CAPÍTULO

7

El poder de conceder la libertad

Técnicamente, la prisión de Stanford es más bien una cárcel de un condado donde un grupo de adolescentes se hallan a la espera de juicio tras ser detenidos el domingo por la policía de Palo Alto. Como es lógico, no se ha fijado fecha para ningún juicio y los internos no disponen de asistencia legal. No obstante, siguiendo el consejo del padre McDermott, el capellán de la prisión, la madre de uno de los reclusos trata de encontrar un abogado para su hijo. Tras una reunión de todo el personal con el subdirector Jaffe y nuestros «asesores psicológicos» Craig Haney y Curt Banks, decidimos convocar una reunión de la junta de libertad condicional (que en el mundo real no sería posible, por hallarnos demasiado al principio del proceso penal).

Esto nos brindará la oportunidad de observar cómo aborda cada recluso la posibilidad de obtener la libertad. Hasta ahora, cada interno ha actuado únicamente en el escenario de la prisión. El hecho de que la junta se celebre en otro lugar del edificio permitirá que los reclusos salgan de los límites estrechos y opresivos del sótano. Puede que en este entorno nuevo, donde habrá personal que no tiene relación directa con el día a día de la prisión, se sientan más libres de expresar sus actitudes y sentimientos. La junta también realzará la formalidad de la experiencia carcelaria porque, al igual que las noches de visita, la figura del capellán de la prisión y la visita de un abogado de oficio que hemos previsto, otorga credibilidad a la experiencia. Por último, deseamos ver cómo va a representar su papel de director de la junta de libertad condicional Carlo Prescott, nuestro asesor de prisiones. Como decía antes, a Carlo le han negado muchas peticiones de libertad condicional durante los últimos diecisiete años y hace muy poco que ha obtenido la libertad por «buena conducta». ¿Será compasivo y se pondrá del lado de los reclusos por haber estado antes en su lugar?

Hemos previsto que la junta de libertad condicional se reúna en el primer piso de la facultad de psicología de Stanford, en mi propio laboratorio, una gran sala enmoquetada dotada de cámaras ocultas de grabación y de un espejo unidireccional para hacer observaciones. Los cuatro miembros de la junta se sientan en una mesa hexagonal. Carlo ocupa la cabecera, al lado de Craig Haney, y enfrente se sientan un estudiante de posgrado y una secretaria que no sabe gran cosa de nuestro estudio y que nos echa una mano. Curt Banks hace las funciones de alguacil y se encargará de llamar y hacer entrar a los reclusos. Yo me encargaré de grabar en vídeo lo que ocurra desde la sala adyacente.

De los ocho reclusos que quedan el miércoles por la mañana tras la puesta en libertad de 8612, el personal ha considerado que cuatro de ellos cumplen los requisitos para solicitar la libertad condicional por su buena conducta. Se les ha dado la oportunidad de solicitar que se examine su caso y han redactado una petición formal explicando por qué creen ser merecedores del favor de la junta. Los otros reclusos serán atendidos otro día, aunque los carceleros desean que se niegue este derecho al recluso 416 por su persistente violación de la norma 2: «Los reclusos deben comer en las horas de comer y sólo en las horas de comer».

LA OPORTUNIDAD DE RECOBRAR LA LIBERTAD

Los carceleros del turno de mañana hacen formar a los cuatro reclusos en el patio, como se hace normalmente para la última salida al lavabo de cada noche. La cadena de cada recluso se ata a la pierna del siguiente y se les cubre la cabeza con bolsas de papel para que no vean el recorrido hasta la sala donde se reúne la junta ni sepan en qué lugar del edificio está. Se sientan en un banco del vestíbulo que hay fuera de la sala. Les quitan las cadenas de las piernas, pero siguen esposados y con las bolsas en la cabeza hasta que Curt Banks sale de la sala y los llama uno a uno por su número.

Curt, el alguacil, lee en voz alta la solicitud de cada recluso y la exposición de los carceleros que se oponen a que salga en libertad. Luego lo acompaña para que se siente a la derecha de Carlo, que se encarga de todo a partir de aquí. Primero entra el recluso Jim-4325, a continuación Glenn-3401, luego Rich-1037 y, por último, Hubbie-7258. Cuando abandonan la sala les ponen otra vez las esposas, la cadena y la bolsa y esperan sentados en el banco a que la sesión acabe para volver todos juntos a la prisión.

Antes de que comparezca el primer recluso, y mientras compruebo el equipo de grabación, Carlo explica a sus compañeros de junta algunos aspectos básicos de su tarea. (La explicación se reproduce en las notas.)1 Curt, viendo que Carlo se va animando y está a punto de soltar uno de los largos discursos que le ha oído contar tantas veces en nuestro curso de verano, le insta a que acabe: «Habrá que empezar ya, que el tiempo vuela».

4325 se declara inocente

El recluso Jim-4325 entra en la sala; le han quitado las esposas y se le ofrece asiento. Sin preámbulos, Carlo le pregunta: «¿De qué se le acusa? ¿Cómo se declara?». 4325 responde con la seriedad que exige la situación: «Señor, se me acusa de robo a mano armada. Y me declaro inocente».2

«¿Inocente?» Carlo finge una gran sorpresa. «¿Me está diciendo usted que los agentes que le detuvieron no sabían lo que hacían, que ha habido algún error, alguna confusión? ¿Que unas personas formadas para hacer cumplir la ley, y que a buen seguro tienen muchos años de experiencia, le han elegido precisamente a usted de entre todos los habitantes de Palo Alto porque no saben de qué hablan, porque se han confundido y creen que usted ha hecho algo? En resumen, ¿me está diciendo usted que mienten, que son unos mentirosos?»

4325: «No digo que mientan, supongo que tendrán pruebas y tal. Y respeto totalmente sus conocimientos profesionales y todo eso... Yo no he visto ninguna prueba, pero supongo que si me han detenido es porque habrá alguna». (El recluso se somete a la autoridad superior; su seguridad inicial se va diluyendo ante la imponente presencia de Carlo.)

Carlo Prescott: «En ese caso, me confirma usted que le han detenido por algo».

4325: «Bueno, supongo que si me han detenido habrá sido por algo».

Prescott le pregunta por su historia personal y sus planes de futuro, pero quiere saber más sobre el delito del que se le acusa: «¿Con quién se relaciona usted, qué actividades realiza en su tiempo libre que le han llevado a esta situación? Se le acusa de un delito grave... sabe que si entra a robar con un arma puede acabar matando a alguien. ¿Y usted qué hizo? ¿Les disparó, les apuñaló?».

4325: «No estoy seguro, señor. El agente Williams dijo que...».

Prescott: «¿Qué hizo usted? ¿Dispararles, apuñalarlos, tirarles una bomba? ¿Entrar con un rifle?».

Craig Haney y otros miembros de la junta intentan rebajar la tensión preguntando al recluso si se ha adaptado a la vida en prisión.

4325: «Bueno, de natural soy bastante introvertido... los primeros días le daba muchas vueltas a la situación y al final pensé que lo mejor sería que me portara bien...».

Prescott interviene otra vez: «Déjese de tanto rollo intelectual. Le ha hecho una pregunta muy clara y directa. ¡Responda a ella!».

Craig pregunta a 4325 qué aspectos de su experiencia en la prisión cree que podrán facilitar su reinserción y el recluso responde: «Bueno, ahora que lo dice, pues la verdad es que he aprendido a ser obediente. Y, bueno, en algunos momentos me he sentido un poco amargado, pero los oficiales sólo cumplen con su deber».

Prescott: «Esta junta de libertad condicional no podrá llevarle de la mano si le deja salir. Dice usted que le han enseñado a ser obediente, a colaborar, pero ahí fuera no habrá nadie que vele por usted, estará usted solo. ¿Qué clase de ciudadano cree usted que podrá ser con los delitos de los que se le acusa? Aquí tengo la lista y, francamente, ¡es muy larga!». Con gran seguridad y dominio, Carlo examina unos folios en blanco como si fueran el expediente de 4325 con sus detenciones, condenas y puestas en libertad. Luego continúa: «Mire, nos dice usted que se las puede arreglar ahí fuera gracias a la disciplina que ha aprendido aquí. Pero nosotros no podremos llevarle de la mano... ¿Qué le hace pensar que en estos momentos se las puede arreglar usted solo?».

4325: «Es que hay algo que me gustaría hacer. Quiero ir a Berkeley, a estudiar física. Tengo muchas ganas de ir».

Prescott quiere saber si tiene creencias religiosas y luego le pregunta por qué no ha aprovechado los programas de terapia en grupo o de orientación profesional de la prisión. El recluso no sabe bien de qué le habla, pero dice que si le hubieran ofrecido la posibilidad lo habría hecho. Carlo pide a Curt Banks que compruebe la veracidad de esta afirmación, aunque deja claras sus dudas de que sea cierta. (Carlo sabe que no ofrecemos estos programas en el experimento, pero es lo que le preguntaban a él cuando comparecía ante una junta de libertad condicional.)

Después de unas preguntas más de otros miembros de la junta, Prescott pide al oficial de prisiones que saque al interno de la sala. 4325 se pone en pie y da las gracias a la junta. Luego extiende los brazos con las palmas hacia adentro para que un carcelero le ponga las esposas. Cuando sale de la sala le vuelven a cubrir la cabeza con la bolsa y le dicen que se quede sentado en silencio mientras el siguiente recluso entra en la sala.

Cuando 4325 ya ha salido, Prescott comenta: «La verdad es que labia, a ese chaval no le falta...».

Según mis notas, «el recluso 4325 ha dado la impresión de estar muy tranquilo y de tener un buen dominio de sí mismo; hasta ahora ha sido uno de nuestros “reclusos modelo”. Parece confundido por el agresivo interrogatorio de Prescott sobre el delito del que se le acusa y cede con facilidad a la presión para que admita que es culpable a pesar de que el delito es pura ficción. Durante toda la comparecencia ha sido obediente y educado, una actitud que seguramente contribuirá a su supervivencia en este entorno carcelario».

Un ejemplo magnífico se empaña

A continuación, Curt hace entrar al recluso 3401 y lee en voz alta su solicitud:

Deseo la libertad condicional para poder llevar mi nueva vida a este mundo tan desesperado y enseñar a las almas perdidas que la buena conducta se ve recompensada por el afecto; que el cerdo materialista únicamente posee a los pobres que ha expoliado; que el delincuente común se puede rehabilitar por completo en menos de una semana, y que Dios, la fe y la fraternidad siguen con toda su fuerza en nuestro interior. Creo ser merecedor de la libertad condicional porque mi conducta ha sido irreprochable a lo largo de toda mi estancia. He sabido disfrutar de sus comodidades, pero he descubierto que es mejor avanzar hasta cotas más sagradas y elevadas. Más aún, podemos tener la plena seguridad de que, por ser producto de un entorno perfecto, mi rehabilitación será completa y eterna. Que Dios les bendiga a todos. Muy atentamente, 3401. Les ruego que me recuerden como un ejemplo magnífico.

Los informes de los carceleros nos pintan un panorama muy distinto:

El interno 3401 causa problemas sin cesar, aunque es un alborotador de tres al cuarto, porque se limita a seguir con docilidad cualquier mal ejemplo. No hay en su interior nada bueno que desarrollar. Recomiendo que no se le conceda la libertad condicional. Firmado: oficial Arnett.

No veo razón para conceder la libertad condicional al interno 3401, como tampoco veo relación alguna entre el interno 3401 que yo conozco y la persona que se describe en esta solicitud de libertad condicional. Firmado: oficial Markus.

El interno 3401 no merece la libertad condicional y su sarcástica solicitud lo confirma. Firmado: oficial John Landry.

Se hace entrar en la sala al recluso 3401, que sigue con la bolsa de papel en la cabeza. Carlo ordena que se la quiten para poder verle la cara a «ese gamberrete». Todos reaccionan con sorpresa al ver que 3401, Glenn, es de origen asiático: es el único interno que no es caucásico. Glenn contradice todos los estereotipos sobre los orientales con su actitud rebelde y displicente. Pero sí que se ajusta a ellos en cuanto a su físico: no llega a metro sesenta, es delgado pero nervudo, tiene unas facciones agradables y su pelo es lustroso y negro como el azabache.

Craig empieza preguntándole por su papel en la rebelión de los reclusos que se inició cuando los de su celda se atrincheraron dentro. ¿Qué hizo para impedirlo?

3401 responde con una franqueza sorprendente: «¡No lo impedí, lo alenté!». Después de más preguntas de otros miembros de la junta sobre esos hechos, 3401 prosigue en un tono sarcástico que contrasta con la aparente humildad de 4325: «Tengo entendido que el propósito de esta institución es reinsertar a los presos, no vejarlos, y como resultado de nuestros actos...».

El subdirector Jaffe, que está sentado a un lado de la sala, no puede evitar responderle: «Quizá la idea que tiene usted de la reinserción no sea correcta. ¡Lo que intentamos es enseñarle a ser un miembro productivo de la sociedad, no a atrincherarse en su celda!».

Prescott ya está harto de tanta divagación. Reafirma su papel de mandamás: «Tres ciudadanos dicen que le vieron salir de la escena del delito». (Se lo ha inventado sobre la marcha.) Carlo continúa: «¡Poner en tela de juicio la vista de tres personas equivale a decir que toda la humanidad es ciega! ¿Y habla usted de la fuerza de Dios, la fe y la fraternidad? ¿Acaso es fraternidad apropiarse de lo ajeno?».

Y ahora, Carlo pone en juego la carta del racismo: «En las prisiones hay muy pocos orientales como usted... la verdad es que en general son buenos ciudadanos... Usted no ha dejado de causar problemas, se ha burlado de la prisión, viene aquí y nos habla de reinserción como si fuera capaz de dirigir una prisión. Se sienta en esta mesa e interrumpe al subdirector, como si lo que usted dice fuera más importante que lo que diga él. Francamente, no le daría la libertad ni que fuera usted el último interno de la prisión. No creo que tengamos a nadie con menos posibilidades de obtenerla, ¿qué me dice?».

«Que tiene usted todo el derecho a expresar su opinión, señor», dice 3401.

«¡Mi opinión tiene bastante peso en esta junta!», le responde Carlo airado.

Prescott hace más preguntas al recluso sin darle la oportunidad de responder y termina censurándolo y dando su caso por resuelto: «No creo que haga falta dedicarle más tiempo. Su historial y su actitud en esta sala dejan muy clara su postura... tenemos un programa muy apretado y no veo razón para seguir tratando su solicitud. No es usted más que un interno problemático que, eso sí, escribe muy bien».

Antes de salir, el recluso hace saber a la junta que le preocupan unas ampollas muy feas que le han salido en la piel. Prescott le pregunta si ha dado parte a la enfermería o ha hecho algo constructivo para ocuparse de este problema. Cuando el recluso dice que no, Carlo le recuerda que ésa es una junta de libertad condicional, no una junta médica, y le dirige unas últimas palabras: «Tratamos de hallar alguna razón para conceder la libertad condicional a todo el que la solicita, y cuando alguien entra en esta prisión está en sus manos mantener limpio su expediente, actuar de una manera que nos indique que puede adaptarse a la sociedad... Quiero que reflexione sobre algunas de las cosas que usted mismo ha escrito. Es usted inteligente y domina la lengua. Hasta puede que llegue a cambiar; sí, creo que algún día tendrá usted la oportunidad de cambiar».

Carlo se dirige al carcelero y le hace un gesto para que saque al recluso de la sala. Convertido ahora en un muchacho con cara de arrepentido, el recluso extiende lentamente los brazos para que le pongan las esposas y se va de la sala. Quizá se haya dado cuenta de que su actitud displicente le ha costado cara, que no estaba preparado para la seriedad de la entrevista y de la junta de libertad condicional.

Mis notas indican que el recluso 3401 es una persona más compleja de lo que parece a primera vista. Presenta una mezcla de rasgos muy interesante. Normalmente, en su trato con los carceleros es serio y educado, pero para solicitar la libertad condicional ha redactado una carta sobrada de humor y sarcasmo donde habla de una reinserción inexistente, de su espiritualidad personal y de su conducta ejemplar como recluso. No parece caer nada bien a los carceleros, como se desprende de los informes que desaconsejan concederle la libertad. Su atrevido escrito de solicitud contrasta con su conducta, con el joven apagado, e incluso acobardado, que vemos en esta sala. «Aquí no se permiten bromas.» La junta, y sobre todo Prescott, va a por él con cierta saña, y no sabe hacer frente al ataque de una manera eficaz. A medida que avanza la comparecencia va adoptando una postura más retraída e indiferente. Me pregunto si logrará soportar las dos semanas completas.

Un rebelde se echa atrás

El siguiente recluso es Rich-1037, aquel cuya madre se quedó tan preocupada cuando vino de visita. Es el recluso que se ha encerrado en la celda 2 esta misma mañana. También suele frecuentar el hoyo. Su solicitud es interesante, pero pierde mucho si se lee deprisa y con el tono monótono y frío de Curt Banks:

Me gustaría obtener la libertad provisional para poder pasar los últimos instantes de mi adolescencia con mis amigos de siempre. El lunes cumpliré veinte años. Creo que el personal de la prisión me ha hecho ver muchas de mis flaquezas. El lunes pasado me rebelé porque pensaba que se me trataba injustamente. Pero aquella noche me di cuenta de que no era digno de un trato mejor. Desde entonces me he esforzado en colaborar y ahora sé que el personal de la prisión no tiene otro interés que mi bienestar y el de los otros reclusos. A pesar de mi falta de respeto imperdonable hacia ellos y sus deseos, me han tratado y me siguen tratando bien. Respeto sobre todo su capacidad para ofrecer la otra mejilla y creo que gracias a su bondad he podido rehabilitarme y convertirme en una persona mejor. Atentamente, 1037.

Tres carceleros han ofrecido una recomendación colectiva que Curt también lee en voz alta:

Aunque 1037 ha mejorado desde su rebelión, creemos que debe mejorar mucho más para que sea un verdadero ejemplo de nuestra labor de corrección. Estamos de acuerdo cuando 1037 dice que ha mejorado mucho; pero su nivel aún no es aceptable. Aunque va mejorando, le queda mucho para merecer la libertad condicional. No recomendamos que se le conceda.

Cuando Rich-1037 comparece ante la junta, manifiesta una extraña mezcla de energía juvenil y depresión incipiente. Enseguida se pone a hablar de su cumpleaños, la única razón para pedir la libertad condicional; es algo que tiene mucha importancia para él, pero en el momento de inscribirse en el estudio se le había olvidado. Cuando empieza a soltarse dando explicaciones, el subdirector le hace una pregunta a la que no podrá responder sin meterse en problemas o sin perder la justificación para salir: «¿Acaso cree usted que nuestra prisión no es capaz de ofrecerle una fiesta de cumpleaños?».

Prescott aprovecha la ocasión: «Por muy joven que sea, usted ya lleva tiempo viviendo en sociedad. Conoce la ley y sabe que las prisiones son para quienes violan esa ley. Mire, hijo, reconozco que está usted cambiando; me lo dicen aquí y creo sinceramente que ha mejorado. Pero aquí veo, escrito de su puño y letra: “A pesar de mi falta de respeto imperdonable hacia ellos y sus deseos”. ¡Falta de respeto imperdonable! No se puede perder el respeto a los demás ni a su propiedad. ¿Qué pasaría si todos los ciudadanos de este país perdieran el respeto a la propiedad ajena?».

De nuevo, Carlo examina unos folios en blanco como si fueran el expediente de 1037 y se detiene como si hubiera descubierto algo de gran importancia: «Según leo en su expediente tiene usted muy mal genio, veo que tuvo que ser reducido porque podría haber hecho daño, o algo peor, a los agentes que le detuvieron. Mire, estoy satisfecho con sus progresos y creo que empieza a reconocer que su actitud es poco madura y que actúa con poca consideración hacia los demás. Porque usted convierte a los demás en objetos; les hace creer que son objetos para su uso personal. ¡Usted manipula a la gente! Diría que lleva manipulando a la gente toda la vida y todos los informes hablan de su indiferencia por la ley. Hay momentos en los que no parece capaz de controlar su conducta. ¿Qué le ha hecho pensar que podría ser un buen candidato a recibir la libertad condicional? ¿Qué nos puede decir usted en su favor?».

1037 no se esperaba este ataque personal a su carácter. Farfulla unas palabras incoherentes sobre su capacidad para alejarse de las situaciones que le puedan tentar a actuar con violencia. Luego dice que esta experiencia en la prisión le ha ayudado: «He visto cómo reaccionan personas diferentes a situaciones muy distintas, cómo se comportan con los demás, cómo hablan con sus compañeros de celda, sus reacciones ante las mismas situaciones. Y los carceleros de los tres turnos igual: todos reaccionan de una manera un poco distinta a las mismas situaciones».

Luego, 1037 saca el tema de sus «flaquezas», sobre todo su papel como agitador en la rebelión del lunes. Su actitud es ahora totalmente sumisa. Se culpa de haber plantado cara a los carceleros y de no haberlos criticado ni una sola vez por sus continuas vejaciones. (Tengo ante mis ojos un ejemplo perfecto de control mental en acción. Este proceso es clavado al de los prisioneros estadounidenses de la guerra de Corea, que confesaron a sus captores haber usado armas biológicas y haber cometido otras atrocidades.)

De repente, Prescott interrumpe la exposición que hace 1037 de sus defectos y le pregunta: «¿Toma usted drogas?».

Cuando 1037 responde «no», Prescott deja que siga con sus disculpas hasta que le interrumpe otra vez. Ha visto un moretón en el brazo del interno y le pregunta cómo se lo ha hecho. Sin duda es consecuencia de alguna refriega con los carceleros, pero 1037 lo niega; dice que los carceleros no han podido ser más amables con él y que todo es culpa suya por desobedecer continuamente sus órdenes.

A Carlo le gusta este mea culpa: «Siga usted así, muy bien».

1037 admite que estaría dispuesto a renunciar a cobrar a cambio de recibir la libertad condicional (una postura muy extrema, porque ha tenido que pasar por muchas cosas y no recibiría nada a cambio). En general responde bien a todas las preguntas de la junta pero, como observa Prescott en sus comentarios después de la sesión, se le ve constantemente al borde de la depresión. Su madre ya había detectado este estado de ánimo sólo con verle, como me dijo cuando hablamos en mi despacho. Es como si quisiera aguantar para demostrar su virilidad (¿quizás a su padre?). Da alguna respuesta interesante cuando le preguntan qué ha sacado de su experiencia en la prisión, pero la mayoría de ellas son superficiales y parecen claramente destinadas a complacer a la junta.

Al niño guapo lo ponen verde

El último en entrar es el apuesto Hubbie-7258, cuya solicitud lee Curt con cierto desdén:

Mi principal razón para solicitar la libertad condicional es que mi novia se va de vacaciones y me gustaría estar un poco con ella antes de que se vaya, sobre todo porque, cuando vuelva, yo tendré que irme a la universidad. Si salgo al final de las dos semanas sólo la podré ver media hora. En la prisión no podemos despedirnos ni hablar como nos gustaría por la presencia de sus acompañantes y de los oficiales. Otra razón es que creo que ustedes ya han visto cómo soy y saben que no voy a cambiar. Y con cambiar quiero decir incumplir las normas fijadas para los reclusos, por lo que concederme la libertad condicional supondría un ahorro de tiempo para mí y de gastos para ustedes. Es verdad que intenté fugarme con mi anterior compañero de celda, 8612, pero al verme sentado, desnudo y solo en la celda vi claramente que no debía enfrentarme a los oficiales y desde aquel momento he seguido todas las normas al pie de la letra. Además, habrán visto ustedes que tengo la celda más limpia y ordenada de la prisión.

También en este caso el informe del oficial Arnett contradice lo que expone el recluso: «El interno 7258 es un listillo que se las da de rebelde», manifiesta Arnett como valoración global. Luego añade su cínica recomendación: «Debería seguir aquí hasta que cumpla la condena o hasta que se pudra, lo que suceda más tarde».

El oficial Markus es más positivo: «El recluso 7258 me cae bien y se porta correctamente, pero no creo que tenga más derecho a la libertad condicional que los otros reclusos y espero que su experiencia en la prisión tenga un efecto positivo en su carácter más bien indisciplinado».

John Landry escribe: «También a mí me cae bien 7258, casi tanto como 8612 [David, nuestro espía], pero no creo que deba obtener la libertad condicional. No iré tan lejos como Arnett, pero no se le debería conceder».

En cuanto le quitan la bolsa de la cabeza, y como es habitual en él, 7258 hace gala de su amplia sonrisa, algo que irrita a Carlo mucho más de lo que cabía imaginar.

«Vaya, parece que todo esto le hace mucha gracia. Veo que el informe del señor Arnett le describe a la perfección cuando dice que es un “listillo que se las da de rebelde”. ¿No será usted una de esas personas a las que no les importa nada en la vida?»

Cuando empieza a contestar, Prescott le interrumpe y le pregunta por sus estudios. «Tengo previsto empezar mis estudios universitarios en otoño, en Oregon State.» Prescott se dirige a los miembros de la junta. «Señores, estarán de acuerdo conmigo en que la educación es inútil para algunas personas. Hay personas que no deberían verse forzadas a ir a la universidad. Seguramente serían más felices trabajando de mecánicos o dependientes», dice señalando desdeñosamente al recluso con la mano. «Bien, sigamos. ¿Qué ha hecho usted para estar encerrado aquí?»

«Nada, señor, sólo firmar para participar en un experimento

En otras circunstancias, esta verdad podría haber acabado con todo el tinglado, pero Prescott no se da por enterado:

«Vaya, ¿así que el listillo cree que esto es un simple experimento?». Vuelve a hacerse con el mando de la situación fingiendo examinar el expediente del recluso. Con toda naturalidad, dice: «Se le acusa a usted de robo».

Prescott pregunta a Curt Banks si el robo es con allanamiento; Curt le responde con un «sí».

«Con allanamiento; ya me lo pensaba.» Ha llegado el momento de enseñar a este joven algunas lecciones, empezando por recordarle lo que les pasa a los reclusos pillados en un intento de fuga. «¡Tiene usted dieciocho años y mire lo que ha hecho con su vida! Se sienta aquí frente a nosotros y nos dice que hasta estaría dispuesto a no cobrar a cambio de salir de aquí. ¡Leo su expediente y veo lo mismo por todas partes: “Listillo”, “sabelotodo”, “contrario a toda clase de autoridad”! ¿Cuándo empezó usted a perder el norte?»

Tras preguntarle a qué se dedican sus padres, si ha tenido una formación religiosa y si va a la iglesia con frecuencia, Prescott se enfada cuando el recluso dice que practica la religión «por libre» y le responde: «Ni siquiera en algo tan importante ha sabido decidirse usted».

Prescott se levanta muy enfadado y sale hecho una furia de la sala durante unos minutos. Mientras tanto, los otros miembros de la junta le preguntan a 7258 cómo piensa portarse la próxima semana si no le conceden la libertad condicional.

Salir en libertad antes que cobrar

Esta interrupción de la sesión me permite sopesar la importancia de que el recluso 1037 haya dicho que estaba dispuesto a no cobrar a cambio de obtener la libertad. Creo que debemos formalizar esta pregunta y convertirla en la pregunta final a la que deben responder todos los reclusos. Le digo a Carlo que la formule así: «¿Estaría usted dispuesto a renunciar a todo el dinero que ha ganado hasta ahora a cambio de recibir la libertad condicional?».

Al principio, Carlo plantea la pregunta de una forma más extrema: «¿Cuánto estaría usted dispuesto a pagar para salir de aquí?». Confundido, 7258 dice que no piensa pagar nada. Carlo reformula la cuestión y le pregunta si estaría dispuesto a renunciar al dinero que ha ganado hasta ahora.

«Sí, señor, sin pensármelo dos veces.»

7258 no da la impresión de ser especialmente inteligente o reflexivo. Tampoco parece tomarse esta situación tan en serio como los demás. Es el más joven, aún no ha cumplido los dieciocho años, y su actitud y sus respuestas son bastante inmaduras. No obstante, su pasotismo y su sentido del humor le irán muy bien para hacer frente a lo que les espera los próximos días a él y a sus camaradas.

A continuación hacemos que los reclusos vuelvan a la sala uno por uno para que respondan a esa pregunta final: si estarían dispuestos a renunciar a lo que han ganado a cambio de obtener la libertad condicional. El recluso 1037, el rebelde del cumpleaños, dice que sí. También dice que sí 4325, el que menos problemas da. Sólo el recluso 3401, el rebelde de origen asiático, dice que no renunciaría al dinero porque le hace mucha falta.

En otras palabras, tres de los cuatro desean tanto obtener la libertad que están dispuestos a perder el dinero que han ganado con tanto esfuerzo desempeñando el papel de reclusos las veinticuatro horas del día. Lo que más me sorprende es el poder del marco retórico en el que se plantea la pregunta. Recordemos que la principal motivación de prácticamente todos los voluntarios era económica, la posibilidad de cobrar quince dólares al día durante un máximo de dos semanas cuando no tenían otra fuente de ingresos, poco antes de que empezaran los estudios en otoño. Ahora, a pesar de todo el sufrimiento que han padecido, a pesar de los maltratos físicos y psicológicos que han soportado —los recuentos interminables en plena madrugada, la maldad arbitraria y creativa de algunos carceleros, la falta de intimidad, la desnudez, los períodos de aislamiento, las cadenas, las bolsas en la cabeza, la comida asquerosa y la mínima ropa de cama—, la mayoría de los reclusos están dispuestos a no cobrar nada por salir de ese lugar.

Pero quizá sea más sorprendente que, después de decir que el dinero les importa menos que la libertad, todos vuelvan a someterse pasivamente al sistema: extienden los brazos para que les pongan las esposas, agachan la cabeza para que se la cubran con la bolsa y, después de que les pongan las cadenas en los tobillos, siguen como borregos al carcelero para volver al sótano de la prisión. Durante su comparecencia ante la junta han estado físicamente fuera de la prisión, en presencia de unos «civiles» que no estaban relacionados directamente con sus torturadores de abajo. Me pregunto por qué ninguno de ellos ha dicho: «Puesto que renuncio a cobrar, puedo abandonar este experimento y exigir que me pongan en libertad ahora mismo». Habríamos tenido que acceder a ello y soltarles de inmediato.

Pero no lo han dicho. Y, más adelante, ninguno nos dijo que se le hubiera pasado por la cabeza la idea de que podía abandonar el experimento. Y es que prácticamente todos habían dejado de ver su experiencia como un simple experimento. Como había dicho el recluso 416, se sentían atrapados en una prisión dirigida por unos psicólogos, no por el Estado. Lo que habían dicho era que renunciaban al dinero que habían ganado si decidíamos darles la libertad. Dejar de ser reclusos no era decisión suya: otorgaban esta facultad a la junta de libertad condicional. Si hubieran sido verdaderos reclusos, sólo la junta tendría la facultad de soltarles, pero siendo como eran unos sujetos experimentales, tenían en todo momento la potestad de quedarse o abandonar. Estaba claro que en su cerebro se había activado una especie de interruptor y que habían pasado de pensar: «Soy un voluntario que participo en un experimento retribuido y gozo de todos mis derechos», a pensar: «Soy un preso desamparado a merced de un sistema autoritario e injusto».

A continuación, la junta examina cada caso por separado y las reacciones generales de este primer grupo de reclusos. Todo el mundo está de acuerdo en que parecían muy alterados, con los nervios a flor de piel y totalmente atrapados en su papel.

Prescott me hace saber lo que realmente le preocupa del recluso 1037. Ha sabido detectar la profunda depresión que se está apoderando de aquel chico antes rebelde: «Es una facultad que adquieres al convivir con personas que se tiran desde lo alto de la prisión para matarse, o que se cortan las venas. El chaval ha tenido suficiente presencia de ánimo para presentarse ante nosotros, pero luego, con todas esas lagunas al responder... En cambio, el último que ha entrado, ése es coherente, sabe qué pasa, todavía habla de “un experimento”, pero al mismo tiempo está dispuesto a sentarse y hablar de su padre, de sus propios sentimientos. No le he creído, y lo digo basándome en la sensación que me ha dado. En cuanto al segundo chaval, el oriental, es una roca. Ése es duro como una roca».

Para finalizar, Prescott nos da su dictamen: «Coincido con el resto del grupo y propongo liberar a un par de reclusos en momentos diferentes para que los demás reflexionen sobre lo que hay que hacer para poder salir. Además, el hecho de soltar pronto a algunos hará que los demás no pierdan la esperanza».

Al final, llegamos a la decisión de soltar primero a Jim-4325 y después a Rich-1037, quizá sustituyéndolos por otros reclusos suplentes. No sabemos muy bien qué hacer con 3401 y 7258, si soltarlos más adelante o no.

¿Qué hemos visto aquí?

En esta primera tanda de comparecencias ante la junta de libertad condicional aparecen tres temas generales: los límites entre simulación y realidad se han desdibujado, la sumisión y la seriedad de los reclusos han ido en aumento en respuesta a la actitud cada vez más autoritaria de los carceleros, y se ha dado una transformación espectacular en Carlo Prescott al representar al director de la junta de libertad condicional.

Confusión entre simulación y realidad

Cualquier observador que no conociera los antecedentes daría por sentado que lo que ha visto es una sesión de la junta de libertad condicional de un centro penitenciario real. La fuerza y la cualidad de la dialéctica entre los internos y quienes se encargan de su custodia en nombre de la sociedad se manifestaba de muchas maneras, entre ellas la seriedad general de la situación, la formalidad de las solicitudes de libertad redactadas por los internos, las opiniones contrarias de sus carceleros, la composición diversa de la junta, las preguntas personales planteadas a los internos y las acusaciones en su contra. Se manifestaba, en resumen, en la profunda cualidad afectiva de todo el procedimiento. La base de esta interacción se observa claramente en las preguntas que hace la junta y las respuestas que dan los reclusos en relación con el «historial delictivo», los mecanismos de reinserción, la búsqueda de asistencia legal, la fecha de los juicios y los planes de futuro de los reclusos.

Es difícil recordar que apenas han pasado cuatro días desde que los estudiantes se presentaron para participar en el experimento, tan difícil como imaginar que les queda poco más de una semana para salir de la prisión. Su cautiverio no será de muchos meses o años, como parece desprenderse de lo que se dice en esa junta simulada. Y es que los roles que al principio se representaban se han acabado interiorizando; los actores han acabado asumiendo la identidad de su papel.

Sumisión y seriedad de los reclusos

Primero a regañadientes, y después con docilidad, la mayoría de los reclusos se han acabado metiendo en los roles estructurados que desempeñan en nuestra prisión. Se refieren a sí mismos por su número y se dan por aludidos de inmediato cuando alguien menciona esta identidad anónima. Responden a preguntas ridículas con total seriedad, como cuando les hablan de la naturaleza de sus delitos o de su voluntad de reinserción. Con contadas excepciones, se han sometido por completo a la autoridad de la junta, de los carceleros y del sistema en general. Sólo el recluso 7258 ha osado decir que la razón por la que estaba allí era que se había inscrito en un «experimento», pero enseguida se ha echado atrás ante el ataque verbal de Prescott.

La frivolidad de algunas solicitudes de libertad, sobre todo la de 3401, el estudiante de origen asiático, se viene abajo cuando la junta deja claro que esta actitud no conduce a la liberación. La mayoría de los reclusos parecen haber aceptado por completo las premisas de la situación. Ya no se oponen ni rebelan ante nada que se les diga o se les ordene. Son como actores del método Stanislavski, que siguen metidos en su papel cuando no están en el escenario ni delante de la cámara, y su papel ha acabado devorando su identidad. Para quienes abogan por el carácter innato de la dignidad del ser humano, debe de ser inquietante observar el servilismo de los reclusos antes rebeldes, las súplicas de los héroes de unos días atrás.

Glenn-3401, el belicoso recluso asiático, ha tenido que ser puesto en libertad pocas horas después de su intensa experiencia con la junta de libertad condicional porque le ha salido una urticaria por todo el cuerpo. Ha sido atendido en el centro médico del campus y después le hemos dicho que se fuera a su casa. La urticaria es la vía que ha elegido su cuerpo para lograr la libertad; para Doug-8612 fue su crisis emocional.

La espectacular transformación del presidente de

la junta de libertad condicional

Hace más de tres meses que conozco a Carlo Prescott y he estado en contacto con él prácticamente a diario, en persona o por medio de largas y frecuentes llamadas telefónicas. Al colaborar con él para impartir un curso de seis semanas de duración sobre la psicología del encarcelamiento, pude ver que era muy crítico con un sistema penitenciario al que veía como un instrumento fascista dedicado a la opresión de las personas de color. Tiene una visión muy clara de la forma en que las prisiones y otros sistemas autoritarios de control pueden cambiar a quienes caen en sus garras, sean reclusos o carceleros. En su programa de los sábados por la noche en la emisora local de radio KGO, Carlo conciencia a sus oyentes del fracaso de esta institución anticuada y cara en cuyo mantenimiento se malgastan sus impuestos.

Me ha hablado de las pesadillas que tenía antes de cada reunión anual de la junta de libertad condicional, en la que los internos tienen unos minutos para presentar su solicitud ante una junta cuyos miembros no parecen prestar atención y se dedican a hojear gruesos expedientes. Muchas veces esos papeles no tienen nada que ver con el preso que les habla, sino con el que se presentará a continuación; así pueden ahorrar algo de tiempo. Si a un preso le preguntan algo sobre su condena o sobre cualquier otro dato negativo de su expediente, ya sabe que la solicitud le será denegada hasta el año siguiente porque defender este pasado le impide hablar de un futuro positivo. Los relatos de Carlo me hacen ver la clase de furia que genera esta indiferencia arbitraria en la inmensa mayoría de los reclusos que ven denegada su libertad año tras año, como le ocurría a él.3

¿Y qué lecciones profundas se aprenden en una situación así? Admirar el poder y despreciar la debilidad. Dominar en lugar de negociar. Dar a quien ponga la otra mejilla. Que la regla de oro, la que dice que no hagamos lo que no queremos que nos hagan, es para los demás. Que la autoridad es control y el control autoridad.

Éstas son también las lecciones que aprenden los hijos de padres maltratadores, la mitad de los cuales acabarán maltratando a sus propios hijos, a sus cónyuges y a sus padres. Esta mitad se identifica con su agresor y perpetúa la violencia; la otra mitad aprende a identificarse con los maltratados y siente compasión. Pero la investigación no nos ayuda a predecir qué niños maltratados serán maltratadores y cuáles compasivos.

Un paréntesis para un ejemplo de poder sin compasión

Todo esto me recuerda la demostración clásica de Jane Elliott, una maestra de primaria que enseñaba a sus alumnos la naturaleza de los prejuicios y de la discriminación estableciendo una relación arbitraria entre el color de los ojos de los niños y su estatus en la clase. Cuando a los niños se les decía que los de ojos azules eran superiores a los de ojos castaños, los de ojos azules adoptaban enseguida una actitud dominante hacia los niños de ojos castaños y llegaban a maltratarlos verbal y físicamente. Además, el rendimiento en clase de los niños «superiores» de ojos azules mejoraba (una mejora estadísticamente significativa, como pude comprobar con los datos originales de Elliott), mientras que el de los niños «inferiores» de ojos castaños empeoraba.

Sin embargo, el aspecto más brillante de la demostración que esta enseñante hacía en la clase de tercero de una escuela de Riceville, Iowa, era el cambio de estatus que introducía al día siguiente. La señorita Elliott decía a la clase que se había equivocado. Que lo había dicho al revés: ¡que los niños de ojos castaños eran superiores a los de ojos azules! Los de ojos castaños, que habían sufrido el impacto negativo de la discriminación, tenían la oportunidad de mostrar compasión ahora que eran ellos los que estaban «arriba». Las puntuaciones obtenidas por los niños en los tests se invirtieron: los que antes habían mejorado ahora empeoraban y los que habían empeorado mejoraban. Pero, ¿qué pasó con la compasión? Los niños de ojos castaños recién «ascendidos», ¿entenderían el dolor de los oprimidos, de los discriminados, de los que se hallaban en una posición de inferioridad como la que ellos habían sufrido sólo un día antes?

¡La respuesta es que no! Los niños de ojos castaños pagaron con la misma moneda a los de ojos azules. Dominaron, discriminaron y maltrataron a quienes les habían maltratado a ellos.4 La historia de la humanidad abunda en ejemplos similares, como los de muchas personas que se han librado de la persecución religiosa y que, una vez seguras y a salvo en puestos de poder, han perseguido a los seguidores de otras religiones.

Los ojos castaños de Carlo

Me he apartado momentáneamente de la cuestión que me ocupaba: la espectacular transformación de Carlo al ocupar una posición de poder como director de la junta de libertad condicional. Primero ha hecho una improvisación excepcional, como un solo de Charlie Parker. Ha improvisado detalles de la historia personal y delictiva de los reclusos como si nada, sobre la marcha. Lo ha hecho sin titubear, con fluidez y seguridad. Pero a medida que pasaba el tiempo parecía adoptar su nuevo rol de autoridad con una convicción y una intensidad cada vez mayores. Era el director de la junta de libertad condicional de la prisión de Stanford, una autoridad que causaba temor entre los internos y respeto entre sus colegas. Los años de sufrimiento que ha soportado como interno de ojos castaños han pasado al olvido en cuanto se ha visto en la posición privilegiada de ver el mundo con los ojos del director todopoderoso de la junta. Lo que ha dicho Carlo a sus colegas al final de la reunión revela el dolor y el asco que le ha provocado su transformación. Al final se ha convertido en el opresor. Aquella misma noche, mientras cenamos, me confiesa que se ha sentido asqueado al oír lo que decía y al sentir lo que sentía cuando desempeñaba su papel.

Al escucharle me pregunto si sus reflexiones y el nuevo conocimiento que tiene de sí mismo tendrán unos efectos positivos cuando presida la junta de libertad condicional de mañana. ¿Será más considerado y compasivo con los reclusos que soliciten la libertad? ¿O de nuevo el papel se impondrá a la persona?

LA JUNTA DE LIBERTAD CONDICIONAL Y DISCIPLINARIA DEL JUEVES

Al día siguiente comparecen cuatro reclusos más ante una junta reconstituida. Salvo Carlo, los otros miembros de la junta son nuevos. Craig Haney ha tenido que desplazarse a Filadelfia por un asunto familiar urgente y es sustituido por una psicóloga social, Christina Maslach, que observa con discreción lo que sucede sin intervenir mucho (por ahora). Los otros miembros de la nueva junta son una secretaria y dos estudiantes graduados. Esta vez, los carceleros han pedido a la junta que, además de estudiar las solicitudes de libertad condicional, también adopten medidas disciplinarias contra los reclusos más rebeldes. Curt Banks sigue con su papel de alguacil y el subdirector David Jaffe también está presente como observador y para hacer los comentarios que crea oportunos. Yo vuelvo a situarme tras el espejo unidireccional de la sala de observación y grabo la sesión en vídeo para analizarla después. Otra diferencia con la junta de ayer es que, en lugar de sentarse en la misma mesa que la junta, los reclusos se van a sentar en una silla alta que hace las veces de tarima o estrado para poder verlos mejor, como en los interrogatorios de la policía.

Con el de la huelga de hambre no tragan

El primer recluso de la lista es 416, que ha ingresado hace muy poco y sigue en huelga de hambre. Curt Banks lee en voz alta los actos de indisciplina de los que le acusan varios carceleros. Arnett está especialmente enfadado porque los carceleros no saben qué hacer con él: «Lleva aquí muy poco tiempo, pero desde que ha llegado no ha dejado de alterar el orden y la buena marcha de la prisión».

El recluso dice inmediatamente que tienen razón, que no va a contradecir ninguna acusación. Insiste en recibir asistencia legal antes de acceder a comer nada que le sirvan en la prisión. Prescott se centra en su exigencia de «asistencia legal» y le dice que se explique.

El recluso 416 responde de una manera extraña: «A todos los efectos, estoy encarcelado porque he firmado un contrato sin tener la edad legal para hacerlo». En otras palabras, o le traemos un abogado para que lleve su caso y lo saque de la cárcel, o seguirá con la huelga de hambre hasta enfermar. De este modo —razona— las autoridades de la prisión se verán obligadas a soltarle.

Este joven flacucho se presenta ante la junta igual que ante los guardias: como una persona inteligente, decidida y de sólidas convicciones. Sin embargo, la justificación para impugnar su encarcelamiento —que no tenía la edad legal para firmar el contrato de consentimiento informado por el que participaba en el estudio— parece demasiado legalista y detallada para alguien que se guía por unos principios ideológicos. A pesar de su aspecto desaliñado y demacrado, en la conducta de 416 hay algo que no inspira simpatía a quienes tratan con él: ni a los carceleros, ni a los otros reclusos, ni a la junta. Es como el vagabundo sin techo que provoca en los viandantes más culpa que compasión.

Cuando Prescott le pregunta por qué delito le han metido en la cárcel, 416 responde: «No hay delito, no se me acusa de nada. A mí no me ha detenido la policía de Palo Alto».

Indignado, Prescott le pregunta si está en la cárcel por error. «Estaba de suplente, y...». Prescott está confundido y furioso. Me doy cuenta de que no le he explicado que 416 no es como los demás porque acaba de ingresar para sustituir a otro recluso.

«¿Pero usted de qué va? ¿Es que estudia filosofía?» Carlo enciende un cigarrillo con calma, quizá buscando otra línea de ataque. «Porque no ha dejado de filosofar desde que ha entrado.»

Uno de los miembros de la junta recomienda que haga ejercicio como medida disciplinaria. Cuando 416 protesta diciendo que ya le han obligado a hacer demasiado, Prescott le corta diciendo: «Parece usted fuerte, estoy seguro de que el ejercicio le vendrá muy bien». Mira a Curt y a Jaffe para que lo anoten en su lista.

Por último, cuando se le hace la tendenciosa pregunta final —si renunciaría a todo el dinero que ha ganado como recluso a cambio de obtener la libertad condicional—, 416 contesta de inmediato y con actitud provocadora: «Por supuesto que sí. No creo que mi tiempo valga tan poco».

Carlo ya se ha hartado. «Llévenselo de aquí.» Y entonces, 416 hace exactamente lo mismo que ayer hicieron los demás: como un autómata, y sin que nadie le diga nada, se pone de pie y extiende los brazos para que le pongan las esposas en las muñecas y la bolsa en la cabeza antes de que lo saquen de la sala.

Curiosamente, no exige que la junta ponga fin ahora mismo a su participación en el estudio. Si no quiere cobrar, ¿por qué no dice simplemente: «¡Dejo el experimento. Que me traigan mi ropa y mis cosas, y adiós muy buenas!»?

El nombre de pila de este recluso es Clay, que en inglés significa «arcilla», pero tiene muy poco de blando; sigue fiel a sus principios y se mantiene firme en la estrategia que ha emprendido. No obstante, su identidad de preso le ha atrapado tanto que no se da cuenta de que puede obtener la libertad exigiendo a la junta que le suelte aquí y ahora, mientras está físicamente fuera de la prisión. Pero lleva la prisión en la cabeza.

Los adictos son presa fácil

Nada más entrar, el siguiente recluso de la lista, Paul-5704, protesta porque no le han dado la ración de tabaco que le han prometido por su buena conducta. Los carceleros le acusan de los siguientes actos de indisciplina: «Constante insubordinación, fuertes arranques de violencia y malhumor, incita a los otros reclusos a desobedecer».

Prescott pone en duda la supuesta buena conducta de la que habla y le dice que, de seguir así, no volverá a ver un cigarrillo. El recluso contesta en voz tan baja que los miembros de la junta tienen que decirle que hable más alto. Cuando se le dice que se porta mal aun sabiendo que ello supondrá un castigo para los otros reclusos, vuelve a hablar entre dientes, con la mirada fija en el centro de la mesa.

«Eso ya lo hemos hablado... que si pasa algo, pues que habrá que atenerse a las consecuencias... que si alguien hace algo, el castigado seré yo.» Un miembro de la junta le interrumpe: «¿Dice usted que ha sido castigado por alguno de los otros reclusos?». Paul 5704 dice que sí, que ha sufrido por sus camaradas.

En voz alta y con tono de burla, Prescott le dice: «Así que es usted un mártir, ¿eh?».

«Bueno, yo creo que lo somos todos...», dice 5704 otra vez en voz muy baja.

«¿Qué tiene usted que decir en su favor?», le pregunta Prescott. 5704 responde, pero no se oye lo que dice.

Recordemos que el recluso 5704, el más alto de todos, ha plantado cara a muchos carceleros y ha estado metido en intentos de fuga, rumores y atrincheramientos. También es el que ha escrito a su novia jactándose de presidir la comisión de quejas de los reclusos. Recordemos que se ha inscrito en el experimento con la intención de actuar como espía y publicar después su experiencia en revistas underground convencido de que el experimento es un proyecto pagado por el Gobierno para saber cómo doblegar a los presos políticos. ¿Qué se había hecho de toda aquella bravuconería? ¿Por qué se había vuelto tan incoherente de repente?

Frente a nosotros, en esta sala, se sienta un joven apagado y deprimido. 5704 tiene la mirada fija en el suelo, responde a las preguntas de la junta meneando la cabeza y sin mirar a nadie a los ojos.

«Sí, señor; si me dieran ahora la libertad condicional estaría dispuesto a renunciar a todo lo que he ganado», responde con todas las fuerzas que parecen quedarle. (Por ahora han dicho que sí cinco de seis reclusos.)

Me pregunto cómo es posible que el admirable espíritu de ese joven revolucionario, dinámico y apasionado se haya podido apagar tanto en tan poco tiempo.

Por cierto, más adelante supimos que Paul-5704 se había metido tanto en su papel de recluso que, como primera parte de su plan de fuga, había usado sus uñas largas y duras de guitarrista para desatornillar la base de un enchufe de la pared. Después la había utilizado para quitar la cerradura de la puerta de la celda. También había usado sus fuertes uñas para marcar el paso de los días en la prisión rascando en la pared las letras L/M/M/J/ (hasta ahora).

Un recluso desconcertante

La siguiente solicitud de libertad condicional es la de Jerry-5486. Su comparecencia es aún más desconcertante que las anteriores. Tiene el aire optimista de quien se ve capaz de hacer frente a cualquier cosa que se le ponga por delante. Su robustez contrasta con la figura delgada de 416 o de otros reclusos como Glenn-3401. Da la impresión de que aguantará las dos semanas sin pestañear. Sin embargo, sus palabras no parecen sinceras y no ha prestado mucho apoyo a los compañeros que lo pasan mal. En los pocos minutos que permanece aquí, 5486 consigue sacar de sus casillas a Prescott más que ningún otro recluso. Y responde de inmediato que no piensa renunciar a lo que ha ganado a cambio de obtener la libertad.

Según los carceleros, 5486 no merece obtenerla «porque se burló de la redacción de las solicitudes y por su falta de colaboración en general». Cuando se le dice que explique lo de las solicitudes, 5486 responde: «Sabía que no eran de verdad... estaba bastante claro...».

El oficial Arnett, que está en un rincón observando en silencio la comparecencia, no puede evitar interrumpirle: «¿Le pidieron los oficiales que escribiera la solicitud?». 5486 dice que sí, y Arnett continúa: «¿Está usted diciendo que los oficiales le pidieron que escribiera una solicitud que no era de verdad?».

5486 se desdice: «Bueno, a lo mejor no he elegido la mejor palabra...».

Pero Arnett continúa y lee su informe a la junta: «El interno 5486 ha ido de mal en peor... se ha convertido en el graciosillo del grupo».

«¿Lo encuentra divertido?», le espeta Carlo.

«Todo el mundo [en la sala] ha sonreído. Y entonces he sonreído yo», se defiende 5486.

En tono intimidatorio, Carlo responde: «Todos los demás podemos permitirnos sonreír: esta noche vamos a dormir en casa». Aunque procura no ser tan agresivo como ayer, le pregunta: «Si tuviera usted las pruebas y los informes de los oficiales que tengo yo, ¿qué haría en mi lugar? ¿Cómo actuaría? ¿Qué decidiría? ¿Qué cree que debemos hacer con su solicitud?».

El recluso no sabe qué decir y responde con evasivas. Tras unas preguntas más de los otros miembros de la junta, Prescott, exasperado, pone fin a la comparecencia: «Creo que hemos visto bastante. No veo razón para perder más tiempo».

El recluso se sorprende al ver que lo echan de una manera tan brusca. Está claro que ha causado una mala impresión en las personas a las que debería haber persuadido para que aprobaran su solicitud, si no en la sesión de hoy, en la siguiente. No ha sabido mirar por sus propios intereses. Curt le dice al guardia que lo espose, le ponga la bolsa en la cabeza y lo siente en el banco del vestíbulo con los otros reclusos; cuando acabe la siguiente —y última— comparecencia, todos volverán a bajar las escaleras para regresar a la vida en la prisión.

El chusquero es especial

El último interno que comparece ante la junta es 2093, el «chusquero», que haciendo honor a su apodo se sienta en la silla con la espalda erguida, el pecho fuera, la cabeza atrás y la barbilla metida hacia adentro: pocas veces he visto una postura marcial más perfecta. Solicita la libertad condicional para poder dedicarse a «empresas más productivas» y observa, además, que ha «obedecido todas las normas desde el primer momento». A diferencia de la mayoría de sus camaradas, 2093 no renunciaría a cobrar a cambio de la libertad condicional.

«Renunciar a cobrar lo que he ganado hasta ahora sería desperdiciar aún más los cinco días de mi vida que he pasado aquí.» Añade que la cantidad relativamente pequeña que va a cobrar apenas compensa «el período de servicio».

Prescott se encara con él: le dice que no parece sincero, que parece tenerlo todo pensado, que no es espontáneo, que usa palabras que ocultan lo que siente. El chusquero se disculpa por dar esa impresión, porque siempre habla con franqueza y se esfuerza por expresar claramente lo que quiere decir. Eso ablanda a Carlo, que le asegura que tanto él como la junta estudiarán a fondo su solicitud y le elogia por su buena conducta en la prisión.

Antes de acabar la entrevista, Carlo le pregunta al chusquero por qué no ha solicitado la libertad condicional la primera vez que tuvo la oportunidad de hacerlo. El chusquero responde: «La habría solicitado si no lo hubiera hecho ya un número de reclusos suficiente». Consideraba que había otros reclusos que lo pasaban peor que él y no quería que su solicitud pasara por delante de las de ellos. Carlo le reprende levemente por esta magnífica muestra de nobleza, porque la considera un intento más bien tosco de influir en la junta. La cara de sorpresa del chusquero deja claro que hablaba en serio y que no intentaba impresionar a nadie, y menos a los miembros de la junta.

Esto parece intrigar a Carlo, que desea conocer más detalles de la vida privada del joven. Carlo le pregunta por su familia, por su novia, por las películas que le gustan, si de vez en cuando se da el gusto de tomarse un helado... esas cosas pequeñas de la vida que, tomadas en su conjunto, definen la identidad de una persona.

El chusquero responde con toda naturalidad que no tiene novia, que casi nunca va al cine y que le gustan los helados pero que últimamente no ha podido permitirse el lujo de comprar uno. «Sólo le diré que, tras haber asistido a la universidad de verano de Stanford viviendo en la parte trasera de mi coche, la primera noche que pasé aquí me costó dormir porque encontraba la cama de la prisión demasiado blanda; además, en la prisión he comido mejor y he tenido más tiempo para descansar que en los dos últimos meses. Gracias, señor.»

¡Casi nada! ¡De qué forma ha superado todas nuestras expectativas! Viendo su dignidad y su aspecto tan sano nadie diría que ha pasado hambre todo el verano y que no ha dormido en una cama mientras asistía a la universidad. Que las misérrimas condiciones de nuestra prisión puedan ser un lujo para un universitario nos deja sin habla.

A primera vista, el chusquero parece ser el recluso más unidimensional, el que obedece sin rechistar, pero también es el más lógico y reflexivo y el que tiene más coherencia moral. Creo que acabará teniendo problemas por su empeño en guiarse por unos principios abstractos y porque no sabe vivir en compañía ni pedir a los demás el apoyo económico, personal y emocional que necesita. Parece tan encorsetado por esta determinación interior y por su pose marcial que es muy difícil que nadie pueda acceder a sus sentimientos. Es probable que acabe llevando una vida más dura que el resto de sus colegas.

Arrepentimiento insuficiente

Cuando la junta se dispone a dar por finalizada la sesión, Curt anuncia que el interno 5486, el que parece tan seguro de sí mismo, desea dirigirles unas palabras. Carlo dice que le haga pasar.

Arrepentido, 5486 dice que no ha sabido expresar lo que de verdad quería decir porque no ha reflexionado sobre ello, que cada día que ha pasado en la prisión su conducta ha ido a peor porque al principio esperaba ir a juicio, pero pronto perdió toda esperanza de hallar justicia.

El oficial Arnett, que está sentado tras él, relata una conversación que ha mantenido con 5486 durante el almuerzo en la que éste le ha dicho que su conducta ha ido a peor «por culpa de las malas compañías».

Carlo Prescott y la junta están desconcertados. ¿Cómo le habrá dado por pensar que esto podría ayudarle a obtener la libertad?

Prescott se acaba enfadando y dice a 5486: «Si de mí dependiera, se quedaría usted aquí hasta el último día. No tengo nada contra usted, pero estamos aquí para proteger a la sociedad. Y no le creo capaz de salir y hacer nada constructivo, nada que pueda ser útil a la comunidad. Cuando ha salido se ha dado cuenta de que nos ha hablado como si fuéramos idiotas, sin el respeto debido a nuestra autoridad. Parece que no se lleva bien con quienes tienen autoridad, ¿verdad? ¡Cómo se llevará usted con sus padres! En resumen, que usted ha salido, ha tenido tiempo para pensar, y ahora vuelve aquí intentando timarnos para que le veamos de otra forma. ¿Pero qué conciencia social tienen usted? ¿Qué cree que le debe a la sociedad? Quiero que por una vez me diga la verdad». (¡Carlo vuelve a estar como ayer!)

El recluso se queda sorprendido ante este ataque frontal a su carácter y se deshace en explicaciones: «Me han dado un trabajo de maestro. Y creo que es un trabajo que vale la pena».

Prescott no se lo traga: «Pues me temo que eso empeora las cosas. Yo no dejaría que alguien como usted enseñara a mis hijos. Alguien con esa actitud, con esa inmadurez, con esa falta de responsabilidad. No puede ni pasarse cuatro días en prisión sin ser un incordio para todos. Y luego va y me dice que quiere trabajar de maestro, que quiere hacer algo que es todo un privilegio. Tratar con gente decente es un privilegio que usted no merece. Mire, a mí no me ha convencido. Acabo de leer su ficha por primera vez y no me ha dicho usted nada nuevo. Oficial, sáquelo de aquí».

Cargando con la cadena y la bolsa, y de vuelta a la prisión del sótano, el recluso tendrá que preparar algo mejor para la próxima junta siempre y cuando se le conceda la oportunidad de comparecer ante ella.

Cuando un preso que ha salido en libertad se convierte en director

de una junta que la concede

Antes de volver abajo para ver lo que ha ocurrido en la prisión durante las sesiones de la junta, será instructivo comentar el efecto que ha tenido este juego de roles en su severo director. Un mes más tarde, Carlo me ofreció una explicación conmovedora del impacto que había tenido en él aquella experiencia:

«Cada vez que participé en el experimento me quedé con el ánimo por los suelos, tan real me parecía. Aquello había dejado de ser un experimento en cuanto la gente empezó a reaccionar ante lo que sucedía allí. Cuando yo estuve en prisión vi que las personas que se consideraban guardias tenían que actuar de una manera determinada. Tenían que manifestar ciertas impresiones, ciertas actitudes. Los reclusos también tenían que manifestar ciertas actitudes e impresiones, pero de otra manera; y me di cuenta de que aquí ocurría lo mismo.

»Aún me cuesta creer que un experimento haya hecho que yo, que fingía ser un miembro de la junta, el director de la junta, la “máxima autoridad”, llegara a decirle a un preso, porque su actitud me parecía arrogante y desafiante: “¿Cómo es que en la cárcel hay tan pocos orientales, por qué es tan raro verlos encerrados? ¿Qué has hecho tú para estar aquí?”.

»En aquel preciso momento toda la orientación del chico cambió. Empezó a reaccionar ante mí como una persona, empezó a hablarme de sus sentimientos. Y había otro tan metido en esto que hasta regresó a la sala pensando que si volvía a hablar con nosotros le daríamos la libertad».

Carlo continúa con su íntima confesión: «Mira, como recluso que he sido, debo admitir que cada vez que entraba allí, viendo la tirantez, la sospecha, la hostilidad de aquella gente tan metida en su papel... podía reconocer el abatimiento que se apodera de uno cuando está en prisión. Y eso era, precisamente, lo que me dejaba a mí con el ánimo por los suelos, porque era como si volviera a verme inmerso en la atmósfera de una prisión. Aquello era muy auténtico, de simulación no tenía nada».

»[Los reclusos] reaccionaban como seres humanos ante una situación que, por muy improvisada que fuera, había pasado a formar parte de lo que vivían en aquel momento. Imagino que reflejaban la metamorfosis que se produce en la manera de pensar de un recluso. Después de todo, un recluso sabe que ocurren cosas en el mundo exterior —construyen puentes, nacen niños— y que él no tiene nada que ver con ellas. Por primera vez está totalmente aislado del resto de la sociedad o, en el fondo, del resto de la humanidad.

»Aquellos que ve a su alrededor, con su canguelo, su hedor y su amargura, se convierten en sus camaradas, y ya no le queda ninguna razón para identificarse con el lugar de donde viene salvo por las pocas veces que recibe una visita o que pasa algo especial, como comparecer ante la junta de libertad condicional. Sólo le quedan esos momentos, esos instantes».

«[...] no me sorprendió, y tampoco me gustó mucho, ver confirmada mi creencia de que “la gente se convierte en el papel que representa”, de que los carceleros se convierten en símbolos de autoridad y no puedes plantarles cara, de que no hay normas ni derechos que protejan a los reclusos. Les ocurre a los carceleros de las prisiones, y les ocurre a los universitarios que juegan a ser carceleros. En cambio, el recluso, que se debe plantear su situación en función de lo rebelde que sea, de la medida en que pueda distanciarse de esta experiencia, se debe enfrentar cada día a su propio desamparo. Tiene que conjugar su resentimiento y la eficacia de su rebeldía con la realidad de que, por muy heroico o valiente que pueda sentirse en determinados momentos, le seguirán contando en los recuentos y seguirá sometido al régimen de la prisión.»5

Como colofón a estas reflexiones creo oportuno citar un pasaje también muy profundo de las cartas que un preso político, George Jackson, escribió un poco antes de que Carlo hiciera esta íntima confesión. El abogado de Jackson quería que yo testificara en su defensa en el juicio que se iba a celebrar contra los Soledad Brothers; pero Jackson fue asesinado antes de que pudiera hacerlo, justo el día después de que acabara nuestro estudio.

La verdad es que es muy raro poder encontrar aquí algo de lo que reírse. Todo el mundo está encerrado las veinticuatro horas del día. Nadie tiene pasado, ni futuro, ni metas, salvo la comida siguiente. Están todos asustados, confundidos y condenados por un mundo que saben que ellos no han hecho, que ven que no pueden cambiar, y entonces arman todo este estrépito para no oír lo que su mente les intenta decir. Si se ríen es para decirse a sí mismos y decir a los demás que no están asustados. Ríen como el supersticioso que silba o canta cuando pasa por el cementerio.6