Es lunes, un día monótono y pesado para todos tras un primer día demasiado largo y una noche que parecía interminable. Pero los silbatos vuelven a sonar con fuerza despertando a los reclusos de golpe a las seis de la mañana. Salen de las celdas dando tumbos, con cara de sueño, arreglándose la bata y la media que les sirve de gorro, desenredando la cadena que llevan atada al tobillo. Todos presentan un aspecto huraño. Más adelante, el recluso 5704 nos dijo que era muy deprimente encarar aquel nuevo día sabiendo que tendría que enfrentarse «otra vez a la misma mierda, o algo peor».1
El oficial Ceros les levanta la cabeza uno a uno, sobre todo al recluso 1037, que deambula como un sonámbulo. Les empuja los hombros hacia atrás para que adopten una postura erguida y endereza a la fuerza a los que siguen con los hombros caídos. Es como una madre que prepara a sus hijos adormilados para el primer día de escuela, sólo que un poco más brusco. Es la hora de repasar las normas y de hacer los ejercicios matutinos antes de que se sirva el desayuno. Vandy toma el mando: «Venga, vamos a enseñaros las normas hasta que os las sepáis de memoria».2 Su energía es contagiosa y Ceros empieza a recorrer la fila de reclusos blandiendo la porra, pero pierde enseguida la paciencia y se pone a gritar: «¡Venga, venga!», porque los reclusos no repiten las reglas con bastante rapidez. Ceros da golpecitos con la porra contra la palma de la mano, con ese pac, pac que señala una agresividad contenida.
Vandy repasa las instrucciones para ir al lavabo durante varios minutos, repitiéndolas muchas veces hasta que los reclusos satisfacen sus exigencias y repiten lo que les ha dicho sobre el uso del retrete, el tiempo asignado para ello y la obligación de usarlo en silencio. «Parece que al 819 le hace gracia. Puede que tengamos algo especial para él.» El oficial Varnish se mantiene a distancia sin hacer nada. Ceros y Vandy intercambian sus papeles. El recluso 819 sigue sonriendo y hasta suelta una carcajada ante tanto disparate. «No le veo la gracia, 819.»
El oficial Markus se turna con Ceros para leer las normas a los reclusos. Ceros: «¡Que suene más alto! Los reclusos deberán poner en conocimiento de los oficiales cualquier incumplimiento de las normas». Obligan a los reclusos a cantar las normas, pero después de tantas repeticiones es evidente que se las han aprendido. Luego vienen las instrucciones sobre el correcto mantenimiento de los catres al estilo militar. «A partir de ahora plegaréis las toallas y las dejaréis bien puestas al pie de vuestra cama. Bien puestas, no tiradas por ahí, ¿queda claro?», dice Vandy.
El recluso 819 empieza a dar guerra. Deja de hacer los ejercicios y se niega a seguir y los demás también se paran. Un carcelero le dice a 819 que continúe y éste obedece para no perjudicar a sus camaradas.
«Un detalle muy majo, 819; pero del hoyo no te libras», le dice Vandy. 819 entra en la celda de aislamiento con aire desafiante.
Mientras se pasea arriba y abajo frente a la fila de los reclusos, el oficial Karl Vandy, que es muy alto, empieza a tomarle el gusto a la sensación de dominio.
«Muy bien, ¿qué tal estamos hoy?» Se oyen murmullos como respuesta.
«Más alto. ¿Estáis todos felices y contentos?»
«Sí, señor oficial de prisiones.»
Varnish, que intenta meter baza y hacerse el chuleta, pregunta: «¿Es que no estáis todos contentos y felices? A vosotros dos no os he oído».
«Sí, señor oficial de prisiones.»
«4325, ¿qué tal estamos hoy?»
«Bien, señor oficial de...»
«No. ¡Estamos de maravilla!»
«Sí, señor oficial de prisiones.»
Empiezan a gritar: «Estamos de maravilla, señor oficial de prisiones».
«4325, ¿qué tal estamos hoy?»
«Pues bien.»
Vandy: «No. ¡Estamos de maravilla!»
«Sí, señor. Estamos de maravilla.»
«¿Y tú, 1037?»
1037 responde en un tono sarcástico: «Pues estamos... ¡De maravilla!».
Vandy: «Así me gusta. Venga, volved a vuestras celdas y dejadlas arregladas en tres minutos. Luego quedaos firmes al pie de vuestra cama». Da instrucciones a Varnish para que inspeccione las celdas. Tres minutos después, los carceleros entran en las celdas para inspeccionarlas al estilo militar mientras los reclusos están en posición de firmes al pie de sus camas.
Está claro que los reclusos se sienten frustrados por tener que soportar las «gracias» de los carceleros. Además, tienen hambre y aún acusan la falta de descanso. Pero cumplen la orden y hacen las camas bien, aunque no lo bastante bien para Vandy.
«¿A eso le llamas tú una cama bien hecha, 8612? Esto es un desastre. Vuelve a hacerla como dios manda.» Mientras lo dice, arranca la ropa de la cama y la tira al suelo. En una reacción casi refleja, 8612 le espeta: «¡Coño, tío, que la acabo de hacer!».
La respuesta pilla a Vandy desprevenido, que empuja al recluso y le da un puñetazo en el pecho mientras grita pidiendo refuerzos: «¡Oficiales, emergencia en la celda 2!».
Los carceleros rodean a 8612 y lo encierran a empujones en el hoyo, donde se une al recluso 819, que estaba ahí sentado tan tranquilo y en silencio. Nuestros dos rebeldes empiezan a tramar una revuelta en aquel antro oscuro y estrecho. Pero cuando los demás van al lavabo de dos en dos, ellos no pueden ir. La necesidad de orinar no tarda mucho en hacerse dolorosa y deciden no armarla enseguida y esperar mejor ocasión. Curiosamente, el oficial Ceros nos dijo más adelante que cuando estaba solo con un recluso al ir o volver del lavabo le era difícil mantenerse en el papel de carcelero. Él y la mayoría de los otros carceleros dijeron que actuaban con más dureza y eran más exigentes con los reclusos cuando iban al lavabo porque al salir de la prisión propiamente dicha tendían a tomarse las cosas con más calma. Cuando se hallaban a solas con un recluso les era más difícil hacer el papel de carceleros duros. También les daba cierta vergüenza que unos adultos como ellos tuvieran que vigilar un lavabo.3
El dúo rebelde del hoyo también se pierde el desayuno, que se sirve puntualmente a las ocho de la mañana, en el patio. Algunos comen sentados en el suelo y otros de pie. Violan la norma de «no hablar» preparando una huelga de hambre para reforzar la solidaridad entre los reclusos. También acuerdan exigir varias cosas para comprobar su poder, como que les devuelvan las gafas, los medicamentos y los libros y no tener que hacer los ejercicios. Reclusos que hasta ahora han guardado silencio, como el 3401, el único de origen asiático, se sienten más animados a participar.
Después del desayuno, los reclusos 7258 y 5486 ponen a prueba el plan negándose a obedecer la orden de regresar a sus celdas. Los tres carceleros los hacen entrar en ellas a empujones. En otras circunstancias, esta desobediencia les habría costado un buen rato en el hoyo, pero se libran porque sólo hay espacio para dos personas. En aquella creciente algarabía, me asombra oír a los reclusos de la celda 3, que se ofrecen como voluntarios para fregar los platos. Esto concuerda con la actitud en general cooperadora de su compañero de celda, Tom-2093, pero choca totalmente con la postura de sus compañeros, que están planeando una rebelión. Puede que con ello esperen enfriar los ánimos, calmar un poco la tensión.
Con la curiosa excepción de los reclusos de la celda 3, los demás están empezando a desmadrarse. Los tres carceleros deducen que los reclusos provocan este alboroto porque los ven demasiado blandos y deciden que ha llegado el momento de actuar con más mano dura. Primero, establecen un período de trabajo matinal que consistirá en fregar a fondo las paredes y los suelos. Luego, en la primera pincelada creativa de su venganza, quitan las mantas de las camas de las celdas 1 y 2, las sacan fuera del edificio y las arrastran por la maleza para llenarlas de cadillos. Salvo que a los reclusos no les molesten los pinchos de los cadillos, tendrán que pasarse una hora o más despegándolos uno a uno si quieren usar las mantas. El recluso 5704 se pone hecho una furia, protestando a gritos por la estupidez sin sentido de esta faena. Pero precisamente ahí está la gracia. Las tareas arbitrarias y sin sentido son componentes necesarios del poder del carcelero. Los carceleros quieren castigar a los rebeldes y, al mismo tiempo, provocar una conformidad incondicional. Tras negarse de entrada, el recluso 5704 recapacita pensando que quedará bien con el oficial Ceros y que se ganará un cigarrillo, y empieza a despegar uno por uno los centenares de cadillos adheridos a su manta. Todo este incidente ha girado en torno al orden, el control y el poder, en torno a quién los tiene y quién los quiere.
El oficial Ceros pregunta: «En esta prisión no nos falta de nada, ¿verdad?».
Los reclusos mascullan palabras de asentimiento.
«No me puedo imaginar un lugar mejor, señor oficial de prisiones», responde alguien desde la celda 3.
Pero el recluso 8612, que acaba de salir de la celda de aislamiento y ha regresado a la celda 2, responde de una manera un tanto diferente: «Anda y que te den por culo, señor oficial de prisiones». La única respuesta es ordenarle que cierre el pico y no diga palabrotas.
Me doy cuenta de que éste es el primer taco que se ha oído hasta ahora. Esperaba que los carceleros dijeran muchos para dejar claro su rol de «machos», pero no lo han hecho. Sin embargo, Doug-8612 no duda en soltar tacos a diestra y siniestra.
Oficial Ceros: «Eso de estar al mando era una sensación extraña. Tenía ganas de gritar que todos éramos iguales. Pero, en cambio, hice que los reclusos se gritaran unos a otros: “¡Sois un hatajo de imbéciles!”. Cuando vi que se lo gritaban una y otra vez porque yo se lo mandaba, no me lo podía creer».4
Vandy añadió: «Me encontré actuando como un carcelero. Y no me disculpé por ello; al contrario, me hice mucho más mandón. Los reclusos se rebelaban y quería castigarles por habernos desmontado el sistema».5
El siguiente conato de rebelión surge de un pequeño grupo de reclusos, Stew-819, Paul-5704 y, por primera vez, el recluso 7258, el antes sumiso Hubbie. Arrancándose los números de sus uniformes, protestan a voz en cuello por las condiciones inaceptables en las que viven. Los carceleros contraatacan de inmediato desnudándolos totalmente y los dejan así hasta que vuelven a colocar los números en las batas. Los carceleros se retiran a la sala de oficiales con una precaria sensación de superioridad y el silencio cae sobre el patio mientras esperan impacientes el fin de éste su primer turno, que se les ha hecho muy, muy largo.
Turno de mañana, bienvenido a la rebelión
Cuando los carceleros del turno de mañana llegan y se visten para entrar a las diez, descubren que no todo está bajo control como cuando se marcharon ayer. Los reclusos de la celda 1 se han atrincherado en la celda. Se niegan a salir. El oficial Arnett toma el mando de inmediato y pide a los oficiales del turno de noche que se queden hasta que esta cuestión se resuelva. Su tono da a entender que, de algún modo, son responsables de que las cosas se hayan descontrolado.
El cabecilla de la rebelión es Paul-5704, que ha convencido a sus compañeros de celda, Hubbie-7258 y Glenn-3401, de que ha llegado el momento de reaccionar contra el incumplimiento del contrato firmado con las autoridades (es decir, conmigo). Empujan las camas contra la puerta de la celda, tapan la abertura de la puerta con mantas y cierran las luces. Incapaces de abrir la puerta por la fuerza, los carceleros descargan su furia en la celda 2, donde están los alborotadores de siempre, Doug-8612 y Stew-819, los veteranos del hoyo, y Rich-1037. En un contraataque sorpresa, los carceleros entran, agarran los tres catres y los sacan al patio a rastras mientras el recluso 8612 se resiste con todas sus fuerzas. La celda es un barullo de empujones y gritos que resuenan por el patio.
«¡Contra la pared!»
«¡Dadme las esposas!»
«¡Sacadlo todo, no dejéis nada!»
El recluso 819 grita como un loco: «¡Basta, basta, basta, basta! ¡Que es un experimento! ¡Déjame en paz! ¡Que me sueltes, hijoputa! ¡Deja la cama de los cojones donde está!».
8612: «Vaya mierda de simulación. Vaya mierda de experimento. ¡Que esto no es una prisión! ¡Y que le den por culo al doctor Zimbargo!».
Arnett, con una voz sorprendentemente tranquila, dice: «Cuando los reclusos de la celda 1 empiecen a portarse como deben, os devolveremos las camas. Podéis hacer lo que creáis oportuno para convencerles de que se porten bien».
La voz aún más tranquila de un recluso se dirige a los carceleros: «Éstas son nuestras camas. No tenéis por qué tocarlas».
Totalmente desconcertado, el recluso 8612, que aún sigue desnudo, dice con voz lastimera: «¡Se han llevado la ropa, se han llevado las camas! ¡Es increíble! ¡Se nos han llevado la ropa y nos quitan las camas!». Y añade: «Eso no lo hacen en una cárcel de verdad». Curiosamente, otro recluso le responde: «¡Anda que no!».6
Los carceleros se echan a reír. El recluso 8612 saca las manos por entre los barrotes de la puerta con las palmas hacia arriba, en un gesto de súplica, con una expresión de incredulidad en la cara y un tono nuevo y extraño en la voz. El oficial J. Landry le dice que saque las manos de la puerta, pero Ceros es más directo y da un golpe a los barrotes con la porra. 8612 retira las manos justo a tiempo de evitar que le machaque los dedos. Los carceleros se ríen.
Ahora los carceleros se acercan a la celda 3 mientras 8612 y 1037 gritan a sus camaradas para que se atrincheren en ella. «¡Poned las camas delante de la puerta!», «¡Una vertical y la otra horizontal!», «¡No los dejéis entrar!», «¡Os van a quitar las camas!», «¡Ya nos han quitado las nuestras, me cagüen todo!»
El recluso 1037 se pasa un poco haciendo un llamamiento a la resistencia violenta: «¡Combatidles! ¡Resistíos con violencia! ¡Ha llegado el momento de la revolución!».
El oficial Landry regresa con un gran extintor y dispara unas ráfagas glaciales de dióxido de carbono al interior de la celda 2, obligando a los reclusos a echarse atrás. «¡A ver si os calláis! ¡Y no os acerquéis a la puerta!» (¡Irónicamente, es uno de los extintores que la junta de estudios con sujetos humanos nos obliga a tener a mano para casos de emergencia!)
Cuando ven que los carceleros sacan al corredor las camas de la celda 3, los rebeldes de la celda 2 se sienten traicionados.
«Celda 3, ¿qué pasa? ¡Os hemos dicho que bloqueéis la puerta!»
«¡Menuda solidaridad! ¡Seguro que has sido tú, “chusquero”! Pero, bueno, si has sido tú no te preocupes, no pasa nada, que te dejamos todos por imposible.»
«Pero, ¡eh!, los de la celda 1, seguid con las camas ahí. No los dejéis entrar.»
Los carceleros se dan cuenta de que pueden sofocar la rebelión porque son seis; pero si vuelve a pasar se las tendrán que ver tres carceleros con los nueve reclusos y eso puede ser un problema. Pero da lo mismo: Arnett opta por la táctica del «divide y vencerás» otorgando a los ocupantes de la celda 3 unos privilegios especiales como lavarse, cepillarse los dientes, devolverles los catres y la ropa de cama, y abrir la llave de paso de la celda para que tengan agua.
El oficial Arnett anuncia en voz alta que, puesto que la celda 3 se ha portado bien, «no les vamos a destrozar las camas; se las devolveremos en cuanto se restablezca el orden en la celda 1».
Los carceleros piden a los «presos buenos» que convenzan a los demás para que se porten correctamente. «¡Bueno, cuando sepamos qué ha pasado, se lo podremos decir!», dice uno de los «presos buenos».
Vandy contesta: «No hace falta que sepáis nada. Basta que les digáis que se porten bien».
8612 grita: «Celda 1, los de aquí estamos con vosotros». Luego lanza una vaga amenaza a los carceleros mientras se lo llevan de vuelta a la celda de aislamiento sólo con la toalla puesta: «Lo bueno, tíos, es que pensáis que hemos jugado todas nuestras cartas».
Después, los carceleros se toman un breve respiro para echar un cigarrillo e idear un plan de acción para ocuparse de la barricada de la celda 1.
Cuando Rich-1037 se niega a salir de la celda 2, tres carceleros lo echan al suelo, le esposan los tobillos y lo arrastran de los pies para sacarlo al patio. Él y el rebelde 8612 se comunican desde el hoyo y el patio preguntándose por su estado y suplicando a los demás reclusos que sigan con la rebelión. Algunos carceleros intentan hacer sitio en el armario del vestíbulo para encerrar en él a 1037. Mientras trasladan cajas de un lado a otro para ganar algo más de espacio, lo devuelven a su celda arrastrándolo por el suelo y con los pies todavía esposados.
Los oficiales Arnett y Landry acuerdan una forma muy sencilla de poner un poco de orden en aquel caos: empezar un recuento. Aunque sólo están en fila cuatro reclusos, todos en posición de firmes, les hacen decir sus números en voz alta.
«Mi número es 4325, señor oficial de prisiones.»
«Mi número es 2093, señor oficial de prisiones.»
Los reclusos de la fila, que son los tres «buenos» de la celda 3 y el recluso 7258, que lleva puesta una toalla y nada más, van diciendo sus números. El recluso 8612 también dice su número desde el hoyo, pero en tono de burla.
Los carceleros vuelven a arrastrar de los pies a 1037 para llevarlo a la nueva celda de aislamiento, un rincón del armario del vestíbulo que acaban de vaciar. Mientras tanto, 8612 sigue reclamando a gritos que venga el director de la prisión: «¡Eh, Zimbardo, mueve el culo y pásate por aquí!». Decido que es mejor no intervenir y sigo observando el enfrentamiento y los intentos de restablecer el orden.
En los diarios de los reclusos (escritos después de que el estudio finalizara) hay algunos comentarios interesantes.
Paul-5704 habla de los efectos de la distorsión del tiempo que empieza a afectar a todo el mundo. «Después de que nos hubimos atrincherado aquella mañana me quedé dormido un rato, todavía exhausto por no haber dormido bien la noche antes. ¡Cuando me desperté, pensé que era la mañana siguiente, pero aún no era ni la hora de almorzar!» Por la tarde se quedó dormido otra vez y se despertó pensando que ya era de noche cuando sólo eran las cinco. La distorsión del tiempo también afectó al recluso 3401, que se moría de hambre y estaba muy enfadado porque la cena aún no se había servido y pensaba que eran las nueve o las diez de la noche cuando aún no eran ni las cinco de la tarde.
Aunque los carceleros acabaron sofocando la rebelión y la usaron como justificación para intensificar su dominio y su control sobre los reclusos porque se había demostrado que eran «potencialmente peligrosos», muchos de los reclusos se sentían orgullosos de haber tenido el valor de enfrentarse al sistema. El recluso 5486 comentó que «la moral era alta, la gente estaba unida, lista para armar jarana. Montamos una rebelión como las de antes. Se acabaron las bromas, se acabaron los saltos y se acabó comernos el coco». Añadió que no se sentía muy respaldado por sus compañeros de «la celda de los buenos», pero que si hubiera estado en las celdas 1 o 2, «habría hecho como ellos» y se habría rebelado con más violencia. Nuestro recluso más bajo y de constitución más débil, Glenn-3401, el estudiante de origen asiático, tuvo una especie de revelación durante la rebelión: «Propuse atrancar la puerta con las camas para no dejar entrar a los carceleros. Normalmente soy una persona tranquila, pero no me gusta que me traten así. Haber ayudado a organizar la rebelión y participar en ella fue importante para mí. Mi ego salió muy fortalecido. Creo que fue lo mejor de toda la experiencia. De algún modo, resistir detrás de la barricada hizo que me conociera mejor».7
Una fuga para después del almuerzo
Con la puerta de la celda 1 todavía atrancada y con algunos rebeldes en las celdas de castigo, sólo se prepara almuerzo para los que quedan. Los carceleros han preparado para los «presos buenos» de la celda 3 un almuerzo especial que deben comer delante de sus compañeros menos obedientes. Nos sorprenden otra vez rechazando la comida. Los carceleros intentan convencerles de que al menos prueben aquella comida tan rica, pero aunque están hambrientos después del mínimo desayuno a base de cereales y la exigua cena de la noche anterior, los internos de la celda 3 no están dispuestos a cometer esa traición, a ser unos «esquiroles». Un silencio extraño se extiende por el patio durante la hora siguiente. Sin embargo, los reclusos de la celda 3 cooperan plenamente realizando las tareas de mantenimiento, entre ellas despegar más cadillos de las mantas. A Rich-1037 se le dice que puede salir de la celda de aislamiento y unirse a la brigada de trabajo, pero se niega a salir. Prefiere la tranquilidad relativa de la oscura celda. Las reglas dictan que sólo se puede estar una hora como máximo en el hoyo, pero 1037 y 8612 llevan en él casi dos horas.
Mientras tanto, en la celda 1, dos reclusos ejecutan con discreción la primera etapa de su plan de fuga. Tras años de tocar la guitarra, Paul-5704 tiene unas uñas largas y fuertes con las que afloja los tornillos de la tapa del enchufe. Cuando haya acabado, piensa usar el borde de la tapa como un destornillador para sacar la cerradura de la puerta de la celda. Uno de ellos fingirá sentirse mareado, esperando que cuando el carcelero le acompañe al lavabo abra la puerta principal que da al vestíbulo. Con un silbido como señal, el compañero de celda saldrá corriendo, tumbarán al carcelero entre los dos, ¡y saldrán corriendo! Este nivel de creatividad se da mucho en las prisiones reales, donde los reclusos hacen armas con prácticamente cualquier cosa y elaboran ingeniosos planes de fuga. El tiempo y la opresión son los padres de la inventiva rebelde.
Pero la mala suerte quiere que el oficial John Landry, mientras hace la ronda rutinaria, gire la manilla de la puerta de la celda 1 y haga caer la cerradura al suelo con un fuerte ruido. Estalla el pánico. «¡Ayuda!», grita Landry. «¡Que se fugan!» Arnett y Markus entran a toda prisa, bloquean la puerta y esposan a los fugitivos. Naturalmente, uno de los alborotadores es el recluso 8612, que vuelve a emprender uno de sus frecuentes viajes al hoyo.
Un recuento tranquilo para calmar los ánimos
Han pasado varias horas llenas de agitación desde que el turno de mañana se ha incorporado al trabajo. Ya es hora de amansar a las fieras antes de que surjan más problemas. «La buena conducta se recompensa y la mala conducta no.» Esa voz tranquila y autoritaria sólo puede ser de Arnett. Él y Landry vuelven a unir fuerzas para poner a los reclusos en fila y empezar otro recuento. Arnett toma el mando. Se ha acabado convirtiendo en el líder del turno de mañana. «Las manos contra la pared, esta pared de aquí. Ahora veamos si todo el mundo se sabe su número. Como siempre, que cada uno diga su número en voz alta empezando por aquí.»
Empieza el chusquero, marcando la tónica con una respuesta fuerte y rápida que los otros reclusos siguen con algunas variaciones. Los reclusos 4325 y 7258 obedecen con rapidez. No se oye mucho a Jim-4325, un tipo robusto y grande, de más de metro ochenta, que podría ser difícil de controlar si decidiera emplear la fuerza. En cambio, Glenn-3401 y Stew-819 siempre responden con lentitud, claramente reacios a obedecer. No satisfecho con los resultados, e imponiendo su propio estilo de control, Arnett les hace contar de maneras creativas. De tres en tres, hacia atrás, de cualquier manera que se le pueda ocurrir para que el recuento sea innecesariamente difícil. Al igual que el oficial Hellmann, Arnett también hace gala de su creatividad ante todos los espectadores, pero no parece sentir el mismo placer personal que el líder del otro turno. Para Arnett, esto es un trabajo que se debe hacer con eficiencia.
Landry propone que los reclusos canten los números; Arnett le pregunta: «¿Eso funcionó anoche? ¿Les gustó lo de cantar?». Landry: «Yo creo que sí». Pero algunos reclusos responden que no les gusta. Arnett: «Pues tendréis que aprender a hacer cosas que no os gusten; forma parte de reinsertarse en la sociedad normal».
El recluso 819 se queja: «La gente normal no lleva números».
Arnett responde: «¡La gente normal no tiene por qué llevarlos! ¡Y vosotros los lleváis porque os han encerrado aquí!».
Landry da instrucciones detalladas para que canten siguiendo la escala «do, re, mi». Todos los reclusos obedecen y cantan lo mejor que pueden, primero hacia arriba y luego hacia abajo, salvo el recluso 819, que pasa de la escala. «El 819 canta con el culo; venga, otra vez.» 819 intenta explicar por qué no puede cantar. Pero Arnett le aclara el objetivo del ejercicio. «No os he preguntado por qué no podéis cantar, la cosa es que aprendáis a cantar.» Arnett se va metiendo con los reclusos que cantan mal, y los reclusos, agotados, se limitan a soltar alguna risilla.
En contraste con sus compañeros de turno, el oficial John Markus parece algo apático. Rara vez participa en las actividades del patio. En cambio, se ofrece a realizar los quehaceres fuera de la prisión, como traer la comida de los comedores universitarios. Su aspecto y su postura no dan la imagen de «macho» típica de un carcelero; anda con los hombros caídos y la cabeza gacha. Le pido al subdirector Jaffe que hable con él para que haga mejor el trabajo por el que se le paga. El subdirector lo saca del patio y se lo lleva a su despacho para llamarle al orden.
«Todos los oficiales deben tener la actitud de lo que llamamos un “carcelero duro”. El éxito de este experimento depende de que la conducta de los oficiales sea lo más realista posible.» Markus le contradice: «La vida me ha enseñado que con la mano dura y la agresividad no se va a ninguna parte». Jaffe le responde que el objetivo del experimento no es reformar a los reclusos, sino entender cómo cambia la gente en una prisión, en una situación donde los carceleros tienen todo el poder.
«Pero esta situación también nos afecta a nosotros. El solo hecho de ponerme el uniforme ya me resulta violento.» Jaffe adopta un tono más conciliador: «Te entiendo. Pero necesitamos que actuéis de una manera concreta. De momento necesitamos que desempeñéis el papel de “carceleros duros”, que reaccionéis como creéis que lo harían ellos. El objetivo es reproducir el estereotipo del carcelero, pero tu actitud es demasiado blanda».
«Bueno, pues ya procuraré hacerlo mejor.»
«Gracias, sabía que podríamos contar contigo.»8
Mientras, los reclusos 8612 y 1037 siguen en la celda de aislamiento. Pero ahora gritan quejándose de que se están incumpliendo las normas. Nadie les presta atención. Los dos dicen que necesitan un médico. 8612 dice que está enfermo, que se siente raro. Habla de una sensación extraña, de que siente que aún lleva la media en la cabeza cuando sabe que no es así. Más avanzado el día verá satisfecha su exigencia de hablar con el subdirector.
A las cuatro en punto de la tarde los carceleros entran los catres en la celda 3, la de los «buenos reclusos», mientras centran su atención en la rebelde celda 1. Piden a los oficiales del turno de tarde que entren antes de tiempo e irrumpen todos juntos en la celda, disparando el extintor hacia la puerta entreabierta para mantener a los reclusos a raya. Desnudan a los tres reclusos, les sacan los catres y amenazan con dejarles sin cena si vuelven a desobedecer. Ya muy hambrientos por no haber almorzado, los reclusos se funden en una masa adusta y silenciosa.
La comisión de quejas de los reclusos de Stanford
Dándome cuenta de que la situación se está haciendo inestable, hago que el subdirector anuncie por el altavoz que los reclusos deberán elegir a tres de ellos para que formen parte de la «comisión de quejas de los reclusos de Stanford» acabada de crear y que se reunirá con el director Zimbardo en cuanto lleguen a un acuerdo sobre las quejas que desean plantear. Más tarde, por una carta que envió a su novia, sabremos que Paul-5704 se había sentido muy orgulloso de que sus camaradas le hubieran elegido para ser el portavoz de la comisión. Es una afirmación bastante sorprendente que revela que los reclusos habían perdido la noción habitual del tiempo y vivían «el momento».
Los tres reclusos elegidos para la comisión, Paul-5704, Jim-4325 y Rich-1037, se quejan de que el contrato ha sido incumplido de muchas maneras. Ésta es la lista que han preparado: maltratos verbales y físicos de los carceleros; hostigamiento gratuito a los reclusos; comida deficiente. Ellos solicitan lo siguiente: devolución de libros, gafas y medicamentos; más de una noche de visita; y servicios religiosos para quien lo solicite. Sostienen que todo lo expuesto justifica la necesidad de rebelarse abiertamente como han hecho todo el día.
Tras mis gafas de espejo, adopto automáticamente el papel de director. Empiezo diciendo que estoy seguro de que podremos resolver cualquier desacuerdo de una manera cordial y para satisfacción de todas las partes. Recalco que la comisión de quejas es un primer paso en esa dirección. Estoy dispuesto a trabajar directamente con ellos siempre que representen la voluntad de todos los demás. «Pero deben ustedes entender que la brusquedad y las malas maneras de los oficiales en gran parte se han debido a su mala conducta. Se lo han buscado ustedes mismos alterando el orden establecido y creando el pánico entre los oficiales, que no tienen experiencia en esta clase de trabajo. En lugar de maltratar más a los reclusos rebeldes, les han retirado a ustedes muchos privilegios.» Los miembros de la comisión de quejas asienten con la cabeza. «Prometo entregar la lista de quejas a mi personal esta misma noche para solucionar todas las que podamos y para satisfacer algunas de sus propuestas. De entrada, mañana mismo haré que venga un capellán a la prisión y esta semana tendrán ustedes dos noches de visita.»
«Perfecto, muchas gracias», dice Paul-5704, el portavoz de la comisión. Los demás asienten convencidos de que se ha dado un buen paso para lograr una atmósfera más cívica.
Tras levantarnos y darnos la mano, los reclusos se marchan más tranquilos. Espero que digan a sus compañeros que se calmen para que a partir de ahora podamos evitar esta clase de enfrentamientos.
Doug-8612 no está dispuesto a cooperar. No se traga el mensaje de buena voluntad que trae la comisión. Vuelve a insubordinarse, lo vuelven a encerrar en el hoyo, y sigue con las manos esposadas. Dice que se siente mareado y exige ver al subdirector. Poco después, Jaffe le recibe en su despacho y 8612 se queja del comportamiento arbitrario y «sádico» de los carceleros. Jaffe le responde que lo que provoca que los oficiales reaccionen así es su conducta. Si pone un poco más de su parte, Jaffe se ocupará de que los oficiales no se metan tanto con él. 8612 responde que si eso no sucede de inmediato, abandona y se va. Jaffe también se preocupa por su salud y le pregunta si quiere que venga un médico, pero 8612 dice que de momento no hace falta. El recluso es llevado de nuevo a su celda, desde donde conversa a gritos con su camarada Rich-1037, que sigue sentado en aislamiento protestando por las condiciones intolerables y exigiendo que le vea un médico.
Aunque parecía haberse tranquilizado tras haber hablado con el subdirector, el recluso 8612 empieza a gritar a voz en cuello insistiendo en que quiere ver «al cabrón ese de Zimbardo, al director». Decido verle de inmediato.
Nuestro asesor de prisiones le da un repaso a 8612
Para aquella tarde había concertado la primera visita a la prisión de mi asesor, Carlo Prescott, que me había ayudado a diseñar muchas características del experimento para simular un entorno funcional equivalente al de una prisión de verdad. Hacía poco que Carlo había salido de San Quintín después de haberse pasado allí diecisiete años, a los que había que añadir el tiempo pasado en las prisiones de Folsom y Vacaville, en su mayor parte por delitos graves, como robo a mano armada. Le había conocido unos meses antes, con ocasión de unos proyectos de curso que mis estudiantes de psicología social preparaban sobre el tema de las personas inmersas en entornos institucionales. Carlo había sido invitado por uno de los estudiantes para que expusiera a la clase las realidades de la vida en prisión desde el punto de vista de alguien que las había vivido desde dentro.
Carlo llevaba sólo cuatro meses en libertad y estaba lleno de ira por la injusticia del sistema penitenciario. Clamaba contra el capitalismo, contra el racismo, contra los «tíos Tom» negros que actuaban contra sus hermanos en nombre del poder, contra los belicistas y contra muchas cosas más. Además de tener una extraordinaria perspicacia para las interacciones sociales, también era muy elocuente y añadía una dicción clara y fluida a su profunda voz de barítono. Me sentí muy intrigado por las opiniones de aquel hombre, sobre todo porque teníamos prácticamente la misma edad —yo treinta y ocho años, él cuarenta— y los dos habíamos crecido en un gueto. Pero mientras yo iba a la universidad, Carlo iba a la cárcel. Enseguida nos hicimos amigos. Además de convertirme en su confidente y consejero psicológico, acabé siendo su «representante» organizándole conferencias y ayudándole a encontrar trabajo. Y su primer trabajo fue ayudarme a dar un nuevo curso de verano en Stanford sobre la psicología del encarcelamiento. Carlo no sólo contó a la clase detalles íntimos de sus experiencias personales en la prisión, sino que también se encargó de invitar a otros ex presidiarios —hombres y mujeres— para que contaran las suyas. También invitamos a oficiales de prisiones, abogados penitenciarios y otras personas conocedoras del régimen penitenciario estadounidense. Aquella experiencia y la pasión que puso Carlo en su trabajo hicieron que nuestro pequeño experimento tuviera un nivel de conocimiento de la situación que no se había visto en ningún estudio comparable en el campo de las ciencias sociales.
Son cerca de las siete de la tarde y Carlo y yo estamos observando uno de los recuentos en un monitor conectado al vídeo que graba los sucesos más destacados del día. Luego nos retiramos a mi despacho para comentar cómo van las cosas y cómo debería organizar la noche de visita de mañana. De pronto, el subdirector Jaffe irrumpe en el despacho y nos dice que el recluso 8612 está fuera de sí, que se quiere marchar, que insiste en verme. Jaffe es incapaz de decir si está fingiendo para que lo suelten o si está mal de verdad. Insiste en que eso no es cosa suya y en que debo ocuparme yo.
«Vale, pues que lo traigan aquí, a ver si averiguo qué pasa», le digo.
Un joven hosco, desafiante, enojado y confundido entra en mi despacho. «¿Qué es lo que sucede, joven?»
«Que ya no aguanto más: los carceleros no dejan de joderme, me tienen metido todo el día en el hoyo y...»
«Bueno, por lo que he visto, y lo he visto todo, usted mismo se lo ha buscado; es el recluso más insubordinado de la prisión.»
«Me es igual, habéis violado el contrato, no esperaba que me trataran así, os...»9
«¡Para el carro, chaval!», Carlo se encara con 8612. «¿Que no puedes aguantar qué? ¿Las flexiones, los saltos, que los carceleros te insulten y te griten a la cara? ¿A eso le llamas tú “joder”? No me interrumpas. ¿Y vienes aquí llorando porque te han metido en ese armario unas horas? A ver si te lo explico bien, blanquito guapo. En San Quintín no durarías ni un día. Todos olerían tu miedo y tu debilidad. Los carceleros te machacarían la cabeza y antes de meterte en su hoyo, el hoyo de verdad, totalmente vacío y de puro cemento en el que yo me pasaba semanas enteras, te echarían a los demás. Snuffy, o algún otro mandamás de una banda de las malas, te compraría por dos —o a lo mejor hasta tres— paquetes de tabaco y te dejaría el ojete destrozado, chorreando sangre y alguna cosa más. Y ten claro que eso sólo sería el primer paso para convertirte en un maricón más de la prisión.»
La furiosa arenga de Carlo deja tieso a 8612. Debo ir al quite porque veo que Carlo está a punto de explotar. El hecho de haber visto el entorno carcelario que hemos creado le ha hecho recordar los años de tormento que ha sufrido hasta sólo unos meses atrás.
«Carlo, muchas gracias por dejar las cosas tan claras. Pero antes de seguir debo comentar algunas cosas con este recluso. 8612, sepa que tengo la facultad de ordenar a los oficiales que no le fastidien más si elige quedarse y seguir cooperando. ¿Necesita usted el dinero? Porque ya sabe que si abandona tan pronto no cobrará casi nada.»
«Hombre, claro, pero...»
«Mire, escuche lo que le propongo: los oficiales dejan de meterse con usted, usted se queda y se gana su dinero, y lo único que le pido a cambio es que coopere de vez en cuando, que de vez en cuando me explique algo que me pueda ayudar a llevar esta prisión.»
«No sé qué decirle...».
«Mire, piénsese mi oferta, y si más tarde, después de una buena cena, aún desea abandonar, pues no pasa nada; se le pagará por el tiempo que ha estado aquí y en paz. Pero si decide continuar, cobrar todo el dinero sin que nadie le fastidie, y coopera usted conmigo, podemos olvidarnos de los problemas del primer día y empezar de nuevo. ¿Qué me dice?»
«Puede que sí, pero...”
«No tiene por qué decidirse ahora; reflexione sobre mi propuesta y tome una decisión más tarde, esta noche, ¿de acuerdo?»
Mientras 8612 dice entre dientes: «Vale, de acuerdo», lo acompaño al despacho del subdirector para que lo devuelvan al patio. Le digo a Jaffe que aún se está pensando si se queda o si se va, y que ya lo decidirá más tarde.
Este acuerdo «a lo Fausto» se me ha ocurrido sobre la marcha. He actuado como un malvado director de prisión, no como el profesor bonachón que me gusta pensar que soy. Como director no quiero que 8612 se vaya porque podría tener un efecto negativo en los otros internos y porque creo que podemos hacer que coopere si los oficiales dejan de meterse tanto con él. Pero he invitado a 8612, al cabecilla rebelde, a «chivarse», a ser un confidente, a pasarme información a cambio de unos privilegios. Según el «código del recluso», el chivato es la forma más rastrera de vida animal, y las autoridades suelen recluirlo en solitario porque, si se llega a conocer su papel de confidente, suele acabar asesinado. Más tarde, Carlo y yo nos vamos al restaurante de Ricky, donde trato de alejar esta fea imagen de mí mismo disfrutando de las anécdotas de Carlo junto a un buen plato de lasaña.
8612 les dice a todos que nadie se puede ir
En el patio, los oficiales Arnett y J. Landry han hecho formar a los reclusos contra la pared para hacer otro recuento antes de que acabe el turno de mañana, que hoy ha durado más de lo previsto. Una vez más, los carceleros se meten con Stew-819 porque se une con pocas ganas a sus compañeros para gritar al unísono: «¡Gracias, señor oficial de prisiones, por un día tan maravilloso!».
La puerta que da entrada a la prisión chirría al abrirse. Todos los reclusos en formación miran hacia ella mientras 8612 vuelve de su reunión con las autoridades de la prisión. Antes de ir a verme les había dicho que aquélla era su entrevista de despedida. Se iba, y nadie ni nada podía hacerle cambiar de parecer. Ahora, Doug-8612 se abre paso entre los reclusos de la fila para entrar en la celda 2 y dejarse caer sobre el catre.
«8612, sal y ponte contra la pared», le ordena Arnett.
«Que ten den por culo», responde con insolencia.
«Contra la pared, 8612».
«¡Que te den por culo!», responde 8612.
Arnett: «¡Que alguien lo saque!».
J. Landry le pregunta a Arnett: «¿Tiene usted la llave de las esposas, señor?».
Aún dentro de su celda, 8612 grita: «Si tengo que quedarme aquí, no os voy a dejar pasar ni una putada más». Luego sale al patio como si tal cosa, pasando entre los reclusos en fila a los dos lados de la celda 2, y les revela una nueva y terrible realidad: «Es que, bueno, lo que pasa... ¡Lo que pasa es que no me he podido marchar! Me he pasado todo el rato hablando con médicos y abogados y...».
Su voz se va apagando y no se entiende lo que dice. Los otros reclusos lo miran y se ríen. Situándose frente a ellos y negándose a ponerse contra la pared, 8612 les echa un jarro de agua fría. Con su voz aguda y lastimera, les grita: «¡Que no he podido irme! ¡No me han dejado salir! ¡No podemos salir de aquí!».
Las risillas de los internos se transforman en risas nerviosas. Los carceleros no hacen caso de 8612 porque siguen buscando las llaves de las esposas: si el recluso 8612 sigue así, lo esposarán y lo meterán en el hoyo.
Un recluso pregunta a 8612: «¿Nos estás diciendo que no has podido romper el contrato?».
Otro recluso pregunta con desespero, aunque a nadie en particular: «¿No puedo anular el contrato?».
Arnett se pone más duro: «En esta fila no se habla. El recluso 8612 seguirá estando aquí cuando acabemos para que le preguntéis lo que sea».
Esta revelación por parte de uno de los líderes que más respetan es un golpe muy fuerte para la determinación de los reclusos. Glenn-3401 escribió lo siguiente sobre el impacto de lo que les dijo: «Cuando nos dijo que no podíamos salir de allí me sentí un verdadero recluso. Por muy experimento de Zimbardo que fuera aquello y por mucho que me pagaran, era un recluso, un recluso de verdad».10
Glenn dice que luego se puso a pensar lo peor: «Pensar que habíamos firmado ceder nuestra vida en cuerpo y alma durante dos semanas me dejaba aterrado. La creencia de que éramos “verdaderos reclusos” era muy real: para escapar de allí tendríamos que tomar unas medidas muy drásticas con unas consecuencias imprevisibles. ¿Nos volvería a detener la policía de Palo Alto? ¿Acabaríamos cobrando lo acordado? ¿Podría recuperar toda mi documentación?».11
Rich-1037, que llevaba todo el día dando problemas a los carceleros, también se quedó anonadado ante esta revelación. Más adelante escribió: «Cuando nos dijo que no nos podíamos ir tuve la sensación de estar realmente en una prisión. Soy incapaz de describir lo que sentía. Era una sensación de total indefensión. La mayor indefensión que he sentido en mi vida».12
Para mí estaba claro que 8612 estaba atrapado en varios dilemas. Se debatía entre ser el tipo duro que va de líder rebelde, y no querer que los carceleros le fastidiaran más; entre quedarse y ganar un dinero que necesitaba, y no ser mi confidente. Es probable que pensara actuar como una especie de espía doble, mintiéndome sobre las actividades de los reclusos, pero no debía estar seguro de su capacidad para llevar a cabo este engaño. Debería haberse negado en redondo a mi ofrecimiento de darle privilegios a cambio de ser mi «chivato» oficial, pero no lo hizo. Si en ese momento hubiera decidido marcharse, no me habría podido negar. También es probable que tras el repaso que le dio Carlo se sintiera demasiado avergonzado para ceder delante de él. Es posible que todo esto le rondara por la cabeza cuando optó por echar la culpa al sistema diciendo a los demás que nuestra decisión oficial había sido no dejarle marchar.
Nada podía haber tenido un impacto más transformador en los reclusos que la noticia inesperada de que habían perdido la libertad de abandonar el experimento a voluntad, de irse cuando quisieran. En aquel momento, el experimento de la prisión de Stanford se transformó en la prisión de Stanford, pero no por alguna decisión formal tomada desde arriba, sino por una decisión tomada desde abajo por uno de los reclusos. Del mismo modo que la rebelión de los reclusos hizo que los carceleros empezaran a verlos como peligrosos, la afirmación de 8612 diciendo que nadie podía abandonar hizo que todos se vieran a sí mismos como verdaderos reclusos indefensos.
Por si las cosas no pintaran ya bastante mal para los reclusos, vuelve a entrar en escena el turno de tarde. Hellmann y Burdan se pasean por el patio mientras esperan que acabe el turno de día. Blanden las porras, gritan algo a la celda 2, amenazan al recluso 8612, gritan a otro que se aleje de la puerta y apuntan el extintor hacia la celda, preguntando a gritos si alguien quiere un «chorrito» de extintor en la cara.
Un recluso pregunta al oficial G. Landry: «Señor oficial de prisiones, tengo una petición. Hoy es el cumpleaños de una persona. ¿Podemos cantarle el “cumpleaños feliz”?».
Antes de que Landry pueda responder, Hellmann responde desde el fondo: «Ya lo cantaréis en el recuento. Ahora os toca cenar, de tres en tres». Los reclusos se sientan alrededor de la mesa puesta en medio del patio para comer su frugal cena. No se les permite hablar.
Al revisar las cintas de este turno veo que Burdan entra por la puerta del patio trayendo un recluso. El recluso, que había intentado fugarse, está en posición de firmes en medio del patio, justo un poco más allá de la mesa de la cena. Le vendan los ojos. Landry le pregunta cómo ha quitado la cerradura de la puerta. El recluso se niega a responder. Cuando le quitan la venda de los ojos, Geoff le dice en tono amenazador: «Te aviso, 8612: como te vea las manos cerca de la cerradura, te vas a enterar de lo que vale un peine». ¡El intento de fuga lo ha protagonizado Doug-8612! Landry le hace entrar en su celda a empujones y 8612 vuelve a gritar palabrotas, aún más fuerte que antes, y una sarta de «hijoputas» resuena por el patio. Con voz cansada, Hellmann dice a la celda 2: «8612, te estás repitiendo mucho. Demasiado. Ya no tiene ninguna gracia».
Los carceleros corren a la mesa para impedir que el recluso 5486 converse con sus compañeros de celda, que tienen prohibido hablar. Geoff Landry grita al recluso 5486: «¡Eh, tú! El subdirector ha dicho que no podemos dejaros sin comer, pero te aviso que si ya has dado un bocado te podemos quitar lo que te quede, ¿enterado?». Luego dice en voz alta para que lo oiga todo el mundo: «Tíos, parece que habéis olvidado los privilegios que os podemos dar». Les recuerda las visitas de mañana y les dice que si hacen algo que les obligue a encerrarlos en las celdas las tendrán que anular. Algunos reclusos que siguen comiendo comentan que piensan mucho en las visitas del martes y que ya tienen ganas de que llegue la hora.
Geoff Landry ve que el recluso 8612 se ha quitado la gorra de media al sentarse a cenar e insiste en que vuelva a ponérsela. «A ver si se te cae pelo en la comida y luego te da algo.»
8612 responde de una manera extraña, como si empezara a perder el contacto con la realidad: «No me la puedo poner, me aprieta demasiado. Me da dolor de cabeza. ¿Qué? Ya sé que suena raro. Por eso quiero salir de aquí... pero ellos erre que erre: “Que no, que no te va a doler”. ¡A mí me lo van a decir!».
Ahora le toca estar desanimado y distante a Rich-1037. Tiene la mirada vidriosa y habla lentamente, con voz muy monótona. Echado sobre el suelo de su celda, no deja de toser e insiste en ver al director. (Le veo cuando regreso de cenar, le doy unas pastillas para la tos y le digo que puede abandonar si cree que ya no puede aguantar más, pero que las cosas irían mejor si no malgastara tanto tiempo y energía en rebeliones. Dice que se siente mejor y promete que intentará portarse bien.)
Los carceleros dirigen su atención hacia Paul-5704, que se muestra más firme y enérgico, como si quisiera sustituir a Doug-8612 en su papel de líder rebelde. «No se te ve muy contento, 5704», dice Landry mientras Hellmann empieza a arrastrar la porra por los barrotes de la puerta con un fuerte repiqueteo. Burdan añade: «¿Crees que les gustará [el repiqueteo] cuando hayamos apagado las luces? Igual lo averiguamos esta noche».
5704 cuenta un chiste y algunos reclusos se ríen, pero los carceleros no. Landry dice: «¡Oh, qué risa, qué divertido! Gracias, hombre, hacía diez años que no oía un chiste de críos como éste».
Los carceleros, erguidos y en fila, clavan sus ojos en 8612, que come muy poco a poco y se ha quedado solo. Con una mano en la cadera y la otra blandiendo las porras con gesto amenazador, los carceleros forman un grupo muy unido. «¡Menuda nos ha tocado con esta panda de revolucionarios!», exclama Geoff Landry.
De repente, el recluso 8612 sale disparado de la mesa, echa a correr hasta la pared del fondo, y arranca la gasa que cubre la cámara de vídeo. Los carceleros se le echan encima y lo llevan a rastras al hoyo. En un tono sarcástico, 8612 les dice: «¡Vale, tíos, que lo siento!».
Un carcelero responde: «¿Que lo sientes? Ya lo sentirás cuando veas la que te espera».
Hellmann y Burdan empiezan a aporrear la puerta del hoyo y 8612 grita diciendo que el ruido es insoportable y que le va a estallar la cabeza.
8612: «¡Coño, tíos, parad ya, que me jodéis los oídos!».
Burdan: «A ver si así te lo piensas dos veces antes de hacer algo para que te metamos en el hoyo».
8612: «¡Anda ya, que te den por culo! ¡A la próxima tiro las puertas abajo, y va en serio!» (amenaza con echar abajo la puerta de su celda, la puerta de la entrada y hasta la pared de la cámara de observación).
Un recluso pregunta si habrá cine por la noche porque antes de empezar el experimento les habían dicho que les pasarían alguna película. Un carcelero responde: «Me parece que no veremos mucho cine por aquí».
Los carceleros discuten sobre las consecuencias de dañar los bienes de la prisión. Hellmann va a por una copia de las normas y lee de un tirón la que habla de los daños a las instalaciones. Apoyado contra el marco de la puerta de la celda 1 mientras hace girar la porra, parece ganar confianza y autoridad por momentos. Hellmann dice a sus compañeros que, en lugar de una película, lo que habrá es trabajo para unos y descanso para otros.
Hellmann: «A ver, escuchad con atención. Para esta noche hemos organizado un poco de diversión para todos. Celda 3, os toca descanso y recreo, podéis hacer lo que queráis porque habéis fregado los platos y habéis hecho bien las tareas. Celda 2, aún os quedan cosas por hacer. Celda 1, os recuerdo que tenemos unas hermosas mantas para que les quitéis todos los cadillos. Oficial, tráigalas aquí para que las vean; si quieren dormir con una manta que no pique más vale que se pongan manos a la obra».
Landry entrega a Hellman unas mantas recubiertas con una nueva cosecha de cadillos. «A que han quedado guapas, ¿eh?» Sigue con su monólogo: «¡Contemplen esta manta, señoras y señores! ¡Mírenla bien! ¿No es una obra maestra? Os aconsejo que quitéis uno por uno todos los cadillos porque tendréis que dormir con ellas». Un recluso dice: «Pues yo dormiré en el suelo», a lo que Landry se limita a responder: «Vale, vale, tú sabrás».
Es interesante ver cómo oscila Geoff Landry entre el papel de carcelero malo y el de carcelero bueno. Goza de autoridad porque aún no ha cedido el control a Hellmann y es evidente que puede sentir más compasión por los reclusos que Hellmann. (En una entrevista posterior, Jim-4325 describe a Hellmann como uno de los carceleros «malos» y le da el apodo de «John Wayne»; también dice que los hermanos Landry eran dos de los «carceleros buenos». La mayoría de los reclusos coinciden en decir que Geoff Landry solía ser más bueno que malo.)
Un recluso de la celda 3 pregunta si les pueden dar algo para leer. Hellmann se ofrece a darles «un par de copias de las normas» para que las lean antes de acostarse. Pero ahora toca recuento. «Venga, recordad que esta noche no se va a escaquear nadie, ¿queda claro? Que empiece 2093 y vais siguiendo, no sea que perdamos la práctica.»
Burdan decide unirse a la fiesta y, acercándose a los reclusos, les grita en la cara: «¿Quién os ha enseñado a contar así? ¡Venga! ¡Fuerte, claro y rápido! ¡5704, eres más lento que el caballo del malo! Anda, ponte aquí y empieza a hacer flexiones».
Los castigos son cada vez más arbitrarios; ya no se castiga a los reclusos por una razón concreta. 5704 no pasa por ahí: «¡No pienso hacerlo!».
Burdan le obliga a echarse a la fuerza y 5704 baja un poco, pero no lo suficiente. «¡Abajo, tío, abajo!», y Burdan le empuja hacia abajo apretando la porra contra su espalda.
«Tío, no me empujes.»
«¿Cómo que “no me empujes”?», en un tono de burla.
«¡Lo que oyes, no me empujes!»
«Venga, sigue haciendo flexiones», ordena Burdan. «Y ahora vuelve a la fila.»
Es evidente que Burdan emplea un tono mucho más decidido y que participa más que antes, pero también está claro que el «macho alfa» es Hellmann. Por otro lado, cuando Burdan y Hellmann hacen de dúo dinámico, Geoff Landry se retira a un segundo plano o se marcha del patio.
Hasta el mejor recluso, 2093, el «chusquero», se ve obligado a hacer flexiones y saltos porque sí. «¡Eh, miradlo! ¡Mirad qué bien lo hace! Esta noche vas sobrado, ¿eh?», dice Hellmann. Luego se dirige al recluso 3401: «¿Estabas sonriendo? ¿Y qué es lo que te hace tanta gracia?». Burdan también se apunta: «¿Sonreías, 3401? ¿Te parece divertido? ¿O es que esta noche no quieres dormir?».
«¡No quiero ver ni una sonrisa! Esto no es un vestuario de colegio. ¡Si veo una sola sonrisa habrá saltos para todos un buen rato!», amenaza Hellmann.
Viendo la necesidad de relajar la tensión que se acumula, Hellmann le cuenta un chiste a Burdan para animar a los reclusos: «Oficial, ¿sabe aquel del perro que no tenía patas? Cada noche, su dueño lo tenía que arrastrar de paseo». Él y Burdan se ríen pero se dan cuenta de que los reclusos no. Burdan le reprende: «Su chiste no les ha gustado, oficial».
«¿No te ha gustado mi chiste, 5486?»
El recluso Jerry-5486 responde con franqueza: «Pues no».
«Pues si no te ha gustado el chiste sal aquí y hazme diez flexiones. Y cinco más por sonreír. Total, quince.»
Hellmann está que se sale. Ordena a los reclusos que se pongan de cara a la pared; luego, antes de decirles que se den la vuelta, se mete una mano dentro de los pantalones y, cuando está a la altura de la entrepierna, empuja con el dedo como si tuviera una erección. Ordena a los reclusos que se den la vuelta y que no se rían. Pero algunos lo hacen y les toca hacer flexiones o abdominales. El recluso 3401 dice que no le ha hecho gracia, pero le obligan a hacer flexiones por decir la verdad. Después, hacen que los reclusos canten otra vez sus números. Hellmann le pregunta a chusquero-2093 si le parece que eso es cantar.
«A mí me parece que sí, señor oficial de prisiones.»
Hellmann le obliga a hacer flexiones por contradecirle.
Inesperadamente, el chusquero le pregunta: «¿Puedo hacer más, señor?».
«Pues si quieres haz diez más.»
Pero el chusquero le planta cara de una manera aún más sorprendente: «¿Desea que haga flexiones hasta que no pueda más?».
«Vale, tú mismo.» Hellmann y Burdan no saben bien cómo reaccionar ante esta provocación, pero los reclusos se miran preocupados porque el chusquero puede marcar unos criterios nuevos para los castigos que luego tendrán que sufrir ellos. El chusquero les está jugando una mala pasada a todos.
Cuando después ordenan a los reclusos que se numeren siguiendo un orden muy complicado, Burdan añade en torno de burla: «¡Eso no puede ser tan difícil para unos nenes con tantos estudios!». En cierto sentido, su comentario es un reflejo del desprecio de los conservadores de la época por las personas con estudios, a las que tachan de «esnobs pretenciosos que se las dan de intelectuales». La diferencia es que Burdan también estudia en la universidad.
Los carceleros preguntan a los reclusos si quieren las mantas y las almohadas para dormir. Todos dicen que sí. Hellmann les pregunta: «¿Y qué habéis hecho para merecer que os las demos?». «Hemos quitado las bolitas de las mantas», dice uno de ellos. Hellmann le dice que nunca más vuelva a decir «bolitas». Que se llaman «cadillos» y punto. Aquí vemos un ejemplo sencillo del poder de determinar el uso del lenguaje y, en consecuencia, de crear la realidad. Cuando el recluso los llama «cadillos», Burdan les dice que ya pueden tomar las almohadas y las mantas mientras Hellmann regresa con ellas bajo los brazos. Luego las reparte entre todos salvo el recluso 5704. Le pregunta por qué ha tardado tanto en ponerse a trabajar. «Quieres que te dé una almohada, ¿no? ¿Y por qué te la voy a dar si no querías trabajar?» «Por un buen karma», le responde el recluso 5704 un poco en broma.
«Te lo vuelvo a preguntar, ¿por qué tengo que darte una almohada?»
«Porque se lo estoy pidiendo, señor oficial de prisiones.»
«Pero has empezado a trabajar diez minutos después que los demás», dice Hellmann. Y añade: «De ahora en adelante procura trabajar cuando se te diga». Al final, Hellmann transige y le da la almohada.
Para no verse totalmente eclipsado por Hellmann, Burdan dice al recluso 5704: «¿Qué se dice, chaval?».
«Gracias.»
«Otra vez. Dile: “Muchísimas gracias, señor oficial de prisiones”.» Poco a poco, el sarcasmo va impregnando todas las expresiones.
Haciéndole suplicar que le diera una almohada, Hellmann ha separado al recluso 5704 de sus camaradas rebeldes. El puro interés personal empieza a imponerse a la solidaridad.
Feliz cumpleaños, 5704
El recluso Jerry-5486 les recuerda a los carceleros su petición de cantar el «cumpleaños feliz» al recluso 5704, una petición curiosa a estas alturas porque los reclusos están agotados y los carceleros están a punto de dejarles volver a las celdas. Puede que este ritual le sirva para no perder de vista el mundo exterior, o quizá sea un modesto intento de normalizar una situación que se va alejando con rapidez de cualquier definición de lo normal.
Burdan le dice a Hellmann: «Tenemos una propuesta del recluso 5486, oficial; quiere cantar el “cumpleaños feliz”». A Hellmann le contraría que la canción sea para 5704. «¡Es tu cumpleaños y no has trabajado nada!»
El recluso contesta que el día de su cumpleaños no tendría que trabajar. Los carceleros recorren la fila y ordenan a cada recluso que diga en voz alta si quiere o no cantarle la canción de cumpleaños. Todos dicen que sí. Entonces se le ordena a Hubbie-7258 que dirija a los demás para que canten el «cumpleaños feliz», lo único agradable que ha sonado en aquel lugar en todo el día y toda la noche. La primera vez, se menciona al homenajeado de varias maneras distintas: algunos cantan cumpleaños a «5704» y otros «al camarada». En cuanto lo oyen, Hellmann y Burdan les ordenan parar.
Burdan les recuerda: «El nombre de este caballero es 5704. Empezad otra vez».
Hellmann felicita a 7258 por su forma de cantar: «Tienes ritmo y cantas muy bien». Aprovecha la ocasión para presumir un poco de su cultura musical. Luego pide que canten otra vez la canción con un estilo más familiar, y los reclusos lo hacen. Pero su actuación no le parece lo bastante buena y les dice que la canten otra vez: «¡A ver si ponemos un poco de entusiasmo, que el cumpleaños de un niño sólo pasa una vez al año!». Esta ruptura de la rutina por iniciativa de los reclusos les ha permitido compartir algunos sentimientos positivos pero, a fin de cuentas, no ha sido más que otra ocasión para reforzar su sumisión a la autoridad.
8612 toca fondo y es puesto en libertad
Cuando ya se han apagado las luces, y después de volver a la celda de aislamiento por enésima vez, Doug-8612 vuelve a ponerse hecho una furia: «¡Me cagüen todo, que me quemo por dentro! ¿Que no me oís?».
El recluso desembucha a grito pelado toda su confusión y su tormento ante el subdirector Jaffe, en la segunda visita a su despacho. «¡Me quiero ir! ¡Ahí dentro se ha ido todo al carajo! ¡No aguanto ni una noche más! ¡No puedo! ¡Quiero que venga un abogado! ¿Tengo derecho a pedir un abogado? ¡Llamad a mi madre!»
Intenta no olvidar que sólo se trata de un experimento, pero sigue despotricando: «¡Me estáis jodiendo el coco, tío, el coco! ¡Esto es un experimento; el contrato no me obliga a pasar por esto! ¡No tenéis derecho a joderme el coco!».
Amenaza con hacer lo que haga falta para salir, ¡incluso cortarse las venas! «¡Haré lo que sea para irme! ¡Os romperé las cámaras, me voy a cargar a un carcelero!»
El subdirector hace lo que puede por tranquilizarle, pero 8612 no hace caso; grita cada vez más. Jaffe le asegura que su petición se estudiará con la máxima seriedad en cuanto pueda ponerse en contacto con el asistente psicológico.
Poco después, Craig Haney vuelve de cenar tarde y, tras oír la grabación que ha hecho Jaffe de la dramática escena, se entrevista con el recluso 8612 para determinar si se le debe soltar de inmediato por un trastorno emocional grave. En aquellos momentos no veíamos clara esta reacción de 8612; podía estar haciendo comedia. Un examen de su historial reveló que había sido uno de los activistas más destacados contra la guerra de su universidad, y de eso aún no hacía un año. ¿Cómo podía ser que se hubiera «venido abajo» en sólo treinta y seis horas?
La verdad es que 8612 estaba muy confundido, como nos reveló más adelante: «No sabía bien si la experiencia de la prisión me había desquiciado o si yo mismo me había inducido esas reacciones [adrede]».
En su posterior análisis, Craig Haney expresa de una manera muy gráfica el conflicto que le creó tener que tomar aquella decisión él solo, mientras yo estaba cenando fuera:
Aunque vista en retrospectiva parece una decisión fácil, en aquel momento me sentí muy abrumado. Estaba haciendo segundo de posgrado, habíamos invertido mucho tiempo, esfuerzo y dinero en aquel proyecto y sabía que liberar tan pronto a un participante podría dar al traste con el diseño experimental que habíamos preparado con tanto cuidado. Como investigadores no habíamos previsto que pudiera pasar algo así y no habíamos ideado ningún plan de contingencia. Por otro lado, era evidente que tras su breve experiencia en la prisión aquel joven estaba mucho más perturbado de lo que nadie habría llegado a imaginar. Así pues, decidí soltar a 8612 basándome en consideraciones más éticas que experimentales.13
Craig llamó a la novia de 8612, que acudió enseguida para llevárselo a casa. Craig les recordó que si los problemas persistieran podían acudir por la mañana al centro médico del campus, porque habíamos acordado que su personal prestara asistencia si surgía algún problema de esta clase.
Por suerte, Craig tomó la decisión correcta tanto desde el punto de vista humanitario como desde el punto de vista legal. También fue la decisión correcta considerando el probable efecto negativo que habría tenido en el personal y en los internos el hecho de mantenerlo en la prisión con aquel estado de confusión mental. Cuando Craig nos comunicó su decisión de poner en libertad a 8612, no lo vimos nada claro y pensamos que lo había engañado con una buena actuación. Sin embargo, después de haber examinado a fondo todas las pruebas, estuvimos de acuerdo en que había hecho lo correcto. Pero teníamos que explicarnos por qué se había producido esta reacción extrema tan pronto, prácticamente al principio de las dos semanas. Los tests de personalidad no habían revelado ningún indicio de inestabilidad mental, pero acabamos atribuyendo el trastorno emocional de 8612 a una personalidad excesivamente sensible que le hacía reaccionar de una forma exagerada a las condiciones de nuestra prisión simulada. Después de reflexionar en voz alta, Craig, Curt y yo acabamos deduciendo que nuestro proceso de selección debía de tener algún defecto, porque había dejado que se colara una persona «tocada» y no dimos valor a la otra posibilidad, que las fuerzas situacionales que actuaban en aquella simulación le habían superado.
Consideremos unos instantes la paradoja que supone lo que acabo de decir. Estábamos realizando un estudio diseñado para demostrar el poder de las fuerzas situacionales sobre las tendencias disposicionales, ¡y dimos por zanjada aquella cuestión haciendo una atribución disposicional!
Más adelante, Craig expresó así la falacia de nuestro razonamiento: «Tardamos un poco en darnos cuenta de aquella clarísima ironía: habíamos dado una explicación puramente “disposicional” a la primera manifestación extraordinaria e inesperada del poder situacional en nuestro estudio; es decir, habíamos recurrido a la forma de pensar que queríamos cuestionar y criticar con él».14
Seguíamos sin ver claras las verdaderas intenciones o motivaciones de 8612. Por un lado nos preguntábamos: ¿de verdad había perdido el control hasta el punto de sufrir una reacción de estrés tan extrema que hizo necesario liberarlo? ¿O había fingido que estaba «chiflado» sabiendo que si lo hacía bien tendríamos que soltarlo? También podría ser que, sin quererlo, hubiera acabado «enloqueciendo» temporalmente a causa de su exagerada actuación. En un informe posterior, 8612 hace más difícil hallar una explicación simple de sus reacciones: «Me fui, pero tendría que haberme quedado. Hice mal. La revolución no va a tener nada de divertida, y debí haberme dado cuenta. Tendría que haberme quedado porque a los fascistas les encantará saber que, cuando las cosas se pongan mal, los líderes [revolucionarios] desertarán y van a quedar como unos simples manipuladores. Tendría que haber luchado por esto sin pensar en mí mismo».15
Poco después de que 8612 se hubiera marchado, uno de los carceleros oyó a los reclusos de la celda 2 diciendo que Doug volvería al día siguiente con algunos de sus compinches para destrozar la prisión y liberar a los reclusos. Me pareció un rumor totalmente inverosímil, hasta que un carcelero dijo haber visto a Doug merodeando por los pasillos de la facultad a la mañana siguiente. Ordené a los carceleros que lo apresaran y lo devolvieran a la prisión porque seguramente nos había engañado: había fingido que estaba enfermo para poderse ir. Ahora sabía que debía prepararme para un asalto a la prisión. ¿Cómo podíamos evitar un enfrentamiento violento? ¿Qué podíamos hacer para mantener viva la prisión? (bueno, sí, y el experimento también).