mi inclinación por Empresariales o Derecho.
La noche de noviembre que representamos El apagón, me tropecé y me caí al suelo, di vueltas en medio de la oscuridad, traté de besar a dos chicas distintas, tal y como estaba en el texto de la obra, y no olvidé ni una coma. Todo el elenco recibió halagos por su espontaneidad.
Desde el escenario, al acabar la obra, casi pude descifrar la expresión de mis padres. Veían a su hijo, el que antes había sido el payaso de la clase, rodeado de nuevos amigos, en un nuevo entorno, demostrando su lado más social y seguro. Conocían esa faceta en privado, pero, como la mayoría de los que estaban allí, se quedaron atónitos al verla en público. Por mi parte, me hizo sentir bien. Me había puesto un listón alto y lo había rebasado de sobra. Cuando salimos a saludar por última vez, me propuse un nuevo desafío: en algún momento, cuando se presentara una buena oportunidad, iba a pedirle a Vicki que saliéramos juntos.
Justo después de Navidad, recibí una llamada del ejecutivo de ISI que dos años antes había ayudado a que Lakeside Programming Group aterrizara en el proyecto de las nóminas. Bud Pembroke dijo que estaba participando en un proyecto para Bonneville Power Administration, la agencia federal que se encargaba de la producción y distribución de energía eléctrica en Washington, Oregón y California. Era más conocida por la supervisión de la presa Grand Coulee del río Columbia.
BPA se encontraba en plena computarización de su generación de energía. La gran empresa externa de defensa y tecnología TRW estaba encargada de la supervisión del proyecto, que implicaba convertir un sistema principalmente manual en otro dirigido por una computadora PDP-10, la misma que Lakeside Programming había utilizado para casi todo nuestro trabajo. Superados el presupuesto y la fecha límite, TRW estaba buscando por todo el país expertos en las PDP-10. En un momento dado, su búsqueda los llevó hasta Bud, que los condujo hasta Paul, Ric y yo.
Cuando recibí la llamada de Bud, acababa de regresar de una semana con Paul en la Universidad Estatal de Washington, trabajando en nuestro proyecto del tráfico que, para entonces, ya se llamaba Traf-O-Data. Paul Gilbert había montado una versión preliminar del soporte físico, una maraña de cables y chips metidos en una caja del tamaño de un horno microondas. Pero el software no estaba hecho todavía. Mientras lo desarrollábamos en la computadora de la Universidad Estatal de Washington, Paul me dijo que ya se estaba cansando de estudiar. Las clases no suponían desafío suficiente para su mente rápida y su curiosidad omnívora. Estaba pensando en tomarse unas vacaciones para buscarse un trabajo.
Así que, cuando le llamé para contarle lo del proyecto de BPA, Paul no lo dudó ni un segundo. Aceptó. Ric, estudiante de Ingeniería eléctrica en Stanford, decidió quedarse en la universidad (terminaría uniéndose a nosotros en verano).
Justo después de Navidad, Paul y yo fuimos con el Chrysler New Yorker del 64 de sus padres hasta la oficina de BPA de Vancouver, Washington, una ciudad por entonces algo agreste en la frontera de Oregón. Aquel día en el coche bromeamos con cómo debía de haber sido la conversación de Bud con la gente de TRW:
—Eh, Bud, ¿conoces a alguien al que se le dé bien la PDP-10?
—Bueno, están Gates y Allen.
—¿Quiénes son?
—Un par de críos.
En la entrevista dejamos claro que conocíamos a fondo aquellas máquinas. También llevamos copias impresas de los códigos que habíamos elaborado para el programa de los horarios y nuestra empresa de tráfico. No estoy seguro de cuánto se debió a nuestras aptitudes y cuánto a su desesperación, pero conseguimos el trabajo.
Parecía un empleo estupendo. Nos pagarían por hora y, como en C-al-Cubo y en ISI, dimos por sentado que tendríamos bastante tiempo libre para trabajar en nuestros otros proyectos. Paul preparó de inmediato toda la documentación para pedirse un permiso en los estudios.
La noche que regresamos, les conté a mis padres que nos habían ofrecido un trabajo en una empresa de primer nivel y en una de las instalaciones más importantes del país. Les expliqué que necesitaban nuestra pericia para un proyecto importante que tendría una gran repercusión y que, además, nos iban a pagar. «¿Y los estudios?», preguntó mi madre. Era mi último año y tenía que acabarlo bien para que me admitieran en las universidades. Estaba seguro de que no iba a suponer ningún problema. Ella no estaba convencida. Que su hijo abandonara su magnífico instituto para irse a vivir solo a cientos de kilómetros de casa era salirse demasiado del guion.
Así que, esa semana, mi madre, mi padre y yo fuimos a ver al siempre sensato director de Lakeside, Dan Ayrault. Solté mi discurso. Me iba a perder el segundo trimestre, solo dos meses, y estaría de regreso para acabar el año escolar y asistir a la graduación. Estaba bastante seguro de que Dan se pondría de mi parte, y así fue: Dan, el que seguía pocas normas, no solo pensaba que no sería ningún problema, sino que incluso propuso que ese tiempo me podría servir como clases no presenciales y contar para mi graduación.
Cuando era niño, a mediados de la década de 1960, era muy fan de El túnel del tiempo, una serie de ciencia ficción en la que los personajes principales, dos científicos, viajaban en el tiempo hasta lugares reales e imaginarios. Me quedaba levantado los jueves por la noche para ver cómo esos tipos intentaban salvar el Titanic, se peleaban con flechas en los bosques de Sherwood o escapaban de la lava del gran Krakatoa. La serie estaba localizada en una enorme sala de control subterránea, donde un equipo de científicos con batas blancas hacían girar los mandos y apretaban los botones de una computadora para enviar a sus compañeros a través del tiempo hacia su siguiente aventura.
Mi primer pensamiento cuando vi nuestro nuevo lugar de trabajo: «¡Esto es la sala de control de El túnel del tiempo, solo que mejor!». Una pantalla del tamaño de una pared entera rastreaba el estado de la red eléctrica y cada presa e instalación eléctrica del noroeste del país. Había varias filas de terminales de computadoras, cada una con los más modernos monitores de tubo de rayos catódicos. ¡Y pantallas con gráficos de colores! El techo era tan alto que la gente subía y bajaba por largas escalerillas para ajustar las luces y los monitores.
La sala de control era el corazón de un sistema eléctrico que suministraba energía al oeste del país. Llevaba electricidad desde Grand Coulee y otras presas en el noroeste, además de otras fuentes adicionales de energía como centrales de carbón, hasta millones de hogares y negocios. Bonneville generaba esa energía principalmente mediante presas hidroeléctricas. El truco estaba en combinar el fluctuante suministro energético con la fluctuación de la demanda. La empresa siempre lo había hecho a mano, con los trabajadores llamándose entre sí y diciendo: «Aumenta la electricidad de tal presa», o: «Corta la energía de tal otra», y después, literalmente, hacían girar los mandos. Nuestro trabajo consistía en computarizar ese proceso.
Era fácil de decir, pero no de hacer. DEC había desarrollado la PDP-10 y su sistema operativo TOPS-10 para realizar tareas avanzadas y en tiempo real en las que cada microsegundo contaba, como controlar la producción en una fábrica de automóviles. Pero incluso esa era una labor sencilla en comparación con el desafío que TRW encaraba. Tenían que programar la computadora para examinar un aluvión de datos —sobre uso de energía, capacidad de las presas y cualquier cosa que afectara al suministro y demanda de electricidad— y tomar decisiones instantáneas y sin fallos respecto al equilibrio del suministro y la demanda.
Al principio, no supe calibrar el tamaño de esa labor. Previamente habíamos participado en una reunión en la que uno de los programadores dijo algo de los «cinco nueves». Yo no tenía ni idea de a qué se refería. Mientras escuchaba, averigüé que se trataba de que el sistema de computadoras que íbamos a desarrollar tenía que garantizar que la energía estuviese pasando durante un 99,999 por ciento del tiempo, cinco nueves. Ese nivel de eficacia significaría una inactividad de solo 5,26 minutos al año, prácticamente electricidad ininterrumpida. Nada en lo que yo hubiese trabajado antes exigía ese nivel tan cercano a la perfección. Pensé que estaban de broma.
Los de TRW nos explicaron que ese servicio tenía que mantener la energía sin interrupciones, incluso cuando hubiese fluctuación del suministro y de la demanda de electricidad. Por lo general, la demanda aumenta durante la mañana, cuando la gente se levanta y enciende sus aparatos, y, después, llega a su pico por la tarde y primera hora de la noche, cuando regresan a casa del trabajo, encienden la calefacción o el aire acondicionado, las luces, la televisión, etcétera. Incluso a las dos de la mañana se necesita electricidad para las farolas de la calle, los hospitales, la policía, las estaciones de bomberos y los restaurantes que están abiertos toda la noche. Esa carga base, que es como se llama, exige que las plantas eléctricas puedan producir un suministro continuo de electricidad.
La sala del «túnel del tiempo» era un testimonio de esa cultura: la red de Bonneville expuesta en una gran pared de luces y pantallas. En cualquier momento podía verse a todo color por dónde fluía la energía a través de la red, y también si había interrupciones.
Llegué en enero más seguro que nunca de mí mismo y de mi capacidad para la programación. Tenía cuatro años de experiencia con computadoras, la mayoría con las mismas máquinas que se utilizaban en Bonneville. Había trabajado en el programa de las nóminas, el de la organización de horarios escolares había sido un éxito, y tenía mi propia empresa que estaba automatizando estudios sobre el tráfico en varias ciudades estadounidenses.
La primera tarea que me asignaron fue documentar mensajes de error, lo que significaba redactar en un lenguaje sencillo los mensajes que aparecerían en cualquier momento en el que hubiese un problema en el sistema. No se trataba de una labor especialmente creativa ni interesante. Aun así, me puse manos a la obra. Paul y yo llegábamos temprano todos los días y trabajábamos muchas horas. Con el tiempo, nos fueron dando encargos cada vez más importantes.
Me enorgullecía de escribir código con rapidez durante largas jornadas de intenso trabajo. Me cuesta imaginar qué pensarían los experimentados programadores profesionales de Bonneville de aquel chico que trabajaba como un poseso cada día hasta caer la noche, introduciendo código y tomando refresco hecho con polvos Tang directamente de la jarra hasta que la lengua se le ponía naranja. Esa primavera batí mi récord de trabajo ininterrumpido cuando en una ocasión no salí del «túnel del tiempo» subterráneo durante casi cien horas seguidas. Eso significó que ni me duché ni casi comí durante casi cuatro días.
Una mañana, llegué y vi en mi mesa una copia impresa del código que había escrito la noche anterior, cubierta de tinta azul. Alguien lo había revisado y, como un profesor de colegio, me había corregido la tarea. En realidad, fue más que eso. Esa persona lo había destrozado. No solo estaba corrigiendo problemas sintácticos, sino toda la estructura y el diseño de lo que yo había desarrollado. Normalmente, mi primera reacción habría sido defenderme. Si alguien de Lakeside intentaba criticar mi código, podía soltarle: «Ni hablar. Te equivocas». Pero esta vez, sentado y leyendo los comentarios, estudiando el programa, pensé: «Guau, este tipo tiene toda la razón».
El nombre de aquel hombre era John Norton, un programador que TRW había enviado para ayudar a salvar aquel proyecto en peligro. Alto, con el pelo moreno y casi rapado, John tenía treinta y muchos años y, como supe después, era famoso por desarrollar programas de alta calidad y por haber cometido un fallo catastrófico. John supervisaba el software que controlaba una parte fundamental de la sonda espacial Mariner 1 en 1962. La sonda con destino a Venus hizo historia cuando la NASA la destruyó al cabo de pocos minutos de echar a volar, después de que los controladores se dieran cuenta de que sus sistemas de radar no funcionaban. El origen del problema estaba en un fallo técnico diminuto, probablemente un «-» que faltaba en el código de la computadora que John Norton supervisaba. Según cuenta la leyenda, Norton se quedó tan afligido por aquel error que durante varios años llevó en su cartera un artículo de periódico de aquel fracaso de la Mariner, bien doblado, como si fuese un origami.
Nunca había conocido a nadie más alerta y avispado en la codificación de computadoras. Continuamente me devolvía mi trabajo con correcciones que llegaban hasta niveles que yo no sabía que existían. Era un hombre callado, seguro y siempre concentrado en la tarea que tenía delante. Nunca hablaba de sus logros, sino que se encargaba de utilizar sus conocimientos para hacer que el trabajo fuera mejor y que el proyecto saliera bien.
El axioma de que se aprende más de los fracasos que de los éxitos está muy trillado, pero es absolutamente acertado. Hasta ese momento, yo había pasado probablemente más tiempo pensando en códigos y sintaxis que cualquier otro adolescente del mundo. Pero Norton me introdujo en un nivel completamente nuevo. Con su firme forma de enseñar, aprendí una lección no solo de cómo redactar mejor los códigos, sino también sobre la percepción que tenía de mí mismo. Recuerdo que pensé: «¿Por qué soy tan engreído con esto de la programación? ¿Cómo sé que soy tan bueno?». Empecé a ver cómo sería un código computacional casi perfecto.
En marzo llamé a mi casa. Mi padre cogió el teléfono y noté que estaba emocionado por algo: «Hijo, hemos recibido una carta de Harvard». Oí cómo rasgaba el sobre. «Por la presente, le notificamos que… William Henry Gates ha sido admitido en la Universidad de Harvard», leyó. Prácticamente podía sentir el orgullo de mi madre filtrándose por el cable del teléfono. Ya me habían admitido en Yale y dentro de un mes me contestarían desde Princeton diciendo que me habían aceptado. Pero sin siquiera tener que decirlo, todos los miembros de Gateslandia supieron que yo elegiría Harvard.
Dediqué los tres meses siguientes en Seattle a terminar mi último curso y a pasar tiempo con la gente de teatro, incluida Vicki, ensayando para nuestro último espectáculo, un conjunto de comedias cortas escritas por el gran genio del absurdo James Thurber. Yo representé «The Night the Bed Fell», un monólogo que me dejaba solo en el escenario durante casi diez minutos contando el extravagante relato de Thurber sobre la reacción exagerada y loca de una familia después de que la cama del narrador se le cayera encima.
Vicki y otros cuantos de la clase decidieron organizar una fiesta de graduación, la primera desde que Lakeside se había unido a St. Nick’s. Se organizó como una cosa sencilla para todos los de nuestra clase, sin mucha pompa ni ceremonia. Me pareció que no era demasiado arriesgado pedirle a Vicki que fuera conmigo. Unas cuantas noches antes de la fiesta, me armé de valor para llamarla. Cada vez que marcaba su número, la señal estaba ocupada. Marqué una y otra vez y, en un momento dado, hasta le añadí la dificultad de marcar el número con el pie. Por fin, sobre las diez, el hermano de Vicki respondió al teléfono. Fue a levantarla de la cama.
—Hola.
—Vicki, soy Bill… Bill Gates —recuerdo que añadí, aunque estoy seguro de que había reconocido mi característica voz aguda. Le dije que había estado tratando de hablar con ella toda la noche, pero que había sido imposible y que hasta había marcado con los dedos del pie, quizá no la mejor manera de venderme como cita elegante. Di varias vueltas hasta llegar a la pregunta principal—: ¿Qué haces el sábado por la noche?
—Ah, pues pensaba ir a la fiesta de graduación —respondió.
—Bien, ¿te gustaría ir conmigo?
—¿Me dejas que te responda mañana? —Me explicó que estaba esperando que un chico se lo pidiera; si no lo hacía, me avisaría. Al día siguiente, en el patio de Lakeside, dio la noticia: el chico se lo había pedido. Ella no pudo ser más amable, pero me dejó claro que me veía solo como amigo. Tardé un poco en superar su negativa; después de aquello evité volver a mostrarme vulnerable durante un tiempo. Pero sí que fui a la fiesta y lo pasé muy bien con una alumna de tercero muy guay, aunque sospecho que habíamos sido el uno para el otro una cita de repuesto.
Como es tradición en muchos institutos de Estados Unidos, los del último año de Lakeside faltan un día a clase en primavera como ocasión para relajarse juntos antes de que cada uno tome su propio camino. Para la clase de último curso de Lakeside de 1973, esa escapada nos llevó a una corta excursión en ferry hasta la isla de Bainbridge, donde todos pasamos la noche en la enorme casa de un compañero de clase. Durante un rato estuve con Vicki y el grupo más popular, pero, al final, se fueron solos y yo me encontré con algunos rezagados. Había fumado antes un poco de hierba, así que me sentía algo desinhibido cuando un amigo me ofreció ácido. Siempre me había resistido a las insistencias de Paul de que necesitaba «experimentar» tomando LSD. Esta vez, decidí ver en qué consistía. Parte del viaje resultó estimulante, pero tomé la droga sin caer en que seguiría notando los efectos a la mañana siguiente, cuando acudiera a la consulta del ortodoncista para una cirugía concertada hacía tiempo. Me senté con la boca muy abierta delante del rostro de mi dentista, con su taladro trabajando laboriosamente, no muy seguro de si lo que veía y sentía estaba sucediendo en realidad. «¿Podré saltar de esta silla e irme sin más?». Juré que, si alguna vez volvía a consumir ácido, no lo haría a solas ni si tenía planes para el día siguiente, sobre todo una intervención dental.
Tras la graduación, pasé el verano de vuelta en Vancouver. Alterné las noches en vela en el «túnel del tiempo», programando con Paul, y el esquí acuático en el río Columbia, donde uno de los ingenieros de Bonneville tenía un barco. Ric, al que habían dado vacaciones en Stanford, vino con nosotros. A veces, todavía nos referíamos a nosotros mismos como el Lakeside Programming Group, pero ya no era lo mismo sin Kent.
Los tres vivíamos juntos en un destartalado apartamento en Vancouver. Bien entrada la noche, usábamos la PDP-10 de Bonneville para avanzar en nuestros otros trabajos, desarrollando software de nuestro proyecto de recuento de tráfico y ayudando a Lakeside a actualizar el programa de los horarios de clase. Trabajaba muchísimas horas y subsistía a base de Tang y pizza; fue casi la etapa más libre y relajada de mi vida.
Los ingenieros de TRW se burlaban de mí por mis excéntricos hábitos de trabajo («Sí que eres raro, tío» era un comentario que oí muchas veces durante ese verano), pero también fueron un apoyo increíble. Pasaron por alto mi edad y mi inmadurez y me dejaron entrar en su círculo. Me sentí aceptado, como si aquel fuera mi sitio, igual que me ocurrió con mis amigos de senderismo y con la gente del cuarto de la computadora de Lakeside.
A los ingenieros les encantaba mi entusiasmo por aceptar todo lo que me echaran encima. Me asignaban tareas solo por ver lo rápido y lo bien —o no— que podía escribirlas, conscientes de que me pasaría toda la noche intentándolo. A veces, ya habían escrito el código, así que, cuando terminaba, comparaba mi trabajo con el de ellos y aprendía de sus más ingeniosos subprogramas y algoritmos.
Aquel verano pensé mucho en cómo una persona se convierte en el mejor haciendo algo. Norton era una figura dominante, único en cuanto a su talento y profesionalidad. Yo trataba de entender qué era lo que él tenía y otros programadores no. ¿Qué se necesita para ser un veinte por ciento mejor que los demás? ¿Cuánto se debe solo al talento innato y cuánto a una dedicada entrega cuando mantienes una concentración implacable y estás decidido a desempeñar hoy tu trabajo mejor de lo que lo hiciste el día anterior? ¿Y repetir lo mismo mañana, al día siguiente y al otro durante años y más años?
Había avanzado mucho por aquel camino de la programación, tanto que los de TRW trataron de convencerme de que debía saltarme la universidad. No te molestes en sacarte una licenciatura, me decían. Me animaban a pasar directamente a la escuela de posgrado, estudiar programación computacional y, después, buscar un trabajo en Digital Equipment Corp. «Ese es tu sitio —me dijo uno de los programadores—. Tienes que ir allí y trabajar con esos tipos, decidir cuál será la siguiente versión del sistema operativo».
Era una idea descabellada. Las veces que los ingenieros de DEC fueron a Bonneville ese verano, vi cómo los programadores de Bonneville —excepcionales de por sí— se plegaban al conocimiento especializado y al evidente estatus superior de los tipos de DEC. La idea de que esas personas creyeran que yo tenía talento suficiente como para ser una de ellas supuso un gran estímulo para mi confianza. DEC ocupaba en mi imaginación una posición de altura casi mítica; durante nuestro proyecto de investigación profesional, Kent y yo habíamos absorbido cada dato que encontrábamos sobre esa empresa. Conocía la historia de que en 1957 los ingenieros Ken Olsen y Harlan Anderson habían dejado sus trabajos en el MIT para poner en marcha DEC con apenas un plan de negocio de cuatro páginas y una inversión de setenta mil dólares. En aquella época, IBM era el gigante de la industria y sus computadoras centrales de un millón de dólares se consideraban inmejorables. La idea de que una empresa advenediza pudiera hacerse un hueco por sí misma parecía una quimera. Olsen y Anderson habían empezado desde abajo, fabricando primero equipos de prueba electrónicos y, después, desarrollando de manera ininterrumpida un negocio rentable durante unos cuantos años antes de lanzar la primera computadora DEC. En menos de una década, DEC era la envidia del mundo empresarial estadounidense y Olsen era elogiado por ser su visionario fundador. La historia de DEC hacía que la idea de que pudiésemos poner en marcha una empresa de éxito pareciera posible.
Paul estaba dispuesto a seguir adelante. A principios de ese verano me insistió en que me olvidara de Harvard. Decía que él iba a ampliar su permiso en la universidad. Podríamos empezar desde abajo, como DEC, desarrollar nuestro emergente proyecto del tráfico y su computadora de uso individual y, después, expandirnos, convertirnos en consultores, trabajar en proyectos interesantes como Bonneville a la vez que desarrollábamos software para ese nuevo universo de microprocesadores que Intel había colonizado recientemente.
Hice de abogado del diablo y expliqué por qué creía que muchas de sus ideas y visiones tecnológicas no tenían posibilidad de negocio, al menos no en un futuro cercano. Tampoco estaba convencido de que alguna de las iniciativas que lanzaba fueran oportunidades suficientemente importantes como para que yo dejara a un lado mis planes universitarios. Sin embargo, durante un breve momento sí me vi tentado por la idea de pasar directamente a los estudios de posgrado, e incluso se lo planteé a mis padres. No les gustó. Lo cierto era que deseaba de verdad ir a la universidad. Quería tener la oportunidad de compararme con otros chicos avispados procedentes de un contexto más amplio que Lakeside.
Mi idea en aquel momento era que los avances del mundo provenían de los individuos. Me imaginaba al notorio genio solitario, al científico huraño que trabajaba incansablemente en su campo, exigiéndose hasta conseguir algún descubrimiento. Mi pequeña muestra de aquello era el éxito que habíamos cosechado con el programa de los horarios. Incluso meses después de entregar el software, seguía sintiendo una profunda satisfacción por todo ese proyecto, una prueba matemática que, una vez traducida a un código computacional, mejoró cientos de vidas. Desde una perspectiva general, fue una modesta hazaña, pero alimentaba mi idea de lo que podría ser capaz de conseguir. Creía que un posible camino sería el de las matemáticas. ¿Tenía un cerebro que pudiera encontrar la solución para algún teorema matemático de siglos de antigüedad o descubrir una solución científica que pudiera mejorar la vida? Parecía inverosímil, pero quería ver lo lejos que podía llegar.
Mi visión del científico solitario se convirtió en alimento para un debate intermitente con Paul. Él consideraba que el mundo avanzaba gracias a la colaboración, con equipos de personas inteligentes que se unían para lograr un objetivo común. Mientras yo consideraba a Einstein como el modelo, para él lo era el Proyecto Manhattan. Las dos perspectivas eran simplistas, aunque, con el tiempo, la suya definiría el futuro de los dos.
A medida que fueron pasando las semanas, aquel debate filosófico se convirtió en el telón de fondo de una discusión muy real sobre el trabajo de Lakeside. En nuestros ratos libres en TRW, continuábamos con nuestra labor de actualización del horario para el siguiente año escolar. Igual que el verano anterior, me preocupaba que no consiguiéramos tenerlo a tiempo. Adoptamos un patrón previsible: a Paul se le ocurrían ideas para el horario que yo echaba por tierra, normalmente porque, como primer diseñador del programa, sencillamente entendía su matemática y estructura subyacentes mejor que él. Discutíamos y, después, me iba y lo codificaba de la forma que yo consideraba que tenía sentido. A nuestras discusiones no ayudaba el hecho de que estuviéramos pasando todo el tiempo juntos. Cada comida. Cada película. Cada jornada de trabajo. Era natural que nos pusiéramos de los nervios el uno al otro.
Una noche estábamos discutiendo cuando salíamos del «túnel del tiempo» para ir a cenar y nos dirigíamos al aparcamiento. A menudo, como los pilotos de Le Mans, salíamos corriendo hacia nuestros coches —yo hacia el Mustang que me había prestado mi padre y Paul hacia su Chrysler— y después hacíamos una carrera hasta el restaurante al que hubiésemos decidido ir. Probablemente fuera esa la razón por la que fui en línea recta a toda velocidad hacia el coche. Cualquiera que fuese el motivo, iba corriendo por delante de Paul. En algún momento de ese día, alguien había tendido una cuerda a través de la entrada del aparcamiento. Con mis prisas y en medio de la oscuridad, no advertí la cuerda contra mi cintura. Tampoco advertí que la cuerda se fue tensando cada vez más mientras yo corría hasta que, ¡zas!, me lanzó hacia atrás contra el pavimento. Paul se acercó y me miró tirado en el suelo. Nos reímos como locos.
El estrés de trabajar y vivir juntos molestaba especialmente a Paul, que un día decidió salirse de nuestros dos pequeños proyectos. En una carta que me dejó en mi dormitorio, escribió: «Últimamente me he ido convenciendo cada vez más de que nuestro trabajo y nuestras conversaciones, e incluso el hecho de vivir juntos, no son satisfactorios, al menos desde mi punto de vista». Decía que sentía que yo no respetaba sus ideas, su inteligencia, y que «había llegado el momento de romper todos nuestros puntos de conexión» en lo relacionado con el horario de Lakeside y Traf-O-Data. En un lenguaje que a mí me parecía el de una sentencia de divorcio, Paul escribió que «por la presente, dejo sin efecto mi interés en los horarios […] Por la presente, dejo sin efecto mi interés en la máquina del tráfico. Es toda tuya (100 %)». En la carta manuscrita, dejaba un espacio para nuestras firmas. Al final del todo, escribió: «P. D.: Lo digo en serio».
No firmé. Supuse que, cuando los dos nos tranquilizáramos, nuestra relación encontraría su equilibrio. Pero, mientras tanto, me fui. Sin molestarme en recoger mis cosas, conduje hasta Seattle y trabajé en Lakeside día y noche para terminar los horarios justo antes de la fecha de entrega. No volví a Bonneville; Ric tuvo la amabilidad de traerme mis cosas a Seattle.
La dinámica entre Paul y yo había sido siempre complicada, una mezcla de cariño y rivalidad parecida a la que puedan sentir unos hermanos. Normalmente, nuestras diferencias de temperamento, estilo e intereses se unían para un buen fin. Aquellas diferencias nos impulsaban hacia delante y nos hacían ser mejores el uno con el otro. Pero aquel verano supuso una primera prueba de una colaboración que seguiría evolucionando. Yo tenía diecisiete años, Paul tenía veinte. Aún nos quedaba un largo camino por recorrer.
En un par de meses, Paul y yo habíamos empezado a hablarnos de nuevo. Para entonces, él ya estaba de vuelta en la Universidad Estatal de Washington y yo empezaba mi primer año en Harvard. Hicimos las paces y retomamos el trabajo en Traf-O-Data, tal y como le informé a Ric en una carta, dándole las gracias por su papel a la hora de ayudarnos a alcanzar una tregua: «Estoy seguro de que sabes que Paul y yo volvemos a unir nuestro camino (un largo camino, según parece) basado en una absoluta igualdad y un cierto entusiasmo. Quiero darte las gracias de verdad por la amistad tan especial que nos has demostrado a Paul y a mí en un momento particularmente complicado para los dos. La verdad es que quiero pensar que ambos nos habríamos dado cuenta de lo absurdo de nuestra actitud en algún momento. Tu amabilidad de traerme a mi casa todas las cosas que me había dejado en el apartamento fue una extensión de la consideración personal que mostraste durante todo el verano. Ojalá pudiera haber hecho yo lo mismo, aunque, después de todo, ha sido un verano estupendo […] tu amigo, Trey».