CAPÍTULO IX

Ahora que en la tarde sofocante de abril camina a la par del carro fúnebre, la mano agarrada al tubo niquelado de la peaña donde descansa el ataúd, traspasado de sudor y en el cuello cerrado la molestia del botón que se le clava en la piel, piensa en el llanto imprevisto de la madre a la salida. Dominado por el peso bajo uno de los flancos de la caja la vio retroceder en busca de un asiento, sus sollozos frustrados en una furia reprimida, llorando de impotencia ante el abandono porque nadie había venido al entierro.

Mientras doblaban gravemente las campanas de la Catedral en la distancia y él se lustraba los zapatos sentado al extremo de la fila de silletas vacías acomodadas sobre la acera, la vio salir por última vez a la puerta tratando de descubrir, con disimulo ya imposible, algún movimiento de gentes, de automóviles que se acercaran a la casa. Pero la calle seguía tranquila como todos los días, ningún otro vehículo a excepción del carro fúnebre estacionado en la sombra, el chofer de quepis dedicado a sacarle brillo a la carrocería. Jubilosos se oían llegar desde un billar los gritos de los jugadores, y el desgranarse de las bolas; un viejo negro en camisola se asoleaba sentado en una playera sobre el alto pretil de su acera, una piara de cerdos arriada por un niño entraba a un solar pasando bajo los alambres del cerco, y a una cuadra de distancia traficaban por la Calle Real los camiones repartidores de bebidas gaseosas, camionetas de pasajeros en viaje a Poneloya, la motocicleta de un cobrador que aceleraba al cruzar la esquina. Ningún despliegue de vigilancia militar, ni un solo de los camiones anaranjados del Departamento de Carreteras, que en los días de manifestaciones políticas o desfiles de estudiantes, recorrían las calles llenos de soldados con cascos de acero y armados de rifles Garand.

Al terminar de lustrarse fue a la puerta del despacho de la panadería vaciado de todos sus estantes y mostradores para la ocasión, y solo había necesitado consultar ostensiblemente su reloj frente a ella para darle a entender que no quedaba otro remedio, eran pasadas las cuatro y el entierro debía salir. Y al volver de la calle con los cargadores reclutados de entre los escasos concurrentes, parientes y vecinos que también habían estado allí la noche anterior, la vio acercarse a la caja para cumplir con uno de aquellos sus actos funerales preparados hacía días: desdoblar una bandera de Nicaragua y extenderla sobre la tapa. Pero ahora, sus movimientos empobrecidos por el vacío asoleado de silletas desocupadas no tenían ya ninguna solemnidad, y sus manos parecían más bien vestir una cama o tender un mantel. Después, había empezado a llorar.

Ya no fue necesaria aquella penosa conversación planeada a lo largo de todo el viaje desde la frontera, para convencerla de hacer un entierro en silencio, atenerse al compromiso. Al solo acercarse el camión a la panadería la noche anterior, se había dado cuenta que la soledad derrotaba ya los preparativos de la madre; solo unos pocos veladores esperaban en la calle, y todavía confusos ante el deslumbre de los focos, como sacados repentinamente del sueño, se habían puesto de pie para cumplir con algo ya predestinado por su misma presencia a esas horas: rodearlo a él en afectuoso silencio, hacerse cargo de bajar el féretro extremando sus cuidados y sus voces de advertencia. Lo supo al verla salir a la puerta en compañía de otras enlutadas, siempre el aire de dignidad insuflado en sus labios pero ya aterrada por sus sospechas del gran abandono, completamente sola frente a su muerto antes del amanecer, y después, cuando el sol de la mañana había comenzado a calentar el despacho, sola al acercarse al ataúd para mirarlo por la ventanilla como quien se asoma a un abismo.

Ahora se aproximan a la Catedral. Curiosa, la gente mira desde sus puertas al ataúd envuelto en la bandera, que va seguido de cerca por una escasa docena de personas a quienes la casualidad parece haber juntado en la calle, algunas subidas a las aceras para protegerse del sol, confundiéndose así con los transeúntes, los demás apurando sus pasos como si temieran que bajo el bochorno pudiera lloverles. En la Casa Prío los parroquianos escuchan, rodeando al Capitán en su mesa, un danzón de Agustín Lara que baja de volumen al pasar por el frente el entierro; y cerca del Mercado Municipal, una barata se aleja anunciando la función de cine del Teatro Orión, la voz del locutor acompañada por una marcha miliar silbada en coro, esta noche, El Puente sobre el río Kwai.

Al dejar Escuintla camino de la frontera con El Salvador había decidido soltar las amarras de la caja de avena Quaker que traía a sus pies en la cabina, para revisar el contenido; encontró de primero diversos papeles abultados en carpetas que sobre el manoseado cartón de las tapas dejaban manchas estriadas de café, marcas circulares dejadas por asientos de vasos, carcomidos los bordes por brasas de cigarrillos. Debajo halló una colección de fotos dentro de una lata de galletas; y por último, en el fondo, un tomo enmohecido encuadernado en tela roja, la pasta marcada con letras góticas doradas.

CARTAS A MI HIJO BOLÍVAR

El libro se abría con una efigie del Libertador formada pacientemente con letras de máquina; luego venían las cartas mecanografiadas con esmero y enmarcadas por línea dobles de tinta china, numeradas, ordenadas por fechas, al final un índice. (Nota: Las primeras cartas incluidas en este volumen hubieron de ser reconstruidas en el exilio, por causa del decomiso sufrido por el archivo del autor, al caer prisionero en Managua en el mes de octubre de 1941).

No recordaba haber recibido ninguna de aquellas cartas que le estaban consagradas con el encabezamiento de ¡Hijo mío!, las primeras escritas cuando él apenas habría nacido (más tarde comprenderás las enseñanzas que hoy me preocupo en dejarte para normar las acciones de tu vida futura, lo cual no te es posible por causa de tu tierna edad), atenidas siempre a su crecimiento (hoy, cumples diez años, Bolívar, y ya tus sentidos pueden percibir las emanaciones filosofales de ciertos seres y cosas), y si nunca fueron enviadas a su destino sería porque estaban reservadas a la posteridad (deseo que a través de ti las generaciones futuras lleguen a saber que mi rebelión de 1941, por la cual fui condenado a muerte salvándome milagrosamente, se debió a mi deseo de preservar en nuestra patria la alternabilidad en el poder y hacer respetar la pureza electoral), un epistolario a ser publicado algún día a manera de catecismo cívico para la juventud (a continuación oirás de mí, lo que creo que debe ser el decálogo del buen ciudadano. Primero: amar a tu patria como a ti mismo; ten siempre presente que en el altar de la patria debe consumarse cualquier sacrificio, por cruento que nos parezca), mezcladas con párrafos autobiográficos (hoy dedicaré estas páginas a referirte algunos pasajes útiles de mi vida de soldado académico, al que le tocó entrenarse en una época difícil para nuestra nación), esbozos de programas políticos para un futuro gobierno (el despotismo, por causas de las que no quiero apartar mi propia culpa, ha resentido la salud de la república; pero aún es tiempo de constituirnos, hombres de distintos bandos y credos, en sus médicos de cabecera; solo así daremos alivio a sus males más urgentes, entre ellos el saneamiento de la hacienda pública. Honradez acrisolada, ante todo), siempre apoyadas las cartas en citas (“Asciende, sé hombre”), y toques líricos a manera de consejos morales (“Puede una gota de lodo sobre un diamante caer, puede también de este modo, su fulgor oscurecer, pero si el diamante es bueno...”).

La última tenía fecha del 15 de septiembre de 1956 (en un día como hoy nuestros próceres escribieron con letras luminosas la página central de nuestra historia, al firmar el acta de independencia...). Y allí concluían, cuando seguramente las habría mandado a empastar para formar el primer volumen; de las siguientes no se encontraba ningún rastro en el archivo, si es que acaso las escribió.

En la lata de galletas, había además de las fotos, recordatorios de misas y novenarios de difuntos, celebrados en memoria de los caídos (Rogad a Dios por el alma de Rigoberto López Pérez [q.d.D.g.], quien ofrendó su vida el 21 de septiembre de 1956. A un año de su gloriosa muerte. Comité Unificado de Exiliados Nicaragüenses [CUEN] Parroquia de la Dolorosa, Guatemala).

Luego estaban las fotografías, anotadas al dorso por su mano, siempre mensajes dirigidos a Bolívar:

+Este soy yo en dic. 1923 junto con Chencho Mendieta, retratados en el andén de la estación del ferrocarril en León. Vamos para Granada a jugar beisbol contra los Salesianos, (“Yo tenía 15 años, y una estrella en la mano...” R.D.).

+Aquí, en algún lugar de las Segovias, en compañía del Mayor Pierson USMC, de la 5ta Compañía de Marinos. Año:1930, creo.

+Aquí ya en el exilio y miembro de la famosa Legión del Caribe. A mi lado izq. está sentado el Dr. Patiño, dominicano; el Dr. Buero, médico cubano conversa conmigo, y el tercero es Antolín González León, de Venezuela (los tres dieron su vida en la invasión a Playa Luperón en Dominicana, 1945; la foto es de ese mismo año). Nota: La L. del C. se proponía luchar contra todos los tiranos, a cada uno se le iba a llegar su turno.

+El Malecón de la Habana, 1947. Íbamos para Cayo Confites, a entrenarnos para una nueva invasión contra Trujillo, siempre la L. del C.

+Aquí estoy patrullando en el Paseo de los Estudiantes, San José de C.R., 1948, después que la L. del C. botó al gobierno de Picado y pusimos a Figueres. De aquel triunfo, nada se logró al fin en ayuda para la causa de nosotros en Nic.

+Aquí estoy con el joven Mauricio Rosales, de Masaya, y el excptán G.N. Santiago Taleno (exiliados como yo) bañándonos un domingo, ¿sept. de 1957?, en el puerto de San José, Guat. Ese otro de atrás que hace señas, es el amigo Raúl Guevara, excelente guitarrista y compositor de gran futuro.

+Aquí los mismos, sorprendidos durante un brindis en la Cervecería El Portal, mayo de 1959. Estaban próximos a salir en la expedición en la que, finalmente, Mauricio y el ex capitán perdieron la vida.

Siempre en las fotos la corbata kaki anudada en el cuello de una camisa a cuadros, manga corta; lo único de militar que le quedaba junto con su gorra de barquillo era la corbata, un ajuar de náufrago que le daría cierta majestad castrense al presidir las discusiones en las ruedas de exiliados, quitándose la gorra plegadiza para golpear con ella los costados de su silla y apoyar así sus argumentos, ajustándosela como frente a un espejo al irse de la cantina; siempre en su mano, de seguro, la lista de prominentes para integrar el gabinete de ministros a la hora del triunfo de las armas, lista que también es- taba entre los papeles y de la que habían sido tachados los exiliados muertos, o quienes habían claudicado para regresar, bajo promesa de no volver a meterse en nada.

Ruedas de exiliados plácidamente fotografiados con mala luz en un corredor que devuelve el brillo de sus mosaicos lampaceados, hombres de todas las edades acomodados en un sofá de mimbre, sus sombreros sobre las piernas, los que ocupan de pie la fila trasera esforzándose por no perder su aire de decisión e importancia (agosto de 1944: aquí cuando nos reunimos para anunciar yo la colaboración irrestricta prometida por el Pdte. Arévalo a nuestra causa. Los días de el hombre en ese entonces, parecían estar contados...).

Ya en territorio de El Salvador había comenzado a examinar las carpetas: actas de reuniones de los comités de exiliados, que constantemente cambiaban de nombres y de directivos, Frente Unitario Patriótico (FUP); Comité Coordinador de la Oposición Democrática de Nicaragua (COCODEM); Movimiento Republicano Auténtico (MOREA); Acción Patriótica y Renovadora (APARE), vistosos rótulos en el encabezado del papel de la correspondencia, siglas entrelazadas, emblemas artísticos impresos en azul patriótico, hojas en las que se invitaba para mítines, veladas fúnebres, circulares en las que se recordaba la obligación de cotizar las cuotas puntualmente, listas de los exiliados con sus direcciones, los teléfonos de sus pensiones o de boticas cercanas donde podían ser llamados en caso de emergencia, comisiones (Finanzas, Ideológica, Contactos Fraternales con otros movimientos, Divulgación y Cultura), páginas copiadas a máquina, borrosas copias al carbón, sin márgenes, que contenían discursos, proclamas, manifiestos, comunicados de prensa; hojas despegadas de documentos mimeografiados que habían perdido los encabezados.

Y recortes de periódicos unidos con clips ensarrados, páginas enteras de diarios mexicanos impresos en rotograbado sepia con homenajes a Sandino en cada aniversario de su asesinato, anotadas al margen (de esta negra acción se arrepintió tu padre: buscar en este mismo archivo mi folleto publicado por la Tip. Aurora de Guatemala, “Mea Culpa: La Historia Verídica de un crimen político”). Y entre los recortes, cuidadosamente doblado, un volante con un fotograbado en óvalo

PROGRAMA DE LOS FESTEJOS DE CORONACIÓN DE

LA REINA DEL EJÉRCITO DE NICARAGUA,

A DESARROLLARSE EL DÍA 14. NOV. 1941.

(Ojo: esto ya no lo hice por servilismo, sino para encubrir mis planes de rebelión, desgraciadamente abortados. Ver copias actas proceso Consejo de Guerra y crónicas diario La Noticia a lo largo de dic. 1941).

Escaseaban los documentos ya por último, y las carpetas contenían más bien facturas de compra de materiales para la fábrica de piñatas, recetas médicas de dispensarios populares, vales de cantina rescatados a última hora. Cesaban las actas de reuniones secretas, las circulares. Solo quedaba el cable. Para conseguir poner aquel cable había andado por días arañando, recogiendo, pidiendo, suplicando contribuciones: Dr. Castellón (nunca apareció en su consultorio las veces que fui a buscarlo, o es que no quiso recibirme); Tut. Argüello (me decía que pasara mañana y así me tuvo); Dionisio Pereyra (dio lo que andaba en la bolsa); Aristarco “El Chele” Sandoval (manifestó no estar de acuerdo), junto a la copia rosada del cable la lista de los requeridos para contribución y la boleta de empeño de su reloj de pulsera, lo último de valor que seguramente le quedaba. Y ya acabado por la enfermedad, se habría sentado entonces a aguardar, esperanzado que le llegara la respuesta a su dirección de la zona 12.

Enero 14, 1961, GUATEL (Vía Tropical Radio)

Presidente Electo U.S.A.

Mr. John F. Kennedy

Washington D.C.

De acuerdo sus promesas expresadas notable discurso su campaña San Diego, Calif., usar mano dura contra dictadores área Caribe recordámosle atentamente patético caso Nicaragua familia desgobierna despóticamente hace veinticinco años stop restablecimiento democrático nuestra patria podría ser primer ejemplo concreto sus loables deseos stop quedando de usted att. S.S. stop.

Viajaban ya en territorio de Honduras adelante de Jícaro Galán. Un momento sostuvo entre los dedos la hoja del cablegrama frente a la ventanilla abierta, sintiéndola revolotear contra su cara, y luego dejó que el viento se la arrebatara. Así empezó su tarea de deshacerse del archivo, lanzando las cartas, los manifiestos, las páginas de los periódicos que el aire rechazaba hacia él y que huían volando tras el camión al soltarlas, parecían sostenerse en lo alto como si hicieran una última resistencia pero caían vencidas, desplazándose ya sin fuerza sobre las lomas altas, los terraplenes de arena rojiza, yéndose al fondo de las cañadas abiertas entre los pinares, y más lejos aún, arrastradas en el cielo por el viento del golfo.

Solo el tomo empastado de cartas y la lata vacía le quedaba en la mano, ya desmenuzadas en pequeños trozos las fotografías y lanzadas también por la ventanilla. Intentó desgarrar de una vez las páginas pero no pudo, así que fue arrancándolas una a una, hasta no quedarle sino los forros de cartón rojo con sus letras góticas doradas.

El entierro se acerca al Parque Infantil. De pie en la balaustrada aguarda un hombre moreno y robusto, vestido de lino blanco martajado, las manos unidas por delante en callada solemnidad; se despoja del sombrero de pita, y uno de los dos niños situados tras él se lo recibe, sosteniéndolo a distancia con cuidado de no ensuciarlo. El otro niño está hecho cargo de una bandera, el asta apoyada contra su barriga pelada. Al llegar el ataúd casi frente a él, el hombre alza el brazo con un gesto altivo y decidido, de dominio, una orden para que el carro fúnebre detenga la marcha, y mantiene su gesto victorioso hasta conseguir que también el murmullo de los concurrentes se acalle. Sin quitar la vista del féretro extrae del bolsillo del pecho un fajo de papeles, y ya con ellos en la mano se coloca parsimoniosamente los anteojos. Vuelve a hacer otro gesto, ahora más enérgico, señalando hacia el ataúd como si quisiera partirlo con una descarga, pero no empieza todavía a hablar; calla, la mano trabada en su gesto.

Bolívar oye atronar grave su voz desde lo alto y le ordena al chofer seguir adelante. Los acompañantes, desconcertados, no saben si quedarse a escuchar al orador, que enterado de la marcha imprevista del entierro se esfuerza en elevar la voz como si las frases de su discurso dichas a gritos pudieran detenerlo; o ir tras el ataúd que ya se aleja. Pero apresuradamente, casi a la carrera, se deciden por el carro fúnebre y le dan alcance cuando ya baja por la pendiente, el sol prendido en chispas sobre la carrocería negra.

Y Bolívar con la mano puesta sobre el tubo ardiente del costado de la peaña, torna un momento la mirada. En lo alto de la balaustrada, frente a la cuadra vacía por la que atraviesa indiferente un ciclista, el orador se empequeñece solitario, reafirmando el peso de sus palabras con golpes de puño que da en el vacío.

Arrogante se volvió a su covacha a acostarse, alzando los brazos al andar por causa de sus golondrinas. Me dejó a medio patio con la palabra en la boca, sin descubrirme el gesto con que yo también le quería significar mi pensamiento, darle a entender que desde hacía tiempos ya le había cogido el rumbo a su vuelo altanero, su ambición de coger mando grande. Desde la hora de mi balazo, sellando el pacto de sangre conmigo, lo había medido. Pero no era con bailes de gala, ni sacándose retratado en La Noticia para su cumpleaños, con el rótulo de pundoroso militar que tanto le gustaba en letras de molde; ni organizando ágapes de beneficencia, ligas deportivas en los cuarteles, cursos para enseñarle a leer a los presos, que se podía coger aquel mando grande. Y esa fue su triste equivocación, la equivocación que ya lo mataba desde entonces.

Yo, por mi parte, lo que hacía era ayudarle a el hombre a juntar las bambas de oro, porque mientras más se le allegaran por mi mediación, más cogía yo de las que quedaban en el fondo del saco. Empezamos por las fincas. Los domingos acompañaba a el hombre a pasear en carro, viendo de pasada cuál finca le gustaba, para ir yo al día siguiente a proponerle al dueño la compra. Claro, la mayoría no quería vender, pero de eso se trataba, convencerlos. Luego nos vino la guerra mundial, y como el gobierno expropió a los alemanes puestos en una lista negra, también se compraban las fincas confiscadas, hermosos plantíos de café con sus beneficios, frutales, aserraderos, lecherías; allí la gracia era que podíamos fijar el precio en las subastas, en esas y en todas las demás subastas de propiedades hipotecadas con los bancos. Yo me presentaba a los remates, una ametralladora en una mano y el costal de reales en la otra; y aunque hubiera llegado desarmado, sabiéndose a nombre de quién compraba yo, nadie hubiera osado pujar.

Lo de las compras de ganado, yo lo inventé también. Primero se dio la orden militar de que para movilizar ganado en el país, se necesitaba permiso; por reporte de los cuarteles en cada zona, nos informábamos de las partidas de reses que venían para los mercados de remate, y en un lugar del camino lejos de agua y de zacate, se les daba el alto por medio de una patrulla armada, exigiéndose el permiso. Ese permiso tenía que llegar por telegrama, firmado por el mismo hombre, y mientras el dueño de las reses corría a poner su solicitud, la partida quedaba allí mismo detenida. A los días, ya muriéndose los animales de sed y sin llegar el telegrama, aparecía yo en un camión con la romana, a ofrecer la compra a precio de emergencia. Algo sacaban, pero era dejarles los cascajos a los zopilotes.

“Hacete vos personalmente de una finquita”, me proponía el hombre en los paseos de los domingos, “escogé lo que te guste y te lo dejo”. Pero yo andaba con cautela, y no quería salir mal, por antojado. Lo que era suyo, era suyo, no iba a metérmele en su terreno; excepto para recuperar “El Corozo”, la finquita de mi papá en Catarina, solo porque se trataba de un recuerdo sentimental, le solicité ampararme. Pero por lo demás, “no, muy agradecido”, le respondía, “pero si me lo permite, ya tengo pensado cuál va a ser mi fuerte, y allí sí quiero mano libre”.

Y ese mi fuerte fueron los casinos y los night-clubes, las jugaderas de dados y las ruletas, los bailongos, la coimería mayor, las mujeres extranjeras; nada de eso había en Managua para entonces, y allí vislumbré yo mi veta. Y una que otra cuartería, una que otra casa de alquiler, que cayeron en mi haber sin yo perseguirlas, cosa de cancelación de deudas de juego; y ajustes, como las patentes de tramos en el mercado, el destace de cerdos, el cebo de res. Yo ya dominador, y él todavía pisando nubes. Por eso, cuando me tocó joderlo de una vez por todas, lo hice no sin cierta lástima.

Porque allá por 1941, cuando el hombre acababa otra vez de ser electo, apareció revivida la costumbre de las prácticas de baile en el Campo de Marte; desde la sala de bandera me llegó la música de una victrola, y curioso, indagué con el centinela de posta de qué se trataba; era una sesión de baile dirigida por él pero ya sin rasos, un encierro exclusivo de oficiales de todos los cuarteles de Managua, incluso de la guarnición presidencial, de la policía bajo mi mando, hasta los departamentos del interior. Bueno, me dije yo, ¿qué es esto? Maestro de baile a estas alturas, ya maduro, dueño de hogar.

Él tenía sus pretextos, y muy fastuosos: había inventado un ceremonial de gran realce para coronar reina del ejército a la hija menor de el hombre, tres días de celebraciones en Managua, dianas y alboradas, conciertos en los parques, y después de un desfile triunfal por las calles la última noche, un regio baile de clausura; y para ese baile ensayaban los oficiales jóvenes con la victrola. Yo, que por masón tenía algo de iluminado, resolví meterle un espía a los ensayos; es- cogí un oficial de mi confianza, se lo mandé a bailar, y esto fue lo que averiguó: que eran conjurados de un alzamiento, que armaban el plan bailando para no despertar sospechas, que era él el cabecilla y para dar sus instrucciones parejas al son de la victrola, noches en que había ya más de veinte parejas bailando. Y eso los perdió, porque en tal multitud de bailarines, entró mi espía sin dificultad.

Apesadumbrado, ni siquiera había podido pasar el desayuno la mañana que me presenté delante de el hombre allá arriba, a comunicarle mi informe; espantado por semejante traición, no quería al principio concederme crédito, su jefe de estado mayor, nada menos. Pero ante la evidencia acopiada, hubo de rendirse: los disfrazados de cortesanos reales la noche del desfile, iban a ser los oficiales leales a el hombre, y los clases y soldados de sus compañías, iban a ir de soldados romanos; y a la propia hora de la coronación en la Catedral, el golpe; ni un solo hombre fiel para defender los cuarteles, todos armados de espadas de palo dentro de la iglesia. Y tamaño complot, ¿con qué objeto? Encaramar a la presidencia a un doctor de Masaya, ya viejito y trastornado, que según los bailarines había ganado en ley las últimas votaciones. Lo que se llama gastar pólvora en zopilote.

A la siguiente sesión de baile, se esperó que entraran y que empezara a funcionar la victrola; se rodeó sigilosamente la sala de bandera, y frente a la puerta emplazamos ametralladora de trípode. A medio charleston se les cortaron las luces y se les dio orden terminante de salir al patio. “¡En parejitas!”, les grité, para más joderlos; y que cuidado un movimiento en falso, porque les tocábamos la marcha fúnebre, a ver si también la bailaban. Por unos instantes solo se oyó un cuchicheo en la oscuridad, pero tal como se les había mandado, empezaron a salir, él el primero de la fila acompañado por un subteniente de la policía, con quien se hallaba bailando a la hora de la sorpresa. Agitado todavía por el ejercicio traía el sudor pintado debajo de los sobacos del uniforme; se quiso adelantar a decirme algo, pero con el dolor de mi alma lo paré en seco, apuntándolo con mi máquina, y así amenazado perdió el impulso.

Ordené amarrarlos, manos a la espalda, y mientras les socaban los cordeles, tuvo aún el valor de reírse, presentándome la cara. ¿Por qué se ríe? Iba a reprenderlo con severidad, dándole a entender la nueva distancia entre nosotros. Pero no me dejó tiempo, aún retenido de lejos por el cañón de la máquina, ladeó hacia mí la cabeza, igual que hacía siempre al confiarme sus secretos melosos. “Si piensan tirarme, no estés con muchas dilaciones, bróder”, lo oí decirme, como quien pide una chupada de cigarrillo.

En el mismo salón de prácticas de baile se montó a la semana siguiente el Consejo de Guerra, una vez pasadas las fiestas de coronación que estuvieron muy pomposas de todas maneras, a pesar de que él ya solo de lejos habrá oído los cañonazos y los repiques, incomunicado en su celda. Pidió defenderse él mismo y se le concedió; pensaba que de mucho le serviría su manejo del Código de Instrucción Militar, escrito en inglés tal como lo habían dejado los marinos, pero no le valió ni eso, ni tampoco bajar de su corte celestial a todos sus santos, Marco Bruto y su Simón Bolívar de siempre, y el tribunal lo condenó a cadena perpetua por alta traición, sus cómplices sometidos a baja deshonrosa. Pero yo no me cansaba de repetirle a el hombre: “de la cárcel donde esté, a la hora menos pensada se sale, todavía tiene gente dentro de la Guardia”. Porque, quién mejor que yo conocía sus mañas temerarias, nadie iba a tenerlo sentado en quietud dentro de una bartolina por el resto de su vida.

Por eso, el consejo fue fugarlo, sacarlo al monte en una hora avanzada, ofrecerle el chance de correrse y a media carrera hacerle su descarga. Los preparativos de ese postrer paseo se me confiaron a mí, pero yo los cumplí por interpósita mano, no quería pringarme con su sangre, la obediencia al vínculo de la masonería estaba de por medio. Y más que eso. Frente a la ventana de mi oficina en el Campo de Marte, prendida la única en el amontonamiento de sombras de las cuadras silentes, esperé en tristes ascuas el repicar del teléfono avisándome la fortuna de la operación; pero como que ya presentía lo que iba a oír por la membrana embullada del auricular en el sopor eléctrico de la medianoche: se les había escapado. Que le volaron bala a lo descosido, decía el parte que me presentó el jefe del pelotón al día siguiente, pero no pudieron tocarlo a pesar del buen blanco que presentaba por la claridad de la luna; lo vieron saltar un cerco, y ni una huella se encontró de él. A los meses, por informes de inteligencia se supo que disfrazado de monja había traspuesto la frontera y estaba ya en Guatemala. Qué vaina, pensé yo entonces, ahora va a empezar a joder queriendo meterse al país con gente armada.

Y así fue. Pero a pesar de sus muchas y mentadas intentonas año tras año, no volvimos nunca a vernos las caras, solo los muertos de sus partidas invasoras me ha tocado contarle varias veces; y aunque después de tanto tiempo hasta el eco matrero de su voz se me confunde, su cara de jodeón risueño no hay modo que me la borre el olvido. Sereno me le puse a la hora del prendimiento, y también sereno al final del almuerzo ese mismo día en el comedor de oficiales, cuando sin él saberlo nos estábamos dando nuestra verdadera despedida.

Siempre nos quedábamos un rato al final de la comida, platicando, y de seguro quería tantearme esa vez en forma embozada, porque se puso a leer en voz alta los párrafos de un librote que olía a desinfectante, donde se trataba el tema de las elecciones libres, la alternabilidad en el poder, y otros pensamientos literarios por el estilo. “Pero esas son teorías, bróder, no te preocupés”, cerró de golpe el libro y me cogió cariñosamente el brazo. Por lástima de su suerte preferí apartarlo de aquel tema, y mejor le hice guasa sobre sus clases de baile, que cuando pasara a retiro ya podría abrir su academia de danza, como Adán Castillo.

Él, que ya se ponía de pie, agarró el libro y se lo metió debajo del brazo. “Si me dieras una manito en la enseñanza de los primeros pasos a esos muchachos, vos también cogerías experiencia”, me contestó, según él hablándome en parábola. Y tenía razón, poco me han seducido en la vida las elevaciones. “Hay que ser fiel y agradecido, si no, las bambas de oro nunca las vas a ver”, fueron las últimas palabras de mi papá ya para morir, y a ellas me he sabido atener.

Y el hombre, hasta su muerte también, me supo reconocer esa virtud. “Si vos fueras mi querida, no iba a darme miedo dejarte desnuda en un encierro de hombres”, me dijo sin perder lo solemne delante de toda la concurrencia, el día de la ceremonia de mi juramentación como nuevo jefe del estado mayor. Yo, sinceramente sorprendido y ya mi mano alzada para prestar la promesa de ley le pregunté respetuoso por qué.

“Porque sé que no le ibas a abrir las piernas a nadie, así te mataran”. Y altos dignatarios y compañeros de armas soltaron la carcajada.

Pastorita siente que alguien le pone las manos en la espalda y se vuelve, primero sorprendido y después muy sonriente, hombre, Chepito, ¿qué andás haciendo por estos rumbos? ¿Paseando? y oculta la boca al reírse Chepito, pues aquí donde me ves, paseando en la partida; y que al principio, cuando lo miró salir de la gradería de sol, se preguntaba: ¿Será Pastorita? ¿Será Pastorita? con tanto tiempo de no verlo... y Pastorita, conduciendo al lado, sin montarla, su bicicleta vistosamente adornada, colguijos plásticos en los manubrios, remaches de colores en la montura, esto no puede quedarse así no más, ¿me aceptás convidarte a unos cuantos mielazos donde las Gordas, Chepito?

Salen las gentes del estadio de beisbol en Granada el domingo a mediodía al acabar el juego, atraviesan la carretera o se pierden por las bocacalles, se van por el outfield, saltan por encima de la barda de zinc pintada con anuncios de colores, y en la polvareda ellos dos, empujados, avanzados por la multitud a pie, por las motocicletas, los coches de caballos, los taxis, seguidos por una barata que anuncia el talco Rayo con un son de marimba, por carretones sorbeteros que repican sus campanillas, y cuando Pastorita le pregunta qué es de su vida desde el cierre de El Copacabana, se detiene Chepito y lo mira melancólico, ¿viste? Al fin se lo tragó el agua; él se pasó a servir de cuque al Casino Militar, recomendado por su patrón el coronel, que está ahora ya retirado de la Guardia.

Pastorita suelta el manubrio y hace con la mano un gesto enérgico, como si mostrara un rollo de billetes, sus buenos reales debe tener a estas alturas tu coronel; y Chepito asiente convencido, mordiéndose los labios, lo que se llama podrido en plata, si querés saber. El negocio de los night-clubes ya no lo atrae, qué lo va a atraer; se los vendió todos a unos cubanos de Miami, y ahora solo piensa en ganado de raza, en el algodón, en conquistar tierras. ¿Qué creés que me dijo la última vez, cuando llegué a visitarlo a su chalet que ha hecho en Catarina, donde era “El Corozo”? Un chalet de gran lujo, con piscina. “Mira, Chepito, si antes vos no tenías el valor de llamar- me millonario, ahora sí”. Y allí tiene a la huerfanita para que le sirva, volvió al fin de los Estados Unidos y decidió enqueridarse con ella; y como sus ojos cada vez van peor, es ella la que ve los negocios, los de él, y los que ella tiene aparte: negocios de comprarle los cheques de sus sueldos a los empleados públicos por adelantado, negocios de prestar plata a interés caníbal.

Tan hermosa que fue la huérfana, y tanto que se ha secado ahora, se lamenta Pastorita; él la vio una vez en Managua, paseándose como una fiera en el portón del Palacio Nacional, alerta de que no se le pasara ningún deudor, hasta el luto se ha echado para salir a cobrar. Y parpadea y parece olvidarse, y le cuenta enseguida de su barbería en Xalteva: hará cosa de un año resolvió venirse de Managua, ya comprada la silla y los fierros a un viejo barbero de Campo Bruce llamado Luis Carlos Rivas. Del oficio no sabía nada, pero viendo aprendió. Y va el pedal inmóvil, cantinelea la cadena mientras marcha apareada la bicicleta, entran a una calle de solares frondosos, penachos de palmera se mueven suavemente en la distancia; y por esos penachos podría adivinar, piensa Chepito, la cercanía de un lago si nunca antes hubiera estado en Granada.

Y cuadras adelante Pastorita toma con amor la bicicleta para subirla a una acera, y atraviesan por dentro de una casa ahumada de paredes de adobe, el cuarto dividido por un biombo forrado con carteles de cine ya pálidos; le da los buenos días a una de las Gordas que escoge maíz sentada en un banquito, y salen al patio arbolado; arrima la bicicleta a un tronco, la enllava, se quita los aros de lata de los ruedos del pantalón, y se sientan alrededor de una mesita enclenque que se mueve insegura sobre el suelo arenoso. Y contento por el encuentro no deja de reírse Pastorita, la sonrisa kolynos que según el decir de Lázaro era como su marca, unos dientes blancos como de anuncio de dentífrico.

Y da unas palmadas, pero poco se escucha su llamado en el patio lleno de bebedores que comentan en voz alta la partida, se cruzan las discusiones desde todas las mesas, y si de pronto uno dejara de oír las voces y reparara solo en sus gestos, los creería ocupados en algo religioso, porque esto del beisbol es como una religión, advierte Pastorita pasándoles revista; y a propósito, ¿viste a Raúl rasurado, con cara de cura extranjero en el periódico? Lo vio, trata de nivelar Chepito la mesa en el suelo, moviéndola. Dos veces ha ido a visitarlo a la cárcel de la Aviación; siempre el mismo Raúl, jodido pero contento. Cuando le hice ver que según su declaración del periódico, se había atravesado a pie casi toda Nicaragua, ni él mismo lo creía. “Si yo siempre he sido pendejo para caminar, Chepito, pero tenés razón, si no, ¿cómo llegué hasta donde llegué?”. Puede que lo saquen pronto, él ha oído conversaciones entre los oficiales del estado mayor en el Casino Militar. Dice el hijo del hombre que Raúl solo era un secundario. A los dos principales, ya los mataron.

Y entonces se callan y se miran, y siguen callados; un soplo de viento llega desde el lago Cocibolca lejano, agitando las hojas de los chilamates en el patio, y sienten como si los bebedores cesaran de pronto en sus discusiones bullangueras y voltearan la cabeza para ver entrar al Jilguero a la cantina, viéndolo sentarse en la silleta desocupada junto a ellos. Y cuando la mesera se acerca a preguntarles qué van a tomar, Pastorita ordena una media de Santa Cecilia con tres equipos; los cuenta la mujer con un movimiento extrañado de la cabeza, mientras se prensa el pelo con una traba que toma de la boca, y pregunta por qué tres equipos, si solo son dos ellos, y entonces Pastorita, como si lo despertaran, ah, sí, ¿cómo? Solo dos, pues. Te apuesto que vos no sabías, ¿verdad? se arranca los padrastros de las uñas con los dientes Chepito; lo mataron junto al capitán Taleno por mediados de septiembre del año pasado en San Carlos. El gobierno les alega a los familiares que se escaparon para Costa Rica, pero esas son mentiras. ¿Te acordás de la muerte de Carlos en abril de 1954, que nos dimos cuenta cómo fue porque Raúl oyó una conversación de soldados en la cárcel? Pues ve si no será extraño, vienen y matan al Jilguero, igual, en un hoyo fusilado, y vengo yo y averiguo por medio de un testigo, cómo exactamente lo mataron.

Ya les han traído una panita de estaño con hielo quebrado y limones verdes, los vasos recién lavados que dejan una marca húmeda sobre la mesa, las gaseosas tibias y la media botella de Santa Cecilia que Pastorita abre poniéndosela en el regazo; ya han vertido el aguardiente claro en las copitas ochavadas, las han alzado tomándolas cuidadosamente de las orejas y han dicho salud, ya han bebido ese primer trago cuando Chepito, bajando la voz, se acerca a Pastorita.

“Hay un sargento de servicio en abastos que sabe cómo fue, pero tiene prohibido hablar”, me soplan un día a mí en el Casino Militar; y yo apunto en la cabeza, y al llegar a traer provisión para la cocina, busco a este sargento. Le meto plática disimulada, a la vez siguiente le ofrezco sus cigarrillos americanos, y así poco a poco lo voy amansando, hasta invitarlo a llegar a verme al Casino. Me acepta, en la cocina le atiendo su banquete, le abro su latita de cerveza extranjera, y como quien no quiere la cosa, le arrimo la conversación por donde yo quería: “¿Qué no ha estado usted acantonado en San Carlos, amigo?”. Y de allí en adelante todo fue esperarlo a que acabara de tragar:

Caía un aguaje sobre San Carlos, y en la negrura, solo se oía al río revuelto detrás del recodo arrastrando palos y gamalotes desflorados, el lago quizás inquieto, quizás dormido como un espejo bocabajo. Desde la fortaleza se avistaron al fin los focos de la lancha que andaba en patrulla por el río; el sargento cogió su capote y le ordenó a su único raso seguirlo al embarcadero. Metiéndose en las corrientes cruzaron las calles, las puertas atrancadas y condenadas las ventanas frente a la llovedera, los perros ocultos en sus tramojos, ni aullaban, los gallos desvelados y friolentos en los barandales. Ya alcanzados los tambos del muelle, al orientarse a través de los pasadizos entre los depósitos y las pulperías, su foco de mano hacía brillar el agua arremolinada debajo de las tablas podridas.

El motor de la lancha se fue apagando al arrimar; él cogió la cuerda que le tiraron desde la proa para el amarre, y le ayudó al oficial a subir por la pasarela. No se le olvidan los anteojos negros del teniente a esas horas de la noche, empapados de lluvia; se refugiaron bajo un alar donde había unos tambos de gasolina, y al quitarse el sombrero para sacudirse el agua le notó la escasez de pelo arriba de la frente, jovencito y ya calveaba. ¿Quién creés vos que era, Pastorita? Yo lo saco por la descripción del sargento: el mismo tenientillo Quesada que me quebró a mí mis costillas. De la Zona del Canal volvió estudiado en tácticas de joder enmontañados. “¿Qué son esos informes tuyos?” le preguntó.

El Sargento le comunicó en detalle la llegada de dos forasteros que cansados y derrotados habían pedido posada donde la Ofelia. “¿Qué Ofelia?” lo requirió el teniente siempre con su modito despreciativo. La Ofelia era una mujercita del sargento, la maestra de escuela de San Carlos; los hombres se le habían presentado como cazadores perdidos, y ella, por miedo, les había dado albergue. “Pero en cuanto pudo, se vino a avisarme, mi teniente, por eso lo llamé por radio; la comisionaron para ir a buscar un botero que los sacara a Costa Rica por los Chiles, y ella más bien se vino donde mí con el informe”.

Hablaban como si no hubieran estado allí ninguno de los dos, apenas distinguiéndose sus bultos encapotados en la oscuridad, la lluvia desgranándose contra la espalda del sargento, que quedaba fuera del alar. “Allí están tendidos en el suelo de la casita, en un solo dormir desde que llegaron, mi teniente, ni de comer pidieron. Uno de ellos viene malherido de una pierna, la sangre le transpira”. El teniente quiso saber por último, qué armas traían. Ninguna arma larga, o pesada, a la vista. Tal vez pistolas en los salveques.

Los diez o doce alistados que formaban la patrulla ya habían desembarcado, y esperaban órdenes, en formación sobre el muelle. “Volvete para la fortaleza y esperás allá cualquier novedad. ¿Cuánta gente tenés?”, le dijo el teniente. Toda la guarnición, del oficial abajo, había sido reconcentrada a Granada con el estado de sitio; solo un raso le quedaba. Así y todo, que se fuera a la fortaleza, ¿tenía una ametralladora? Bala en boca entonces, que se atrincherara arriba con su alistado. Él ya no se halló en valor de seguirlo y suplicarle tener cuidado con la Ofelia, si acaso iba a haber tiradera; y afligido se volvía para la fortaleza, cuando oyó que lo llamaba. “¿No sos vos el que sabés dónde está la casa? Pues caminá adelante de nosotros y despachá al raso a la fortaleza”. Y él obedeció agradecido la contra- orden, porque ya puesto allá en algo podría ampararla.

La casita estaba entre unos papayos, abajo del camino a la fortaleza. Ya escampaba cuando arrimaron a las cercanías; el teniente puso dos centinelas ocultos en la bocacalle, desplazó otros dos detrás de la casita para copar el solar, colindante a la vega del río, y los demás se acercaron al frente, de arrastradas sobre el lodo. El teniente se puso en cuclillas contra el tabique al lado de la puerta, y les ordenó aguardar en sus posiciones. Ya griseaba el día cuando le hizo al sargento una señal para que tocara, pero ningún ruido de sorpresa se oyó venir desde adentro a los golpes. Aquellos seguían que ni muertos.

Al entreabrirse la hoja, el teniente se abalanzó sobre la puerta, aventando a la mujer, y gritó: “¡al que se mueva me lo trueno!”. Los focos de cacería alumbraron el cuarto que quedó como en pleno día. El teniente los apuntaba con la máquina, alternando el cañón, y repetía en voz muy alta, muy exagerada para aquel ambiente y aquel silencio de los dormidos, la orden de no moverse. Sin alcanzar a comprender lo que pasaba, ellos se sentaron al fin en el suelo, restregándose los ojos como un par de niños, y seguramente por la inocencia de ese movimiento fue que el teniente no les disparó. Los hizo ponerse de pie, de espaldas al tabique, ordenándoles a los soldados cacharles las bolsas, el cuerpo, y ellos sin acabar de despertarse. Empujó con el pie las mochilas, y un raso las vació: pedazos de tortillas viejas, un plátano, un pomo de Vic-Vaporub, un cabo de manila, un foco de mano, un cuchillo de caza. Dos 45 automáticas, magazines vacíos.

“Ahora se me arrodillan”, volvió a gritar, y la voz se le ahogaba en saliva, como si le hubiera faltado el resuello. Al Jilguero lo empujó porque no se había arrodillado bien, solo una pierna alcanzó a doblegar, pero es que la herida le estorbaba. “Párense”, ordenó, y ellos se pararon. “Desenme vuelta”, y ellos se dieron, el Jilguero ayudado en sus movimientos por Taleno. Y cuando los tuvo de frente, los examinó con cierta burla, siempre ocultos los ojos tras los anteojos negros. El cuarto estaba lleno de guardias, y la maestra, como si no pasara nada, acurrucada en su cama se untaba kerosín en los pies.

“Siéntense”, ordenó ahora, “las manos adelante, las palmas abiertas contra el suelo”, y con el cañón de la máquina les trazó el lugar. “Se les acabó el paseo”, se dirigió a Taleno, “te me zafaste de la jaula, pero ahora lo siento mucho, mis órdenes son de no llevar prisioneros”. Taleno solo lo alzó a ver, la cara perdida en una especie de neblina de cansancio. “Cumpla, pues, con sus órdenes”. Y el teniente insistiendo que no le quedaba otro remedio que cumplir sus órdenes; la voz dura y fastidiada de Taleno se oyó entonces alzada: “Ya le dije que no se preocupe, cumpla con sus órdenes y deje de joder, Calzones”. Y sería la altanería de aquel condenado a muerte lo que no le gustó, o que le mentaran su apodo delante de los subordinados, pues cogió la máquina y le dio con el cañón en la boca. Entonces el Jilguero, así inválido, se incorporó y se le fue encima, pero un raso le metió la culata del rifle en el estómago, tendiéndolo. “¡Amárrenlos!”, gritó desaforado el teniente, y les cayeron encima rateándolos con una sondaleza. “¡Arreen con ellos!”, y salieron a la mañana llevando a los prisioneros, a la mañana porque afuera ya estaba el día, aunque siempre cerrado el cielo de temporal. Y ya la procesión cuesta arriba, camino de la fortaleza, amarrados de la misma cuerda por el pescuezo los prisioneros, el sargento se le acercó a advertirle al teniente que el de la pierna herida no iba a aguantar más, y le señaló al Jilguero que dejaba un rastrillazo de sangre al caminar. “No le he pedido consejo, jodido”, le contestó bravo. Y él ya no insistió.

Llegaron a la fortaleza y dejaron a los prisioneros sentados un rato en el patio, pecho de paloma y rateados espalda contra espalda, mientras se mandaba al pueblo a buscarle al teniente algo de desayunar; con la boca llena de pan francés, el plato puesto sobre la balaustrada que da al río, preguntó si había en el monte un claro cercano, y el sargento le informó que sí, una saca de madera a media legua de la fortaleza. Y tal vez eran las siete de la mañana o poco menos, cuando levantaron a los prisioneros y se metieron con ellos al monte por una vereda que arrancaba al pie de uno de los contrafuertes laterales y se perdía entre las ramas bajas de los palos empapados, el pajarerío todavía sin despertar en las cumbreras por causa de la nublazón. Cuando arrimaron al claro, el teniente escogió un lugar para excavar el hoyo, entre los tocones de la saca. Les soltaron las amarras, y al acercarse el sargento al Jilguero para entregarle la pala, lo sintió arder en fiebre, al solo rozarlo quemaba. Y tan imposibilitado se miraría, que el teniente lo quiso relevar del trabajo, pero dijo que no con la cabeza, y firme al manejar la pala, excavó igual que Taleno.

Y después de haberle servido de comer dos veces, limpió el plato con el pan el sargento. “¿Averigua usted lo que hicieron cuando ya iban a tirarlos, Chepito? Pues cantar el himno nacional, ya caían y todavía entonaban tu pendón bicolor. ¿A quién se le ocurre cantar al llegarle la hora llegada? Lo que es a mí, la voz no me ajustaría ni para pedir agua”.