CAPÍTULO II
—¿Cómo que qué te vamos a hacer? –se guardó el Indio la pistola que el Jilguero le había alcanzado–; pues nada.
Al coronel le brillaba de sudor la papera y le temblaba ligeramente; ponía la cara hacia la puerta cerrada evitando al Indio, y tampoco quería reparar en el Turco a pesar de que casi se rozaban los codos, y así, siempre pendiente de la puerta, rechazaba en un incesante agitar de la cabeza el paquete de cigarrillos que el Indio le paseaba ahora frente a los ojos, ofreciéndole de fumar.
—Entonces, ¿un traguito, pues? Tal vez una cerveza –se embolsó sus cigarrillos el Indio, y el Jilguero siempre tras él, luchando por deshacerse el nudo de su corbata de colorines, aclaró que ya le habían ofrecido, pero en vano. Y al oírte, reaccionó el coronel como picado de culebra.
—Usted, usted me trajo aquí engañado. ¿Y por qué, gran atrevido, me desarmó?
Yo no acertaba a otra cosa que doblar repetidas veces la corbata antes de metérmela en el bolsillo de la camisa, medio ahuevado ante su furia, y le dejaba la palabra al Indio, que pensativo, seguía fumando. Al fin de cuentas, lo convenido era que él llevaría la voz cantante.
—No hombre, Catalino, déjame explicarte –avanzó su asiento hacia él el Indio– no hay por qué ponerse así.
—Irme de aquí inmediatamente es lo que quiero. ¿Y mi pistola? Devuélvame inmediatamente mi pistola –se atrevió a ordenarte con aplomo, Jilguero.
—Pero si ni siquiera me permitís hablar a mí, tanto tiempo sin vernos y me recibís con esos modos, Catalino –intentó el Indio ponerle la mano en el brazo; pero el coronel, hosco se apartó de su contacto. Sudaba como si lo acabaran de bañar con todo y ropa.
—Bueno, ¿qué es la cosa? ¿Qué quieren conmigo? –preguntó de repente, cortante.
—Pues nada más hacerte una solicitud; –alzó el Indio los brazos en demanda de ser creído– y te pido mil perdones por la forma de traerte, pero yo les dije a los muchachos, ¿verdad, muchachos? “Yo conozco a Catalino cómo es de desconfiado, y si lo invitamos, no va a querer”.
—Pero es que me han engañado, este señor, usted me engañó, me trajo aquí con mentiras y encima me camisea.
El Indio había consumido su cigarrillo y antes de encender el siguiente, lo golpeaba contra el paquete. Y vos siempre mudo, Turco, como si no fuera con vos la cosa.
—No le echés la culpa a él –señaló el Indio con el cigarrillo apagado al Jilguero, calmadamente–, si querés un culpable, aquí estoy yo.
Y como si con aquello el Indio lo hubiera presentado, el Jilguero levantó sin más el sombrerito de la pluma, que conservaba aún en la cabeza; y cuando oyó tu nombre, pese a su furor, se vio que lo desencajaba la tristeza. El Indio aprovechó entonces para acometer su segundo intento de alcanzarle el brazo, y él ya no lo rechazó.
—El asunto es rápido, Catalino. Los muchachos me han dado comisión de ser yo quien te lo exponga. ¿Quién más indicado que un viejo bróder, para hablarle a otro bróder? –gesticulaba adornadamente el Indio como si no pudiera haber posibilidad de duda en su apelación de amistad–. Pero antes quiero que me prometas tomarte con nosotros algo. No podemos hablar así, a boca seca.
—¿Tomar? ¿Cómo tomar? –se encabritó en la silla, el temblor repuesto en su papera sudorosa–. ¡Si me tienen aquí preso y voy a estar tomando!
El Indio, a pesar de sus brincos, no lo soltó, como si se tratara de domarlo.
—¿Preso? Solo a vos se te puede ocurrir semejante barbaridad, Catalino por Dios. No has cambiado nada.
Los ojitos brillantes del Indio nos pasaron revista despaciosamente tras la cortina de humo que le envolvía la cara, Turco.
—Jilguero, abrí esa puerta –le ordenó–. Y acudiendo inmediatamente, como en obediencia militar, sacaste el pasador, y de un solo aventón la desencajaste.
—Ya está, ya tenés abierta la puerta. ¿Quién te tiene preso?
Era el momento en que pudo haber intentado empujar la mesa, tratar de lanzarse aunque fuera en cuatro patas al pasadizo, gritar. Nada hizo, nada dijo, serio. Ni siquiera volvió a reclamar su pistola. El Indio le acercó más el asiento entonces rodeándole con el brazo izquierdo el espaldar de la silla; se llevó luego una mano a la boca y zafándose la chapa postiza de la dentadura con extremo cuidado, la puso sobre la mesa encima del periódico.
El coronel fijó primero los ojos en la chapa ensalivada, como si tardara en reconocer qué era aquello, y después en la boca consumida del Indio.
—¿Ves? Ya ni dientes me quedan –apagó la voz, susurrándole, como se consuela a un niño en la oscuridad–, no tenés, pues, por qué tenerme miedo.
—¿Miedo de qué cuenta? –respingó, siempre enronquecido el coronel.
—Así me gusta –le dio el Indio una suave palmada en la rodilla y cogiendo la dentadura se la repuso en la boca, tan atolondradamente que parecía se la iba a tragar–. ¿Ahora sí, me vas a aceptar la cervecita, verdad?
El coronel solo se desabotonó el saco y los faldones amplios colgaron a sus lados; y vos Jilguero, saliste entonces volando a traer la tanda de cervezas. Sin quitarse el cigarrillo de los labios, el humo metido en los ojos, el Indio se preocupó en servirle al coronel, ponerle el vaso lleno al alcance del tacto, y levantó luego el suyo en un brindis tardío, porque asiéndolo con ambas manos el coronel se lo bebía ya, ligero, arrugando la cara a cada trago como si se hubiera tratado de un purgante.
—Te confieso que me tenés resentido –se limpió el Indio la boca con el dorso de la mano–. ¿Cómo se te ha podido ocurrir que yo quisiera hacerte algún mal?
Y no le quitaba la vecindad, rodeándolo afectuoso con el brazo.
—Es que vine engañado –insistió ya más tranquilo y empujó el vaso–. Y me dio cólera que me manosearan.
—Pues para que no te quede cólera, aquí está tu pistola –se la empujó sobre la mesa, pero el coronel no la tocó, bien la vio cercana a él, pero no hizo por dónde agarrarla. Y vos, Jilguero, ya listo en la puerta para otra carrera al bar, que si otra cervecita.
—No –se apuró en responder el coronel.
—Una no es ninguna, ni siquiera hemos empezado a platicar el asunto –y sin darle tiempo de protestar, se despachó por la segunda tanda el Indio. Ya llenos otra vez los vasos, miró al suyo como para coger fuerza, o inspiración, el cigarrillo consumiéndose en su dedo inmóvil.
—Pues a lo que íbamos, Catalino, la cosa es sencillamente que queremos volver a Nicaragua.
Incrédulo, el coronel dejó caer la quijada, y arrugando el entrecejo nos miraba como si el resplandor de una luz que en el cuarto no existía, lo ofendiera.
—Volver, se entiende, con todas las de ley, nada de clandestinidades. A vos te consta que si he tenido el defecto de ser algo violento, eso no me quita lo sincero. Ya estamos hastiados de vivir persiguiendo como locos el centavo, es la verdad. ¿Sabés a qué me dedico yo? A fabricante de piñatas, no me vas a creer.
Se registró el bolsillo de la camisa cargado de lapiceros baratos y papeles doblados, y sacó una tarjetita de cartulina impresa en rojo y verde. Colocándose los anteojos la leyó con voz fúnebre.
TUMBO TUMBO TUMBO
Para los cumpleaños de sus adorados niños ponemos a la orden: sillitas, tableros, cristalería, servicio esmerado de refrescos e higiénicos sorbetes, vistosísimas piñatas. Muy pronto, proyección de películas especiales con aparatos sonoros.
Mientras escuchaba la lectura el coronel mantenía el filo del vaso pegado a los labios en claro ocultamiento de una sonrisa, imaginándose de seguro al Indio, de delantal, dedicado a cocer el almidón para vestir sus piñatas. Pero vos lo sacaste de su alegre reflexión, Turco, porque te pusiste imprevistamente de pie y a la manera de un subalterno te le cuadraste, chocando los talones.
—Permiso para hablar, coronel –solicité secamente.
Él, aunque ya me sabía allí no me había oído todavía la voz; farfullando, sin atreverse a mirarme, dio a entender que él no tenía por qué apermisarme y bien podía hablar, si quería.
—Si se me concede regresar estoy dispuesto a comparecer ante un consejo de guerra –fue todo mi discurso; pero permanecí, sin embargo, en posición de firme.
—¿Te fijás, pues, Catalino? En tus manos nos encomendamos en cuerpo y alma –y otra vez le llenó el Indio el vaso de cerveza.
—Pero eso no es conmigo –alegó, quitándose los anteojos y restregándolos contra la solapa del saco–, yo no soy autoridad de migración –y mientras se entretuvo en limpiar los lentes, permaneció con los ojos legañosos cerrados.
—Nada, el que manda, manda –pareció querer barrer el Indio con su gesto las botellas y los vasos en la mesa de lata–. ¿Cómo vas a negarme a mí, que vos seguís siendo poderoso allá?
Como si el coronel lo hubiera mantenido en espera, el Turco le pidió entonces permiso de sentarse. Confundido otra vez, no se resolvía a contestarle nada al principio, pero se lo concedió al fin.
—Yo sé que a los hijos del hombre les llegan allá arriba con los cuentos de que yo ando aquí en planes de meterles una invasión, que yo les mandé a matar al padre. Inventos –negó en forma desconsolada el Indio–, ya me podés ver la traza pobre y jodida. ¿Cuestan acaso medio centavo las revoluciones? Y mi inocencia en la muerte de el hombre, ni jurártela vale la pena, aquí están mis manos limpias –y le enseñó las manos por el dorso y por las palmas.
El coronel se quedó agachado, reflexionando indeciso y el Indio, como para cerrar su trato de intimidad con él, sacó un cigarrillo y prendiéndolo en la brasa del suyo se lo puso en los labios. Él lo recibió con un temblor de sorpresa en la boca pero el Indio no se lo soltó hasta que había dado una chupada.
—Bueno, Larios... –empezó a dirigirse muy sumiso al Indio. Pero el Indio lo interrumpió dando un golpe en la mesa, tan fuerte que hizo saltar las botellas.
—¿Cómo es eso de Larios? Yo para vos soy siempre el Indio, me doy por ofendido si ahorita mismo no me llamás Indio –a la cara del coronel subió una sonrisa amuinada.
—Bueno pues, Indio –concedió, el Indio cabeceó satisfecho, como lavado de una afrenta–, yo les prometo hacer la fuerza, a ver si me oyen.
—¡Gracias, Catalino! Yo sabía que vos a mí no me fallabas, ¿qué les dije, muchachos? –se puso de pie, eufórico, el Indio.
—Conste, yo no puedo garantizarles nada –advirtió halagado el coronel.
—Nada tenés que garantizarnos, tu intercesión es suficiente –y ordenó el Indio al Jilguero ir por una tercera tanda, para hacer un brindis final por el éxito de la gestión del coronel.
—¿Por qué no pasamos mejor al salón y brindamos allá? Ya está despejado de clientela y vamos a sentirnos más cómodos –propuso el Jilguero.
—Bueno, pero que sea la última y nos vamos –dijiste vos, Turco–, yo tengo mucho que hacer.
—Todos tenemos que hacer, pero es cierto, saquemos de esta pocilga a Catalino, si lo metimos aquí por culpa del abarrotamiento de afuera.
El Jilguero se acercó solícitamente tras el coronel y lo ayudó a incorporarse, afirmando bien los pies al recibirlo porque de nuevo le echaba el peso del cuerpo encima.
—Tu pistola, no se te vaya a olvidar –cogió el Indio el arma de la mesa, y él mismo se la metió en el bolsillo del saco al coronel.
La clientela del mediodía se había despedido ya del bar y solo unos cuantos bebedores rezagados, alejados entre sí, quedaban; las luces de colores de la roconola instalada en la entrada brillaban en la media oscuridad, deshaciéndose en espirales, y el cantinero, que tras el mostrador del bar secaba mecánicamente la tendalada de vasos con un giro veloz de la mano, saludó sonriente al Indio desde lejos, en ademán de desenvainar la espada de palo del rey de cartón.
Al sentarnos de nuevo nos quedamos todos en el borde de los asientos, como a punto de despedirnos; vos preguntaste preocupado por la hora, Turco, y yo no soltaba mi cartapacio. Y cuando el Indio se paró para hacer su brindis, ya no se volvió a sentar. Bebimos los últimos tragos y nos callamos mientras esperábamos la cuenta, como si ya no hubiera habido más que decir, ni preguntar. El Indio daba algunos pasos tras el coronel, y presionándose la rabadilla, se desentumía.
—No me va a quedar paz si no te confieso que la idea de las bailarinas fue mía, Catalino, ¿pero verdad que este Jilguero cumplió a la maravilla su papel? –y sonriente le agarró el Indio el espaldar de la silla– como anda metido siempre en esos ambientes de cabaret.
—Me engañó pero de viaje –aceptó el coronel.
—Es que el Jilguero conoce a todas las que pueden llamarse reales hembras nocturnas aquí en Guatemala –siguió riéndose el Indio. Vos, Jilguero, te habías ido a pagar el bar.
—Yo conozco mejores que esas –bostezó el Turco–, señoras de hogar, niñas de colegios de monjas que se reúnen en lugarcitos muy discretos, muy íntimos. Sitios que uno ni se imagina, coronel.
—¿Siempre te gusta alegrarte el ojo, Catalino? –lo tomó imprevistamente por los hombros el Indio.
—¿Ah? –alcanzó él a balbucear, haciéndose el que no había oído bien.
Entrando a Siuna en la costa un mes de marzo ya de tarde, frente a una casa de cabildo incendiada por los aviones yanquis, encuentran a un anciano que agoniza tendido sobre la batiente de una puerta carcomida por el fuego; su cabeza descansa a la altura de la ventanilla enrejada y junto a una de sus manos descarnadas, una mano como de santo poblano, está el hueco redondo de la manija. Lo rodean gentes forasteras repartidas sobre las piedras negras y ya cubiertas de lama de la casa en ruinas, y entre ellas hay un muchacho quinceañero sentado en un montón de ripio, el fuelle de su acordeón desplegado y los dedos puestos en las teclas, como en actitud de comenzar a tocar; y una mujer morena y entrada en carnes, cubierta con un sombrero aludo teñido en distintos colores que se extienden en círculo desde el arranque de la copa, de rodillas en el polvo aplacado de esa hora sin viento, exprime un pañuelo mojado en la boca desdentada del viejo, que se abre como un navajazo oscuro para recibir las gotas sucias.
Y ya siguen ellos de lejos en busca de posada, si no es que arrecostado a una pared ardida del cabildo ven un bulto extraño envuelto en una sábana curtida, quieto el fantasma octogonal como un barrilete gigante que transpira humedad y olor a esmalte bajo el embozo, olor a manos sucias, a apuestas con billetes terrosos y centavos negros, a humo de candiles, a fritanga de feria, a cohetes de procesiones; y el viejo, sin abrir los ojos, levanta la mano izquierda para señalar su estrella enfundada y gorgotea algo que solo la mujer inclinada sobre su pecho entiende y repite después en voz alta, cabeceando al escuchar y transmitir cada palabra: que esa presencia arrimada al muro es su toro-rabón de juegos, su ruleta de pobre que ha andado toda la vida en el lomo, de jolgorio en jolgorio; durmió debajo de su mesa y le tuvieron allí mismo una vez un hijo, vio con él aguaceros, sequías y calamidades de guerras, descarrilamientos y crecidas de ríos, trances a cuchillo en garitos y en galleras, rodando fortuna, dando fortuna, quitando fortuna en todas las fiestas patronales de Nicaragua, a ver si alguien por vida suya se la compraba y pueda esta su mujer volverse a su pueblo de Malacatoya, de donde se la sacó manceba al terminar unas fiestas, para que ya no anduviera errante en esa vida de azares.
La mujer se queda un rato oyendo sobre su pecho, pero el anciano se calla ya y entonces ella, diligente, le acomoda un lío de trapos debajo de la nuca y le soba luego parsimoniosa la armazón de las costillas, girando la cabeza a los forasteros; pobrecito, se acuerda de mí en su hora, exclama tristemente su voz chillona de pregón de frutas, la misma con la que ha repetido el mensaje.
Taleno el padre deposita entonces en el suelo sus bártulos, se limpia las manos restregándoselas en las sentaderas del pantalón y se acuclilla junto a la pareja, inclinando la cabeza para alcanzar el oído de la mujer debajo del alón del sombrero y le habla en susurro para no dejarse oír de los demás, tal vez por vergüenza del negocio con un moribundo, ¿en cuánto deja el toro-rabón? Y la mujer, con su mismo chillido nasal, que dice él que lo cojan por una miseria, por treinta córdobas se cierra el trato. Taleno el padre mira reflexivo al viejo agonizante y casi a gatas se acerca otra vez al oído de la mujer bajo el sombrero, estirando la boca al modelar las palabras como si quisiera enamorarla, que está algo cara, porque nuevas esas ruletas, en Masaya donde las fabrican, cuestan apenas cuarenta. Y se pega otra vez la mujer al pecho del viejo al oírlo sisear: que es una pieza como no se imagina usted de fina, labrada de una sola troza de guayacán como las imágenes que ya no se hacen de los santos cristos crucificados. Y Taleno el padre, cauteloso en el trato, ahuyenta con un movimiento amoroso de la mano las moscas posadas en la frente del anciano, solo da veinte.
Dásela en veinte, niña, y te vas para tu pueblo, transmite ya lo último el anciano a la mujer. Y Taleno el padre paga sin hablar, cuenta sobre el suelo las monedas alumbrado por el foco tubular que Trinidad arrima porque casi no se mira ya, monedas de diez centavos, de veinticinco centavos, lucias y de cantos desgastados, que la mujer envuelve en el pañuelo mojado y se guarda entre los senos. Ayudado por Trinidad levanta Taleno el padre la estrella ya conquistada y entre los dos la acarrean hasta el mesón, mientras lo dejan a él cuidando los bártulos; y ya para el segundo viaje, cuando llevan los tres las cajas y las valijas de mercancías, los alcanza en la calle la mujer, jadeante: que no les había entregado la torre del toro-rabón y las bolitas, la torrecita de hojalata con sus patas de alambre para fijarse al centro de la ruleta y las bolas gruesas, acuosas, guardadas en una cajita redonda de talco Para Mí, amarillo estriado, azul claro desvanecido en girones blancos en las profundidades de la transparencia, rojo de sangre, diluyéndose en agua; les sonríe como esperando alguna palabra la mujer, el sombrerón amarrado debajo de la barbilla con un cordón de zapatos que parece cortar la grasa de su papera sudorosa, qué se va a andar yendo para Malacatoya, si allá no tiene ya a nadie, y además, que esos reales apenas van a ajustar para mercarle su caja de talalate cuando dé el alma.
Y ya en el mesón se sientan en el escaño frente a la mesa de comer, de cara al fogón donde cocinan con los rostros enrojecidos por las llamas las tres hermanas propietarias, y ninguno de ellos le quita el ojo a la joya envuelta que descansa contra una pared y que aún no han desnudado para verla; y mientras esperan que les sirvan la cena, Taleno el padre se para y va al cocinero a pedir un poco de contil que disuelve en agua sobre un pedazo de teja recogido en el patio; de entre los bártulos saca su cepillo de dientes, las cerdas amarillas doblegadas por el uso, y lo tiñe con el negrumo para escribir sobre la manta
Perteneciente a José Asunción (Chon) Taleno
Comprado en Siuna, abril de 1934
Y mientras come apurado, los carrillos llenos de plátano cocido que se lleva a la boca en trozos humeantes, les explica que la marca es para que no se roben la estrella porque van a andar por muchas aglomeraciones de hombres en las fiestas de los santos patronales con ella. Y Trinidad, que sorbe su pocillo de café, mira el envoltorio, pueden llevarse el trasto y dejarnos la sábana, tata; y Taleno el padre, tragando, lo vuelve a ver entonces con rabia, solo con mierdadas salís vos, le dice.
Y a la noche, acostados sobre la rugosidad de las tablas sin cepillar de la mesa de comer, impregnada de berrinche porque de seguro duermen allí otras veces otros niños forasteros, cada vez que se despiertan giran ansiosos las caras hacia la penumbra para ver si aún está allí, envuelta en el sudario, la ruleta, mientras Taleno el padre arrecostado en el tabique se deja vencer por el sueño en su vigilancia pero la protege con el cuerpo.
En las bancas de los parques, en los atrios de las parroquias, en los portales de las casas municipales duermen desde entonces; debajo del toro-rabón se refugian cuando llueve, marchan de noche junto con las promesas en las romerías, atraviesan los vados de los ríos con las tropas de caminantes y montados, caravanas de carretas, alegría de voces y risas que celebran caídas en el agua, saludos y encuentros sorpresivos en la oscuridad, encaramados en plataformas de camiones de carga, en la góndola de los trenes, siempre con la estrella a cuestas para llegar sin falta a los pueblos las vísperas de fiesta; revientan en la plaza las alboradas, se queman los castillos de luces y las guirnaldas giratorias en los cielos, desgranan el chispero de sus carrizos las gigantes de pólvora y Taleno el padre, firme y vigilante, se yergue enjuto en su taburete frente a la ruleta, las alas vencidas del sombrero de fieltro terracota oscurecidas a parches por viejos sudores, el rostro veteado de color de hoja de tabaco, la camisa parda de mezcalina abotonada al cuello, inquieta la mirada y vivaces los ojos pequeños, masca su puro con distracción sonriente y se disuelve sereno en una bocanada de humo, la voz ronca al marcar las apuestas, atento a la boleta que cae desde la torre para saltar por los huecos negros, alcanzar los números rojos y pasarlos brincando hasta detenerse, fija, en su orificio; y el movimiento justo de su mano de tigre al recogerla, proclamando con un golpe de puño al ganador, o al tomar lo que se le debe por coimería.
Los días no se le presentan sino cuando amanece o cuando va a atardecer mientras andan con Taleno el padre por esos pueblos del Pacífico, de fiesta en fiesta; sale de madrugada del escondrijo donde le ha tocado dormir, despierta a la dianas y al olor de la pólvora quemada de las cargas cerradas tempraneras, progresa desde los cerros la neblina o sube de las quebradas para rodear la carpa de caballitos, los palanquines de fierro mojados e inmóviles, la rueda chicago, la casa portátil de la ruleta mayor, los chinamos de palma, la armazón de varas de la barrera de toros, encienden las fiestas sus fogones, van lerdos los muleteros a hacer sus necesidades detrás de la iglesia. O atardece, y en los tramos de juegos de suerte improvisados en las veredas de un parque, en una calle real, se prenden las farolas de alumbre que arden pálidas entre las ramas, y comienza a juntarse la tropa errante de coimes, ilusionistas, sacasuertes y tahúres, un cura andarín entre ellos que bautiza en los atrios durante el día y le deja a Taleno el padre guardada su sotana en las noches, dedicándose a atraer paseantes a los solares donde esperan, acostadas en petates las mujeres que andan en su compañía.
Es entonces, al oscurecer, cuando a Trinidad le vienen sus ganas angustiadas de hacerse rico, porque con la estrella ya se mira que no va a salir Taleno el padre de pobre; deambula por entre las mesas de juego hasta que llueve, o se apaga al final la música embullada de los discos rayados, metiéndose a las ruedas apretujadas de jugadores de caras tristes, vencidos de antemano, antes de abrir la garra y dejar que los billetes sudados se desarruguen solos sobre la carpeta húmeda, vigilando Trinidad junto con ellos los giros de la ruleta multicolor, viéndola desvanecer sus números de calendario, oyendo a la uña incrustada en el soporte torneado, tensa, rozar en lo alto los clavos veloces de cuerda quinta de guitarra, y quisiera decidir cuándo va a caer casa grande y cuándo casa chica para despertar una madrugada a Taleno el padre, sacarlo de su cueva debajo del toro-rabón y enseñarle las bolsas llenas de billetes, haber quebrado la ruleta, ganarle a los hombres adultos apuestas sucesivas en la mesa de dados manejando el cuchumbo con movimientos maestros del pulso, aunque sentenciado por Taleno el padre de que iba a rajarle el lomo a palos el día que se acercara a aquella mesa redonda prohibida que siempre permanece oculta en el encierro de una casa ruinosa alejada de la plaza, porque en los dados de hueso hay siempre el recuerdo de una cuchillada trapera, de algún suicidio por ruina o de alguna amistad para siempre perdida.
Y está Taleno el padre instalado con su estrella frente al atrio de la iglesia parroquial de Comalapa, tal vez San Pedro de Lóvago, en espera de poder aprovecharse de la salida de la procesión, cuando llegan a buscarlo para preguntarle si no es hijo suyo un forasterito como de doce años al que ha desgraciado un toro por querer sortearlo; que un catrín alzaba en el palco de la barrera un billete de cinco córdobas, pidiendo un valiente para torear al animal ya doblegado en el bramadero, y el niño, subiéndose a como pudo por el varamen alcanzó la tarima y se presentó ante el hombre quien lo recibió con risas, haciendo burla delante de los otros espectadores de que aquel fuera tan chiquito y tan osado; pero que al fin aceptó, le pasaron al niño la manta colorada y se metió a la barrera arrastrándola, de tan grande que era; y lo primero que hizo el animal al verse libre de la soga en medio del bullicio de la música y el estallido de los morteros, fue venirse saltando en dirección al niño sin hacer caso del jinete y ensartarlo, desgarrarle la barriga y sacarle los intestinos que se desbordaron sobre el suelo de su caída; que habían andado preguntando en todos los tramos de la plaza y nadie daba razón de si tenía o no parentela.
Y Taleno el padre escupe sobre el suelo adornado con un manto de trigo reventado, lo deja a él cuidando la estrella mientras vuelve y se va a la barrera tras el informante pero en el camino divisa acercarse en medio de una nube de polvo la lenta procesión en la que traen al corneado en andas, acostado en una cama de baldaquín sacada en préstamo de un aposento, una cama que con las cortinas de su pabellón al aire y sus pilares negros como mástiles parece un barco; y al toparse con ella los cargadores la hacen descender de sus hombros para que pueda comprobar si el niño es su hijo, mientras la gente que pasea por la plaza se empuja y se atropella para presenciar el encuentro y la banda de música toca desde la barrera echame ese toro pinto hijo de la vaca mora para sacarle la suerte delante de esta señora, bailando al compás los caballos sofrenados por sus jinetes.
Con la cara sollamada y cubierta de la tierra en que ha caído, alza Trinidad con dificultad la cabeza para mirar a Taleno el padre, juega amuinado a enrollar en el dedo el cordón de un crucifijo colocado entre sus manos por la misma dueña de la cama, y se sonríe apenas; y mientras van alzándolo de nuevo, lo regaña furioso Taleno el padre, lo reprende porque anda allí por donde quiera como animal sin dueño mientras él se jode en la coimería buscándole el bocado, y todavía lo está regañando cuando le pide al viejo soldado la pana que contiene la gran flor de tripas azulosas y rosadas para cargarla él el resto de la procesión, y la va llevando al lado, cuidadoso de no tropezar como quien carga una reliquia; hasta que uno de los cargadores le pregunta a dónde va con destino esa cama, y ve Taleno el padre que los intestinos se han quedado quietos en el agua y responde que a ninguna parte.
Eran aviones, exclama Chepito, y sus brazos abiertos simulan alas, aviones de combate que primero zumbaron lejos y después de atravesar Managua se alejaron hacia el sur; y el Jilguero le dijo adiós otra vez desde la pasarela, adiós con la mano en alto y tan apurado iba ya que al alcanzar la carrilera se escapó de caer. Y no lo vio más.
Pastorita extiende un pañuelo en la silla antes de sentarse porque está recién mudado, pues unos aviones regaron papeletas, otros regaron balas; sucede que él había ido a Diriamba ese domingo para amenizar un bautizo y el lunes temprano esperaba frente al Reloj una camioneta para volverse a Managua, cuando aparecieron los aviones soltando aquellas hojas que se desgranaban cernidas sobre los techos y caían en las calles donde bandadas de muchachos, hombres grandes incluso, las perseguían en gran algarabía. Yo las veía revolotear sobre mi cabeza sin sospechar nada grave, ocurrencias de la Mejoral, pensaba, pero no dejó de entrarme cierta curiosidad y sin soltar la valija del acordeón me lancé al molote logrando una, húmeda de garúa.
VIVOS O MUERTOS
SE BUSCAN
y fotos y fotos pequeñas arrimadas unas a otras, toda la papeleta cubierta de fotos de personas militares y civiles. Y vengo yo, asustado ya por el suceso, y me fijo en una esquina de abajo, ideay ¿pues no es éste el Jilguero? Era él, la misma foto aquella de su bachillerato que siempre andaba en su cartera.
Sin apartarle los ojos baraja Raúl, nervioso, el naipe ¿Y estaba retratado también su hermano Carlos, verdad? Y contesta que sí Pastorita, pero por no serle familiar su cara no lo reconoció de entrada; al que sí identifiqué de ya, es a ese tal Indio Larios que vos tanto mentás como valiente, Raúl, su mismo retrato antiguo de cuando era oficial de la guardia que publican cada vez que hay una insurrección.
Y rebaja la voz Raúl, los atrae con un subrepticio aleteo de las manos para congregar estrechamente sus cabezas, entró clandestino desde Guatemala el Indio Larios y anduvo campante por Managua bajo distintos disfraces preparando el complot, unas veces en harapos de pordiosero, otras de dama elegante: en ropajes satinados de cola larga, constelado de joyas, departió en una fiesta oficial con el propio hombre, tapándose la cara con un abanico; y ¿han de creer ustedes? ni por sombras fue reconocido, el Indio Larios tan buscado, que fue uña y carne con tu coronel, Chepito; los dos caporales en volarse a Sandino obedeciéndole a el hombre, solo que al Indio Larios le agarró después un fuerte arrepentimiento por haber derramado una sangre masona igual a la de él, y para lavársela, se volteó. ¿Vos sabés, Pastorita? Tiene pactos con espíritus selectos, le quisieron poner ley fuga pero en la carrera se les escapó para siempre ¡a uno como él no lo tocan las balas! Y así querían agarrarlo preso ahora, a puras papeletas.
Dudoso, Pastorita retira la cabeza del conciliábulo. ¿Crees vos eso de que entra invisible a las prisiones para conjurarse con los presos políticos? Y otros cuentos, de que ronda por el Campo de Marte en espíritu, o ese, de que pudo acercársele a el hombre a pesar de tanto guardaespalda. No, sería demasiada osadía. Y si no lo pueden tocar las balas, ¿qué miedo va a tener?, afirma Raúl ya en voz alta, pero Chepito les hace poco caso y urge a Pastorita a continuar, oír sobre el Jilguero es lo que le interesa.
Pues nada más, vacila Pastorita en recobrar el hilo perdido, nada más que me vine todo el camino pensando solo en él, pobrecito el muchacho, ya lo jodieron, tal vez sea culpa de su hermano haberlo comprometido en eso; y le daba vueltas a la papeleta en mis manos, y los pasajeros contaban que los revolucionarios andaban huyendo desde el día anterior por los cafetales, perseguidos en las fincas de Carazo, por rumbo de San Marcos, por la Concha, por un lugar llamado Las Pilas. ¿Las Pilas?, lo interrumpe Raúl y otra vez los convoca, allí fue donde cogieron preso al hermano del Jilguero antes de matarlo, ese es un hecho que después voy a contarles. Sí, después contás, lo corta molesto Chepito, ajá pues, Pastorita.
Al llegar la camioneta a Las Esquinas un guarderío espantoso, puros cascos de acero deteniendo a los vehículos a punta de ametralladoras; nos bajaron y nos registraron a todos mientras yo veía que no me maltrataran el acordeón, no se apartaba de mi pensamiento el Jilguero, ¿andará enmontañado por aquí el pobre? Y hasta me parecía presentir una sombra de él en los cafetales.
Pero no andaba allí, niega sabidamente Raúl, solo su hermano estaba pero ya enterrado en un plantío; y Pastorita asiente y sigue, cuándo se iba a imaginar que al llegar él a su pieza en Campo Bruce, ya estuviera la G.N. esperándolo en la calle, la manzana ocupada como para un combate, y al que iban a agarrar era a un pobre músico; “va a pasar con nosotros”, me ordenaron y me metieron en un jeep, con todo y el acordeón. ¿Y a quién veo entonces? A Chepito en calzoncillos, esposado, y no nos dimos ni los buenos días, tanto era el culillo que llevábamos.
¿Te lo devolvieron al fin el acordeón?, le pregunta Raúl preocupado, y Pastorita niega, me dijeron que llegara el lunes por él, pero si se pierde o lo joden por estarlo traveseando, ya me llevó la mierda, no es mío. ¿Y con qué lo pago? Pues aquí Chepito puede hacerte la gestión con su coronel, se voltea con sorna Raúl. Y Chepito, incrédulo y dolido mueve la cabeza, el coronel en persona me vino a capturar; y se sienta con dificultad por el dolor en sus costillas.
Estaba bien dormido y cuando sintió que le encendían la luz pensó que alguien lo llegaba a matar, como a Lázaro, un asesino con su cuchillo; pero eran soldados con rifles, orejas empistolados los que me rodeaban, tantos que no alcanzaban en el aposento pequeñito que a duras penas da para mi cama, siempre con el miedo de voltearme en la noche y caerme al agua si se quiebra una tabla podrida, un aposento que no es ni aposento, el coronel mandó a limpiar las cajillas y los trastos para que yo durmiera.
Se protegió del resplandor y de su desnudez llevándose el brazo a los ojos, esquivándoles la cara a los guardias; y ya menos encandilado descubrió al coronel que bloqueaba con su gordura la puerta, en uniforme de fatiga y los brazos cruzados sobre el pecho, su anillo de piedra roja brillando como el ojo de una fiera entre los vellos de los dedos; daba órdenes mudas, haciéndose el inocente, y los orejas le registraban el cuartito, trastejeándole los cajones de pino, volteándole sobre el piso su ropa, revolviéndole sus pocos haberes, una flores gigantes de papel, sus zapatillas de baile, el traje de rumbero con las mangas tupidas de vuelos y la pechera de lentejuelas, el sombrero cordobés para bailar la jota. “¿Qué son todos esos disfraces?”, le preguntó burlesco un tal tenientillo Quesada que dirigía el registro, cogiendo el sombrero gitano con la punta de los dedos como si tuviera asco de llenarse de cuita; y Chepito, paciente, se acordaba de las palabras del Jilguero, “en este país no respetan lo que es el arte, Chepito”; y le explicó que esas eran cosas de su vestuario, las ocupaba para bailar en los shows nocturnos; y el tal tenientillo Quesada le consultó al coronel con la mirada, y el coronel desde la puerta asintió, era bailarín, como algo que no tuviera remedio.
Los agentes terminaron el registro y le alcanzaron al tenientillo unas fotos encontradas en el fondo de uno de los cajones; y Chepito se sonríe, esos retratos no tenían que ver con nada, uno era de mi mamá que vive en Catarina, cuidadora de la finca “El Corozo” del coronel, el otro era Tuzo Portugués, el campeón de boxeo. Y no me pateen las flores que esas las trenzó mi mamá con sus manos, pero el tenientillo ni caso me hacía. “¿Y un tal Lázaro?” fue lo que me preguntó, revisando su lista a máquina.
Con un lento movimiento de la mano saca Raúl una carta de la baraja, la mía es carta mayo, yo reparto; andaba buscando hasta a los muertos, hace ver, y eso es precisamente lo que Chepito le había respondido al tenientillo Quesada, Lázaro es un difunto, señor, aquí en este mismo night-club lo mataron; pero no me creía, el muy desgraciado, se arrecuesta con dificultad, quejándose de la punzada. El coronel reconoció entonces que era cierto, allí en El Copacabana habían matado a un guitarrista para unas fiestas de agosto; “Lázaro Cordero, dicen que muerto” anotó en una lista el tenientillo “ahora un tal Raúl Guevara. ¿Sabés vos dónde vive? ¿O también está muerto?”. Y Raúl dobla apenas las puntas de las cartas para ver su juego y las deja sobre la mesa; jugá vos, a vos te toca, lo urge Pastorita.
Chepito, fracasando en un ademán dramático de desesperación, abrió los brazos menudos recorridos por gruesas venas y yo qué voy a saber, a lo mejor no vive en ningún lado, donde le coja la noche; y seguía el tenientillo atento a su lista, chequeándola con su lapicero. “¿Y ese José Asunción Pastora?”. Pues ese era el otro de Los Caballeros, conocía la dirección de su casa pero no podía dársela porque era muy enredada; “no te aflijás, te vas a venir con nosotros para que nos enseñés, y también dónde es que amanece ese otro músico Guevara”.
A mí me capturaron en mi trabajo del plantel de Batahola, arrastra Raúl porque ha ganado, ni una semana tenía de haberlo conseguido y hoy que regreso ya libre me sale el capataz con que subversivos no admite él en la pedrera. Y no me paga ni siquiera los días trabajados, esa es la justicia, baraja las cartas y vuelve a repartirlas.
El coronel le hizo de señas al tenientillo para que se apartara y le diera lugar frente a la cama. “Vos sabés el cariño que te tengo, Chepito” empezó su sermoneada, “yo lo traje de Catarina para acá, porque soñaba con la vida alegre de Managua, y allá lo único que hacía eran flores de papel con su mamá, ¿verdad?”. Y lo miraba a él y miraba también al tenientillo y a los demás guardias y orejas, como si estuviera presentándoles a un amigo; “y lo puse a administrarme El Copacabana, baila en el show por voluntad suya y como barman es de primera, honrado también en sus cuentas”, ajustándome alabanzas ante los guardias que mejor querían joderme de una vez, sin tanta remetálica. Desnudo y apendejado, no tuve más remedio que darle las gracias al coronel por sus palabras, y él entonces, que le dijera, pues, dónde estaba escondido ese tal Jilguero, “tené cuidado de decirme la verdad y no estarlo apañando que esto es delicado, es principal en un complot para agarrar la loma”.
Y Chepito se afirmó en el filo de la cama, se compuso el cabello con un toque de la mano frente a un espejito invisible, y empezó a mover la quijada como si mascara chicle, tiempales de no mirar al Jilguero. Y al decir tiempales estiró la voz, queriendo indicar una inmensa lejanía. Entonces se apartó bravo el coronel para que así desnudo como estaba me llevaran, diciéndome todavía a la pasada que estaba bueno que me jodieran, por baboso. A culata moderata, se ríe Raúl y vuelve a arrastrar.
Este Raúl nos va a acabar, ya le agarró la ganadera, finge quejarse Pastorita; mejor juguemos tablero y así tal vez veo aunque sea una. Chepito hace intento de pararse para ir en busca del tablero, pero no lo deja Raúl y va él mismo a sacarlo de debajo del mostrador donde también está guardada la guitarra de Lázaro.
Por el Jilguero él hubiera sido capaz de dejarse matar, como de verdad casi lo matan, se soba el pecho Chepito; lo obligaron a beber cantimploras y cantimploras de agua salada, le dieron toques horribles con una aguja eléctrica. ¿Has sentido alguna vez ese dolor en los huevos, que te los quemen con un chuzo, Pastorita? A nadie se lo deseo. Y de ajuste le molieron a culatazos las costillas, pero él no iba a vender la visita que le había hecho el domingo el Jilguero, esperando a su hermano, para irse los dos a lo que iban. ¡Y tampoco revelarles que Carlos, el hermano, había estado bebiendo aquí una noche con el capitán Taleno, el otro del complot, después de casquinearse duro! Esa plática ya no pudo acabar de contársela al Jilguero, bien contada. “Le puede costar caro que lo vean bebiendo con opositores, capitán”, le había dicho en una de tantas Carlos; y Taleno, sin contestar nada, más bien se echó el trago que le tocaba; “no creás, desde hace tiempo vengo pensando en eso que tanto me dolió cuando me lo enrostraste”, le dijo despuesito, “pero es verdad, es oficio jodido ese de sacar bacinillas, aunque sean de oro”. ¿Pero qué era la cosa? ¿Por qué el pleito? quiere saber Pastorita; y es que por lo visto, Taleno había querido sacar a bailar a la hermana del Jilguero en la fiesta de candidatura del Club Internacional, y Carlos lo rechazó con estas palabras: “mi hermana no baila con guardias, menos con guardias sacabacinillas”.
Y esa madrugada, aquí íngrimos los dos, Carlos oyó la reflexión de Taleno que fue algo larga, más o menos aceptando que él era un infeliz desgraciado sirviente, que no fuera a creer, muchas veces se le aclaraba la conciencia, no era para criado su destino. Y Carlos, antes de echarse por un lado de la boca el trago, porque la tenía muy inflamada y sangrante, le contestó que podía resultarle un oficio largo el de las bacinillas, porque después del padre se las iba a tener que seguir sacando al hijo, y quién quitaba, a lo mejor también al espíritu santo, salud. “Allí vamos a platicar sobre eso, salud”, bajó Taleno la voz. “Cuando guste”, fue la respuesta de Carlos, eso lo oí yo todo, haciéndome el ocupado en mis oficios.
Y a la hora del interrogatorio, el tenientillo Quesada ese, se arrechaba cada vez más ante su obstinamiento y le gritaba que dejara de mascar el chicle, mandando a dos orejas abrirle a la fuerza la boca para sacárselo. “No tiene nada, son puras muecas”, le informaron, limpiándose la saliva de los dedos; en venganza le volvió a clavar el chuzo, “me vas a seguir engañando, mamplora de mierda”, y el coronel, ocupado en el interrogatorio de otros prisioneros, lo oía gritar de dolor ante los chuzazos pero se hacía el sordo, como si no se hubieran visto nunca en la vida.
Al fin tuvieron que soltarlo, y hasta entonces lo llamó el coronel a su oficina, que pasara a perdonar, pero esos interrogatorios algo fuertes eran a veces necesarios, que no se fuera a poner resentido, siempre iba a quedar en su trabajo de El Copacabana, hasta en jeep lo mandó devuelta. Pues resentidos es babosada, se golpea Raúl las rodillas. ¿Y a nosotros que de verdad teníamos tiempo de no verle la cara al Jilguero, no nos refundieron por gusto? A Pastorita le aflojaron los dientes de una trompada, y abre Pastorita la boca para que le vean los dientes, tocándoselos uno a uno; y a mí me tuvieron desnudo, con amenazas de que ya iban a empezar conmigo, pero por dichas no me tocaron.
Y pasa el tren de occidente para Miraflores frente a El Copacabana, tristes los pasajeros asomados a las ventanillas del vagón de segunda, apiñados de pie en las góndolas finales los campesinos, pita alejándose, costeando el lago y deja entre las breñas secas y amarillas de la costa una estela de humo gris que tarda en disiparse.
Largo rato me quedé fumando en lo oscuro, tendido en mi tijera de la caseta de proyección, y antes de apagar el último cigarrillo comprobé, tanteando con la mano, el lugar en el piso donde quedaba en su taliz mi pistola; antes de dar con ella rocé mis zapatones húmedos, que iban a amanecer de seguro resecos, con las costras de lodo endurecidas alrededor de las suelas, y palpé también mi lámpara de pilas debajo de la almohada, volviéndome finalmente de costado para buscar mejor el sueño. Comenzaba a privarme cuando de la luneta donde acampaba mi tropa me llegaron unas risotadas y un arrastrarse de bancas; e incorporándome, pregunté qué era la cosa. “Aquí estos que me quieren abusar”, se quejó el niño sirviente que nos había dejado a dormir el alcalde. Qué jodidos más zánganos, me sonreí yo y me acosté de nuevo.
Después solo me llegaban ya los ronquidos de los soldados y sus respiraciones concertadas, pero despuesito, también el canto extraño de unos pájaros, unos silbidos en la oscuridad llovida de afuera, que se contestaban desde distintos puntos; qué raro, reflexioné, un concierto de pájaros como si ya fuera a amanecer, no siendo ni medianoche; pero ideay, la montaña es la montaña. Al rato, hubo sobre mi cabeza en el techo un resbalar de tejas, y algo como un caminar en cuatro patas: ¿garrobos? Garrobos tan grandes como para botar tanta teja, no existían. ¿Zorros? Llevé la mano debajo de la almohada para alcanzar la lámpara, pero la dejé allí inmóvil, en contacto con el metal frío, porque ahora eran claramente pasos los que en forma apresurada descendían en dirección a la calle, desprendiendo una menuda lluvia de tierra que me bañaba la cara.
Ya para entonces quise gritar una orden, pero no pude, porque se me atrapó la voz en el galillo, o fue que oí las primeras estampidas llenar el cine, desbandando en gritos y atropellos a mis guardias en busca de sus armas, o de la huida; pero enmedio de la tirazón feroz y alumbrados por los fogonazos, solo lograban dar vueltas locas, como ganado acorralado, arreados entre el desgobierno de las bancas al centro del salón por las sombras enemigas que parecían salir de las mismas paredes, pero que a través de la puerta entornada de la caseta yo podía ver columpiarse por los boquerones abiertos en el techo, y al desgajarse, caer detrás del parapeto de los escaños para disparar a quemarropa sin cesar de entonar sus vivas por encima de los que se oyó al desplomarse la puerta de la calle, el grueso despuntear de una ametralladora. Todas las salvas cesaron al callarse también la ametralladora, como si ella hubiera estado dando las órdenes, y comenzó entonces a oírse el tajo de los machetes cayendo filosos contra los huesos, desastillando en su remolinolas bancas y sacándole chispas al piso.
Se callaron casi por completo los alaridos y el olor del humo denso y metálico de la pólvora me llegaba asfixiante a la cara bañada del sudor pegajoso que también se mojaba las espaldas y me corría por la entrepierna, mientras mi mano, extendida ahora hacia el suelo, rozaba apenas el taliz de la pistola, dominadas las yemas de los dedos por un hormigueo. Y así, bocabajo en la tijera, el último quejido confuso y apagado en llegarme entre el tumulto y las voces de los asaltantes, fue el de mi primo Mercedes, “me han matado”, repetía llamándome, cada vez como más lejos.
Librado al peso de mi cuerpo me desguindé para buscar refugio debajo de la tijera, y tendido en el tablado de la caseta, sin moverme, escuché los resoplidos de las bestias y los relinchos en la calle, las voces de mando, los pasos con espuelas de los que se acercaban a requisar las armas, a cargar las mochilas y las cananas, a desnudar de los uniformes los cuerpos, riéndose alegremente; “¡todo nuevecito!”, decían ufanos, “¡qué catrines nos mandaron a estos los yanquis!”. Los pasos se alejaron luego, y oí el galope de su caballería y de nuevo sus vivas, “¡Viva el general Sandino! ¡Viva el general Pedro Altamirano!”. Y después ya perdiéndose el tropel, unos himnos cerriles cantados en coro en la lejanía.
Tardé en recobrar el calor del cuerpo, en sentir que la sangre me corría otra vez desde la nuca y me entibiaba la espalda, bajándome a las extremidades que tomaban movimiento y salían así de su hielo; y hasta entonces, antes de arrastrarme fuera de mi escondite debajo de la tijera, me di cuenta precisa de que no era sudor lo que me mojaba en torrente los calzoncillos, sino mis propios orines, un momento antes hirvientes y ahora fríos. Avancé en cuatro patas y al asomarme como un animal medroso y apaleado a la puerta de la caseta, me encontré ante una visión de llamaradas que crepitaban velozmente, consumiendo las bancas y los cadáveres desnudos que al quemarse se retorcían y me hacían muecas de risa; los resplandores subían violentamente hasta lo alto del techo, y al iluminar los huecos que aparecían y desaparecían entre las sombras, dejaban ver pedazos de cielo limpio.
Un fogazo de horno me ardía las pestañas, y antes de que la cortina de fuego se me pusiera delante de la puerta, sin olvidarme de mi pistola me lancé en carrera pisando los cuerpos amontonados y tropezando en aquel descuartizamiento con los escaños; salí a la calle, pistola en alto, disparando, y los vecinos que se habían reunido afuera se desbandaron en huida. El alcalde, envuelto en su chamarra, los oídos taponeados de algodón y untados en Vaporub, se adelantó hacia mí, saliendo del grupo que se arrimaba de nuevo cauteloso. “Guarde esa arma que está entre amigos, señor sargento”, me pidió.
Me rodearon, pero en ademán permanente de retroceder, tal vez por miedo de mi pistola, o más probablemente distanciados de mi olor a berrinche. Indefenso y friolento, desnudo, dejaba que los perros me lamieran los pies llenos de sangre, hasta no ahuyentarlos el alcalde, siempre junto a mí embozado en su cobija, contemplándome y contemplando las llamas a las que señalaba con la misma mano en que sostenía una gran biblia, “obra de Pedrón Altamirano, señor sargento”. Después me dijo que en su casa podría asearme.
Y amaneció el día y el cine no se apagaba; el tufo a carne chamuscada se había propagado por la población entera y todo fue que calentara el sol para que arrimaran volando los zopilotes, primero en círculos a gran altura, ya después agobiando los árboles cercanos, las ramas de los papaturros del solar perteneciente al cine cargadas por el peso del animalerío negro. “Qué va a hacerse con semejante fuego, no basta la ayuda de los vecinos, no alcanzan los cántaros ni los baldes, hemos arrimado una pipa ambulante, pero tampoco”, se asomaba de cuando en cuando el alcalde a su aposento para darme noticias del fuego; allí permanecía yo, arropado en una cobija que él mismo me había facilitado, y sentado en la cama temblaba con un frío igual al de las fiebres terciarias, vigilado por sus siete críos, la esposa, la madre y la suegra; la suegra había traído incluso una mecedora y sin quitarme ojo se balanceaba, arrullando al más chiquito de sus nietos; y a la hora del almuerzo los mayorcitos trajeron sus platos al aposento, para comer con ellos en el suelo, frente a mí. Entraban y salían también vecinos, se quedaban un rato hablando en voz baja y eran después repuestos en aquel turno por otros.
Al promediar las doce del día era alto todavía el humo, aunque ya no había fuego, consumida toda la casa. Y de tan lejos se vería, que la columna en marcha lo divisó, y acudió al lugar. El suboficial al mando de la columna entró a buscarme al aposento, se me presentó cuadrándose, y yo, aunque tembeleque, me puse de pie como subalterno suyo que era y me cuadré también. Me preguntó por mi rango y mi número y me pidió un parte verbal de lo sucedido. El alcalde se adelantó con su biblia en el pecho y se quitó el sombrero; “el señor sargento estará impedido de hablar después de semejante lance, señor teniente, si de toda la columna solo él nos quedó de muestra”. Pero el suboficial le quitó la palabra, y le ordenó salir del aposento con toda su prole y demás familiares y vecinos.
Como al quedar solos volví a sentarme sufridamente en la cama sin esperar su venia, me preguntó si es que acaso no me podía tener en pie por estar mal herido. Y yo, haciendo un movimiento triste con la cabeza, que no. “Entonces, vístase”, me ordenó seca, pero suavemente, “¿dónde están sus ropas?”. “Se quemaron”, le informé. Salió en busca del alcalde para que me proporcionara una mudada que me sirviera al menos para llegar hasta el cuartel del Ocotal; y el alcalde lo que me prestó fue una pijama de lanilla gastada, con olor a enfermo.
No se había quitado ni siquiera el sombrero de campaña al entrar al aposento. Solícito se hizo cargo de mí, me ayudó a ponerme la pijama, y en su estrecha proximidad, al abotonarme la camisa, me parecía notar que me husmeaba disimuladamente porque de seguro al no más entrar su columna a la población le había llegado rumor de mi percance. Ya de pijama, le di mi informe verbal; que iba con rumbo a mi primera misión en las Segovias, que el teniente Hatfield USMC del cuartel general del Ocotal me había dado comisión de marchar a un rancherío como de cuarenta y pico de almas en la finca El Dulce Nombre adelante de San Fernando, para dispersar a los moradores, todos gente enemiga, y reconcentrarlos en caseríos distantes, que mis órdenes eran también las de arrasar los sembrados y quemar los ranchos; que habíamos acampado esa noche en San Fernando para seguir viaje a la madrugada, que el alcalde nos había habilitado el cine, ya clausurado, para dormir, y que allí es donde se había dado la batalla.
Se necesitaba ser ciego para no ver que de entrada, lo de la batalla no me lo había creído; después de escucharme sin hacer una sola interrupción se sentó a mi lado en la cama; me ofreció un cigarrillo y fumamos juntos, dándose tiempo entre bocanada y bocanada. “Vengo de Palacagüina de arreglar un asunto extraño”, me dijo, botando la ceniza en el suelo; “se recibió de allá la denuncia de que hace dos meses los sandinistas entraron secretamente al pueblo, y como zorros de monte, sin que nadie los sintiera, se dedicaron a perjudicar las casas de todos los ciudadanos de fortuna, de todos los que en una forma u otra colaboran con los marinos, suministrándoles posada a los oficiales, vituallas a las patrullas, o algo. Pues quitaron las tejas sin que nadie oyera un solo crujido en los techos, teja por teja toda la noche hasta dejar pelado el enreglado; destornillaron después las puertas y ventanas, y arrastraron lejos las batientes, desbarrancándolas en una cañada. Y fíjese lo que son las casualidades de la vida”, me puso la mano en una rodilla, “al nomás amanecer comienza a caer un gran aguacero que para colmo de males se declara por todo el día, y aún da el siguiente y sigue lloviendo. Los ciudadanos destechados, fueron sorprendidos en sus camas por la lluvia que les soplaba por todas partes, como si hubieran estado acostados en media calle; no hallaban para dónde correr, chapaleando en los pisos anegados, sus enseres y sus muebles, sillas y cacerolas, nadando en las corrientes que atravesaban las casas de puerta a puerta. Para qué le cuento, aquello fue una verdadera fiesta en Palacagüina; a la gente no le importaba mojarse y corría de una casa en pampas a la otra para no perderse, muerta de risa, los trances desesperados de las señoras subidas a los roperos, el apuro de los maridos queriendo sacar con escobas el agua, ¡qué ocurrencia! si la corriente hasta ramas y gallinas había metido dentro de las casas; y cada vez que por esfuerzo de parar algún mueble que salía disparado navegando hacia la calle, uno de ellos caía de nalgas en el agua, eso lo celebraba la gente afuera con alegres gritos. Y por eso fuimos llamados nosotros, me ordenó la Comandancia de Marina disolver esas manifestaciones, hacer que la gente curiosa volviera a sus casas, y para lograrlo tuvimos que emplear culata”.
Y se quedó un rato reflexivo, acodado sobre sus rodillas y replegado en él mismo, con la pierna cruzada, fumándose un nuevo cigarrillo. Muerto de risa el público y convencido de que Sandino recibe la ayuda de arriba, “Dios hablará por los segovianos”, dicen. “Sandino desenteja” y “Tata Chú echa el aguacero”. Se reía meditativo, y la risa, o el humo en los pulmones le provocó tos, una tos seca que contuvo llevándose el puño a la boca; “ya ve, sargento, lo peor es servir uno de hazmerreír” dijo, poniéndose de pronto serio, “¿cómo va a esperar que los marinos se traguen su historia? Los yanquis es cierto que son sencillotes, pero no tanto como para aceptar que un jefe de patrulla pierda a toda su gente en combate, y aparezca ileso y desnudo, en un aposento; eso es ofrecerles un consejo de guerra en bandeja de plata”.
Me quedé boquiabierta de puro desánimo, mientras tanto él se paseaba por la pieza, hablándome no en un tono de regaño sino de consejo, dejando incluso traslucir una preocupación sincera por eso de que los americanos no fueran a dar crédito a lo de mi actuación valiente en un combate fatal. Se sentó de nuevo en la cama y me secreteó. “Pues a lo mejor no me lo va a creer, sargento, pero al no más entrar a este aposento y verlo encobijado, me dije: este es un hombre en desgracia; y a partir de allí, le he cogido cariño. Por eso mismo, le pido decirme toda la verdad, a ver en qué le puedo ayudar. Piénselo, piénselo”. Y desembozó al pararse su sonrisita ladina.
Me dejó y se fue a controlar el asunto del entierro de mis soldados; iban a quedar en una zanja común en el panteón de San Fernando los restos carbonizados, porque los únicos cadáveres que se sacaban de las Segovias eran los de los marinos americanos, repatriados luego a los Estados Unidos; eso lo supe hasta ese momento, nuevo como andaba en la guerra, y me dolió por mi tía en Catarina, donde yo había reclutado a la mayoría de mi tropa, que no iba a poder ni velar el cuerpo de mi primo Mercedes; y tan ilusionada que nos había despedido, alentada por las ideas de mi papá de que los marinos nos iban a pagar los sueldos en bambas de oro.
Mientras permanecí en el aposento del alcalde en espera de la hora de la marcha, me puse a considerar su oferta de auxilio; no, ese cuento de la batalla no lo iban a pasar los americanos, y de un consejo de guerra talvez no podría salvarme ni mi padrino de bautismo el presidente Moncada, avergonzado iba a estar más bien por haberme recomendado ante el propio coronel Cummings USMC para el enganche. Así que, aunque él solo fuera para mí en aquel momento de congoja un perfecto desconocido, no me vi en más remedio que entregármele a ciegas. Eso, o eso, me estaba poniendo a escoger: sus brazos abiertos, o el consejo de guerra.