CAPÍTULO VI

Al dejar atrás el cruce de la carretera hacia la Paz Centro, el muchacho vuelve a golpear sobre el techo de la cabina para anunciar que el ataúd se ha soltado otra vez de las amarras, y el chofer, frunciendo la cara con disgusto, frena enmedio de una nube de polvo calizo a un lado de la grava. Se bajan, hundiendo los zapatos entre los pedruscos, y Bolívar camina dócil detrás del hombre requeneto y macizo que con las piernas en arco se balancea al andar y maldice contra la desgracia de los mecates que les vendieron en Guatemala como sondalezas, y no sirven ni para apersogar un perro; suben a la plataforma para repetir la operación de ratear el cajón, trenzando los nudos ciegos en los barandales, pero con menos esfuerzo ahora que ya pocos kilómetros quedan de camino; después echan la lona sobre la caja y vuelven a asegurarla con piedras para que el viento no la levante.

En la distancia de la carretera abierta en medio del llano de jícaros y bajos pajonales, las tolvaneras que marcan el rastro del camión viajando solitario en la medianoche de abril van aplacándose, y su blancura se disuelve bajo la luz rojiza de la luna de verano que alumbra tenuemente los campos de innumerables varillas peladas y motas sucias, caídas sobre la tierra reseca de algodonales ya cosechados; más hacia el occidente, las salidas encharcadas blanquean también, y el lecho de un río del que solo se adivinan aislados espejos de agua entre las lajas, se pierde adelante bajo los andamios de un puente en construcción.

El camión echa a andar de nuevo y a los pocos metros desciende con un lento balanceo, casi como en equilibrio, por un paso tupido de ramas que se quiebran contra el vidrio del parabrisas, agitándose y restregándose contra los costados del vehículo que las aparta, y ya libre, levantando apenas el agua, cruza el río junto a las sombras del puente barrido durante el temporal de octubre por la crecida, y que alumbrado también por la luna roja deja distinguir, alzándose enhiestos entre el maderamen, los hierros desnudos; y con un ronco y siseante zumbido abandona el desvío para salir de nuevo a la carretera cuyo trecho final asfaltado va ya en un trazo recto que se convierte a poco en una suave curva, por en medio de una alameda de mangos de hojas pulidas que se agitan secretamente.

Ahora el rumor sostenido de las llantas que corren sin obstáculos sobre el pavimento le comunica una sensación de laxitud, como si solo quedara ya un abandono final tras de los duros, sofocantes kilómetros recorridos de ida y vuelta hasta Guatemala, primero con el camión vacío, y de regreso, trayendo el cadáver después de haber cargado el ataúd en el pequeño patio trasero de la morgue del Hospital Roosevelt, antes de la claridad del amanecer hacía cinco días; y ya puestos en camino, trámites y dilaciones, porque no era fácil andar de frontera en frontera con un muerto; atravesar El Salvador, rodar por gradientes y meterse por desvíos, llegar al fin a Honduras, trechos abandonados en los que la hierba crecía las grietas de asfalto, tribunadas de lluvia sobre los cerros cubiertos de pinares sin que alcanzara a llover, y de nuevo el sol de filo haciendo espejear el pavimento, el traqueteo continuo de los barandales, las lajas despedidas por las ruedas golpeando sordamente por debajo del camión que las machacaba, el ardor de las espuelas contra el cuero sudado del asiento de la cabina, el polvo acumulado en sus cejas y en sus zapatos; y en lo más desolado de la carretera, la última vez cerca de la Trinidad ya en territorio de Nicaragua, el trabajo de parar y asegurar el ataúd que al soltarse de las amarras comenzaba a deslizarse lentamente hasta pegar contra alguna de las barandas; era entonces cuando el muchacho hijo del chofer, que viajaba al descampado en la plataforma, golpeaba con los puños sobre la cabina, o asomaba la cara por una de las ventanillas, suspendido como un maromero y con el pelo desordenado por el viento, haciendo señales de que se detuvieran.

Ahora, al final del viaje, reclina la cabeza sobre el gastado cojín y se adormila bajo el peso tranquilo de su cansancio, la sensación de desvelo en los ojos arenosos, un dolor punzante pero suave en las coyunturas, mientras corre sedado el camión y se pierden atrás los campos de algodón, tras la alameda un tractor arrimado a un cobertizo en el que también hay barriles y leña apiñada, ocultos a medias por las ramas, rótulos panorámicos alumbrados por candelas fluorescentes, que anuncian fertilizantes; y hasta sus narices, en el aire nocturno que atraviesa la cabina, le llega un olor salino y tibio de mar, de reses devoradas por zopiloteras en la lejanía cálida, pero que es también de frutas maduras, de insecticida impregnado en el viento por los aviones fumigadores.

Dos días lo tuvieron con el cadáver en el puesto fronterizo del Espino Negro sin permitirle pasar hasta tanto no llegaran órdenes de Managua. El oficial de Migración, con los pies encaramados sobre el escritorio desierto de papeles y en el que solo había un vidrio con cagarrutas de moscas y una foto de el hombre debajo del vidrio, de pie entre sus dos hijos sentados, le devolvió con gesto de desmayada arrogancia el salvoconducto extendido por el cónsul de Nicaragua en Guatemala. “Aquí solo valen las órdenes de el hijo del hombre”.

Volvió a guardarse el salvoconducto, y humilde, como si pidiera consejo, le preguntó al oficial qué hacía entonces. “Esa es cosa suya. Si quiere se va a Managua a hacer la gestión, si quiere manda un telegrama desde aquí. Lo único que yo sé, es que sin instrucciones de allá arriba, su papá por aquí no pasa”. Y se puso de pie, porque desde una de las casitas de tabla al otro lado de la carretera lo llamaban a gritos a desayunar; y todavía lo siguió. ¿A cuál de los dos hijos debía ponerle el telegrama? Y el oficial se volteó y apretó un gatillo imaginario; “pues al que tiene esto. Al dueño de las cañas huecas”.

Fue entonces hasta la mediagua que servía de oficina de telégrafos del caserío fronterizo, para poner el telegrama 22

Suplícole encarecidamente nombre mi familia y mío propio autorización ingreso territorio nacional cadáver mi padre exoficial G.N. Alberto Larios punto Quedamos de antemano muy agradecidos.

El telegrafista, un viejo que espantaba con una escoba las gallinas subidas a la mesa de transmisiones, recibió la formula y comenzó a leer el texto con indiferencia, contando con el empatador las palabras; pero a medida que iba llegando al final alzaba verlo con asombro, cancaneando ya en voz alta; y aún sin terminar, salió a la puerta llevando la esquela en la mano, a divisar el camión.

“Con que vuelve al fin”, cabeceó al pasar al otro lado de la baranda; puso el telegrama en la mesa, prensándolo bajo un aislador de vidrio, y se arrecostó en su taburete, dejando colgar los brazos en el travesaño del espaldar. “Yo estuve acantonado como telegrafista auxiliar en el Campo de Marte y por eso lo conocí a su papá, lo presencié cómo se levantaba con los machos, lo vi gozar de sus años de gloria a la diestra de el hombre, lo vi en su caída”. El viento que entraba por la puerta del patio hacía volar la hoja del telegrama bajo el aislador. “Yo le transmitía sus versos por telégrafo para una su novia Aurorita Aguilar, de León, que será la mamá de usted”, se puso de pie desganadamente el viejo, e iba quizás a sonreírse, pero en cambio lo tomó gravemente del brazo. “No tenga tantas esperanzas, a un muerto así no lo dejan pasar”.

Y ahora, al dejar bambolear libre la cabeza sobre el respaldo, recuerda su decisión de entonces. Lo más que iba a esperar serían veinticuatro horas; si la contestación no llegaba en ese plazo, se devolvería con el cadáver a San Marcos de Colón, el poblado más próximo a la frontera en territorio de Honduras, y allá iba a sepultarlo. De entonces a dos años, a tres, tal vez ya habrían cambiado las cosas, y se podía desenterrar los huesos, si ella quería. Total, era lo mismo.

Si ella, su madre, quería. Pero sabía que no iba a conformarse tan sencillamente, no iba a aceptar verlo volver con el camión vacío, diciéndole que allá lo había dejado en tierra extranjera; porque hubiera sido como echarle en cara que su destino había sido ese, no poder pasar nunca de la guardarraya, ni vivo, con sus rifles, ni muerto.

Muy temprano de un día lunes hacía casi ya dos semanas, el guardián de la desmotadora había ido a levantarlo a su catre en el galerón abierto donde dormía separado de las arpillas de pacas de algodón por un biombo forrado con periódicos. Afuera lo buscaba su mamá. Soñoliento, después de un turno de toda la noche en la romana, se metió los pantalones para salir descalzo y sin camisa al patio, y allí la había encontrado, arrebujada en una mantilla negra y vestida de luto, la pelusa aventada por la máquina pegándosele en la ropa. Por causa del ruido no alcanzaba a entender lo que quería decirle, pero tampoco ella parecía hacer ningún esfuerzo en subir la voz, ni él dejaba el borde del piso embaldosado del galerón para no tener que caminar descalzo por encima de la arenilla. Pero en un momento se apagó la máquina, y junto con los otros sonidos que recobraron su lugar en la mañana, silbidos, órdenes, un chorro de agua cayendo sobre el fondo de un balde, también había podido oírla. “Pues las noticias son de que murió en Guatemala”.

Y su cara de dolor era también, en cierto modo, de satisfacción reprimida, como si en la pena que le anunciaba no pudiera dejar de haber un cierto resplandor de orgullo. Él había entrecerrado los ojos para defenderse de la pelusa que llovía nutrida, y tal vez fue entonces cuando acabó al fin de despertarse, pues al abrirlos de nuevo ella estaba todavía allí. “Y su voluntad de siempre fue volver a Nicaragua, vivo o muerto”.

Se metió la mano en uno de los bolsillos del pantalón, para rascarse a través de una rotura la pierna picada de zancudos; y solo después de sentirse aliviado, al quedarle nada más el ardor del rastrillazo de sus uñas sobre la piel, le replicó sin ánimo que el gobierno no iba a permitir de todas maneras ese entierro, sin ánimo porque sobraban los argumentos contra un imposible. Pero ella había empurrado la boca, severa, y recogiendo una de las puntas de su mantilla de luto se la había echado con un gesto decidido a la espalda. “Pues aquí es su patria y aquí va a enterrarse, vamos a ver si no lo van a permitir”, y ya levantando el rostro en desafío, subiendo la voz, dispuesta a lanzar un grito quizá, porque ansiosa de ser escuchada había buscado alrededor del patio con la vista, frustrando su alarido al comprender que nadie la atendía.

Y sin ánimo había seguido replicándole, ahora porque sabía que iba a ser imposible convencerla. ¿De dónde iban a sacar semejante cantidad de reales? Traer un muerto desde tan lejos, costaba un dineral. Ella, como si hubiera estado ya al acecho de su reparo, había metido triunfante la mano en una bolsa de papel y le estiró un fajo de billetes. “Aquí tenés, pues, esto era para la harina, pero ya arreglé que este mes me van a fiar la harina. Ahora, andá buscá cómo hacer viaje”, extendidos en su mano los billetes que olían a levadura, la mano blanca de tanto meterla en la masa.

Dejó la oficina de telégrafos, oyendo a sus espaldas que el viejo comenzaba a martillar la llave de su aparato, transmitiendo la petición, y el martilleo lo siguió en el silencio del caserío hasta cerca del lugar donde esperaba el camión, a la sombra de unos guanacastes al otro lado de la guardarraya. Sin tener noticias de Managua durante todo ese día les fue atardeciendo, y sin más esperanzas del permiso se acostaron a dormir, el chofer con su hijo sobre la plataforma, junto a la lona que cubría el cadáver, y él atravesado en el asiento de la cabina, los pies colgados de fuera, con las puertas abiertas; y cuando amaneció, y fueron a buscar a una de las ventecitas algo para desayunar, el chofer lo llamó por aparte con muchos misterios, a pesar de que solo ellos tres andaban despiertos a esas horas en el caserío, y le comunicó apenado, que del ataúd se venía un cierto mal olor de descomposición.

Esperó que dieran las ocho para ir en busca del oficial y ponerle en conocimiento eso, que a lo mejor el cuerpo no iba a aguantar más espera; pero como era domingo la oficina no se abría, y los pasaportes, los manifiestos de los camiones se los llevaba a su cama un alistado, con el que le mandó la razón. “Para el mal olor lo bueno es la cal”, le oyó gritar como respuesta desde adentro de la pieza, antes de subir el volumen de su radio.

Consiguieron un saco de cal en San Marcos de Colón, y pudieron rociar el cadáver antes de que subiera el sol, sin más remedio que hacer la operación a la vista de los viajeros; pero realmente los amagos de tufo se aplacaron, y se les fue pasando el domingo. A la tarde, los empleados de migración de Honduras se pasaron a jugar naipes con los de Nicaragua en la oficina cerrada, y solo se oían sus gritos en celebración del triunfo de alguna apuesta. Y cuando las luces del caserío se prendieron otra vez, recuerda ahora que se había dicho: mañana en cuanto aclare, sí me vuelvo de verdad con él a San Marcos de Colón, otro día ya no va a aguantar.

Pero poco después salió a la puerta el oficial, que ya estaba desde un rato antes presidiendo el juego, y sosteniendo un papel en alto le hizo de señas que se acercara, en la otra mano una botella de cerveza que al aproximarse él, acabó de beber de un solo trago, lanzándola a la carretera. “Ya tengo orden de que puede pasar su papá. Pero hay una condición: nada de aprovechar el entierro para alterar el orden público”, golpeó con los dedos el telegrama, “y sobre todo, nada de discursos”. Entraron entonces a la oficina, y sacando de la máquina el formulario donde se anotaban los nombres de los viajeros, el oficial tecleó, en medio de los clamores entusiastas que llegaban de la mesa de juego, la hoja que él debía firmar comprometiéndose a hacer en silencio el funeral.

Y la imagina ahora parada en la puerta de la panadería en espera de que arrime el camión, la panadería a la que en desafío había puesto por nombre La Opositora desde el día de la fuga del marido hacia el exilio, ahora que miríadas de insectos atraviesan el haz de los focos lanzándose contra el parabrisas y manchándolo de una materia líquida que resbala sobre el vidrio, espesa y amarillenta.

La candela fluorescente del cielo raso ha sido seguramente inutilizada porque no enciende cuando él acciona el interruptor, pero a través del tragaluz practicado en lo alto de la pared penetra el resplandor de la luna, y ayudado por el tenue reflejo rojizo que se pinta sobre los rombos del piso trata de orientarse de espaldas a la puerta antes de avanzar; cerca de sus pies descubre derribados unos maniquíes desnudos, las cabezas calvas tocadas por el mismo brillo sanguinolento que desciende la claraboya, y al caminar tropieza con unos cajones de pino llenos de pelucas platinadas y cascos romanos; temblorosa la luz difusa chispea en los cristales de una vitrina que guarda casacas bordadas y sombreros de pluma, y contra las paredes hay escudos de fantasía, haces de lanzas de madera arrimados a las esquinas, un abarrotado laberinto del que emana, insípido, un olor a cartón encolado y seda apolillada. Y cuando al fin logra abrirse paso y alcanza el único asiento disponible, un trono enclenque forrado en terciopelo carmesí que cruje a cada movimiento suyo en busca de acomodo, pretende recordar animado por una constancia banal, dónde ha visto antes aquel trono, aquellos disfraces; pero solo consigue mezclarlos vagamente a unas imágenes nocturnas de su infancia en Managua, llevado siempre de la mano por Taleno el padre.

Esa noche la pasa en vela en el trono, y si se habrá dormido es ya con las luces en la mañana, porque lo despierta el rodar de los tanques cuesta abajo, el arrancar de los camiones, las carreras y las voces de mando; y va entonces a gatas hasta la puerta para pegar el oído a la hoja, pero los ruidos se desvanecen ya, hasta quedar solo los pasos del centinela frente al cuarto; tiempo después, cerca del mediodía, oye pasar raudos los Mustangs sobre la laguna, alejándose hacia el sur, y eso es todo. Ningún fragor de combate, ni un solo tiro cuando las dos de la tarde avanzan en su reloj de pulsera y crece entonces su soledad de manera oprimente, porque perdiendo esperanzas comprueba que no solo es su captura, todo está fracasado.

Ya está oscuro otra vez el cuarto, cuando oye sacar llave a la puerta. Se lo llevan por un sendero en descenso entre laureles de la India, hacia los garajes presidenciales escondidos abajo tras las ramas. Lo hacen agachar la cabeza para meterlo por la angosta puerta aserrada en el portón levadizo, y ya adentro, tarda en descubrir entre las pesadas sombras de los dos Cadillacs negros blindados, al coronel.

Sentado en un banquito pata de gallina debajo de un foco que cuelga cercano a su cabeza lo aguarda con cara de desvelo y aburrimiento, el gran cuerpo gordo echado hacia adelante, los brazos hundidos en medio de las piernas y las manos a ras del suelo, su gorra de campaña en lento juego circular entre los dedos. Como si se sintiera fastidiado por su llegada lo examina mirándolo de perfil y en sus ojos embotados descubre más que odio, decepción, cuando apuntándolo con la barbilla ordena que lo desnuden.

Oye pasar a oleadas el viento sobre las láminas del techo de zinc en el momento en que una mano, salida de la zona de oscuridad que el foco no alcanza, le arranca los botones dorados de la guerrera del uniforme de gala que todavía viste, porque lo habían capturado al terminar una ceremonia de presentación de credenciales en la sala de banderas, rodeado y desarmado sorpresivamente mientras el hombre, como si le huyera, se alejaba con apresurado taconeo por el corredor y desaparecía tras el golpe de una puerta. Desde atrás siguen forcejeando con sus mangas para sacárselas y él afloja los brazos; con movimientos retardados de las piernas se libra de los pantalones mientras le amarran las manos a la espalda, tan socadamente que el mecate le quema la piel de las muñecas. Y ya enteramente desnudo, el uniforme y los arreos a sus pies en el piso, lo empujan a avanzar frente al coronel, que bajo la luz caliente del foco mueve los labios mojados de saliva para pedirle, con el tedio de quien se lo repitiera una de tantas veces más, confesar, confesarle toda su participación en el complot.

Y él sofocado por el calor de la noche en el encierro del garaje, empapado por el copioso sudor que le baja por el canal de la espalda, le moja las ingles y pegajoso le corre por la cara interior de los antebrazos, rígidos contra sus costados por la ligadura de las muñecas, no dice nada, no responde nada. Y cuando el coronel se vuelve con desconsuelo, dejando su posición de perfil, desde atrás lo obligan a caminar hacia otra portezuela que da a un jardín cercado, donde, bajo las ramas de uno de los laureles, está el pozo utilizado para regar las plantas. Uno de los custodios que lo lleva hasta la portezuela silba, y del grupo silencioso parado junto al brocal se separa una figura que viene apresuradamente hacia él, martajando los pedruscos bajo los zapatos. Ve brillar el escudo triangular del quepis y los dientes bajo el bigote ralo; oye una risa familiar y adivina la cara burlona, “¿qué andás haciendo desnudo a estas horas?”, se ríe bajito el oficial y lo rodea, señalándolo.

Lo toma del brazo con una presión cordial, y sin dejar de reírse lo lleva junto al pozo donde esperan tres hombres más, soldados rasos descamisados y con las perneras de los pantalones arremangadas; coloca un pie sobre el brocal y toma con delicadeza el pliegue del pantalón kaki de gabardina para subir el ruedo y amarrarse el cordón de la zapatilla reluciente, la luz del cielo que se cuela fragmentariamente entre las ramas dándole en el cabello raleado por una calvicie prematura, mientras mantiene agachada la cabeza; y cuando la levanta, los mismos arabescos se agitan en su cara despojada ya de toda expresión festiva. Retira la zapatilla del brocal, se sacude esmeradamente el pantalón y a lentos pasos se pone a sus espaldas; sobre la nuca donde ya se le ha enfriado el sudor siente la repugnancia de su aliento a dentífrico, que confiese. “Confesá, o me vas a comprometer a joderte”.

Desnudo e indefenso en la noche de abril hostil y seca, mira las siluetas de sus pies descalzos asentados en la humedad del embaldosado y se ilusiona de pronto en el olor sereno y doméstico de jazmines recién cortados en algún patio, en alguna tarde, un encantamiento fugaz roto por la mano que lo coge del pelo para derribarlo; lo levantan en peso llevándolo en vilo sobre el brocal, lo sostienen cabeza abajo por los pies y al descolgarlo atado de manos en el agua negra del pozo, su caída rompe la constelación de estrellas reflejada en la superficie, culebrea el cuerpo para rechazar el empuje mientras se hunde y el agua tibia y clorinada le recorre veloz la piel de la cara, agitándose ya fría después a su alrededor en una sucesión de velos asfixiantes entre los que patalea amarrado, creciendo sus pulmones arrebatados contra el costillar adolorido por la opresión, impulsándose desesperado con los pies para recobrar la superficie, pero su cabeza choca cada vez contra una parrilla de hierro fijada a flor de agua, y rechazado baja de nuevo hacia las profundidades, un zumbido taladrante hasta la sordera atravesándole de parte a parte los oídos.

Y al momento de colmarlo ya sin obstáculos el agua, al flotar libres sus vísceras que han perdido ya su lugar y peso dentro del cuerpo, las aguas del pozo revueltas por su ahogo se iluminan y al son destemplado de unas trompetas sopladas en las bocacalles oscuras pasa una formación de soldados romanos arreados de cuatro en fondo; dóciles y avergonzados arrastran sus sandalias por las avenidas calurosas y malolientes de las vecindades de los mercados de Managua los guardias campesinos sacados de los cuarteles para desfilar disfrazados, chorrean blanco el sudor sus caras maquilladas con una capa de polvo de albayalde y se advienen resignados bajo la sombra de los cascos empenachados con crines, y tras sus lanzas y estandartes siguen otras comparsas de rasos distribuidos en pelotones según sus atuendos, cortesanos de peluca, mosqueteros de sombreros emplumados, pajes de casacas bordadas, heraldos y pregones en cerrada escolta a los flancos de una carroza que rueda hacia la Catedral Metropolitana entre el humo de las antorchas portadas por las manos callosas de los últimos alistados vestidos con libreas rojas de lacayos, y ya dentro de la catedral, bajo la bóveda del altar mayor prendida de luminarias, el anciano arzobispo revestido con ropas talares se acerca vacilante al trono sosteniendo entre sus manos alzadas una corona y la coloca en las sienes de la muchacha, la misma muchacha retratada en los billetes de a un córdoba con pluma de princesa india adornándole la cabeza. Vuelan las campanas y retumba un cañón en la distancia, y Taleno el padre confundido entre el público de las naves laterales se arrodilla, y hace que él también se arrodille.

Despierta acostado en un charco sobre la rugosidad de la isla de cemento se extiende alrededor del pozo, agita la cabeza hacia un lado y vomita sobre el hombro una buchada teñida de bilis; las botas del coronel rechinan al acercarse desde el garaje, y entrevé las anchas botamangas de su tieso pantalón kaki cuando se sienta junto a él en su banquito de gallina. Con la punta de la bota le toca las costillas, “¿Ya podemos platicar, capitán?”.

Casi inerme lo alzan de los brazos pero puede dominar su mareo para sostenerse frente al coronel, quien se busca algo en el bolsillo de la camisa, la barbilla pegada al pecho y al realce la cresta de su papera; saca finalmente lo que parece ser una fotografía, porque relampaguea al cambiar de manos cuando el otro surge solícito para tomarla y ponérsela a él frente a los ojos; la alumbra desde arriba con un foco de pilas y le sonríe inocentemente, como si no hubiera pasado nada, su uniforme veteado por las sombras obscuras del agua. El coronel se aprieta los dedos pulgares contra la cuenca de los ojos, fatigados, ¿conocía, pues, a ese individuo? La cara de Carlos Rosales bajo la luz del foco, juvenil pero madura, las pobladas cejas en encuentro y los pómulos salientes, enseñando una sonrisa despreocupada al posar con ese aire provisional y descuidado de los retratos de pasaporte rápidamente ordenado con los dedos, el cuello de la camisa sport abierto sobre las solapas de un saco de última hora. Niega, y al sacudir la cabeza pringa agua de su pelo sobre la foto, que el otro seca antes de apagar el foco; el coronel se queda un rato silencioso, abatido, y con el puño cerrado de una mano golpea en la palma de la otra. “Dénmele una nueva bañada al capitán, a ver si se le despeja la memoria”, se aleja hacia el garaje, una ordenanza detrás cargándole el banquito.

Y es entonces, o en una de tantas veces a lo largo de la noche, cuando el otro, sentado en cuclillas a sus espaldas le asegura las amarras aflojadas por el agua y le reclama con sorna ser el culpable de que se estén desvelando. ¿Hasta cuándo piensa tenerlos allí en esa remojadera? Se da por satisfecho con el nudo y entrega a los rasos los cabos de los mecates que sirven para izarlo en el último momento de su ahogo, lo agarra de nuevo imprevistamente por el pelo y en el instante en que su cabeza pasa por el filo del brocal, lo ve sostener, risueño, la parrilla de hierro sellada con un golpe tras su caída; y repite su lucha desesperada de querer aflorar a la superficie pero se vuelve a la profundidad siempre rechazado, se desvanece y se recupera sobre el embaldosado, el agua chorreándole del cuerpo aterido, todas las veces el coronel sentado en su banquito pata de gallina pateándole suavemente las costillas, todas las veces sosteniéndose a duras penas en pie cuando lo incorporan, la fotografía alumbrada frente a sus ojos anegados, la misma mano cogiéndolo del pelo, al pozo, el ahogo, cada vez más débiles sus sentidos al despertarse sobre el charco sin saber ya cuándo el cielo estrellado se extiende a campo abierto arriba, y cuándo lo rompe en pedazos al entrar en el agua, nutridas constelaciones brillan hacia el sur, luceros prendidos en el firmamento pleno bajan hasta sus ojos arenosos cuando cae, se alejan y desaparecen violentamente catapultados cuando tornan a levantarlo por los sobacos y lo lanzan de cabeza al abismo en cuya superficie el mismo cielo encendido vuelve a parpadear.

Y al final, tirado sobre el cemento y goteando de la nariz una mucosidad ardorosa, lejos del palpitar ensordecido de sus oídos que chorrean hirviente el agua, cantan en una hoja muy remota los gallos y el coronel se aleja siempre hacia el garaje, “llévenselo y me lo traen mañana”.

La herida de guerra, como él me lo había pronosticado, me valió un ascenso y pasé a los rangos de la oficialidad. No volví a las Segovias, eso sí; los yanquis me dejaron acantonado en el Campo de Marte en Managua, en el servicio administrativo. Cuando valiéndome aún de mis muletas me presenté a comenzar mi trabajo un día lunes, ya estaba él allí, escritorio de por medio conmigo, porque el coronel Cummings USMC se lo había traído del frente como secretario suyo. Sus prendas eran su inglés chapucero y la mecanografía, aprendidos en una escuela de comercio de León, de donde era originario.

Él volvía ascendido también, y no dejaba de llevarme una cabeza de ventaja; en las oficinas de la comandancia quedé como subalterno suyo, aunque sus deseos de que intimáramos no tardó en demostrármelos, y yo tampoco fui lerdo en corresponderle, estaba de por medio la deuda de sangre. Desde entonces ya no nos separamos, ni dejamos de llamarnos bróder siempre que nos encontrábamos, esperándonos con los brazos abiertos para palmotearnos ruidosa- mente las espaldas.

Mi obligación como su ayudante de secretaría consistía únicamente en ordenar por fechas ciertos documentos relacionados con la guerra, gasto de gasolina de los aviones, cuentas del aprovisionamiento de boca, control de mulas desaparecidas en acción, porque las mulas de carga se importaban desde Kentucky; él, además de revisar mi trabajo, se ocupaba de llevarle la correspondencia privada al coronel Cummings USMC, apuntarle los días que tenía invitaciones a fiestas, mandar flores en su nombre cuando cumplían años las esposas de los políticos liberales y conservadores. A mí, el trabajo me resultaba duro, por no estar acostumbrado a cuestiones de escritorio; y mientras me pasaba el día agachado sobre aquellos manojos de papeles queriendo desenredarlos, él se dedicaba a la conversadera con los oficiales gringos; de nada que dijera se reían, o lo escuchaban leles, como si los hubiera tenido bajo poder hipnótico. Y sino, se trasladaba a los excusados a leer versos; se olvidaba del mundo encerrado en las letrinas, y solo el humo de los cigarrillos Lucky Strike coyoteados por él a los mismos yanquis, se veía salir entre las rendijas.

Porque se daba el lujo de tener las gavetas llenas de versos mecanografiados, poesías de Rubén Darío que era como su santo, y otras prohibidas de Vargas Vila; componía a máquina versos burlescos dedicados a los otros oficiales nacionales, acrósticos y ovillejos que ellos se arrebataban para sacar copias, parodias de Los Motivos del Lobo con vulgaridades de doble sentido. A puras letras de máquina, juntadas pacientemente en cierta forma, podía hacer además figuras de pavorreales y jarrones de flores, y tras desvelarse muchas noches, hasta un retrato del coronel Cummings USMC logró sacar al tecleo, dándole bastante parecido.

Ostentoso, se paseaba con libros debajo del brazo para que uno se acercara a preguntarle qué libro era aquél: las batallas Julio Cesar, la vida de Napoleón Bonaparte, la vida de Simón Bolívar; “lee que te conviene, los cerebros de estos hombres próceres dejaron grandes enseñanzas”, me aconsejaba, pero eran mamotretos tan pesados y con una letra tan menudita, que me hacían llorar los ojos, botándome de sueño antes de poder entrarles. Proclamaba creer muchas babosadas, o lo aparentaba solo para darse el taco: se carteaba con los Sabios Rosacruces que vivían en San José de California, y de ellos recibía cantidad de folletos sobre la reencarnación del alma, largas conferencias sobre tales carajadas de fluidos y desdoblamientos me daba. Él me hizo masón. De el hombre abajo, cuando ya apareció el hombre, nos convirtió a todos los oficiales a la masonería; alguien debe conservar, ocultas, esas fotos donde nos están ordenando en la tenida blanca en el Gran Templo de la Logia de Managua, vestidos de caperuzas y delantales, el hombre en oración teosofal, en adelante obligados a darnos la mano con un cierto temblor para transmitirnos las emanaciones etéreas.

Y a quién otro que no tuviera semejante labia, se le iba a ocurrir la organización de un baile de gala en honor de las gringas hijas de los oficiales de ocupación. Vivían aisladas en sus chalets de Las Piedrecitas, y si no era bajo escolta militar no bajaban a Managua, uno solo podía admirarlas de lejos y oírlas reír mientras se paseaban por la costa del lago, o cuando iban a los mercados a comprar carambadas típicas, sombreros de palma y hamacas de cabuya, defendidas por su custodia de marinos que alejaban a los curiosos y cerraban las calles por donde su alegre cortejo iba a pasar, prohibido a los transeúntes dirigirles la palabra. Tampoco comían cualquier cosa, sus alimentos llegaban refrigerados en buques de guerra desde Estados Unidos y al agua que tomaban le disolvían primero unas pastillas sanitarias para no contaminarse de lombrices en Managua.

Él sostenía que esas niñas debían pasar muy aburridas en su aislamiento, y en un memorándum propuso lo del baile a la superioridad extranjera. Unos marinos borrachos se habían metido hacía poco al Cementerio General de Managua en compañía de unas putas, orinándose en las tumbas y quebrando las cruces, y eso ayudó a la autorización del baile, que vino rápida, quizás para aplacar a la ciudadanía que andaba caliente por lo de la profanación. Él escogió de entre sus oficiales amigos un comité organizador del cual se asignó presidente; al teniente Orochena, que siempre andaba metido en cuestiones de clubes sociales y tenía experiencia en contratar músicos y cantineros, lo puso de secretario; los otros miembros vocales eran solo para apantallar, incluyéndome a mí que en cosas mundanas era cero a la izquierda. Pero a lo mejor, quién quitaba y no salían de aquí las bambas de oro de mi papá, me hacía ilusión yo.

Las horas de oficina las ocupaba ahora él en escribir los sobres de las tarjetas de invitación, y en consultarse los preparativos con el teniente Orochena, que ya tenía conseguidos los salones del Club Internacional. Entraba y salía del cuartel como un ventolín, y sudoroso y preocupado andaba de un lado a otro de Managua montado en su bicicleta, visitando los periódicos, visitando a los ministros extranjeros, asegurándose de que el baile resultara un verdadero acontecimiento social, como decía el diario La Noticia en la primera plana todos los días. Pero a última hora, se descubrió un contratiempo grave; nosotros los oficiales, no sabíamos bailar.

Qué afrenta, ni siquiera marcar un paso. Aquellas gringas, tan versadas en cosas galantes, se iban a reír de seguro de nosotros al vernos conducir tan mal y tropezar, duros como de palo, machucarles acaso las zapatillas; y lo peor es que a causas de esa ineptitud iban a notar, entre otras cosas, que no éramos oficiales académicos, se razonaba condolido él. ¿De dónde habrán sacado a esa gentuza para uniformarla? iba a ser la pregunta general.

La consigna de emergencia fue entonces, aprender a bailar cuanto antes. ¿Pero cómo? Meter mujeres para practicar con ellas en las cuadras del Campo de Marte, no, no iban a querer mujeres decentes entrar en los cuarteles y además, de dónde reclutarlas; putas, ni pensarlo, el estado mayor de ocupación era estricto en su disciplina de cero hembras en los cuarteles, afuera, todo. Pero el teniente Orochena, el único bailarín probado entre nosotros, nos sacó de la desesperación: en el Victory Club se buscaba artesanos, para que haciendo pareja con ellos, los socios aprendieran a bailar; los artesanos tenían fama de ser magníficos bailarines naturales. Y de allí vino la idea de aprender nosotros con los rasos.

Era nada más cosa de escoger un pelotón entre los más ágiles y menos viejos de la tropa, ordenarles formarse, y sacar cada uno su pareja, el teniente Orochena nos iba a instruir sobre los movimientos; a ellos solo les tocaría dejarse llevar suaves siguiendo la música, no iban a ser tan brutos de no ponerle oído al compás. Y así se cumplió. Una noche, después del rancho, se instaló una victrola en la sala de bandera y el oficial del día se presentó en las cuadras a pasar listas de los soldados que necesitábamos; se les hizo entrar de dos en fondo y se les atrancó la puerta. Al oír ellos el ruido de las aldabas y vernos a nosotros reunidos se pusieron temerosos, pero sin perder tiempo él los colocó en ¡Atención! ¡Firmes!, y los arengó con palabras muy sentidas y bonitas para explicarles de qué se trataba, el honor del ejército nacional, les dijo. Ellos, como correspondía a la obediencia, no contestaron nada y se alinearon de espaldas a la pared, según las órdenes. Se puso el primer disco en la victrola, a bajo volumen para que los superiores americanos no fueran a darse cuenta, ¿Cómo se les iba a explicar si nos hallaban a los oficiales bailando con los rasos? Y nos lanzamos al ruedo al compás de un fox-trot, fox-trot fue lo que se bailó en esas primeras sesiones, por ser lo más difícil y lo más de moda. La victrola se interrumpía y el mismo disco volvía a comenzar, hasta no quedar bien aprendido el paso que el teniente Orochena nos marcaba dando suaves palmadas.

Al principio bailábamos no sin cierta repugnancia del sudor y del olor a hombre, tomados de la mano con los rasos pero guardando la distancia, rozándonos apenas los uniformes; no les dábamos la cara, y ellos, humildes, cumplían sus instrucciones, girando, balanceándose según les dijeran. Lo único que les pesaba eran sus zapatones de reglamento, por lo cual se decidió hacerlos bailar descalzos; y a pesar del tufo a pies, con esa medida conseguimos que se deslizaran más ligeros. No hubo casos de indisciplina, salvo una vez; uno de ellos se sublevó porque le ordenaron sentarse como señorita para practicar la pedida de una pieza, y retrocedió furioso, que no era ningún amujerado para seguir en esos pases con hombres, y entonces no tuvimos otro remedio que mandarlo restricto.

Así aprendimos el fox-trot y otros ritmos de actualidad a como era debido, y llegada la noche de gala, él rascaba por lucirse; todo el día se lo había pasado encerrado en su cobacha, con una gorra de media tallada en la cabeza para domarse las cerdas del pelo rebelde, que no atendía ni con una libra de vaselina; como presidente del comité organizador le tocaba el primer baile con la propia hija del coronel Cummings USMC, y realmente se presentó a los salones en forma impecable, todos aparecimos magníficos, puede decirse, bien aplanchados los quiebres de los uniformes y lustradas las correas, retumbantes a perfume varonil. Derroche de luces y profusión de voces; allí los altos oficiales de la Marina, de punta en blanco, acompañados de sus esposas, altísimas de estatura; mi padrino, el presidente, de frac, con todos sus ministros, y los ministros extranjeros del cuerpo diplomático. Él tocaba con el codo, y se reía solo de su triunfo.

Se forma una rueda a un llamado de trompeta de la orquesta, y marcial se dirige a sacar a la hija del coronel Cummings USMC, que lo espera del brazo de su papá; se la lleva delante de todas las miradas al centro de la pista iluminada, rompe la orquesta a tocar un fox-trot, y viene entonces el gran desastre. Porque el baile lo empezó al revés de como se debe, abrazando a la señorita por el lado izquierdo y llevándola por la derecha, y en esta forma equivocada la paseaba ampliamente y daba con ella las múltiples volteretas, así habíamos bailado todo el tiempo durante el entrenamiento con los soldados, sin notar el grave error. Nosotros, que ya estábamos formados para marchar a convidar a las otras gringas y seguirlo en la danza, notamos la inquietud de muchos de los invitados, pero no tuvimos tiempo de ponernos a averiguar cuál era la causa del revuelo de risa, y respetuosos y comedidos, haciendo una inclinación de cabeza según la regla del teniente Orochena, pedimos pieza y nos lanzamos al baile, pero cogiéndolas en la misma forma. Y aunque ellas, ofuscadas, buscaban cómo corregirnos y cambiarnos al disimulo la posición, nosotros nos aferrábamos al lado equivocado, haciendo notorio ante la concurrencia el forcejeo.

Cuando terminó la pieza y caímos finalmente en la cuenta, nos dirigimos en pelotón a los servicios higiénicos, a mirarnos unos a otros como si nos acabaran de sentenciar a muerte. Hasta Orochena, el maestro, había cogido al revés a su pareja. A él, en la cara entalcada por la que le chorreaba desde el pelo el sudor revuelto con la brillantina derretida, se le veía clara la desolación. Algunos de nosotros se quisieron correr, yo me quise correr; pero él nos detuvo, que nos fuéramos a sentar a nuestros lugares en la mesa de honor, como si nada, peor sería desertar. Un militar nunca sale en carrera. Y nos animó Orochena. “Sí, muchachos, ¿qué saben esas yankas de baile?”.

Volvimos, y bailamos ya correcta pero alicaídamente el resto de la noche. Y él, a pesar de la cortesía de su trato y la urbanidad de su comportamiento, triste llevaba a su pareja a la pista, y ya no pudo cumplir la promesa repetida a voces entusiastas en la covacha, mientras se acicalaba: “Hoy van a verme que soy un trompo bailando”.

Raúl camina detrás del capitán preboste, llega al estrado y se quita la gorra de presidiario con un movimiento apresurado porque el custodio le ordena descubrirse ante los miembros del Consejo de Guerra que sentados frente a la mesa conversan distraídos, bostezan, se pasan un termo de café, se sirven gaseosas en vasitos de cartón, comen sándwiches que desempacan de sus envoltorios, con cuidado de no mancharse el uniforme, y bajo una luz poderosa recibe orden de sentarse, oyendo el chicharreo de la cámara de cine porque lo están filmando, y encandilado busca a tientas la silleta metálica, entrecierra los ojos y su cara inocente va a salir después en el Noticiero Nacional de Leo Aníbal Rubens en todos los cines, gordo, o es que la ropa de prisionero le va muy grande, y rasurado al rape, solo conserva una cresta de pelo; continúa cegado aún después que los focos se apagan, y es la voz del fiscal militar la que viene a sacarlo de la tiniebla chispeante, requiriéndolo desde muy lejos, del otro lado del estrado en el calor del galerón de zinc del Campo de Marte, que diga su nombre, edad, estado, profesión u oficio y residencia legal, ¿o está sordo el declarante que no escucha?

Sí, escucha, se llama Raúl Guevara Potosme, y el fiscal, extrañado, revisa de pie frente a su pupitre un legajo de papeles. ¿Guevara? En los registros aparece solo como Raúl Potosme; y entonces él declara que por ser hijo natural existe esa confusión de apellidos ya presentada otras veces en el curso de este proceso, que su edad es de treinta y dos años cumplidos. ¿Estado? Se vuelve tímido a su abogado de oficio, sentado tras él, quien se adelanta, se sopla con un periódico y le susurra: si casado o soltero; y él cabecea asintiendo y sigue, soltero, de oficio filarmónico. Y el fiscal lo interrumpe y da la cara al tribunal para revelarles de antemano la intención de su pregunta, si su oficio es músico diga el declarante qué pito tocaba en la banda de facinerosos (risas) y el declarante también se ríe, y es la cara que después aparece en el periódico, la foto que ve Chepito repetidas veces mientras cena en la cocina del Casino Militar, acercando la página a sus ojos y otra vez alejándola, para decirse: no pasan los años por este Raúl; y es la misma que Pastorita corta utilizando una gillette, con cuidado de no llevarse parte de la oreja, la unta por detrás de almidón y la pega en el tabique de la barbería junto a la del Jilguero que ya está allí desde hace días recibiendo sol, la misma foto de bachillerato, tostada encima de la gruesa capa de almidón; se retira del tabique para mejor contemplarlas ya juntas y piensa: dichoso el Jilguero que ya no va a envejecer nunca.

Que con respecto a su domicilio, no lo tiene, que anduvo últimamente, desde hará cosa de tres años, entre Honduras y Guatemala, y que por lo que entiende, su domicilio legal es actualmente la cárcel de La Aviación en la ciudad de Managua, Distrito Nacional (risas). Y cruje el uniforme almidonado del fiscal al llevarse las manos a la espalda, diga todo cuanto tiene que decir, todo cuanto sepa y conozca del asunto que se investiga en autos y del cual se le ha suficientemente informado. Y Raúl se seca con un dedo el sudor del bozo, mira al tribunal, a los oficiales ventrudos, o semicalvos, o canosos, o cetrinos con lentes gruesos, los uniformes kakis ajustados, diminutos los nudos de sus corbatas negras, opaco el brillo de las insignias de cobre en sus solapas, sus quepis sobre la mesa, los ve reírse, buscarse tras las espaldas de un tercero para conversar o pasarse un cigarrillo; y un locutor de la Radio Nacional se le acerca, y echándole su aliento a sen-sen le ordena pegarse al micrófono al hablar porque lo está grabando, y le señala a sus pies los carretes de la máquina que giran lentos, con un zumbido apagado.

“Ya están los treinticinco córdobas que vale la grabación, al fin los recogimos”, había terminado de contar Pastorita aquella vez las monedas de a chelín entre los pedazos de barro de la alcancía quebrada, y Los caballeros se fueron con sus guitarras en bandolera al Estudio Tropical de la Colonia Lugo frente a la Plaza de la República a grabar su disco de 78 RPM que les entregaron, brillante y nuevecito, medio en una cubierta de papel manila con un hueco central para que pudiera leerse la etiqueta rotulada a máquina: Lado 1/ Yolanda, Flor de todos (fox lento) Letra y Música del maestro Raúl Guevara. Lado 2/ El Solar de Monimbó (son folclórico) Letra y Música del maestro Camilo Zapata. ¿Lo conservaría aún Chepito? Estuvo mucho tiempo guardado en el mostrador de El Copacabana, no hallaron nunca quién les prestara un tocadiscos para ponerlo, y se murió Lázaro sin oírlo. Más de medio día habían pasado grabándolo y el viejo que manejaba los aparatos de sonido detrás del vidrio les hacía señas de no acercarse mucho al micrófono. “Lo único que se va a oír son los alientos”, entraba a advertirles, “no se peguen al micrófono como si lo fueran a morder”.

¿Está bien así?, le pregunta al locutor, y las muchachas taquígrafas, sentadas abajo en la primera fila, las rodillas muy juntas y los cabellos húmedos, recién bañadas, permanecen inmóviles con la punta afilada de los lápices en los labios, o al alcance de la mano en sus mesitas; y no dejarán su indiferencia mientras él no comience a declarar, y comienza, ya sabido de que lo están grabando: que alrededor del mes de junio de 1956, el día preciso no lo recuerda, salió del país con rumbo a Honduras por la vía terrestre, que a raíz de ese viaje trabó conocimiento con exiliados nicaragüenses residentes en Tegucigalpa; y si fuera a Pastorita, a Chepito, alegres los dos de que ya estuviera de vuelta al fin, pasándole Chepito su cerveza helada para celebrar el regreso, chileando de cómo se le había hecho tan larga la dejada de la guitarra, a ellos lo primero que les contaría, se- ría: que había encontrado al Jilguero en una gran pobreza, viviendo en una cuartería de Comayagüela, con decirles que la misma camisa la lavaba y se la ponía, y mientras se estaba secando se quedaba encerrado en su pieza sin poder irse a trabajar en su venta ambulante de lotería; en tales barriales, le había costado dar con su dirección, es como si ustedes se fueran preguntando por alguien, pongamos por caso, en Miralagos.

Y Pastorita querría saber entonces qué cara había puesto el Jilguero al ver la guitarra; porque les había enviado desde Honduras una razón en un papel que llegó a manos de Chepito, solicitando que si la guitarra de Lázaro podrían prestársela y mandársela en alguna forma, para ganarse con ella la vida; y Raúl había saltado contento, él iba a dejársela. Y así agarró camino para Honduras con la guitarra metida en una funda de almohada facilitada por Chepito, quien se quedó durmiendo sobre lo pelado; y al momento de aparecerse él, cocía el Jilguero unos plátanos en un jarro para comérselos de almuerzo. Y Raúl en la puerta, gozando desde antes con la sorpresa que iba a darle, ¿verdad Raúl? Pues sí, yo en la puerta: “Buenos días”, con la guitarra. Y Chepito, ansioso, ¿cuáles palabras habían sido exactamente las del Jilguero al darse vuelta y verlo? Pues había dicho: “Ideay qué es esto, ¿vos aquí?”. Y él le había extendido el instrumento y había esperado a que el Jilguero, maravillado, lo sacara de la funda, que llevara a la puerta la guitarra para verla bien, a la luz. “Mejor te la traje personalmente para que no fuera a joderse o algo en el camino”, le dijo él entonces.

El fiscal militar toma un sorbo de agua que retiene un momento en la boca, como si su intención fuera solo enjuagarse. Que prescinda el reo de cualquier testimonio que ya conste en la encuesta del proceso indagatorio levantado por la Comisión Militar Investigadora, previo a este Consejo de Guerra, y se limite a relatar los hechos ocurridos a partir de su ingreso al territorio nacional como parte de un grupo sedicioso, en armas contra el gobierno constitucional de la república; y siente Raúl a su abogado acercársele de nuevo por detrás, adelantando el cuerpo sin levantarse de su silla; le sopla algo y él asiente, mirando al piso donde está instalada la grabadora. ¿Y entonces?, lo animaría a seguir Pastorita. Entonces todo había sido abrazos y recuerdos, que cómo estaban los muchachos, preguntándole por ellos, vos Chepito, si era cierto que por su culpa te habían torturado, y vos, Pastorita, si te habían devuelto tu acordeón; todo era viejo, pero él andaba escaso de noticias. Claro, la ausencia. Y esa noche ya dormí yo allí en su casita, “vas a dormir en el suelo aunque sea por hoy”, me advirtió, y yo más que contento, “como el pavorreal, al que se le cayó el arbolito, Jilguero”. Y a la mañana siguiente, sin desayunar ni nada, cogimos la calle, él a zancadas, “ahora que ya está aquí la guitarra, vamos a conseguir buena chamba”, yo llevándolo cotonero, hasta llegar a la pensión Marechal. Adivínenme a buscar a quién: nada menos que al capitán Taleno, Pastorita.

El Capitán Taleno tenía ya para ese entonces muy buenos entronques en Tegucigalpa, se había vuelto un as para los seguros de vida y cada mes aparecía fotografiado en un anuncio en El Cronista como campeón de ventas, incluso en Life en español llegó a salir, en un número que por eso prohibieron entrar a Nicaragua. Lo encontraron desayunando en el comedor, ya de corbata, listo con su cartapacio para su ronda de la mañana; y quien no le supiera su historia pasada, muchachos, bien podía descubrirle lo militar, tal vez por el pelo rasurado a la número cero, tal vez por su porte al levantarse a saludar respingadito y con el culito metido como cuando custodiaba a el hombre, marcial detrás de sus pasos, siempre pegado a su oreja, o sirviéndole el trago o dándole fuego.

Y les escribió allí mismo la recomendación que ya le había prometido al Jilguero para cuando llegara la guitarra, una carta para un tal Mr. Florian, un viejo yanqui coloradote y gigantón que usaba zapatos como de payaso; tenía varios negocios en Tegucigalpa, entre ellos un bar y una compañía de viajes para ir a ver en avión las ruinas de Copán; pues ese bar Tío Sam quedaba cerca del Picacho, en una altura desde donde podía distinguirse en las noches las luces de los otros cerros de Tegucigalpa. Y para qué estar con brincos, de una vez les confesaría que aquel bar era en realidad una casa de putas; allí les dio empleo Mr. Florian como músicos, el Jilguero iba a tocar la guitarra de Lázaro y él un piano de cola. ¿Has visto esos pianos de cola, Pastorita? Piano nunca en su vida había tocado, menos de cola, le expuso asustado al Jilguero, pero el Jilguero, ¿sabés qué me contestó, Chepito? “Lo último que vamos a tocar es lo ajeno, pero por el momento tenemos que rempujarle a cualquier cosa”, y además, que en la media luz y los clientes con sus tragos y bien calientes bailando, todo iba a sonar bien; y así quedó armado aquel dúo armónico, al que le pusieron por nombre Los Caballeros del Ritmo, para que algo de caballeros llevara.

Y lo primero que se aprendieron, porque a Mr. Florian le encantaba, fue Managua, Nicaragua donde yo me enamoré, que el gringo la cantaba en inglés, y si se los encontraba de día en la calle, porque siempre aparecía por todas partes con su andar pesado, como si fuera a hundir el suelo, todo era que los divisara y les gritaba: “¡Hey, nicas! Managua, Nicaragua...”. Y empezaba a bailar y a palmotear, sin darle pena. Y esa musiquita tan pendeja, les contaría, fue el gran éxito del dúo armónico, porque después se pasaron a tocar al bar del Hotel Lincoln, y dele con Managua, Nicaragua, el bar se mantenía lleno de yanquis que pedían solo lo mismo. Y si Chepito lo interrumpiera para preguntarle por qué ya no siguieron tocando en el bar Tío Sam, entonces él tendría que explicarles que Mr. Florian había caído preso por unas estafas achacadas en su contra y le embargaron todo, los catres, las bacinillas, hasta el piano de cola.

¿Si a partir de que fuimos atacados por el ejército hondureño en el Chaparral es que desea oír los hechos? Y el fiscal, sosteniendo los legajos en la mano derecha, hace un gesto de impaciencia, ruega al reo iniciar su declaración sin más dilatorias; y Raúl coge el micrófono como si fuera a empollarlo con el calor de las manos, que mientras acampaban la noche del 24 de junio de 1959 en un sitio conocido con el nombre de El Chaparral en territorio hondureño, distante unos ocho kilómetros de la frontera, las dos columnas compuestas por número aproximado de treinta personas cada una, que en la madrugada del día siguiente debían invadir Nicaragua, fueron atacadas sorpresivamente por efectivos del ejército de Honduras quienes les tendieron un cerco, declarándose una batalla muy desventajosa que duró hasta cerca del amanecer; que las dos columnas fueron prácticamente desbaratadas, sufriendo numerosas bajas entre muertos y heridos, siendo los restantes conminados a entregarse prisioneros.

Y si Pastorita quisiera saber cuál había sido la época de bonanza en Honduras para Los Caballeros del Ritmo, él sin dudarlo le contestaría que la del Hotel Lincoln; les pagaban regular, les daban cena y hasta sus jaiboles gratis; con la firma del capitán Taleno habían sacado fiados unos smokings rojos solapa de fantasía, y parecían verdaderos artistas de cartel. Pero en 1957 vino por desgracia el amago de guerra entre Honduras y Nicaragua a causa del ataque a Mokorón, y a él se le metió en la cabeza regresarse para poder pelear a favor de su patria, no quería estar viviendo en territorio enemigo; el Jilguero se reía de él al principio, se reía también el capitán Taleno y le aconsejaban estarse mejor callado, no andar discutiendo nada de guerra en público, no fueran a joderlo por sospechoso, y lo menos que podía pasarle era que lo metieran preso, esa guerra era una guerra de boca y mejor dejársela a las radios; pero él veía la agitación de los hondureños en las calles esos días, veía las colectas, veía que donaban sangre, veía a los pelotones de voluntarios entrenándose en las plazas, en el estadio General Carías, hasta los viejos reclamando armas para ir a pelear contra Nicaragua, ¿y cómo iba a gustarle? Y da la casualidad de que una noche, estando presente en el bar del hotel el capitán Taleno, los llama el gerente y les comunica que hay orden del gobierno de no tocar más ese booggy, Managua, Nicaragua. El Jilguero se encogió de hombros y acató, “qué se le va a hacer, pues no se toca”; pero él tal vez con sus buenos tragos, se obstinó: “¡Pues yo lo toco porque lo toco, jodido!”. Y el Jilguero ya bravo lo regañó, que hiciera lo que le diera la gana, para eso era ya mayor de edad.

El capitán Taleno quiso detenerlo con buenos modos cuando lo vio levantarse, pero no hubo caso; se fue al piano y comenzó a tocar Managua, Nicaragua hasta que le dolieron las manos; cuántas veces, no se acuerda; el gerente, parado en la puerta del bar que daba al lobby solo meneaba tristemente la cabeza. Y todo fue que salieran a la calle al terminar su actuación de esa noche para que los detectives del DIN que ya estaban esperándolos, se los llevaran presos, incluyendo al pobre capitán Taleno, quien pagó justo por pecador. Los tuvieron cerca de un mes en un sótano de la Penitenciaría Central, incomunicados, y después los transportaron a la frontera para sacarlos a pie, camino de Guatemala; y a consecuencia de todo eso, les contaría avergonzado, fue que se perdió la guitarra de Lázaro. Antes de cruzar la guardarraya el Jilguero se la reclamó al oficial encargado de expulsarlos, quien contestó que había quedado en Tegucigalpa decomisada, como cuerpo de delito; él quiso todavía alegar que no era cierto, Managua, Nicaragua se había tocado solo con el piano, pero por respuesta los empujaron, y así fueron por aquella trocha los del dúo armónico vestidos con sus smokings rojos sucios, el capitán Taleno con su corbata de vendedor de seguros metida en la bolsa de la camisa desguazada. Y ya estaba alto el sol cuando entraron en esas fachas a Esquipulas, en territorio de Guatemala.

Quién iba a decirte que ibas a conocer también Guatemala, le cambiaría Chepito la botella de cerveza por una llena.