El sol se había envuelto en una miríada de velos carmesíes. Las sombras les perseguían a grandes zancadas y la nieve se teñía de un tono anaranjado a su espalda. La tarde agonizaba cuando, tras una loma, divisaron la villa de Kainengrad.
El camino serpenteaba flanqueado de almiares de heno cubiertos de blanco. Parecían pequeñas colinas solitarias esparcidas al azar por el capricho de algún brujo.
El recuerdo perdido de una tarde de invierno, de muchos años atrás, se abrió camino en la mente de Vlad mientras cabalgaba. Era apenas un niño cuando, después de una travesura, su padre, Nikolai Vataziev, se enfadó con él. No era capaz de recordar el motivo, pero la imagen de su progenitor reprendiéndole estaba clara en su memoria. Aquella tarde decidió escaparse de la torre familiar.
Todo estaba nevado, como ahora. Recorrió el viejo camino de la costa muerto de frío, sin saber muy bien a dónde se dirigía. La noche le sorprendió en mitad de los campos bordados de blanco. En el cielo las estrellas refulgían a millares y las nubes de vaho se congelaban frente a su rostro. Entonces reparó en la decena de almiares que le rodeaba. Los campesinos disponían el heno en grandes montículos en torno a un poste de gran altura. Así tenían provisión de él cuando llegaban las nieves y podían alimentar a los animales. Le pareció que uno de ellos sería un buen lugar para pasar la noche.
No sin cierta dificultad, se encaramó hasta la cima del más cercano. Con las manos desnudas escarbó en la congelada aglomeración de paja, hasta que logró hacer un agujero lo bastante profundo y ancho como para introducirse en él. Olía fatal y estaba húmedo, pero también daba calor. Metió el cuerpo como pudo y miró al cielo estrellado que se extendía sobre él.
Apenas tardó en acostumbrarse al olor del heno en descomposición. Sentía una agradable calidez y el sueño le fue venciendo. Se quedó dormido contando las estrellas.
Cuando abrió los ojos, la aurora carmesí se extendía por el cielo azulado como si se tratara del lienzo de un pintor. Arrepentido de lo que había hecho y avergonzado de su comportamiento, decidió volver a casa y pedir perdón a su padre.
—¡Aún no me has dicho por qué vamos a ver a la vieja Irina! —exclamó Cristiana sacándole de su ensoñación.
La joven había azuzado a su ruano para ponerse a la altura de Nieve. Vlad la miró en silencio un instante, antes de hablar.
—Leí en algún viejo tratado que los hechizos temporales pueden ser revertidos con ciertas pociones y filtros —le contestó Vlad sin aminorar la marcha—. Además, si tenemos suerte y vencemos a ese fantasma, necesitaremos algunas hierbas que solo ella puede proporcionarnos con las nieves tan avanzadas. Mi tío Alexei las dejó anotadas en el libro que ya mencioné.
—¡De acuerdo! —asintió la chica, pero en su fuero interno no veía las cosas tan claras. Aún no tenía ni idea de cómo iban a encontrar a la chica Tagirov y mucho menos derrotar a Iván Myshov—. Pero, dime, le has pedido a Stepan Tagirov una hoguera de leña de fresno y rosas silvestres. Ahora vuelves a hablar de hierbas, como hiciste en la biblioteca de la mansión. ¿Para qué necesitamos todo eso exactamente?
Entonces Vlad redujo el galope de Nieve y miró a Cristiana a los ojos.
—Está bien, escucha —dijo palmeando el cuello del caballo con cariño, mientras el animal iniciaba un gracioso y señorial trote—. Conforme a las investigaciones de mi tío, una vez enviemos a Myshov de vuelta a su mundo espectral con ayuda del spathion, sus huesos deben ser hallados y quemados en una hoguera de madera de fresno, junto con sendos ramilletes de espuela de caballero y de campoestrellado. Esas hierbas tienen el poder de mantener a los espíritus atrapados en ese país etéreo ¿sabes? En cuanto a las rosas silvestres, las necesitamos para la segunda parte del ritual, pues en un pasaje del De ritibus se menciona que tienen poder santificador. Mi tío los señaló como parte fundamental de la ceremonia, así que emplearemos todos esos ingredientes.
—Entiendo. Pero ¿dónde esperas hallar los huesos de Myshov? ¿En las mazmorras?
—En efecto.
—¡Claro! —exclamó la mujer—. Dado que los restos del maestro nunca fueron hallados, es lógico que se encuentren en el interior de la celda secreta de Viktor Tagirov. Tiene sentido, desde luego.
Cuando hubo concluido, Vlad le sonrió y le guiñó un ojo, dándole a entender que llevaba algún tiempo esperando a que llegara a esa conclusión. La mujer puso los ojos en blanco en señal de fastidio.
—A veces eres odioso. ¿Lo sabías?
El caballero se encogió de hombros sin perder el buen humor.
—Está bien, sabio —continuó Cristiana—. Ilumíname, ¿cuál es la segunda parte del ritual?
Cristiana dio un fuerte tirón de riendas que detuvo a su hermoso caballo.
—¿Expiación? ¿Y cómo diantres se supone que vamos a conseguir que ese espíritu vengativo expíe todos los actos de maldad suprema que ha perpetrado en los últimos siglos? ¡Irá directo al Infierno!
—Buena pregunta. No lo sé —reconoció Vlad—, pero cuando nos preparábamos para bajar a las mazmorras le consulté a Andrei. Me habló de cierta oración de exorcismo. Es parte del ritual bizantino contenido en una copia del Typikón de san Sabas de Palestina, que se guarda en la biblioteca de su pequeño convento. Según él, fue escrita por el mismísimo san Juan Crisóstomo de Constantinopla que, casualmente, es el patrón de mi orden —aclaró el hombre—, y según cree, encierra el poder suficiente para lo que nos proponemos. Lo cierto es que el De ritibus afirmaba que era necesario un exorcismo de la Iglesia de Cristo para la liberación del alma atormentada. Al parecer, con ese ritual hasta Myshov podría hallar la luz y el camino hasta las Puertas de San Pedro… O del Infierno, todo depende de él —añadió el caballero a media voz.
—Ya veo. ¿No crees que estamos dejando demasiadas cosas al azar?
—¿Y qué otra opción tenemos? —preguntó Vlad azuzando de nuevo a su bello corcel andaluz.
Cristiana reflexionó en silencio durante un momento antes de encogerse de hombros y seguirle.
Irrumpieron al trote por la puerta del río y enfilaron la calle principal del pueblo, dejando atrás el antiguo pozo negro con sus tétricas esculturas. Las gentes de Kainengrad afirman que sus aguas son las que saben mejor de todo el principado. Más allá, la casa del voivoda Namarov se alzaba semioculta entre un bosquecillo de sauces llorones. Sus troncos plateados aparecían teñidos del rosa del ocaso y sus cascadas de verdes ramas henchidas de nieve como grandes osos.
Los parroquianos que los vieron se apartaron de su camino, murmurando imprecaciones entre dientes y persignándose.
Las sobrias fachadas de las humildes casas alegraban poco la vista del viajero. Lo que sus habitantes llamaban la villa de Kainengrad no era más que una amalgama de izbás campesinas, rodeadas de una ruinosa y antigua muralla de época bizantina. Por encima de todas ellas solo destacaban unas pocas construcciones con algo más de solera.
El ladrido ocasional de algún perro y el aullido del viento eran los únicos sonidos que se oían. Sin embargo, las chimeneas expelían delgadas volutas de humo gris que se entretenían esquivando los copos de nieve, y las ventanas no podían ocultar las cálidas luces de los fuegos que ardían en su interior.
Un poco más adelante, Vlad detuvo por fin a su montura frente a una pequeña casa de troncos apilados de estilo tradicional y techumbre de paja endurecida. Las contraventanas estaban pintadas de verde —única nota de color en toda la fachada— y sobre la puerta principal pendía un cartel de madera con una planta florida pintada sobre el nombre «Irina» en caracteres cirílicos.
Ataron sus monturas a un poste junto a una valla de madera y llamaron.
—¡Está cerrado! —exclamó una voz desde dentro—. ¡Vuelve mañana!
—Sabia Irina, necesitamos de vuestros remedios —dijo Vlad a través de la puerta.
—¡Márchate, he dicho! —insistió la voz.
Vlad intercambió una mirada de preocupación con Cristiana.
—¡Por favor, sabia Irina! ¡Es urgente! —repuso Vlad—. ¡Soy el caballero Vladimir Vataziev!
Transcurrió un momento sin que se oyera ningún ruido en el interior de la izbá.
Por fin, el agitar de las cortinas de la ventana más próxima precedió a la apertura de la puerta. Un rostro anciano y amable de mujer se asomó, arrugando la nariz al notar el aire frío que soplaba por las calles de Kainengrad. Un par de ojillos brillantes recorrió de arriba abajo a Vlad y a Cristiana, antes de que una voz dulce —pero firme y vivaracha— volviera a hablarles.
—¿Vladimir? No te veía desde que eras un niño. ¡Por san Basilio, hubiera jurado que eras Nikolai, tu difunto padre! ¡Eres exactamente igual a él cuando tenía tu edad! ¿Lo sabías? Hmm… veo que te acompaña la joven Orlov. Se ha hecho muy hermosa, como lo era su madre. —Cristiana se sonrojó—. Puede que más. Anda, pasad antes de que os convirtáis en estatuas de hielo —dijo abriendo más la puerta y desapareciendo en el interior de la vivienda.
Penetraron en lo que parecía una botica. Un mostrador de madera oscura se alzaba frente a ellos y, tras él, se apilaban varias estanterías llenas de retortas y frascos de cristal de todas las formas, colores y tamaños imaginables. Tomos polvorientos descansaban en repisas amontonados unos sobre otros. El perfume de mil especias y hierbas de todas clases impregnaba el aire y Vlad imaginó que ese debía ser el aroma de las lejanas junglas del África.
A la derecha, una puerta lateral se encontraba entreabierta. Al otro lado se vislumbraba una cálida luz y se escuchaban pasos. La atravesaron.
Una acogedora salita les aguardaba más allá de un estrecho pasillo atestado de abrigos y capas colgadas en ganchos de las paredes. El calor que desprendía el agradable fuego del hogar les acarició el rostro como una mano engatusadora. Y allí estaba la vieja Irina, sentada en un confortable y enorme sillón tapizado de rojo que la hacía parecer mucho más pequeña. Llevaba un vestido tradicional blanco con volantes, sobre el que destacaba un desgastado delantal bordado en alegres colores. El pelo cano le caía recogido sobre el hombro izquierdo en una gruesa trenza.
La anciana les indicó que tomaran asiento en sendas butacas de madera acolchada con cojines rojos.
—Perdonad si las sillas no son cómodas. No suelo recibir visitas en mi casa. Acabo de terminar un delicioso kremzhkyky. ¿Habéis cenado ya?
—Estamos bien, gracias —contestó Cristiana, hablando por primera vez.
Los penetrantes ojos de la anciana estudiaron a la joven. Vlad permanecía en silencio, como esperando que le dieran permiso para hablar.
—¿Y bien? ¿Qué es eso tan urgente? Viéndoos juntos no parece que necesitéis un filtro de amor —apostilló Irina guiñando un ojo.
Cristiana se revolvió incómoda en su asiento y Vlad se apresuró a intervenir.
—En realidad no estamos juntos…
—¿No? ¿Estáis seguros? Jovencito, he vivido mucho para reconocer a dos personas que se aman.
Entonces fue el caballero el que enrojeció.
—No es eso. Lo que Vladimir quiere decir es que hemos venido por otro motivo, sabia Irina —interrumpió Cristiana.
Vlad se quedó mirando a la mujer, mudo de asombro.
Cristiana expuso la situación sin omitir ningún dato con respecto a la naturaleza de su misión: la desaparición de la chica Tagirov, la maldición que parecía pesar sobre su familia, las anotaciones hechas por el desaparecido tío Alexei al respecto y cómo acabar con el fantasma, así como sus propias deducciones y sospechas. Además, describió al aparecido y sus ataques con gran lujo de detalles, haciendo hincapié en el estado en que había quedado el pobre padre Andrei al ser poseído. La anciana la escuchaba con atención y fruncía el ceño de vez en cuando o abría sus pequeños ojos escrutadores con gran asombro ante este o aquel hecho sorprendente. Pero en ningún momento la interrumpió hasta que no hubo concluido su relato.
—¡Por el Árbol Retorcido! —exclamó al fin, golpeándose la parte superior de los muslos con las palmas de las manos—. ¡El problema al que nos enfrentamos no es baladí!
Tanto Vlad como Cristiana dieron un respingo ante el estallido de Irina.
—En cuanto a las hierbas que anotó tu tío Alexei, dispongo de espuela de caballero en grandes cantidades. De campoestrellado ando más corta, pero creo que bastará con mis existencias. La afección mágica que sufre el joven padre Andrei es otra cuestión. —La herborista entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos rendijas oscuras—. Debo consultar mi Liber elixirium. En sus páginas se describe la complicada preparación de una pócima que revertirá el envejecimiento mágico que ha sufrido; o eso creo recordar. Acompañadme. Os daré lo que tengo ahora para que podáis continuar y yo misma llevaré el remedio a la mansión de los Tagirov cuando esté listo. No será antes de la aurora. ¡Y eso con suerte!
La anciana les entregó dos saquitos que contenían lo que parecían pétalos de flores secos. Abrió uno de ellos y lo pasó por delante de los rostros de Cristiana y de Vlad. Una fragancia deliciosa inundó sus fosas nasales.
—Tened cuidado. Es un material de primera calidad —les dijo guiñándoles un ojo—. Ahora, marchad. ¡Debéis encontrar a esa joven y a Alexei antes de que sea demasiado tarde!
Mientras los echaba de casa sin ningún miramiento, la pequeña anciana tomaba un pesado y amarillento libro de un anaquel y lo colocaba sobre un atril que había en el mostrador de su botica, levantando una nube de polvo. Sus ojillos comenzaron a recorrer las páginas a gran velocidad.
—¿Por qué has hecho eso, Crisha? —quiso saber Vlad una vez estuvieron de nuevo en la calle. Parecía pensativo. Una nube de vaho flotaba delante de su nariz y boca.
—¿El qué?
—No negar las afirmaciones de la sabia Irina.
—Sigo sin entender a qué te refieres. ¿Puedes ser más explícito?
—Ya sabes… Todo aquello de estar juntos, enamorados…
—¡Ah, eso! No me pareció oportuno negarlo, era evidente —aseguró Cristiana con naturalidad—. Creí haberte dejado claro lo que hay entre nosotros ayer por la noche en el viejo puente, Vlad. Absolutamente nada.
—Sí, claro, claro. Es evidente…
Vlad carraspeó un poco y miró a su alrededor, avergonzado. Cristiana lo contemplaba con curiosidad, casi divertida.
—¿Estás bien? —preguntó con malicia.
—Por supuesto que estoy bien —aseguró Vlad, indignado.
Cristiana se encogió de hombros sin perder la sonrisa.
—Muy bien. ¿Y ahora qué? —preguntó cambiando de tema—. Tenemos las hierbas y Tagirov hallará la madera de fresno para la hoguera y las rosas silvestres. ¿Se te ocurre cuál puede ser nuestro próximo paso?
Vlad negó con la cabeza y miró al cielo.
Las estrellas refulgían claras y límpidas como las joyas de la corona de la zarina. La luna aún no había salido por encima de los Kharkov, pero su fulgor teñía de plata las afiladas cumbres.
—No —reconoció el hombre—. Sin el spathion de mi tío no veo cómo podremos derrotar a ese maldito aparecido en primer término. Sus ataques nos seguirán impidiendo progresar. Es necesario expulsarlo de nuestro mundo para poder hacer todo lo demás. ¡Argh! ¡Hemos recorrido ese maldito subterráneo de un extremo a otro, pero si no está allí, ¿dónde diantres está el tío Liosha?! Debemos hallar la clave que abre el muro de la celda secreta si queremos encontrar a la chica y los propios huesos de Myshov —dijo Vlad.
—Volvamos a hablar con Tagirov. Quizás nos esté ocultando esa información deliberadamente —sugirió la mujer.
—No lo creo. El miedo a perder a su hija ha sacado a relucir toda su sinceridad, estoy seguro. Aunque podríamos consultar su biblioteca. ¡Quizás allí haya alguna pista!
—De acuerdo, hagámoslo. ¡Al galope! —exclamó Cristiana, montando en su ruano de un brinco.
En ese momento, alcanzaron a oír un griterío calle abajo, justo delante de La Cabeza del Lobo. Un grupo de gente armada gritaba y reía a grandes voces mientras parecían imprecar a alguien en la entrada de la posada. Decidieron acercarse y ver qué sucedía.
Seis hombres rodeaban a un muchacho ataviado de forma estrafalaria. Vestían amplios pantalones metidos dentro de botas altas, camisas de hilo debajo de chalecos de piel de oveja y anchos cinturones de cuero de los que pendían cimitarras y yataganes. Llevaban el pelo largo y alborotado y lucían grandes y poblados bigotes negros. Uno de ellos, además, tenía una capa de color rojo sobre los hombros.
—Parece una partida de bandidos moldavos —dijo Vlad torciendo el gesto y aprestándose a intervenir—. ¿Qué harán en Kainengrad?
—Son mercenarios —respondió Cristiana sin alterarse y con cierto aire de desprecio—. Han reforzado la milicia del voivoda Namarov.
—¡¿Qué?! ¿Y por qué el voivoda habría de recurrir a esa gentuza para mantener el orden en el valle?
—Es cosa de Sokolov, su nuevo capitán.
—El mismo. Ayer por la noche cenó con mi padre para celebrar su reciente nombramiento. Ya sabes que su madre era de Besarabia y siempre ha tenido buena relación con los hombres de fortuna moldavos.
—¡Ruslan Sokolov el nuevo alguacil de Kainengrad! Casi no puedo creerlo. ¿Cómo es que ha llegado tan lejos ese rufián alborotador de taberna?
—Supongo que ha sabido medrar. Lleva años en la milicia y habrá lamido las manos adecuadas. Además, la mayoría de los soldados del valle, incluidos sus mandos, acudieron a la llamada de la zarina, como tú. Y casi ninguno ha vuelto. No había suficientes hombres disponibles para mantener el orden aquí. Desde hace años ha habido que recurrir a extranjeros para repeler las incursiones tártaras.
—¡Dios nos asista! —se limitó a decir—. ¡Eh, espera! Yo conozco a ese muchacho al que están molestando, ¡vamos!
Azuzó a Nieve hasta llegar junto al círculo de hombres. Varios de ellos empujaban al joven Iósif y le propinaban puntapiés. El cíngaro pugnaba por mantenerse erguido, pero ya le habían hecho caer en varias ocasiones y se tambaleaba. Parecía muy asustado. Los moldavos se reían a carcajadas.
Vlad reconoció el rostro aquilino y despiadado de Sokolov, el Halcón, entre los hombres de grandes bigotes. La temblorosa luz de las antorchas y candiles que iluminaban el exterior de la posada acentuaba sus marcados rasgos.
—¡Maldita escoria cíngara! —decía, echándose la capa roja hacia detrás—. ¡Cuántas veces te he dicho que no quiero verte en la villa! ¡Ve a robar y a vender tus cachivaches a Vorskigrad, si es que te toleran allí!
—¡Alto! —intervino Vlad. Los hombres volvieron sus rudos rostros hacia los recién llegados—. ¿Es que ahora la milicia de Kainengrad se dedica a maltratar a chiquillos?
Los mercenarios echaron mano a las cimitarras y miraron de reojo a su jefe. Varios de ellos hicieron juramentos en su lengua natal y uno de ellos escupió en el suelo tras carraspear. Sokolov se adelantó.
—¡Vaya, vaya, vaya! —dijo, deteniéndose en cada palabra—. ¿Qué tenemos aquí? Nada menos que un héroe de guerra que regresa de entre los muertos. Oí que un alfanje tártaro te había abierto en canal en Crimea, Vlad, pero veo que no es así —dijo con fastidio—. Una lástima, ¿no crees?
—Siento defraudarte, Sokolov. Ahora deja al chico en paz. ¿Qué ha hecho?
—Es un ratero. Debería ordenar que le cortaran una mano. Así aprendería.
Uno de los moldavos, a quien Cristiana reconoció como Alexandru, la mano derecha de Sokolov, se adelantó y dio una colleja a Iósif. Luego, sacó su yatagán y lo sujetó por un brazo a la espera de órdenes.
—¡Suéltame, maldito payo! ¡Me haces daño! —se quejó el muchacho.
—Dile a tu perro que se detenga, Ruslan —dijo Vlad lanzando una mirada de odio al mercenario—. No sería bueno para nadie que se precipitara. Además, quiero saber qué ha robado el chico.
—¿Y por qué debería hacerlo, Vlad? Ahora yo también soy capitán, ¿sabes? Y el capitán de la milicia no tiene por qué dar explicaciones de sus órdenes ni de sus pesquisas. No lo olvides, Vataziev. Pero ¿qué es esto? —preguntó volviendo la espalda a Vladimir—. Si está aquí la encantadora señorita Orlov. —Cristiana se había acercado y ahora la mirada ladina de Sokolov se dirigía a ella. El capitán había adoptado una sonrisa de hiena y sus ojos brillaban con lujuria—. ¡Qué inesperado placer el volver a verla tan pronto! Transmita mis respetos a su padre. La de anoche fue una velada encantadora. Sobre todo desde que usted se nos unió.
La mujer desmontó sin ni siquiera mirar al desagradable alguacil y por supuesto haciendo caso omiso a sus comentarios.
—Si acepta un consejo —continuó Ruslan Sokolov—, igual no debería andar en compañías como estas, mi querida dama —aseguró con desprecio hacia el caballero bizantino.
—Mis compañías son solo asunto mío, capitán —declaró Cristiana, tajante—. Y no, no le acepto el consejo.
Sokolov enarcó una ceja.
—Pero dígame, capitán, ¿tan peligroso resulta ese chico? —continuó Cristiana con sorna.
Ruslan miró de soslayo hacia donde Alexandru, su lugarteniente, mantenía a Iósif con el yatagán al cuello. Tras morderse el labio, chasqueó los dedos y el moldavo soltó al chico. El cíngaro se tocó el gollete con las manos y se alejó unos pasos. Pero enseguida fue rodeado por el resto de los mercenarios.
—¿Qué has querido decir con eso de las «compañías», Ruslan? —terció Vlad.
—Capitán Sokolov, si no te importa. Y por supuesto me refiero a que viajar junto a un reconocido forajido y malhechor no es propio de una señora de tal alcurnia.
Los moldavos rieron a carcajadas ante las palabras de su jefe.
—¡¿A quién llamas forajido, sucia rata?! —estalló Vlad—. ¡Mi linaje se remonta al Imperio de Oriente!
Sokolov entornó los ojos.
—Cuidado, Vataziev, o te haré arrestar. Mi paciencia tiene un límite —dijo, señalándole con el dedo.
Los mercenarios se revolvieron en el sitio, con las manos en las empuñaduras de sus armas y pasando la lengua por los labios, inquietos. Esperaban una palabra de su capitán para saltar sobre Vlad.
Mientras tanto, Cristiana estudiaba la situación con ojos de espadachina. Comenzó a rodear al grupo con la intención de situarse al otro lado, en una posición en la que pudieran sacar ventaja. Presentía que lo inevitable sucedería tarde o temprano.
—Señorita Orlov, si lo desea puedo ordenar a mis hombres que la escolten a su casa. Últimamente, el principado está lleno de indeseables y una dama como vos no debería andar sola por ahí.
Cristiana se mordió los labios y la cólera le tiñó de rojo las mejillas.
—No será necesario, capitán. Como os he dicho, elijo mis propias compañías. En cualquier caso, no necesito la escolta de ningún hombre.
—Aun así, si vuestro acompañante no se comporta deberé tomar medidas. Estoy seguro de que lo comprendéis, ¿no es cierto?
—¿Y qué es lo que harás, Ruslan? —preguntó Vladimir cruzando los brazos delante del pecho. Las empuñaduras de sus dos pistolas quedaron a la vista—. Por última vez te digo que sueltes al chico. Sabes muy bien que no ha hecho nada. Yo respondo por él.
El miedo se reflejaba en los ojos de Iósif, que alternaba su mirada entre Vlad y Sokolov.
—¡Maldito pordiosero! —explotó el capitán—. ¿Pretendes darme órdenes? ¡Guardias! ¡Prended a este hombre!
Los moldavos mostraron entonces unas sonrisas de lobo y desenvainaron.
Vladimir retrocedió de un brinco y tomó su viejo espadón de las alforjas de Nieve. El caballo alzó las patas delanteras, encabritado. El gélido aire del ocaso vibró cuando la pesada hoja osciló como un péndulo hasta situarse sobre la cabeza del caballero bizantino.
Cristiana hizo lo propio. Con un silbido y un destello relampagueante, su sable cosaco —el único que le quedaba— y el puñal rompe espadas, aparecieron en sus manos. Presionó un botón de la empuñadura de este último, la hoja se abrió formando un tridente y comenzó a balancear en el aire el sable con gran destreza.
Un desgarrador aullido se oyó a la par que la fina hoja describía complicadas filigranas en el aire, obedeciendo a los giros y contra giros de la muñeca de Cristiana. Se trataba de la tanec shashka, la peligrosa y ancestral danza del sable cosaca, solo al alcance de los más diestros guerreros, en su mayoría mujeres.
Los mercenarios moldavos vacilaron por un instante. Les pareció que la chica debía ser una adversaria temible. Después, al ver el fuego de la cólera reflejado en los ojos de su capitán, tres de ellos continuaron avanzando hacia Vlad y los dos restantes —uno de ellos Alexandru—, se volvieron hacia Cristiana. Sokolov sujetó por el cuello al cíngaro y se apartó de la inminente lucha.
Con un grito de guerra en su propia lengua, los tres primeros milicianos cargaron contra Vlad. Este, ágil como un felino, clavó su espada a dos manos en la nieve, desenfundó las dos pistolas y abrió fuego. Cuando la nube de pólvora se hubo disipado, dos de los mercenarios se sujetaban las manos ensangrentadas y aullaban de dolor. Las cimitarras yacían en el suelo, lejos de su alcance. El tercero, sorprendido por los disparos, trastabilló. Sin embargo, consiguió llegar hasta Vlad y lanzarle una estocada a fondo, aunque no completa.
El caballero, que ya había tirado las pistolas de sílex y había vuelto a empuñar el espadón, desvió sin problemas la cimitarra del moldavo. Le propinó una patada en el trasero cuando pasó por su lado, incapaz de frenar a tiempo, y el otro fue a dar con sus huesos en la nieve. Con el rostro rojo de ira, se incorporó y volvió a la carga.
Cristiana recibió a sus dos atacantes con una sonrisa dibujada en el rostro. Los mercenarios arremetían con furia, aunque no eran diestros en la esgrima. Sin esfuerzo, paró el tajo descendente del bigotudo Alexandru con el sable. La cimitarra del otro quedó trabada entre el arriaz y una de las hojas secundarias del puñal. Respondiendo a un hábil giro de muñeca, la curvada hoja se partió como una rama seca. El moldavo soltó un exabrupto y dio un paso atrás. Arrojó con furia los restos de su cimitarra a la muchacha, quién los esquivó sin perder la sonrisa.
—¡Te voy a partir en dos! —escupió el mercenario mientras sacaba un cuchillo de hoja curva y lo alzaba por encima del hombro.
Sokolov azuzaba y reprendía a sus hombres:
—¡Inútiles! ¡Ellos solo son dos! ¡Prendedles!
Vlad se dedicaba a parar las acometidas del único de sus adversarios que conservaba la espada. Los otros dos parecieron reaccionar a las palabras de su capitán que, apretando los dientes de dolor, desenfundaron sus yataganes con la mano débil.
Dubitativos, dieron un paso hacia el caballero bizantino, que no perdía oportunidad de golpear a su solitario atacante con la parte plana del espadón. Loco de furia, el moldavo lanzaba estocadas y tajos sin orden ni concierto. Vlad parecía divertirse. No pretendía matar a ninguno de los hombres, solo darles una buena lección.
—¿Aún no habéis tenido bastante? ¡Acercaos! —les gritaba entre risas.
Cristiana se movía como si danzara. Resolvía las acometidas de sus dos atacantes con gran soltura, parando una estocada aquí, esquivando un tajo allá. Los dos moldavos estaban cada vez más furiosos y sus frentes aparecían perladas de sudor. Librarse de los propios contraataques de la espadachina era cada vez más complicado para ellos. Al igual que Vlad, era consciente de su superioridad como combatiente, aunque su intención tampoco era letal.
Desarmó a los dos adversarios y puso la punta de su shashka en el cuello de Alexandru, que arrugó el grueso bigote en una fea mueca de desprecio. Con un gesto de la cabeza indicó al otro que no volviera a recoger su puñal si quería conservar la vida. El hombre levantó las palmas de las manos en señal de rendición.
Al mismo tiempo, un rodillazo en el plexo solar y un golpe seco con el pomo del espadón en la sien habían enviado a dormir a dos de los mercenarios que atacaban a Vladimir. El tercero miró a sus camaradas —unos caídos y los otros ya vencidos—, y retrocedió unos pasos bajando el cuchillo. La mano le temblaba y se pasaba la lengua por los labios con nerviosismo.
—¡¿Qué haces, desgraciado?! —le recriminó su capitán—. ¡Acaba con él! ¿Es que tengo que hacerlo todo yo?
El hombre arrojó su yatagán al suelo.
—¡Bah! ¡Hatajo de cobardes! ¡En guardia, Vlad! ¡Te voy a enviar al infierno!
Sokolov empujó a Iósif hacia delante y desenvainó su arma, un alfanje turco que el nervudo individuo manejaba con una sola mano. Con la otra se desabrochó la capa del cuello y se enrolló uno de los extremos alrededor del brazo. El resto colgaba hasta el suelo. Justo a la manera en que los antiguos gladiadores retiarios del Imperio romano sujetaban las redes en el anfiteatro.
Los moldavos se apartaron formando un semicírculo tras su jefe, pero sin perder de vista a Iósif. Cristiana se situó a la espalda de Vlad con los puños apretados, nerviosa. El caballero bizantino se puso en guardia, sujetando su espadón en alto con la hoja apuntando al frente. El rostro aquilino de Sokolov era una máscara de maldad. Transcurrieron unos segundos de tensa espera.
Sin previo aviso, el capitán de la milicia atacó rápido como una serpiente. Arrojó la capa hacia el rostro de Vlad al tiempo que lanzaba una estocada con el alfanje buscando el pecho del caballero.
Vladimir no se dejó engañar por la treta. La tela de la capa lo golpeó en plena cara, pero la poderosa hoja de su espadón desvió la punta del alfanje de manera efectiva, justo a tiempo de evitar que esta rebasara su defensa. Sin perder un segundo, giró sobre sí mismo, dejando el arma de su oponente a su espalda, y balanceó la espada a dos manos como una guadaña.
Sokolov se agachó con gran agilidad. Casi en un solo movimiento, se irguió tras el paso de la pesada hoja y descargó la suya desde arriba apretando los dientes con furia.
Vlad apenas tuvo tiempo de alzar de nuevo el arma para detener el golpe. Sin embargo, el fuerte impacto hizo temblar sus brazos con violencia y casi logró que tuviera que soltarla. El clangor del acero reverberó en el aire como el tañido de una gigantesca campana.
—¡Ja! —rio Sokolov—. ¿Pretendes derrotarme con esa antigualla a la que llamas espada? ¡Debería estar en una tumba bizantina junto a tu padre!
Vlad ignoró el comentario y siguió atento a la lucha.
El capitán de los mercenarios no era un neófito en el arte de la esgrima y Vlad lo sabía muy bien. Había recibido instrucción militar de su padre, un cosaco que había servido en las huestes imperiales en su juventud, y además había luchado contra los tártaros de Crimea en el pasado. No iba a ser sencillo derrotarle.
Ahora pretendía provocarle para que cayera en alguna de sus tretas que le dejaran desprotegido. Pero él tampoco era un aprendiz en los lances del combate. No se iba a dejar engañar. Ignoró las sucesivas bravatas e insultos, y se mantuvo a la espera de la nueva acometida del capitán de la milicia.
Sokolov volvió a la carga. Su arma, aunque también voluminosa, era más ligera que la de Vlad. Así que, por mucho que lo intentara, el alguacil llevaba siempre la iniciativa del combate.
Vlad paraba o esquivaba los rápidos ataques, aunque ya sangraba por algunos pequeños cortes, allí donde el alfanje le había rozado. Aún no había logrado herir a su adversario que, agotado por la lucha, no había perdido su siniestra sonrisa.
El caballero decidió entonces arriesgar el todo por el todo. Hizo una finta a izquierdas y descargó un mandoblazo en sentido contrario, adelantándose varios pasos.
Sokolov pareció caer en la celada. Bajó el alfanje hacia la derecha, dejando desguarnecido el flanco izquierdo. La pesada hoja del soldado volaba, inexorable, hacia su objetivo.
Uno de los moldavos se agachó y, raudo como una víbora, arrojó un puñado de nieve a la cara de Vlad. El grito de aviso de Cristiana llegó tarde, al igual que su puñal rompe espadas, que fue a hundirse en el hombro izquierdo del traicionero mercenario. Pero el daño ya estaba hecho.
En el último momento, Sokolov esquivó el mandoble, girando a una velocidad prodigiosa a la par que enredaba su capa entre los pies del cegado Vlad y tiraba de ella. ¡Por culpa de la sucia treta fue Vladimir quien cayó en una trampa!
Incapaz de mantener el equilibrio, el caballero bizantino cayó hacia adelante, hincando una rodilla en el suelo, arrastrado por el propio ímpetu de su acometida y por la argucia del hombre de Sokolov.
Al verle caer, los moldavos lanzaron un grito de júbilo y alzaron los brazos al aire, triunfales. Cristiana se llevó las manos a la boca, en un gesto de terror.
Iósif gritó.
Sokolov mantenía el filo del alfanje en el cuello de un derrotado Vlad, que permanecía arrodillado sobre la nieve sin apartar la vista de la del alguacil.
—¿Unas últimas palabras, Vataziev? ¡Te vas a reunir con tus antepasados bizantinos!
El caballero apretaba con fuerza los labios.
Se oyó el relincho de varios caballos que llegaban al galope y una voz autoritaria gritó:
—¡Alto! ¡¿Qué significa esta gresca de rufianes en mi ciudad!?
Todos los presentes levantaron la vista hacia los recién llegados. Se trataba de tres hombres montando sendos caballos negros. Los animales eran magníficos y cabrioleaban alzando las cabezas de manera orgullosa, al igual que sus jinetes. Dos de ellos vestían a la manera de los cosacos zaporogos y, por su rudo aspecto, pertenecían a ese pueblo guerrero. Sus miradas grises brillaban como el acero y sus semblantes afeitados eran altivos.
El tercero, situado en el medio, era un hombre mayor y corpulento, con unos penetrantes ojos azules y gélidos como lagos de montaña. Demostraba fuerza y poderío en sus gestos. Iba vestido como un príncipe, con un elegante abrigo de piel sobre un caftán dorado y un sombrero de marta cibelina con ribetes dorados y una gran pluma roja. Parecía uno de los grandes khanes de la antigua Horda de Oro.
Sokolov apartó la hoja de su alfanje del cuello de Vlad e hincó él mismo una rodilla en tierra.
—¡Mi señor Namarov! —exclamó mirando hacia abajo.
Los mercenarios moldavos le imitaron. Cristiana inclinó un poco el rostro en señal de respeto a la dignidad del voivoda, pero se mantuvo de pie. Iósif se había arrojado de hinojos al suelo al ver al gobernador militar del valle.
—Repito. ¿Qué significa este altercado, Sokolov?
—Daba una lección a estos delincuentes, mi señor —respondió el aludido sin levantar la vista del suelo.
—¿Un Vataziev un delincuente? Lo dudo mucho. ¡Poneos en pie los dos! ¡Los demás permaneced donde estáis! —gritó a los moldavos que empezaban a levantarse. Los mercenarios se apresuraron a volver a arrodillarse.
Vlad y Sokolov obedecieron.
—Acércate, Vladimir.
El soldado dio unos pasos hacia el voivoda. Los caballos se agitaron un poco.
—Voivoda Namarov —saludó marcialmente Vlad, juntando los tacones de las botas y bajando y subiendo la cabeza en un gesto seco.
—Has regresado al valle después de muchos años y no has venido a presentarme tus respetos. ¿Qué tienes que decir a eso?
—Urgentes asuntos me han traído de vuelta, voivoda. No era mi intención haceros de menos.
—Sí, he sido informado de la desaparición de tu tío. Una mala noticia, sin duda. Supuestamente, mis hombres deberían estar buscándolo, al igual que a la muchacha de los Tagirov, y no entreteniéndose en estas pendencias. No me gusta que desaparezcan mis conciudadanos. Luego me ocuparé de ese asunto. —Hizo una pausa en la que volvió a mirar a Vlad—. Con todo, debiste llegarte a mi mansión para que te viera.
—Ya me habéis visto, señor.
Los cosacos que acompañaban al voivoda hicieron ademán de desenvainar las espadas curvas. Namarov les hizo un gesto con la mano y sonrió.
—Los Vataziev —suspiró—. Altaneros hasta con una hoja en el cuello. Ya sabes que la princesa Mircaya exige estar informada de quién entra y quién sale de su tierra.
Vlad sintió que el eco de ese nombre reverberaba en su mente. Ese nombre que pocos se atrevían a mencionar en el valle si no era con un profundo respeto. O más bien con un temor reverencial.
Los Vorski eran los gobernantes hereditarios del Principado de Kainengrad. Una familia misteriosa de controvertida notoriedad en toda Europa que se dejaba ver muy poco por sus tierras, pero que dictaba sus propias leyes e impartía justicia de forma implacable. Tenían fama de crueles y despiadados, y de vivir de espaldas al resto del imperio. Además de gozar de una longevidad que rozaba lo antinatural.
Nadie sabía de dónde habían venido en tiempos inmemoriales. Unos decían que si del oeste, de la profundidad del país de los magyares en el corazón de los Cárpatos; otros que de las lejanas e interminables estepas del Asia Central, junto a los guerreros escitas de largas cabelleras. Aunque algunos creían que en realidad habían llegado del misterioso sur, de los ardientes desiertos del Egipto, donde aún hay ciudades de sombras y muertos resecos cubiertos de vendas, enterradas bajo la arena y llenas de oscuros secretos.
En la actualidad —aunque pocos o ninguno sabrían decir desde cuándo—, la princesa Mircaya Alexandra Ludmilla Isabella Vorski era la señora de Kainengrad. Una mujer de belleza e inteligencia legendarias, que gobernaba el valle con puño de hierro enfundado en un guante de terciopelo. Entre cuchicheos se decía que manejaba las mismas artes mágicas por las que era conocida su familia y que sabía todo lo que ocurría en sus tierras; que nada sucedía sin que ella lo tuviera previsto.
Pero un puñado de personas en Kainengrad —entre los que se contaban Vlad y sus amigos— habían descubierto la verdad sobre los Vorski hacía mucho tiempo. Por eso mismo solían guardar silencio sobre el tema y conducirse con mucha cautela.
—Con el debido respeto, voivoda —dijo por fin Vlad—. Su alteza la princesa de Vorski no necesita que yo me presente ante vos para saber eso.
Los gélidos ojos del voivoda volvieron a refulgir ante la impertinencia del soldado. Ambos sabían que su insinuación señalaba un acto que estaba prohibido en el valle: sugerir que había algo sobrenatural en la familia de los Vorski y, sobre todo, que manejaban las artes oscuras. Se castigaba con la muerte.
—No tientes más a tu suerte, Vladimir —advirtió el anciano zanjando el asunto—. Le tengo mucho respeto a tu familia, pero no toleraré otra observación como esa. Dime, ¿qué ha ocurrido aquí?
—Ya os lo he dicho, señor… —empezó Sokolov.
—¿Quién te ha preguntado a ti, Halcón? Guarda silencio hasta que te hable.
Sokolov volvió a bajar el rostro avergonzado. Su tez estaba roja de furia.
—Vuestros hombres maltrataban a ese joven cíngaro sin motivo. Lo conozco, voivoda, sé que es inocente de lo que le acusan. No es un ladrón —aseguró Vlad.
Sokolov inició una protesta que fue atajada por el voivoda levantando una mano.
—¡Chico, levántate! —exigió Namarov. Cuando Iósif hubo hecho lo que le ordenaban, continuó—: ¿Es eso cierto? ¿No eres un ladrón?
El joven miró a Sokolov y acto seguido a Vlad y a Cristiana, que asentía con la cabeza. Después, se atrevió a mirar al voivoda:
—Es sierto, mi señor —balbuceó, Iósif—. Mi increpaban solo por ser yo gitano. Yo no he robao na en toa la mi vida ¡os lo aseguro! He venío a Kainengrad buscando al mi amigo Vlad.
—¿Respondes por él, Vladimir?
—Así es, señor.
—Bien, os creo. En atención a los servicios que ha prestado tu familia al principado y al imperio, dejaré que os marchéis sin castigo. Pero no vuelvas a desafiar mi autoridad, capitán Vladimir Vataziev. ¡Y menos delante de mis servidores! —Miró entonces hacia Cristiana—. Dama Orlov, como siempre es un placer verla.
—Mi señor voivoda—respondió la joven, y volvió a inclinar el rostro.
—Creo que habéis perdido un puñal —prosiguió el gobernante haciendo un gesto de la mano hacia el moldavo al que Cristiana había herido.
El arma aún permanecía en el hombro del infortunado, que sangraba profusamente. El voivoda hizo una seña a Sokolov, quien se adelantó y extrajo la daga sin ningún miramiento. El hombre herido aulló de dolor y apretó sus dientes de lobo con rabia. Acto seguido, el capitán de la milicia limpió la hoja del arma en la blanca pelliza del individuo y se la tendió a la mujer con una leve reverencia.
Cristiana tomó el puñal de manos de Sokolov con una sonrisa y lo enfundó.
Tras esto, el voivoda asintió satisfecho y picó espuelas, cabalgando de regreso a su propiedad seguido por los dos silenciosos guardias cosacos. Mientras se marchaba gritó:
—¡Sokolov, presentaos más tarde en mi mansión! ¡Hablaremos sobre lo sucedido y sobre vuestros progresos con esas desapariciones!
Vlad recogió el espadón y las pistolas del suelo y se dirigió hacia Iósif. Pasó un brazo sobre su hombro y lo condujo hacia donde Cristiana sujetaba ya los caballos. Ataron las monturas y, sin volver la vista atrás, se dispusieron a entrar en La Cabeza del Lobo.
—¡Esto no quedará así, Vataziev! —exclamó Sokolov loco de furia.
El caballero bizantino contestó sin girarse.
—Te aseguro que no.
Aunque no la vieron, todos sintieron la mirada de profundo odio de Sokolov clavada en sus espaldas. Los gritos que dispensaba a sus hombres se seguían oyendo incluso desde dentro de la posada.